«Almazán, con sus
murallas, al lado del Duero, con su hermosa plaza con soportales, sus puertas,
sus cubos y torreones, presentaba agradable aspecto. Vio las iglesias, el
palacio de la plaza, la sillería roja; anduvo por la parte alta del pueblo,
metiéndose por las callejuelas. Contempló las casas de adobe, torcidas y
derrengadas, de color arcilloso las tapias de los corrales, con bardas de ramas
revocadas con manteo de barro y paja.» (PIO BAROJA. “La nave de los locos”)
Almazán
es otra de las importantes ciudades castellanas de nuestro entorno a las que es
posible ir y regresar de nuevo en el mismo día después de haberla visto, y bien
que merece la pena. Conocía Almazán de haber cruzado alguna vez por sus orillas
camino de Soria. Desde Atienza, por tomar un punto conocido de referencia, se
llega sobradamente en media hora. La carretera es buena, y el tiempo, por lo
menos en el fin de semana que anduve por allí, corrió a mi favor en pleno mes
de agosto.
Cuenta
la villa actualmente con una población de hecho superior a las seismil almas.
Se nota apenas entrar que es una ciudad viva, una ciudad en movimiento que
cambió durante las últimas décadas aquel otro aspecto de villa de agricultores
y ganaderos, por el que ahora presenta, mucho más dinámico y cosmopolita. Como
"Ciudad del mueble" la anuncia un cartel en las afueras. Cuando uno
se adentra, cruzando bajo el primer arco ojival en la muralla, se da cuenta de
que la otra Almazán, la de las iglesias y los palacios de junto al Duero, la
real villa de tan rancio abolengo en siglos pasados, también está allí,
conviviendo en cordial entendimiento -porque con buena voluntad y un poco de
sentido común todo es posible- con la ciudad al día, con la de las megafonías y
los ordenadores, y el asfalto, y las velocidades vertiginosas, como corresponde
a una plaza de su categoría donde el peso de la historia se deja sentir.
Se
ve que Almazán es una ciudad de origen antiguo, una ciudad mora, según anuncia
su nombre (Al-Mahsan, el fortificado) y asegura la Historia. La repobló en 1128
el rey Alfonso el Batallador.
Acabo
de pasar al centro de la ciudad bajo el imponente arco ojival de la muralla. He
entrado en la Plaza Mayor: una iglesia, un palacio sobre soportales, un
edificio magnífico de finales del siglo XIX con reloj concejil, otro arco en la
muralla. En medio, presidiendo el espacioso y ajardinado recinto de la plaza,
la estatua en bronce del más insigne de los hijos que ha dado Almazán, el
jesuita y teólogo en Trento Diego Laynez. Por lo que acabo de ver, la iglesia
está dedicada a San Miguel y es románica, construida en el siglo XII; el
palacio es el de los Hurtado de Mendoza, después lo fue de los condes de
Altamira, terminado de levantar en el año 1590 en su actual estructura y dentro
del gusto renacentista de la época; el otro edificio destacable es el
Ayuntamiento, con un balcón corrido que ocupa toda la fachada y una torreta con
carillón para dar las horas. Bajo la esfera del reloj aparece escrita en letras
de forja la fecha 1886 en que se debió instalar. El arco lateral en la muralla
es una más de las cuatro puertas que tiene la villa, por la que se baja hasta
la iglesia de Santiago, o de Jesús, que veré más tarde, y a las alamedas del
Duero. A la sombra de los soportales, sentados sobre los bancos, los ancianos y
los más jóvenes se resguardan del fuerte sol de la media tarde. A espaldas de
la estatua de Diego Laynez se recorta en el azul de la tarde la artística torre
de San Miguel, con sus ocho caras y sus ocho vanos del campanario. Queda
constancia documental, según me han dicho, de que en el primitivo palacio de
los Mendoza estuvieron durante tres meses del año 1496 los Reyes Católicos, las
infantas y el príncipe don Juan, quien alargó la estancia por siete meses más.
La
que llaman de Palacio es una calle antigua, limpia, evocadora. A mitad de la
calle de Palacio viene a caer la portada de otra iglesia románica, la de San
Vicente, dedicada en la actualidad, según indica un cartel adosado al muro, a
Aula de Cultura del Ayuntamiento. No he podido entrar, la encuentro cerrada a
cal y canto. El ábside de la iglesia de San Vicente me ha recordado los de la
Trinidad y San Gil de las iglesias de Atienza.
Por
unas callejas próximas he venido ahora a caer en otra iglesia en servicio.
Tiene todo el aspecto exterior de las iglesias castellanas del siglo XVIII.
Luce, bajo el campanario y bajo la portada, un escudo episcopal tallado en
relieve. Se trata, me ha dicho su párroco, de la iglesia de San Pedro, en
realidad la primera y principal parroquia de Almazán. Hay en su interior un
bellísimo retablo barroco, con dorados de la mejor factura y en perfecto estado
de conservación.
Todavía
me he quedado sin ver algunas iglesias más, como la de Santa María y el convento
de la Merced. En este convento de mercedarios murió en 1648 el poeta y
dramaturgo del Siglo de Oro fray Gabriel Téllez, más conocido por Tirso de
Molina, aquel que se formó en Alcalá y profesó en el convento de la Merced de
Guadalajara, el mejor de nuestros dramaturgos
de siglos atrás en el conocimiento y tratamiento del carácter humano,
con un montón de obras famosas legadas gratuitamente a las gentes de su tiempo
y a los que vendríamos después.
Aún
he tenido tiempo para bajar, con un poco de prisa porque la tarde va de
caída, a la iglesia octogonal de nave
única que -salvando las distancias a favor de lo nuestro, me ha recordado el
panteón de la Vega del Pozo- en el pueblo conocen por la de Jesús, cuando en
realidad es su titular el apóstol Santiago. Tiene un curioso campanario blanco,
con linterna de azulejos y de maderas deterioradas, y una magnífica portada de
forja que me da paso. Dentro hay ocho altares, uno en cada cara. En el altar
del fondo hay una imagen de Jesús Nazareno, algo parecida al Jesús de
Medinaceli, aunque no igual, y al que el pueblo profesa desde antiguo una gran
devoción.
De
nuevo en la Plaza Mayor uno se da cuenta de que Almazán es una ciudad hermosa,
con mucho que ver sin que para ello sea preciso adentrarse en los entresijos de
su pasado. Detrás de la iglesia de San Miguel, en un lateral de la plaza, hay
un mirador la más de oportuno que da vistas a una espaciosa vega, al Almazán de
las arboledas espesas "que lame el Duero" y que, inevitablemente, nos
hacen recordar a don Antonio Machado, el poeta de Soria y de Castilla, pese a
ser andaluz. Más abajo el puente sobre el río, con el contraste del intenso
tráfico que aguanta sobre sus pilastras a esas horas de la tarde. Y al otro
lado del puente, la playa artificial, la que reaviva los veranos de la villa,
una playa en las aguas del Duero plagada de bañistas hasta que cierra la noche.
A
la salida, salpicando el azul las primeras estrellas, es preciso detenerse a
comprar, en cualquiera de los establecimientos que las anuncian, sus famosas
“yemas”, una variedad exquisita de la repostería conventual, yemas huecas y
azucaradas, que tienen su sede y asiento en la vieja Castilla, y Almazán, y
Soria, no te olvides, quedan en su núcleo central, en su mismo corazón, y como
tal lo son y así se consideran.
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