jueves, 16 de diciembre de 2010

RONDA, LA DEL FAMOSO "TAJO"


Las niñas venían gritando
sobre pintadas calesas
con abanicos redondos
bordados de lentejuelas.
Y los jóvenes de Ronda
sobre jacas pintureras,
los anchos sombreros grises
calados hasta las cejas
.
(F.García Lorca)

Decir que la ciudad de Ronda es una de las más bellas y pintorescas de España suena a lugar común; pero lo es. Ronda cuenta con todos los aditamentos y bendiciones para serlo, y en ella están. Tengámosla, pues -yo para mi uso así la tengo, desde que anduve por allí-, como una de esas media docena de ciudades españolas ante las que es preciso descubrirse. Con tal disposición, aquí, atentos a todo el rigor de nuestros inviernos castellanos, nos preparamos para recordar, para meditar, para soñar, para escribir cuanto se nos ocurra acerca de aquella ciudad malagueña famosa por su impresionante Tajo, por su plaza de toros, por los bandoleros que en otro tiempo se ocultaron de la quema en la sierra cercana, y por sus grandes matadores de toros que fueron tres: Pedro Romero, Cayetano y Antonio Ordó­ñez, cuyas cenizas, las de Antonio, se extendieron no hace tanto por la arena de su viejo coso. Todavía hay más razones para ser recordada la hermosa ciudad de Ronda. Lo diremos después.
Cuatro o seis carreteras repartidas en estrella acuden de toda Andalucía a la ciudad de Ronda. La más espectacular de todas y la más difícil es quizá la que sube desde la Costa del Sol cortando por mitad su famosa Serranía, abrupta, violenta, de montañas altísimas por las que salta la cabra montés y otea el buitre leonado. En el corto espacio de veinte kilómetros desde los bordes del mar, la altura sube hasta muy cerca de los dos mil metros que alcanza en la cumbre el pico de la Torrecilla. A la caída, los pueblos blancos al respaldo de los montes.
La temperatura, tan suave en invierno que hay en la costa, desciende en media docena de grados cuando se llega a Ronda. La ciudad se nos presenta colocada sobre un altiplano estrecho y de forma alargada, con sus torres, sus murallas y sus palacetes, asomándose por el mediodía a la sierra y por el noroeste al valle inmenso por el que escapa el arroyo Guadale­vín, después de haber atravesado los tres puentes que unen la vieja con la nueva ciudad: el puente Árabe, el puente Viejo, y el puente Nuevo que es el nombre con el que los rondeños conocen al que cruza sobre el famoso Tajo, cuya altura raya los 98 metros hasta llegar al agua. El puente Nuevo, construi­do por Martín de Aldehuela en la segunda mitad del siglo XVIII es, sobre todos los demás motivos y monumentos, la enseña principal de la ciudad de Ronda.
Los monumentos más antiguos, como cabe pensar, se encuen­tran en el barrio viejo: las puertas de Almocabar y de Carlos V, las iglesias del Espíritu Santo y de Santa María la Mayor, los palacios de Mondragón y de Salvatierra, el minarete de San Sebastián y la Casa del Moro. Y al otro lado del Tajo la ciudad nueva, la que acoge a más de treinta mil habitantes de hecho y de derecho que viven de la mercadería y del turismo casi de forma exclusiva. En la parte nueva de la ciudad de Ronda está la Plaza de España, plagada de pequeños establecimientos donde comprar recuerdos; el parque-alameda con la estatua de Pedro Romero, y el teatro Espinel, y la Plaza de Toros. La Real Maestranza de Caballería de Ronda es para los amantes de la Fiesta un coso emblemático, histórico y monumental. Se construyó a la par que el puente Nuevo en la segunda mitad del siglo XVIII (1780-1784), y fue inaugurado una año después con un mano a mano memorable entre Pepe Hillo y Pedro Romero, este último el torero de la tierra, el legislador, el renovador y el teori­zante del arte de la Tauromaquia al que en su pueblo natal se le honra y se le venera. Las estatuas en bronce y a cuerpo entero de Cayetano -"es de Ronda y se llama Cayetano"- y de Antonio Ordóñez, hacen guardia sobre seguro pedestal a uno y otro lado de la puerta de los Maestrantes.
Resultaría interesante entrar en el pasado de Ronda. Las villas y ciudades con reminiscencia musulmana suelen gozar de un particular encanto, y Ronda es una de ellas. También sería un quehacer apetecible entrar en hechos y leyendas de bandoleros que anduvieron por aquella Serranía, a los que la ciudad ha dedi­cado un museo que los turistas pueden visitar. No obstante, con el efecto de la visita tan cercano en el recuerdo, uno desea destacar por razón de justicia la belleza urbanística de todo el conjunto, el inte­rés de sus rincones y monumentos imposibles de visitar en el breve espacio unas horas, la motivación de cara al extraño que despierta la ciudad aun en pleno invierno. Los turistas hacen turno de espera a la puerta de los restaurantes y se extasían mirando a sus monumentos más notables -del puente Nuevo y de la Plaza de Toros que los japoneses no entienden ni palabra-, y de lo espectacular de las vistas al campo desde cualquiera de los miradores.
Ciudad de artistas, de toreros y de intelectuales, ésta de Ronda. Las gentes de letras han perdido la partida en su ciudad natal frente a los toreros. Los guías de turismo ronde­ños remarcan ante sus grupos respectivos aquellos mitos de la torería ya dichos y apenas nombran de pasada a hijos tan ilustres como Vicente Espinel, padre de la famosa estrofa de diez versos que lleva su nombre y autor honorable de la "Vida del escudero Marcos de Obregón", nacido en Ronda en el año 1550, o el insigne filósofo y pedagogo don Francisco Giner de los Ríos, que allí nació en 1839, introductor del krausismo alemán en España y fundador de la Institución Libre de Ense­ñanza, que tantos nombres brillantes dejó en nuestra cultura del siglo XX.
Acabemos con unas pintas de pimienta y de sal para añadir a la ensalada rondeña cuyo grato sabor todavía conservamos entre los dientes. En la ciudad de Ronda cualquier servicio de cara al turista tiene su precio: los museos, las iglesias, la plaza de toros, las casonas históricas y los palacetes en los que haya algo que ver cuesta dinero. El hacer aguas menores en los servicios públicos tiene su tarifa obligada que la gente paga religiosamente al empleado que lleva el control. Sirva cuando menos la observación como simple anécdota, y que no sea inconveniente para darse una vuelta por allí. Queda en mano de sus autoridades el que estas cosas no se tengan que decir, por lo menos en letra impresa y en otros lugares de España, y aun del mundo. Ronda, amigo lector, al amparo del cielo andaluz y al antojo de todos los vientos de su Serranía, merece ser vista y disfrutada, desde luego que sí.

(En la imagen, un aspecto del "Tajo" de Ronda)

jueves, 9 de diciembre de 2010

ALBA DE TORMES


En la ribera verde y deleitosa
del sacro Tormes, dulce y claro río,
hay una vega grande y espaciosa,
verde en el medio del invierno frío,
en el otoño verde y primavera,
verde en la fuerza del ardiente estío.
Levántase al fin della una ladera
con proporción graciosa en el altura,
que sojuzga la vega y la ribera.
Allí está sobrepuesta la espesura
de las hermosas torres, levantadas
al cielo con extraña hermosura.
(Garcilaso de la Vega)

No se debe decir más, porque no se puede decir mejor que como lo hizo Garcilaso en ese corto manojo de versos arranca­dos de la Égloga Segunda. Así es el Campo de Salamanca, nada más que así, en la ancha vega que riega el Tormes a su paso por la villa de Alba.
"Alba de Tormes, mala de camas y peor de mesones", se ha venido diciendo de ella durante siglos. No es verdad. Media docena de restaurantes, hoteles, fondas y mesones con buen servicio, desmienten el dañoso aforismo del que pocas ciudades y villas pueden escapar, sobre todo si éstas son cabecera de comarca, pueblos distinguidos con tratamiento de ilustrísima, y Alba de Tormes es uno de ellos.
Como todas las villas y ciudades castellanas, Alba de Tormes es un producto del paisaje, del campo, de la noble condición de sus gentes a contar desde el día en que tomaron conciencia de lo que eran, y en el papel que habrían de desem­peñar en los caprichosos escenarios de la Historia; pero la villa de Alba es, además, un producto de la Literatura; pues, sonoros hombres y mujeres de letras pasaron por ella, y en ella vivieron o fueron a morir, siguiendo los vientos inapela­bles de su propio destino. Juan del Encina, Garcilaso, Lope de Vega, Calderón, son algunos de esos visitantes ilustres que, no sólo la honraron con su estancia, sino que con ella dejaron señal, le dieron nombre, y enriquecieron con su contacto de sabor a recia castellanía, tantas de sus obras en las que flota por encima del verso la suave brisa de la vega salmanti­na, que allí, en los campos de Alba, se respira y se pega a la piel.
Pero fue Teresa de Jesús, la que colmó con su fundación, y sobre todo con su muerte en el convento de la Anunciación, el vaso a rebosar del carácter de la villa. Alba de Tormes es toda ella un relicario de Teresa de Ávila. La personali­dad arrolladora de aquella venerable mujer descansa con fuer­za, creo que por igual, en las dos ciudades teresianas que todos conoce­mos: Ávila de los Caballeros y Alba de Tormes. En Ávila vio la luz por primera vez, y dentro de sus murallas le brotaron las primeras inquietudes; en Alba la inundó para siempre la segun­da luz, la luz irresisti­ble de los arrobamientos, de los éxtasis en los que a veces se le deshizo el alma. Allí, sobre el altar mayor de la iglesia conventual, se guarda lo que queda de su cuerpo tras el expolio al que lo sometió la piedad popular; un cuerpo sin corazón, sin brazos, que dentro de la misma iglesia se guardan incorruptos dentro de unas pequeñas urnas de cristal, a la vista de todos, y ante los cuales la gente se para a rezar. Allí -dicen que tal y como fue cuando murió la santa- queda la humilde celda en la que expiró un 4 de octubre (sería el 15 del mismo mes tras la reforma del calendario, llevada a cabo aquel mismo año de 1582), rodeada de unas cuantas religiosas de la Orden Carmelita, de la que ella había venido a reformar. Un muñeco, tallado con mucha piedad, pero con muy poco oficio, ayuda a imaginar sus últimas horas en el lecho de muerte, en la misma celda donde murió, ahora convertida en capilla, en relicario, en sagrado remanso de oración.
Pero salgamos de nuevo al exterior. La estampa general de la villa de Alba, con un largo puente de veintidós ojos a través de las tranquilas aguas del Tormes, con los campanarios de sus iglesias por encima de las casas, con el retocado torreón del castillo de los duques sobre la colina que domina el pueblo, es una de esas imágenes grandiosas, evocadoras, que se conservan impasibles en los entresijos de la memoria.
La gente entra a comprar recuerdos en los bajos de la casa conventual de San Juan de la Cruz, dedicada a museo en la misma plazuela. Alba de Tormes es centro obligado para el turismo por aquellas tierras, complemento o prolongación de la Salamanca artística aprovechando la misma ruta.
Hace algo más de un siglo, el P.Cámara, obispo de Sala­manca, inició la construcción de una basílica dedicada a Santa Teresa. El trazado fue obra del arquitecto Repillés y Vargas, el mismo que en su día llevó a término el proyecto para el edificio de la Bolsa de Madrid. Los trabajos fueron interrum­pidos en 1928, y muchos años después, en 1982, con motivo del cuarto centenario de la Santa, se cubrieron las ocho capillas laterales, dejando al descubierto el resto del edificio, la nave central que levanta en el azul del cielo castellano las ojivas neogóticas de los arcos que deberían sostener la cubierta del nuevo templo, penosamente inconcluso, y en cuyo interior llegaron a crecer en otro tiempo el jaramago y la ortiga como crecen entre las ruinas de los castillos abandonados. Las obras se van siguiendo lentamente. La basílica de Santa Teresa en Alba de Tormes será, si alguna vez llega a colmo, no sólo producto de la piedad, sino del empeño y de la paciencia. Dentro de las capillas se han colocado paneles con referencia a las distintas fundaciones de la reformadora de la Orden del Carmelo.
Y ya en el entorno, sobre un leve altozano desde el que se domina en contraluz al caer la tarde no sólo el pueblo, sino una buena parte de la vega del Tormes, se alza el corpudo torreón del castillo de los Duques de Alba -aquellos legenda­rios ya del linaje de don Fernando Alvarez de Toledo, el Gran Duque-, convertido hoy en museo de pinturas, y de documentos en los que se da cuenta de los inicios y de los momentos estela­res de la segunda casa nobiliaria española en títulos de grandeza.
Alba de Tormes, con su vega feraz y unos campos que dieron para vivir a precio de sudor a tantas generaciones de castellanos viejos, tiene hoy un nuevo escape de apoyo a su economía: el turismo. La iglesia de San Juan en la plaza Mayor, del siglo XII, con esculturas románicas que admirar, es tal vez la mejor muestra del mudéjar salmantino. El apostolado románico de la iglesia de San Juan, merece por sí solo un viaje a la villa; fue la estrella en la primera exposición de Las Edades del Hombre y lo ha seguido siendo en ediciones sucesivas. La iglesia de Santiago, al cabo de un curioso laberinto de callejuelas antiguas, también mudéjar; los conventos de Santa Isabel y de Las Dueñas; los obradores de alfarería albense, con sus famosos botijos adornados en forma de cola abierta de pavo real; el paisaje sereno de la vega, las páginas, rancias ya, de su pasado son, entre otros, valiosos motivos a considerar.
En la historia de Alba hay otra fecha crucial a tener en cuenta. El día primero de noviembre de 1982 les visitó el Papa de Roma, Juan Pablo II. El pontífice aterrizó en los llanos de la Dehesa, en plena vega, y vino a rezar ante los restos mortales de Santa Teresa con motivo de la clausura del cuarto centenario. El pueblo lo recuerda con un expresivo monumento en bronce a la vera de la catedral inconclusa, en donde apare­ce el Santo Padre con los brazos levantados salu­dando a la muchedumbre; un privilegio con el que cuentan muy pocas de las ciudades y de los pueblos de España. Alba ha querido conservar en pleno campo el estrado monumental de maderas y barras de hierro que utilizó el Pontífice durante el acto central de su estancia en la villa.
Alba de Tormes, santo y seña, otro de los nombres a tener en cuenta a la hora de explicar el porqué de la Castilla total como corazón de España.

jueves, 2 de diciembre de 2010

LA RODA


Es tan ancha Castilla, que del uno al otro de sus extremos, los campos, las gentes, y más aún las ciudades, parecen estar contrastadas, dispares, casi como si fuesen campos y gentes de un país distinto. He visitado durante los últimos tiempos dos ciudades castellanas en las que se da esa circunstancia: Alba de Tormes en el campo de Salamanca, y La Roda, en la Mancha albaceteña del Júcar.
Uno, que hasta hace muy poco -sólo el tiempo en el que ha procurado andar por la Mancha con los ojos abiertos, seriamente y fuera de toda impresión preconcebida- creyó que las tierras de Don Quijote, y con ellas sus ciudades y pueblos más representati­vos, eran mero producto de la literatura, un acopio de tópicos y de lugares comunes donde no se podría prescindir de los molinos de viento, de los rocines huesudos y rucios bonachones, llevando a lomos de unos y de otros a caballeros y escuderos, tales cuales tomaron forma y nombre en la gloriosa mente del autor. Uno, digo, se ha dado cuenta de que los campos y los pueblos de la Mancha guardan algo de eso, y mucho más tan fuera del alcance de todos; de que no son pueblos anodinos en los que nunca ocurre nada, en los que no hay sino calles encaladas, rectas como velas, con algún que otro escudo de piedra bajo los aleros, testimonio de viejos hidalgos que de algún modo todavía dan fe de haber sido aquel, y no otro, el escenario de la inmortal novela cervanti­na.
Ahora, casi a finales de siglo y de milenio, La Roda se ofrece delante de los ojos de quien la quiera ver, como una ciudad hermosa y llena de vida, como una ciudad emprendedora y capaz que sabe afrontar de manera elegante el reto de los nuevos tiempos, echando mano a su situación, a sus posibilidades, a la más que completa serie de valores heredados que no intenta ocultar, que gusta tener a la vista, dando todo ello lugar a lo largo de los años y de los siglos a la ciudad moderna cuyos pormenores, a raíz de la última visita, guardo frescos aún en la memoria.
Estamos en la Plaza Mayor del pueblo de La Roda. Casi catorce mil son las almas que alberga su casco urbano. Es ésta una plaza informe, amplia, con una fuente en mitad y una estrella de calles que parten en todas direcciones hacia lo que fue la ciudad vieja, y por extensión hacia el pueblo nuevo, el de las industrias y los almacenes. Una de estas calles sube hacia la iglesia parro­quial de la Transfiguración, dejando a un lado la augusta fachada esquinera de los Alcañavate, obra de a finales del XVI que, según los más viejos del lugar cambiaron de sitio, piedra a piedra, cuando levantaron el nuevo edificio que tiene al otro lado de la calle; y lo hicieron tan bien, que ni siquiera se nota.
La iglesia está poco más arriba. Alguien contó que allá, por las primeras décadas del siglo XVI, se comenzó a levantar el edificio según el gusto renacentista imperante, sobre la base de un castillo medieval (el de Robda), que en 1476 mandaron demoler los Reyes Católicos. Tiene tres naves la iglesia en su interior. Su estilo sería el columnario, si es que como tal se puede admitir dentro de los clásicos estilos arquitectónicos, debido a las suntuosas columnas que sostienen los techos del edificio, al tiempo que lo tajan en naves, y en la iglesia de La Roda son tres. Un cuadro del napolitano Lucas Jordán que representa la Adoración de los Reyes, una cúpula en hemisferio llamativa por encima del crucero, y un curioso museo en las sacristías, con piezas sobre todo rescatadas de los saqueos y profanaciones de la guerra civil, se distinguen dentro del templo como motivos más justificados que reclamen una visita. En una de las capillas laterales, el rayo de luz que sale de una cornisa ilumina el rostro de un cuadro de la Virgen; es Nuestra Señora de los Remedios la que se ve representada en aquella imagen, marcada en la mejilla con un cardenal que la leyenda atribuye al impacto del cayado que le lanzó un pastorci­llo, impresionado quizás por el fuerte resplandor en el instante de su aparición, entre La Roda y el vecino lugar de Fuensanta a la vera del Júcar.
Se precian los rodenses de la extraordinaria calidad de los "miguelitos", la estrella de la repostería local. Los miguelitos son unos pasteles azucarados, de hojaldre con crema pastelera y un sabor exquisito. Cuentan que es una especialidad relativamente moderna, por lo menos tal como se presentan y con ese nombre. No hace muchos fue un pastelero de la localidad quien comenzó a elaborarlos en su pequeña industria familiar; ahora son once las fábricas que los trabajan y que se encargan de distribuir por toda España. Es posible que el nombre de La Roda sea hoy más conocido lejos de sus fronteras por los famosos miguelitos que por el resto de los valores que el pueblo tiene para ofrecer: monumentos, vinos, plazas y calles ajardinadas, industrias en activo y en proyecto...
En la Posada del Sol, que ocupa uno de los edificios más emblemáticos y más antiguos de La Roda en plena zona centro de la ciudad, dicen que Cervantes se inspiró para situar la aventura del retablo de Maese Pedro, una de las más conocidas con las que nos encontramos en su obra inmortal. Los rodenses, amantes de lo suyo como no podía ser menos, maldicen la mano despiadada que desde los estrados del poder intentan apartar a su pueblo de la imaginaria Ruta del Quijote, tal vez la más importante a escala universal de cuantas rutas literarias existen en nuestra cultura occidental, y aun en la de todo el mundo.
Uno de los bulevares que tiene en sus barrios más distingui­dos la ciudad de La Roda, se abre con un arco en el que se recuerda a uno de los más ilustres de sus hijos, el académico don Tomás Navarro Tomás; digamos que el padre de la fonética y de la dialectología españolas. Viajó a los Estados Unidos de América por sinrazones de exilio, y allí murió, en Nortampton (Massachus­sets), a la edad de noventa y cinco años, el 17 de septiembre de 1979. No es mal momento éste de la reciente visita a su pueblo natal, para rendir nuestro pequeño tributo de gratitud al autor del "Manual sobre la pronunciación española" y del "Sentimiento literario de la voz", pues, presiento que, salvo una docena de estudiosos de nuestra lengua, día llegará en el que muy pocos más lo recuerden.
El viajero, que goza paseando de aldea en aldea, de ciudad en ciudad por las anchas tierras de Castilla, encontró en La Roda un motivo excepcional para señalarla harta de contenido entre las ciudades más importantes y variadas de las muchas que asientan, desde muy lejanos tiempos, sobre la rugosa piel de la Meseta. Por extramuros, al margen de la autovía que une Madrid con alicante, y que le corre al pie, las interminables llanuras de la Mancha: trigales acabados de rasurar, vides prometedoras cuyo fruto habrá de nacer con calidad reconocida, y de vez en cuando el tapete amarillo real de los pétalos en los girasoles.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

ALCARREÑOS EN VENECIA


Son los brujos de la modernidad los que se encargan de arrancar a la gente de su sitio, de colocarla poco después en el fondo metálico de la panza de un avión o sobre la cubierta de un buque, y llevarla de acá para allá, de éste a otro lugar de la tierra sobrevolando espacios, cruzando mares, con no menos entusiasmo viajero que nuestros abuelos de quinientos años atrás que les dio por descubrir mundos.
La expedición, con medio centenar de gentes de Guadalajara, se puso en marcha al final de la segunda semana del mes de septiembre. Fue una más de las múltiples expediciones de españoles que, aprovechando la bonanza del otoño incipiente, se ponen en marcha con un destino común: la romántica Italia de los emperadores, de la cultura renacentista, de los canales, y de las pastas a la hora de la comida. En Roma, Florencia, Padua, Milán, y en la propia Venecia, es mucha la gente que habla español por aquellos días. La última quincena de septiembre, la del equinoc­cio, debe de ser la de los españoles en Italia, hermoso país, parejo al nuestro en vidas y costumbres, superior en valores artísticos por kilómetro cuadrado, e inferior, según pudimos comprobar, en comodidad y en desarrollo de las ciudades, excepto Milán, cuyo ambiente puede más bien compararse a Barcelona o Madrid que a la propia Roma.
Pasando por alto la Roma imperial, antigua y nueva, la Florencia de los Médici, todo un museo sin parangón en el resto del mundo, nos quedamos en Venecia donde pudimos encontrar un poco de todo: arte, historia, misterio, realidad, leyenda y poderío, riqueza, comercio... Venecia es una de las ciudades más bellas del mundo. Asienta sobre 120 islas, que se comunican por 177 canales en la desembocadura de los ríos Po y Piave, arriba, allá en el extremo más septentrional del mar Adriático.
El grupito de gentes diversas, tomamos cuartel general en tierra firme, en un hotel de Mestre, fragmento de ciudad donde los venecianos instalan sus industrias y marchan a vivir huyendo de las aguas que al tres por dos inundan la ciudad vieja. El viaje hasta la Venecia histórica, que habíamos de cubrir en dos ocasiones, lo hicimos sobre la cubierta del "vaporetto", nombre popular que conserva todavía la lancha motora que se encarga de llevar y traer a los turistas desde Venecia a tierra firme.
Aunque antes de llegar, el viajero lleva previstas sobre un primer plano de la pantalla de su memoria las muchas imágenes que a lo largo de su vida acaparó de la ciudad mítica a través de las fotografías, los reportajes cinematográficos y las leyendas, no puede dejar de impresionarse ante la realidad de lo que ven sus ojos: una ciudad sin coches donde la gente se traslada de un sitio a otro a pie, teniendo que cruzar a cada paso alguno de los cuatrocientos puentes que comunican sus calles, o por medio de lanchas y barquichuelas que imprimen al paisaje urbano su característica originalidad. Las góndolas, las románticas góndolas venecianas, movidas por el hábil brazo del gondolero, han quedado para uso exclusivo de los turistas.
Sólo hace unos días que vimos por televisión cómo el agua invadía los paseos y las plazas de Venecia. Cuando las mareas altas coinciden con vientos de tormenta, Venecia se inunda. La Unesco parece que tomó cartas en el asunto después de las devastadoras inundaciones del año 1966, con intención de salvar a Venecia; propósito difícil, ya que los efectos perniciosos de la contaminación, tanto del agua como del aire, a los que se debe unir el inevitable fenómeno del hundimiento, ponen a la ciudad en un estado de alerta continuo y a la cultura occidental ante la realidad de una pérdida irreparable.
En tanto contemplamos la magnificencia de los palacios y de las iglesias venecianas: el Palacio Ducal y la Catedral de San Marcos como muestras más llamativas. La Plaza de San Marcos, sin duda una de las más elegantes del mundo, se adorna, aparte de los ya dichos, con los edificios renacentistas que allí conocen por la Procuaratie Vechie, al norte, y por la Procuratie Nuove, al sur. Frente a la fachada de la catedral, el Campanille o campanario de San Marcos, de 91 metros de altura sobre el pavimento de la plaza, el cual, después de su derrumbamiento fue reconstruido en 1902. Varias orquestinas animan durante la noche bajo los soportales el ambiente cosmopolita de la Plaza de San Marcos. Los clásicos italianos y españoles, la música de opereta y lo más conocido de la familia Strauss, ocupan la mayor parte del repertorio de estos grupos musicales en los que no suelen faltar como instrumentos precisos el piano, los violines y a veces el acordeón. Durante el día la plaza es un continuo ir y venir de gentes que pasan, o que simplemente están, contemplando los juegos mil de aquella nube de palomas a las que los turistas alimentan con semillas de maíz que compran en los puestecillos de la plaza. Loreto, nueve años, la más vivaracha y simpática de los componentes de la expedición, se lo pasó en grande con las palomas de San Marcos.
Calles y puentes, canales y plazuelas con mercadillos, tiendas de regalos y cafetines, muchachos de color vendiendo bolsos de piel en mitad de la calle a espalda de los carabinie­ris, una góndola que pasa con un acordeonista y un improvisado tenor cantando napolitanas a las parejas de enamorados o de japoneses que lo invaden todo y apenas comprenden nada..., eso es Venecia.
Junto al embarcadero, en la calle que mira al mar, te cuentan que a pesar de los gruesos barrotes del edificio de la prisión, consiguió escapar de la justicia por el tejado el famoso aventurero Giovanni Giacomo Casanova, favorito de la corte de Luis XV de Francia y amante de la marquesa de Pompadour. En la misma calle -en Venecia las calles se llaman calles, y no vías ni viales como en el resto de las ciudades italianas- queda el oratorio donde el compositor veneciano Antonio Vivaldi compuso gran parte de su obra y se estrenaron sus famosos conciertos "Las cuatro estaciones", y a la par, el monumento al general veneciano Bartolomeo Colleoni, estatua en bronce de enorme tamaño que sirve a los turistas como lugar de encuentro.
La gente toma vistas y saca fotos de cualquier rincón de Venecia. El puente de los Suspiros, a espaldas del Palacio Ducal, y el de Rialto que atraviesa el Gran Canal, son, después de la Catedral y de la Plaza de San Marcos, los motivos principales hacia adonde se dirigen preferentemente los objetivos de las cámaras.
La visita en lancha motora a la isla de Murano por parte de unos, o el andar a pie la Venecia antigua por parte de otros, se llevó la tarde en aquella ciudad simpar. En la isla de Murano están las factorías donde se fabrican los famosos objetos de cristal que llevan su nombre, los espejos y los collares que, junto a las máscaras de porcelana y a los encajes de la isla de Burano, son la atracción principal que quienes van allí suelen llevarse como recuerdo.
No hay más espacio, ni tampoco mucho más que decir, salvo que los guadalajareños, sin distinción de edad, de cultura o de posición económica destacable, se van -nos vamos- nos vamos abriendo al mundo cuando la ocasión se presenta y las posibilida­des lo permiten.
Como consejo final, si es que uno es quién para aconsejar a nadie, bueno es salir de nuestras fronteras, qué duda cabe, pero después de conocer por lo menos medianamente nuestro país, y, desde luego, las cuatro comarcas, una por una, de esta provincia en la que tanto queda por descubrir y lo tenemos ahí a cuatro pasos.

(En la fotografía, Rafa y su hija Loreto en la Plaza de San Marcos)

martes, 16 de noviembre de 2010

CONOCER DAROCA



La villa de Daroca, es un lugar señero del antiguo reino de Aragón que como muy pocos vale la pena conocer
No he conocido la villa de Daroca hasta hace muy poco. Había oído hablar de ella en diferentes ocasiones, en distintos ambientes y bajo muy diversos puntos de vista. En todo caso, una vez vista, la idea que poseo acerca de aquel importante lugar del reino de Aragón, supera en mucho lo que creí de él hasta mi reciente visita.
España, amigo lector, está plagada de ciudades hermosas, jalones incomparables de nuestro pasado, de nuestro arte único, que no es preciso buscar fuera de nuestras fronteras en tanto no se las conozca. Daroca, la antigua Kalat-Daruca de los árabes, cuenta con todos los méritos que se precisan para ser una de esas ciudades a las que me refiero.
Se ha dicho que una buena parte de su popularidad y grandeza durante los últimos ocho siglos, se debe al hecho sobrenatural ocurrido en una de sus iglesias en el invierno del año 1239, y del que todavía son testigos sus famosos Corporales. Es verdad. En Daroca casi todo gira en torno a aquel acontecimiento sublime, a la repercusión que tuvo en la cultura de su tiempo y a los infinitos beneficios que por ello la ciudad recibió de reyes y magnates. El carácter abierto y acogedor de sus gentes y los acreditados productos de su ribera (la del Jiloca), han contribuido a través del tiempo a engrandecer, enriquecer, y a convertir el sitio en una ciudad muestrario.
Torres y murallas, elevadas puertas de acceso cargadas de siglos, arcadas y pórticos en sus iglesias procedentes de períodos distintos de su historia, van tramando sobre el variopinto cañamazo de la vega la imagen señorial de esta Daroca que acabamos de conocer. Como ciudad antigua registra en su historia el hecho de haber acogido al cabo de los siglos en distintas ocasiones las Cortes de Aragón, incluso se llegó a regir por su propio fuero, desde el siglo XIV en que el rey Pedro IV creyó oportuno concederle un modelo distinto al de los demás, con ciertos privilegios, para desenvolverse.
Antes de todo aquello había tenido lugar el hecho sobrenatural de los Corporales, acontecimiento simpar que habría de tener a partir de entonces, como ya se ha dicho, ancha y profunda repercusión en el devenir de la villa. Para las gentes de Bajo Aragón el misterio es harto sabido. Para los demás, entre los que tal vez tú te encuentres, amigo lector, no lo sea tanto; y por ello me limito a transcribir literalmente lo que se dice en el reverso de una estampita que suelen ofrecer en su capilla cuando se visita el Sagrado Lienzo. Dice así: "El 23 de febrero de 1239, tropas de Daroca, Teruel y Calatayud se disponían a conquistar a los moros el castillo de Chío, en Luchente (Valencia). El capellán de Daroca, don Mateo Martínez, celebraba momentos antes la Misa; un ataque sorpresa del ejército musulmán obligó a suspenderla, ocultando el sacerdote las Sagradas Formas bajo unas piedras del monte. Rechazado el ataque, encontraron las seis formas empapadas en sangre y pegadas a los corporales. Dios obsequió a Daroca con la suerte de los Sagrados Corporales, vinculados a la historia de la Ciudad al caer muerta ante su Puerta Fondonera la mula portadora de los mismos; fue un 7 de marzo de 1239. La Iglesia Colegial de Sta. María conserva desde entonces el Santísimo Misterio, en cuyo relicario puedes adorar las Seis Hostias Santas. El Corpus Christi es fiesta de Daroca y salida procesional del SSmo.Misterio."
El texto anterior es completo, aunque breve lo dice todo. La capilla en donde se encuentran los Sagrados Corporales ha sido restaurada en época reciente. Se trata de un bello muestrario de formas e imágenes correspondientes al arte gótico español de la época de los Reyes Católicos. Por cierto, que entre los muchos enseres, todos interesantes: vasos sagrados, documentos, vestimentas litúrgicas, cruces procesionales y demás que pueden verse en el museo de Santa María, se encuentran sendos cuadros representando a los Reyes Católicos que, según se nos dijo, son los más antiguos que se conocen de la real pareja, y por tanto tal vez también se trate de los más auténticos. A destacar, aparte de los Corporales y del Museo, el magnífico baldaquino del siglo XVI, o soberbio dosel sostenido sobre cuatro columnas salomónicas, que cubre una estupenda imagen en alabastro blanco de la Asunción de la Virgen, muy al gusto de los grandes templos aragoneses de aquel tiempo.
El resto de motivos que hay en la ciudad, donde perderse, lo forman su muralla, con tres kilómetros de cerco en torno al pueblo antiguo y casi cien torres defensivas a todo lo largo; las dos puertas, a saber, la Puerta Fondonera en la parte alta, y la Puerta Baja, altísima, del siglo XV, junto a la que puede verse y ser admirada la fuente de los Veinte Caños, construida en el siglo XVI, y muestra elocuente de la generosidad de aquel terreno en el brotar líquido de su suelo, que no es única, pues algo más arriba, en una estupenda plaza jardín, la de Santiago, que preside el busto en bronce de un hijo notable, el exministro Navarro Rubio, las aguas cuelgan escalonadas sobre la vertiente, dando al rincón un aspecto único, inesperado.
La Iglesia de San Miguel, románica del siglo XII, donde suelen darse de tarde en tarde conciertos de música sacra; la de San Juan Bautista, construida un siglo después sobre el mismo estilo, no lejos de la anterior en el barrio que dicen de San Valero; la Casa de don Juan de Austria, que fue propiedad de la familia Luna, y "La Mina", son monumentos recomendables para conocer ante un posible viaje a Daroca. La Mina es una galería larguísima, abierta en la roca de una montaña, techada con bóveda de medio cañón, que la ciudad se vio obligada a construir en el siglo XVI para canalizar el agua.
Ahí queda, pues, la mítica Ciudad de los Sagrados Corporales, muy a nuestro alcance. Acento en el hablar y corazón baturro en sus cerca de tres mil habitantes de derecho, y en su cocina la sabrosa menestra de verduras del valle del Jiloca, las ensaladas, las judías con chorizo y oreja, el jarrete de cordero y el lechazo. A destacar los "panetes", tortas de harina y aceite que rellenan con huevo duro o conservas. De vino para asistirlo, naturalmente que el tinto de Cariñena, recio y ahuyentador de penas y pesares, como canta la copla.

(En la fotografía, torres y arco de la Puerta Baja, Siglo XV)

jueves, 11 de noviembre de 2010

COVARRUBIAS, CUNA DE CASTILLA


Andar por Castilla es algo muy serio. A Castilla -me dijo en cierta ocasión un conocido que no era castellano- se la ama con pasión o se la aborrece. La oferta es amplia e interesante; cualquier sitio es bueno para quedarse allí, para hurgar en sus piedras, en las costumbres ya envueltas en ceniza de sus gentes, para hacer memoria sobre el propio escenario de un hecho importante que ya pasó, o para detenerse a mirar con los ojos de la cara y con los de la imaginación un paisaje en cuyos llanos se dio una batalla famosa, o el solitario pueblecito donde vino al mundo o acabó sus días un hombre famoso. Castilla está llena de motivos para celebrar.
Iniciamos el recorrido hoy mismo. Lo hacemos con el orden y el respeto que esta tierra merece. Vamos a comenzar la andadura junto al sepulcro del conde Fernán González, el hombre que más hizo por la independencia de Castilla hace mil años cuando aún dependía de los reyes de León. Sus restos mortales descansan en el presbiterio de la colegiata de Covarrubias, allá por las vegas burgalesas del río Arlanza, donde se escribieron las páginas más antiguas de la historia de Castilla con cierta independencia, antes de que éstas se constituyesen en reino tras la victoria de los llanos de Tamarón, donde Fernando I derrotó a Vermudo III de León, con lo cual Castilla se inserta bajo corona en la vida política de la España Medieval a mediados del siglo XI. Pero antes, casi cien años antes, fue el conde Fernán González quien había dado el empujón definitivo a la autonomía castellana, lo que vino a proporcionarle por los siglos de los siglos carácter y personalidad propios, quedando de aquella manera ante la Historia como fundador o padre de esta inmensa región tan cargada de glorias pasadas, y ahora, ¡vaya por Dios!, de añoranzas y de abandonos a la sombra de tantas piedras, de tantos monumentos, de tantos sarcófagos nobilísimos, como es ejemplo señero el que en este momento, en la penumbra del presbiterio de San Cosme y San Damián de Covarrubias, tengo delante de los ojos: «AQUI YACEN LOS RESTOS MORTALES DE FERNAN GONZALEZ SOBERANO DE CASTILLA TRASLADADOS EN ESTE SU SEPULCRO DESDE EL EX MONASTERIO DE S.PEDRO DE ARLANZA A ESTA YNSIGNE REAL YGLESIA COLEGIAL EN 14 DE FEBRERO DE 1841». Junto a él, en un sepulcro hispanorromano del siglo IV, mucho más afiligranado y lujoso que el suyo, está el de su mujer, doña Sancha, traídos ambos del monasterio de San Pedro Arlanza donde se encontraban desde el día de su enterramiento, a consecuencia del despojo que llevó consigo la Desamortización. Las distintas capillas de la iglesia se encuentran repletas de sepulcros de infantas y de abadesas, bajo sus bellas estatuas yacentes de alabastro.
En la plaza de doña Urraca aparece, macizo y acastillado el torreón que dicen de Fernán González, obra de a finales del siglo X y rodeado de matacanes en la parte alta. Una leyenda cuenta que en su interior fue emparedada y muerta una condesa llamada doña Urraca, tal vez hermana del conde García Fernández y viuda de Ordoño III. Resulta francamente evocadora esta plaza de la Covarrubias histórica y monumental, la agracia el crucero de piedra antigua que se alza en mitad y el portón en ojiva que más tarde le añadieron en la muralla.
El Arco del Archivo del Adelantamiento de Castilla queda como fondo a una calle céntrica y muy transitada, al otro lado de la plaza de doña Sancha. El Arco del Archivo es obra renacen­tista, magnífico en prestancia y en ornamentación, levantado por orden de Felipe II en 1575, bajo proyecto de Juan de Herrera y ejecución del maestro Juan de Vallejo.
Como casi todas las ciudades históricas, Covarrubias muestra al visitante infinidad de tiendecitas en sus calles, pequeños zocos donde se venden piezas de artesanía como recuerdo pensando en el turismo. En verano es un chorreo constante de forasteros el que pasa por allí. Los preparativos hosteleros son los adecuados, y la oferta a los ojos del visitante cumplida y original. Sus calles -siglos después de aquellas pasadas glorias- siguen siendo un ejemplo de la arquitectura popular castellana del XVI, que ha llegado hasta nosotros cuidada y uniforme. Viviendas blasonadas muchas de ellas, de paredes blancas con entramado, donde cuenta la vieja estructura de palitroques y adobe revestido con aleros oscuros y saledizos.
Hay al salir un puente de piedra sobre el río Arlanza, que sirve de viaducto para tomar la carretera que al cabo de unos minutos de automóvil, con un puertecillo de cuestas y curvas de por medio entre ruda vegetación boscosa, pone al viajero en las inmediaciones de Silos, el monasterio del famoso ciprés y del canto gregoriano en pura esencia, que algún día deberemos visitar detenidamente, al menos por lo que en lejanos tiempos tuvo que ver con los inicios de la lengua castellana, y como contrapunto a éste otro de San Pedro de Arlanza, a diez o doce kilómetros de distancia desde Covarrubias, alzadas hoy sus ruinas sobre un bello paraje a la vera del río donde el conde Fernán González pidió ser enterrado; homenaje a una de las leyes más descabella­das y crueles que a veces imponen los poderosos para su cumpli­miento, y que supuso el expolio de gran parte de nuestro patrimonio artístico y cultural que se perdió para siempre, de lo que Castilla está sembrada de muestras venerables. A pesar de todo, antiguo e imponente, todavía se deja sentir por estos lugares el latido rítmico y lejano del corazón de España.
(En la foto: Plaza de Doña Urraca y torreón de Fernán González)

viernes, 5 de noviembre de 2010

ALARCÓN


Recuerdo cómo hace bastantes años, siendo todavía un adolescente, tuve ocasión de conocer por primera vez la vieja villa de Alarcón en la provincia de Cuenca, por entonces más vieja que nunca. Casi todos sus monumentos se sostenían en pie con la ruina como amenaza, y su futuro se vislumbraba oscurecido a corto plazo. Fue por entonces cuando César González Ruano, tan conocedor y tan amigo de estas tierras, publicó un artículo conmovedor en defensa de esta estrella del Renacimiento llamada a desaparecer, si antes no se le ponía remedio. “Nueva York arruinado -argumentaba en su artículo- podría reconstruirse; Alarcón, por ejemplo, en ruinas, es una pérdida definitiva que ningún presupuesto humano puede levantar.”
El artículo del recordado periodista, pudo tener su importancia en aquel momento crítico para el futuro del pueblo; pues muy pronto se comenzó a restaurar su castillo con un fin muy concreto: convertirlo en Parador Nacional de Turismo. Y una vez comenzada la cadena, con uno u otro propósito se fueron arreglando iglesias, pavimentando calles, y aportando un importante soplo de vida nueva al pueblo de labradores, que cambió de aspecto y de porvenir en un espacio de tiempo relativamente corto; hoy, aquel pueblo de la Manchuela conquense ha visto centrado su futuro en el turismo de manera exclusiva, con el apoyo de los muchos residuos de su pasado y por la belleza natural de su entorno, ambos con un interés excepcional.
A pesar de todo, y aunque la sangre arterial que trajo nueva vida libró al pueblo de una ruina más o menos previsible, con esta villa de Alarcón , como con tantas más de la dormilona geografía castellana, hemos sido injustos. Poco a poco, comenzando por los propios conquenses y por los habitantes de las provincias vecinas, la gente va tomando la costumbre de acercarse por allí en grupos reducidos, pero continuos. De tarde en tarde, los lugareños ven cómo un autobús, ocupado por estudiantes o por turistas, se estaciona a la sombra de cualquiera de sus torres o junto a los viejos muros de alguna de sus iglesias.

Uno de los más sonoros conjuntos monumentales que los castellanos tenemos a nuestro alcance, y por extraña paradoja uno de los lugares menos conocidos de las tierras de Cuenca, es por derecho y merecimiento la enriscada villa de Alarcón, el de las “Siete Torres”, el que después de su posterior adecentamiento por el que se sustrajo de la ruina hace medio siglo, se ha convertido en un soberbio escaparate cultural y paisajístico, en donde sobresalen, galanas y severas, victoriosas sobre las lluvias y los vientos de varios siglos, las almenas de sus torreones, las espadañas de sus iglesias rizando el azul turquí en los serenos atardeceres del cielo de la última Mancha, mientras que el Júcar, el río de las aguas verdes que baja desde la sierra, lo abraza en apasionada contorsión, como un engarce magnífico en torno a una piedra preciosa de proporciones extraordinarias, que la Naturaleza tuvo a bien sacar a la claridad del día en la tarde de la creación del mundo, y que la Historia se encargó de ir puliendo en una labor callada, perseverante, estupenda.
Hubo de ser fundada esta villa por los árabes con el nombre de Al-Arkon (atalaya), lo que deja sin valor aquella otra antigua teoría que aseguraba haber sido un hijo de Alarico, el rey visigodo, quien la mandó levantar en honor de su padre, y que su denominación primera fue la de Alaricón, del cual derivaría el nombre que ahora tiene.
Pocas ciudades viejas, y pocas villas con su pasado envuelto en la leyenda, merecen tanta atención y tanto respeto como esta que ahora nos ocupa. Sobre el tremendo roquedal que trenza el Júcar en su cauce medio, se ofrece al viajero en lo más alto la antigua fortaleza del marqués de Villena, el castillo que consiguió reconquistar para el rey Alfonso VIII el bravo caballero don Fernán Martínez de Zeballos, escalando -dicen- la torre del homenaje, valiéndose de dos puñales que iba introduciendo para avanzar entre las juntas de la piedra. La fortaleza, que si antes sirvió de parapeto y de punto de mira cuando las luchas entre cristianos y moros, hoy es un remanso de calma y de sosiego, convertida en lujos parador sobre el arco natural de las aguas del río donde todo es hermoso.
Alarcón se estira como a caballo sobre la loma a la vera del Júcar, desde la Plaza del Infante don Juan Manuel, que es la plaza del pueblo, hasta los muros del castillo. Aquí y allá, siguiendo las aceras de las calles, aparecen los lujosos blasones de familias alistadas en la nómina de la alta nobleza castellana, torres y pequeñas fortificaciones estratégicas que fueron algo y hoy se yerguen, piedra sobre piedra, para hacer más singular el paisaje.

Cualquiera de las cinco iglesias que tuvo Alarcón: Santa María del Campo, San Juan Bautista, la Trinidad, Santo Domingo de Silos, y Santiago, regalan al recién llegado con algún detalle especial que las distingue, con algún motivo de asombro que siempre será razón para detenerse al menos delante de sus fachadas. En la de Santo Domingo se conserva una bella portada tardorrománica y una torre de finales del XVI. La iglesia de San Juan Bautista, que ocupa todo un lateral de la plaza del Infante don Juan Manuel, está restaurada con meticulosidad y tiene por asiento el mismo solar que en tiempo anterior a ella ocupó otra románica de la que nada queda; en su interior se consumó hace algunos años un proyecto en apariencia increíble: la pintura mural de mil metros cuadros de superficie (incluidos todos los muros laterales y la techumbre) obra del joven pintor conquense Jesús C. Mateo, según las tendencias pictóricas de finales del siglo XX, y que sin duda es uno más de los alicientes con los que cuenta cualquier turista para visitar la villa. La iglesia de la Trinidad ofrece a quienes a ella se acercan el impacto primero de su portada plateresca, en donde aparecen, bastante desgastados por cierto, los escudos del obispo Ramírez de Villaescusa y del marqués de Villena. Y luego la de Santa María del Campo, la parroquial, la más interesante de todas por el momento, la de la portada de piedra en filigrana bajo arco de Esteban Jamete, y el retablo manierista que luce en su interior, obra del mismo artista, vecino de la ciudad del Júcar en el siglo XVI, cuyo recuerdo queda patente en Garcimuñoz, en la catedral de Cuenca con su famoso “arco”, y en esta noble villa de las riberas del Júcar.
Han sido el turismo y el renaciente interés por el arte los que hicieron el milagro imposible de resucitar Alarcón y ponerlo en marcha para otra nueva andadura, remoto espejismo de aquel de la posguerra que pude conocer cuando todavía era un niño, y que en 1944 describía el académico don Luis Martínez Kleiser, en crónicas cuyas ajustadas palabras parecían desmoronarse como las piedras de Alarcón, como la vieja sillería de sus siete torres.
No cuenta esta villa como una más de las históricas por conocer en los planes de viaje para las gentes de nuestra provincia, y que son varias; pero es otra perlita -lo puedo asegurar- de las muchas que adornan la región en la que vivimos y que, por tanto, también son nuestras. La invitación a nuestros lectores para conocer Alarcón queda hecha. Sólo es cuestión de un poco de ánimo, de fijar una fecha, y de emprender el viaje. Así de sencillo.

miércoles, 27 de octubre de 2010

ROA DE DUERO


A nadie debe extrañar que Roa, la Rauda de los celtíbe­ros, fuese conocida por gentes nómadas desde la más remota antigüedad. El altiplano que ocupa la villa, balconada de cara al río Duero al cabo de una vertiente que aun en automó­vil cuesta trabajo subir, fue de gran servicio para la autodefensa de tantas tribus primitivas que de continuo se veían amenazadas por otros pueblos o por huestes viajeras que con frecuen­cia atravesaban la Meseta por aquellos fecundos valles, cuyas tierras planas, ahora sembradas de cereal, de viñedo o de forraje, han sido centro de codicias durante siglos y siglos desde la Edad del Hierro, tiempo aquel del que todavía quedan restos como para que los arqueólogos intenten ajustar cabos en el sensible cañamazo sobre el que se ha de tejer el cómo y el porqué de nuestras raíces como pueblo de Occidente, que más tarde, muchos siglos después, daría lugar a esta raza caste­llana nuestra, con sangre de infinitas etnias, y con una cultura que fue tomando cuerpo en la coctelera de la historia a partir de Túbal, el hijo de Jafet y nieto de Noe, a quien tantos historiadores han señalado como el primer hombre, que escapado de la Biblia, pisó en nuestro suelo no mucho después del Diluvio Universal.
Dicen los eruditos que fueron los vacceos el primero de los pueblos de la antigüedad que asentó por los para­jes de la vega media del Duero, que tomarían aquel poyal como atalaya ventajosa para la guerra cuerpo a cuerpo, y, desde luego, como enclave insustituible para el ataque cuando la artillería, ya desde su etapa más rudimentaria, comenzó a contar como el recurso de mayor utilidad en los enfrentamientos bélicos de la Edad Moderna, pongamos media docena de siglos atrás en el cómputo del tiempo a partir de hoy. En el ahora apacible Paseo del Espolón, en la villa de Roa de Duero, mirando a la vega, hay una enorme bombarda de a principios del XV que nos lleva a refrescar la memoria.
Roa, más conocida hoy como sede del Consejo Regulador de la Denominación de Origen de los buenos vinos de la Ribera del Duero, es ante todo historia. Muy cerca de allí, en Castrillo de Duero, nació en 1775 Juan Martín Díez, El Empecinado, y allí lo vieron matar sus paisanos en la "ominio­sa década", después de haberlo torturado cruelmente como si de una fiera salvaje se tratara, metido en una jaula de hierro. Allí fue a morir en 1517, marcado por la edad, y agotado por el cansan­cio y por la res­ponsabilidad del mando como regente, el carde­nal Jiménez de Cisneros, cuando viajaba a lomos de una mula hacia los puertos de mar del norte de España, donde pensaba recibir en buena hora y descargar el peso de la regencia sobre Carlos I, el rey adolescente con la cabeza llena de pajaritos por entonces, luego poderoso emperador y hábil monarca de las Españas, al que no llegó a conocer siquiera. Allí murió un hijo de Fernando III el Santo, que según se ha escri­to no fue un ejemplo de virtud, precisamente. Y allí se lucen, sobre las fachadas de los más destacados edificios, los escudos nobilia­rios de tantas familias con apellidos de noble resonancia en toda la comarca burgalesa: los Velasco, de la Cueva, Zúñiga Avellaneda, conde de Miranda del Castañar, ante cuyos nombres entran ganas de descubrirse, cuánto más ante sus emblemas. Cosas de la gloria efímera, que el soplo de la vida se acaba por llevar, dejando señal de permanente en los epita­fios de sus tumbas y en los escudos murales -auténticas mara­villas, por cierto, algunos de ellos- como los que allí pueden verse, reflejando el sol de la mañana, en la fachada principal de la excolegiata de Santa María, y que corresponden a los apellidos de la Cueva y Velasco, sostenidos por dos salvajes que pisan cabezas de esclavos.
Es difícil no recordar a quienes han estado en Roa la fachada de su iglesia de Santa María, obra de transición, de extraordi­naria belleza, donde los mejores detalles ornamentales y arquitectóni­cos del Renacimiento tardío castellano quedan patentes. En el interior conservan capillas, historiadas y ricas en verjas del XVI, como la de los Burgos y la de los señores condes de Siruela, sin pasar por alto la imaginería de la misma época, excepcional­mente representada por una Trinidad de autor anónimo y por un altorrelieve policromo del XV, obra magnífica de Diego de Siloé.
Era día de mercado y la Plaza Mayor se encontraba plagada de tenderetes y de expositores de productos a la venta, de gentes de la comarca y del propio Roa que habían acudido al coso a comprar a eso de la media mañana para no quedar mal con la diosa costumbre. En otro de los laterales de la plaza, haciendo ángulo con la fachada principal de la iglesia de Santa María, queda el edificio del ayuntamiento, donde un guardia municipal y dos señoritas empleadas atienden con prontitud al público de manera amable, dato a destacar por no ser en otros lugares demasiado frecuente. Y luego a ver el pueblo; un pueblo al que también se le reconoce como experto por tradición en el cultivo de su vega, como destilador de alcoholes y como productor o fabricante benemérito de pastas para sopa.
Entre la fronda de un jardinillo anexo a la plaza de toros, allí donde los raudenses llaman la Cava, está el monu­mento en bronce con el que el pueblo recuerda a perpetuidad al más conocido de sus personajes históricos, El Empecinado. Aparece de cuerpo entero, y tiene sujeta con cadenas entre las piernas la silue­ta recortada del mapa de España, por cuya libertad contra la atadura del emperador francés Napoleón, peleó en guerrillas tantas veces y dio su vida en 1825, odiado, azotado y escupido, como perro rabioso.
Casi al otro extremo de la localidad, bien cruzando por la Plaza Mayor o por la calle comercial de Santo Domingo, en el ya dicho Paseo del Espolón -muy semejante en estructura a los paseos marítimos de las ciudades costeras del Mediterrá­neo, pero dando vistas, no al mar, sino al río Duero, que baja escoltado por frondosas alamedas, y a la vega fertilísima que llega hasta la ciudad de Aranda, todo en línea recta-, queda un tanto disimulada bajo las plataneras la efigie de Cisneros, un busto de bronce sobre alto pedestal que en 1995 le dedica­ron los Amigos de la Historia de Roa, y que uno piensa que no es para menos. Allá, lejos, rayando el horizonte, se deja ver sobre la colina gris la silueta de un castillo famoso: el de Peñafiel por tierras de Valladolid, que abre en los ánimos hoy cansados del caminante el deseo de perderse algún día por allí, quizás no demasiado tarde.
Los productos propios del lugar: el queso de oveja, los asados de cabrito y de cordero tan famosos, no sólo allí sino en toda la comarca, los exquisitos vinos de la Vega del Duero, el blanco pan de sus trigales, son materia de especialización gastronómica, a los que uno tan sólo se atreve a calificar de excelentes.
((Monumento a "El Empecinado" en Roa de Duero)

viernes, 15 de octubre de 2010

SACEDÓN EN LA ALCARRIA DE LOS PANTANOS



Hoy traemos a nuestra sección semanal un lugar de la provincia con nombre especialmente conocido. Una de esa media docena de villas de Guadalajara que suenan en todas partes. En el singular carácter de Sacedón ha tenido mucho que ver su cercanía al río Tajo, y la realidad de sus manantiales que el tiempo ha dado en convertir en leyenda, con la Casa Real como protagonista en algún momento de su pasado. Sacedón es un lugar de origen impreciso y con una bien marcada personalidad entre los pueblos y villas de la Alcarria. Hay mucho que ver y mucho que contar acerca de Sacedón, de lo que en el presente reportaje apenas se da breve noticia.

He llegado a Sacedón de buena mañana. Cualquier momento es bueno para entrar en Sacedón; pero las diez de la mañana es una hora óptima. El primer sol del otoño ilumina a toda luz los campos de la Alcarria, y las barcas de los últimos veraneantes se advierten en la cercana distancia flotando sobre el remanso del pantano.
En la cafetería Angui andan sirviendo chocolate con churros a los últimos clientes de la mañana. Siempre que viajo por estos llanos ribereños suelo pararme a tomar el chocolate con churros en la cafetería de Ángel, un establecimiento reconocido en Sacedón con un aspecto que en mucho recuerda a los viejos casinos castellanos de los que, pienso que por desgracia, quedan tan pocos.
Thermida parece que pudo ser su primer nombre que tuvo como lugar habitado por el hombre. El emperador Carlos I concedió a Sacedón en 1553 el título de villazgo. Por Sacedón de los Baños fue conocido después durante mucho tiempo, y muy bien por Sacedón de las Aguas podríamos conocerlo ahora también, en periodo de abundancia, cuando el embalse viene a estar lleno prácticamente hasta la mitad de lo que es capaz.
Son muchas y muy diversas las características que distinguen a éste del resto de los pueblos de la provincia de Guadalajara, incluidos los de la propia Alcarria. El agua, qué duda cabe, ha sido una de ellas a lo largo de toda su historia, quizás la más sobresaliente; pero además hay que añadir a esta villa su condición de cabecera de la comarca, su papel en determinados momentos de la historia, sus tradiciones y sus leyendas; datos que nunca deben faltar en el perfil de cualquier villa o ciudad castellana que se precie.
Sacedón hace largo rato que acabó de despertar. Se han abierto las tiendas, y los despachos y oficinas de carácter oficial han empezado a prestar sus primeros servicios a la gente de la comarca. Se nota cómo poco a poco y dadas las fechas en las que nos encontramos, el pueblo se ha ido despidiendo del ajetreo propio del verano y entrando, digamos, en la vida normal. Ese carácter tan peculiar de villa porteña, que durante dos o tres meses cada año -siempre que las aguas del pantano lo hacen posible- destila el vivir diario de Sacedón, se va desvaneciendo a medida que el verano desaparece, devolviéndolo de nuevo a su verdadero ser, sin que por ello pierda ni una sola prerrogativa de las que hablábamos antes.

Antes de entrar en la plaza, e iniciar de hecho un paseo matinal por las calles de Sacedón, que es al fin para lo que he venido, me detengo un instante frente a la mítica estatua de la Mariblanca, perpetuo memorial de la Isabela, que los sacedoneros de tiempo atrás hicieron muy bien, antes de que fuera tarde, en salvar de la voracidad de las aguas y dejarla como enseña en uno de los lugares más céntricos de la villa. La Mariblanca es una escultura de mármol blanco, visiblemente maltratada por el paso del tiempo, que cuenta como principal mérito el del lugar de su procedencia. Se sabe que fue a manera de capricho personal del rey Fernando VII, que quiso presidiera desde su pedestal la fuente más importante del Real Sitio.
En la Isabela, a una hora de camino a pie desde Sacedón y ahora bajo las aguas del pantano de Buendía, mandó construir Fernando VII, como en un intento último para que su segunda esposa Isabel de Braganza, cuyo nombre le dio, fuese capaz de concebir al hijo deseado, al amparo de sus aguas casi milagrosas; pues ya se sabía que siglos atrás habían curado de reumas al Gran Capitán, y de otras enfermedades a distintos personajes conocidos de todos; pero que en la reina -¡vaya por Dios! -no surgieron ningún efecto; como tampoco las famosas del Solán de Cabras lo harían después en la persona de su tercera mujer, la reina Josefa Amalia de Sajonia, a quien luego de construirle un nuevo palacio y de bañarse en sus aguas, salió como había entrado, sin el menor indicio de poder ser madre, aunque eso sí, con un cuadernillo de versos escritos, bastante malos por cierto, que le inspiraron los aires de la Serranía de Cuenca, el contacto directo con tan bello espectáculo natural y haber bebido durante una larga temporada de las aguas más delicadas de Europa.

El edificio del ayuntamiento, banderas al aire en su balcón al fondo de la Plaza Mayor, o de la Constitución, algunos establecimientos de servicio a un lado y al otro, distribuidos así mismo por las inmediaciones en las calles cercanas, y la portada renacentista de la iglesia de la Asunción, cerrada a esta hora, forman el centro vital más importante de la villa.
Y a partir de allí las calles y las plazuelas que completan el urbanismo de Sacedón a todo lo largo y ancho: Calle Mayor, Calle de la Fuente, del Olmillo, Calle de Isaac Peral, Plaza de Colón… Caigo al final frente a la fachada dieciochesca de la ermita o pequeña iglesia de la Cara de Dios. Las formas oscurecidas de la piedra se rematan en un airoso campanil con doble vano orientado al mediodía. Es esta una ermita muy cuidada, de cargada ornamentación interior, cúpula en hemisferio al gusto rococó y en el ábside, entre los dorados de un oportuno retablillo, se alcanza a ver una pintura mural de la Santa Faz. Se trata de la venerada imagen de la Cara de Dios, Patrona de la villa, cuyo origen y devoción popular tienen como base un acontecimiento insólito ocurrido en aquel mismo lugar, y que resumido pudo ser así:
Cuenta la tradición que fue aquí donde, el 29 de agosto de 1689, un catalán llamado Juan de Dios, refugiado a la sazón entre los pobres que solían acudir a diario al hospitalillo de Nuestra Señora de Gracia, es­tampó en actitud blasfema la punta de su puñal contra la pared al verse burlado por la joven Inés que, según se dijo, llevaba seducida. Al des­clavar el puñal a la mañana siguiente, se descascarilló la placa del ye­so que cubría la pared, apareciendo milagrosamente la imagen del Santo Rostro con la señal del acero hendida sobre la sien derecha. La actual iglesia de la Cara de Dios se levantó más tarde a raíz de aquel memora­ble suceso, y en ella recibió durante más de dos siglos el fervor y el cariño de los hijos de Sacedón la milagrosa imagen, hasta que en 1936 fue destruida a tiros de fusil.

El carácter eminentemente alcarreño en usos y costumbres de los habitantes de Sacedón, queda de manifiesto en su arraigada afición a los toros desde tiempos muy antiguos. Se habla del siglo XVII cuando ya en el pueblo pudo darse algún, o algunos, espectáculos taurinos, a manera de preámbulo de lo que la Fiesta Nacional -ahora tan amenazada en un determinado sector de la nación española- llegaría a ser en el futuro. Esto lo pienso al pasar junto a su centenaria plaza de toros, inaugurada en el año 1906: todo un memorial de tardes célebres que cuentan con sitio propio y muy destacado en la historia de la villa. Y así es comprensible que todavía se recuerde entre muchos los aficionados de toda la comarca la presencia en esta plaza de figuras de tanto peso en el planeta de los toros como la del alcarreño Saleri II, que actuó como matador en el año 1920, o las de Luís Miguel Dominguín, Antoñete, Antonio Bienvenida, y toda una amplia nómina de figuras que, con sóla su presencia, honraron a esta coso y a esta afición en temporadas memorables del pasado siglo; y como más reciente, la alternativa de otro importante diestro de la Alcarria, Sánchez Vara, tomada en esta plaza con Luís Francisco Esplá como matador donante y El Fandi como testigo del acontecimiento. Esto ocurrió en la tarde del 30 de agosto del año 2000.

Puedes imaginarte, lector amigo, que no es sólo esto, ni siquiera tal vez lo más importante que puedes encontrar en Sacedón si no lo conoces y algún día te decides a venir hasta él. Durante este tiempo, y desde hace algunos meses a hoy, quizás sea el agua del embalse, la ancha superficie azul punteada de barcas, lo que más te llame la atención en tu visita. La llegada de las aguas cambió, creo yo, la manera de ser y de vivir de este antiguo pueblo de labradores. Hoy, sigo creyendo, en Sacedón se vive de manera diferente; si bien, la esencia, el poso de los años y de los siglos, cargado de tantas pinceladas como le dejó el correr del tiempo, lo sigue conservando de manera bien visible.
Es mucho más lo que se puede ver y, desde luego, contar de Sacedón. Ahí lo tenemos, a la vera de las aguas azules del embalse por un lado, y al pie del cerro de la Coronilla por otro, con la solemne imagen en piedra labrada del Sagrado Corazón sobre la cumbre, bendiciendo con los brazos abiertos sus días y sus noches desde aquella mañana del mes de octubre de 1956 en la que se inauguró; obra magnífica del escultor Nicolás Martínez que, como el famoso Redentor del monte Concorvado de Río de Janeiro, se ha convertido, además y desde entonces, en una de las enseñas más queridas de esta singular villa alcarreña.

(En la fotografía, el Ayuntamiento en la Plaza Mayor)

lunes, 4 de octubre de 2010

VIAJE A EL BURGO DE OSMA


Los que vivimos en el centro de la Península estamos lejos del mar, no gozamos del privilegio de poder contemplar fundido el horizonte en la lejanía ni de escuchar cada noche y cada madrugada el romper de las olas contra los acantilados; pero gozamos por situación de otros beneficios de los que carecen los que habitan en la costa. En la vida todo es evaluable, incluso las ventajas y desventajas del lugar en que se vive. Digo esto porque al españolito medio de tierra adentro, soñador de mares y de playas cunado apunta el verano, nos falta mucho por ver de esta tierra nuestra, de la Castilla histórica y monumental a la que ahora, con los actuales medios de comunicación y las buenas condiciones de los caminos, podemos permitirnos visitar en una sola jornada, en viaje de ida y vuelta, de sol a sol, con tiempo suficiente para ver, disfrutar, y sobre todo aprender, con tanta reliquia del pasado perdida por ahí a muy pocas horas, o minutos quizá, de viaje en automóvil.
Hace algunas fechas tuve que desplazarme hasta la villa de Miedes de Atienza, en las sierras norte de la provincia de Guadalajara. Un pueblecito señorial que todo castellano debiera conocer. Eran las once de la mañana. En las afueras de Miedes hay un indicador de carretera que informa de la distancia que separa a este pueblo de la ciudad histórica de El Burgo de Osma: 41 kilómetros; media hora de camino llevando el coche a una velocidad moderada. Media hora que luego se convertirá en bastante más, porque resulta imposible viajar por Castilla con los ojos cerrados, sin detenerse aquí y allá. Aquí ante un arco o un trozo de muralla cargado de siglos, símbolo cuando menos de lejanas grandezas; allá, ante la silueta en el horizonte de un castillo que valdría la pena conocer. En este caso, el aquí fue el pueblo de Retortillo, ya en tierras de Soria, con su artística puerta de la muralla, de verdad sorprendente; el allá surgiría poco más adelante, con las ruinas sobre un otero del castillo de Gormaz, junto a sus piedras habría de pasar necesariamente. Y al cabo de más tierras llanas de rastrojo y girasol, de arroyuelos exangües y de pueblecitos con altivos campanarios y solitarias ermitas en las afueras, la venerable Oxama de los celtíberos, coetánea de Numancia y de Termancia en la llanura soriana, origen de la actual villa de de Osma y de su prolongación, El Burgo, cuya torre de la catedral destaca en la distancia como cabecera que es de aquella diócesis. La hora de llegada, la del medio día. Quedaba toda una tarde por delante.
La ciudad de El Burgo de Osma tuvo su explosión turística hace cinco o seis años con la muestra regional de las Edades del Hombre. He preferido volverla a ver de nuevo, lejos de toda aglomeración de público, digamos que en su ser natural, aunque la afluencia de forasteros se haga notar en los días de verano como corresponde a una ciudad con tantos recursos históricos y artísticos como allí pueden verse.
No es posible adquirir la pericia suficiente como para ser capaz de resumir en dos otres folios de escritura la realidad de ciudades tan densas en contenido como esta de El Burgo y tantas más como tenemos repartidas por la ancha geografía castellana, de ahí que mi trabajo de hoy no ande falto, como en tantas ocasiones, de más deficiencias que defectos, que a pesar de todo alguno habrá. Acabo de entrar en la Plaza Mayor por una calle contigua que viene desde la antigua Universidad de Santa Catalina, que, por cierto, conserva una portada plateresca magnífica. A un lado y al otro de la Plaza Mayor, vistos frente por frente, aparecen según mi criterio los edificios segundo y tercero en importancia que, en un recorrido no demasiado minucioso, el viajero puede encontrar en las calles de El Burgo. Me refiero al Hospital barroco de San Agustín y al Ayuntamiento. El primero lo sería, sin duda, la Catedral, que visitaremos poco después.
Entre la Plaza Mayor y la Plaza de la Catedral, doscientos metros de distancia entre una y otra, se suceden a mano izquierda una serie continua de soportales sobre columnas, y a un lado y al otro las tiendas, muchas tiendas, pensando en el turista varias de ellas y en los vecinos de la ciudad y de los pueblos de la comarca las restantes. En los restaurantes y casas de comidas del casco antiguo, se ofrece al posible cliente la especialidad de la casa, o de la comarca toda: el cordero asado o guisado, la trucha, las sopas de ajo a la soriana, los pimientos rellenos de codorniz, las perdices en compota a la castellana antigua o la liebre a la pobreza celestial. Toda una tentación.
Y más adelante la Catedral, el primero de los signos que sellan la importancia de su pasado, el emblema perdurable por siglos y siglos de su preponderancia histórica como ciudad episcopal. De la primitiva catedral románica, fundada en el siglo XII por San Pedro de Osma sobre las ruinas de un monasterio visigodo, quedan visibles muestras en el claustro y en la ventana de la sala capitular. Ya a mediados del siglo XIII se fue dando forma con moldes góticos al templo catedralicio que hoy podemos ver como sustituto de aquel otro mandado levantar por el Santo Obispo. Las modificaciones y aditamentos se fueron sucediendo con el paso de los años según el gusto de los nuevos estilos arquitectónicos que venían imperando en la civilización occidental, hasta el punto de que la torre barroca que destaca sobre la ciudad en la distancia, es obra del siglo XVIII, levantada para reponer a la torre medieval que se desplomó en el año 1734.
¿Y qué ver en el interior de la catedral del Burgo de Osma? En principio, y como más a la vista, un estupendo retablo de Juan de Juni, las verjas de Juan Francés, los trabajos de Sabattini y el reloj de péndola real "con muestras de horas, minutos, instantes, días, lunas, con sectores y sonerías para doce tocatas." Y si además entramos en la biblioteca, nos encontraremos con documentos antiquísimos, algunos de ellos sellados hasta con cuatro sellos pendientes; con la Biblia gótica, el Speculum virginum, la Tabla de las iglesias del mundo, las Etimologías, y el Apocalipsis del Beato de Osma con bellísimas miniaturas del siglo XI, entre otros muchos ejemplares más de códices e incunables, de libros y de documentos varios.
Aparte de todo lo dicho, y de tanto más como se queda por decir con referencia a una de las ciudades más significativas de la vieja Castilla, los amigos de la naturaleza que por definición debiéramos serlo todos, tenemos a un paso verdaderos parajes para gozo de la vista y del espíritu, tales como el conocido Cañón del Río Lobos, con su garganta espectacular horadada por la corriente, su bosque de sabinas y de vegetación ribereña, siempre a la vista de los múltiples ejemplares del buitre leonado que anidan sobre las peñas. Tan sólo el acceso desde Ucero hasta la ermita templaria de San Bartolomé, vale pena ponerse en camino.
Historia, monumentos, rocas y paisajes, rica gastronomía, son algo así como los puntos cardinales hacia los que nos movemos la gente de esta tierra. Pero...¡Nos falta tanto por ver!

martes, 28 de septiembre de 2010

ORIHUELA DEL TREMEDAL



Orihuela del Tremedal es un pueblo blanco, con aire andaluz o valenciano, con bastantes calles y la plaza con una fuente en medio. En un cerro próximo se alza un famoso santuario, quemado por los franceses en tiempo de la guerra de la Independencia. Los tremedales o tembladeras son lugares cenagosos de turbas, que tiemblan y engañan, pues parecen firmes, y en ellos puede desaparecer a veces hasta un hombre a caballo.
(Pío Baroja, "La nave de los locos")

Acabo de dejar atrás la provincia de Guadalajara y el campo sigue igual, montañoso y abrupto. Las últimas propiedades del pueblo de Orea, el nacimiento del río Cabrillas y la Peña de la Gallina -el punto más elevado de estos confines del Señorío- se han quedado al margen cuando, consciente y seguro de adonde voy, sigo adelante por esta Sierra del Tremedal, una de las más pintorescas e interesantes del Sistema Ibérico, y no sé si también una de las más desconocidas, por lo menos para las gentes del centro peninsular. En este momento piso, por terreno boscoso a un lado y a otro, tierras de Teruel. Noguera, 18; Albarracín, 40, se puede leer en los indicadores de carretera que aparecen a la entrada del pueblo, de esta estupenda villa que cuenta por mérito propio como una de las más significativas e importantes del Bajo Aragón.
Orihuela del Tremedal presenta desde la entrada por la carretera de Orea una vista singular y solemne. A mano derecha, un murillo a modo de barbacana separa al pueblo de las huertas; a mano izquierda las primeras viviendas encaladas, con artística y rica rejería en las ventanas; y al fondo, arriba, tocando las nubes con su orondo chapitel de campanario aragonés, la iglesia de San Millán, que, según he sabido, se construyó bajo diseño del turolense José Martín de Aldehuela, uno de los más insignes arquitectos del siglo del barroco, y llevada a cabo por otros dos notables de su tiempo, Manuel Gilaberte y Juan Cavarría. Se comenzó en el año 1770 y cerró obras cinco años después. Estaba cerrada la puerta de la iglesia cuando subí hasta ella; treinta o más escalones de piedra de granito hasta alcanzar el pórtico. Mereció la pena. Me consta que posee un valioso retablo mayor de a finales del XVII, y un púlpito del XVIII, trabajo del escultor Manuel Collado, del que el pueblo y la feligresía se sienten orgullosos.
-Pues hombre; estando arriba, podía haber buscado al cura para que se la enseñe. Vive allí al lado. Le hubiera abierto la puerta con mucho gusto.
El río cruza por los bajos del pueblo paralelo a la calle Mayor. Pasa canalizado, y de una parte a otra se puede atravesar por medio de puentes; de tres o cuatro puentes separados no más de cien metros.
Las calles de Orihuela del Tremedal se muestran superpues­tas, como paralelas una encima de otra, dibujando perfectamente la inclinación de la ladera al mediodía sobre la que lo fueron construyendo. En el barrio alto se alza majestuosa la fábrica de la iglesia. Es en la primera de las calles a partir del río en donde quedan los establecimientos públicos, los bancos, los comercios, los bares, y un colegio de anchuroso patio al otro lado del río. En una especie de jardinillo, minúsculo y coquetón, frente por frente de la casona solar de los Franco Pérez de Liria, -la de las magníficas rejas, hoy convertida en estableci­miento bancario y en tienda de muebles-, hay una fuente con pilón abarrocado y orondo monolito que remata en un gallo de bronce. La imagen del gallo es muy frecuente en Orihuela. Aparece el gallo en el escudo municipal y lo tienen como enseña por cualquier parte. He preguntado cuál era la razón, y me han respondido que es por el nombre del río, el Gallo, el nuestro del Señorío Molinés, que, según las amables gentes de Orihuela, nace por aquellos pagos de la Sierra del Tremedal y, escondiéndose aquí, volviendo a aparecer allá, pasa a la provincia de Guadala­jara para morir en el Tajo, a la altura del Puente de San Pedro, como todos sabemos.
El gentil caballero al que pregunté por la casona de los Franco Pérez de Liria, sentía deseos de contarme más cosas. Seguro que hasta le hubiera gustado servirme de cicerone durante las dos o tres horas que anduve por el pueblo. No caí en la cuenta, pero seguro que me hubiera servido de mucho.
-¿Será usted periodista, por lo que veo? -pregunta.
-Bueno. Más o menos -le respondo.
-De aquí es un periodista muy conocido, ¿sabe?
-Tengo idea.
-Se llama Federico Jiménez Losantos.
-A quien yo admiro, leo y escucho a veces. ¿Viene mucho por aquí?
-No; no tiene tiempo. Cuando viene, enseguida se va.
- Es verdad. Yo creo que trabaja demasiado.
- ¿Usted sabe cuánto ofrecieron, pago en mano, por esa reja?
-Eso sí que no lo sé; ni me lo imagino.
-Dos millones de pesetas. No se la quisieron dar.
-Hicieron bien.
He subido hasta el santuario de la patrona de todas aquellas sierras. La información por cuanto a la distancia que me sirvió mi amigo de la calle Mayor no fue muy exacta; me habló de un kilómetro o poco más, cuando en realidad anda en torno a los cuatro, luego de un zig-zag continuo hasta llegar a él. Antes hay que pasar junto a una magnífica residencia de verano que llaman del Padre Polanco. Se encuentra el santuario sobre un tremendo peñascal, rodeado de pinos, y tiene alrededor una explanada despejada en suave ladera y un mirador desde el que se divisa, creo que sin exagerar, una gran parte de las sierras orientales del la provincia de Guadalajara y todo el Bajo Aragón hasta la mítica laguna de Gallocanta. Es difícil, salvo a mar abierto y desde la cubierta de un barco, encontrarse con un panorama tan completo, luminoso y lejano, como el que desde allí se ve. Orihuela queda en primer término, con sus tejados paralelos y de color rojizo, con sus casas blancas, con sus miles de ventanas recibiendo de frente el sol del medio día, con la iglesia de San Millán que aun en la distancia impresio­na su tamaño. El santuario de la Virgen del Tremedal data del siglo XII, si bien, el edificio que hoy podemos ver es obra de finales del XIX. Está enjalbegado de blanco todo él, salvo la piedra de la portada (tal vez del XVII) que queda a cara vista. La puerta está cerrada. Sopla el viento que sube desde los pinares de Orea; un viento frío con olor a resina. Por entre los pinos de al otro lado de la explanada se oye el canto de cien clases de pájaros. El murmullo del depósito del agua suena cuando te acercas a él, no lejos de los asaderos y de las barbacoas hechos de grandes aros concéntricos. El depósito del agua recuerda, por su forma piramidal en toscos redondeles, a la torre de Babel de las viejas enciclopedias escolares, o un panteón oriental de familia modesta.
El hotel "Los Pinares" queda en las afueras del pueblo, por donde las serrerías y la estación de servicio. Es un estableci­miento cómodo, limpio, elegante, donde sirven buen café a un precio módico y un ambiente acogedor. Sobre las paredes del salón principal hay algunas cabezas disecadas de jabalí y cuadros en madera con relieves de gran tamaño representando escenas locales, como el complejo hotelero "Montes Universales" o la aparición de la Virgen del Tremedal sobre los cielos de su santuario. Estamos a 7 kilómetros de Orea, a 51 de Molina y a 205 de Guadalajara, de donde salí de buena mañana y ahora regreso con el sol colándose por el parabrisas.

martes, 21 de septiembre de 2010

GALICIA AL OTRO LADO DEL CRISTAL


No hace mucho tuve ocasión de pasar unas jornadas en Galicia con un centenar de periodistas y escritores de turismo, miembros de la FEPET, que tuvo a bien celebrar su congreso nacional en aquella región de nuestras costas. Éramos profesionales de todas las regiones de España los que compartimos aquellas jornadas de estudio y de contemplación directa con la ciudad de Pontevedra, sorprendente, injustamente desconocida, como cuartel general de sesiones y de hospedaje.
Galicia -por lo menos para los que somos de tierra adentro- tiene la virtud de sorprender a cada paso. Las ciudades y los pueblos gallegos, sus gentes y sus rincones infinitos y diferentes; sus costumbres, vividas con la autenticidad del alma gallega como parte de la historia y del paisaje, son en aquella entrañable región toda una mística ante la que no queda otro remedio que descubrirse. Es esa Galicia para soñar, en contraste con esta tierra nuestra, tan distinta dentro del marco general de los pueblos que en cualquier dirección integran el puzle de la Península.
Lo más normal sería por mi parte hablar aquí de sus grandes ciudades: Compostela, Vigo, La Coruña, la propia Pontevedra, que, después de haberla conocido, ha cambiado en mí de manera favorable la idea que tenía de Galicia como consecuencia de otros viajes. Pero no; por el respeto que también merece lo desconocido, lo que no suele entrar en los planes del viajero, y bien que valdría la pena contar con ello, hablaré de dos lugares muy concretos que vislumbro como al otro lado del cristal, rebosantes de interés, en los que la gente no se suele detener y en los que nunca piensa. Uno de ellos, la isla de San Simón, entraba en los programas del Congreso; el otro, la pequeña ciudad de Allariz, la encontraríamos casi por casualidad en el viaje de regreso.

El pequeño paraíso de San Simón
Esta de San Simón y su vecina de San Antonio son dos islas ínfimas, unidas la una a la otra como hermanas siamesas por un puente de no más de cien metros construido en 1838. Se encuentra al fondo de la Ría de Vigo y es parte del concello de Redondela desde 1977. Le llaman la “Isla de los poetas”, porque ya en la más remota antigüedad fue cantada por Mendinyo, y porque muchos escritores y poetas han ido sucumbiendo después al encanto de su misterio. La historia, unida al paisaje, son los dos pilares sobre los que se apoya esta isla sorprendente, nunca más intensa y comprometida que la que allí se vivió a lo largo de los siglos.
Con una superficie inferior a medio kilómetro cuadrado, sombreada de eucaliptos y de boj, la isla de San Simón conoció en el siglo XII a los caballeros templarios que construyeron en ella una ermita. Durante el periodo de peste sufrido en aquellas costas a finales del siglo XVI, allí encontraron refugio los monjes del no lejano monasterio de Poio. San Simón sufrió saqueos por parte de moros y de vikingos; por allí anduvieron haciendo de las suyas los corsarios de Francis Drake, y poco después sería la armada inglesa la que convertiría las serenas aguas de su entorno en un cruzar incesante de disparos durante el hundimiento de los galerones de Rande.
Leprosería, cárcel, albergue de vacaciones, la isla ha sido escenario de las más dispares tragicomedias que a veces suele proporcionar el correr diario en la vida de los pueblos. Ahora, en horas de calma por fin, se va a dedicar a espacio eminentemente cultural. Lo que fue leprosería y prisión, será un lujoso hotel una vez acondicionados los edificios, y el resto de las construcciones, rehabilitadas también, se dedicarán a congresos y a estudios relacionados con el mar, a biblioteca y a museo. Para mi uso, se trata del más preciado paraíso de toda Galicia.

Allariz, toda un monumento
La ciudadela de Allariz, cabecera de un dilatado concello a la vera del río Arnoia, nos salió al paso, ya en la provincia de Orense, en el viaje de vuelta. Desde 1971 Allariz es Conjunto Histórico Artístico, un pueblo que muestra al que anda por sus calles la impronta de su recia personalidad. Fueron los suevos los que la fundaron con el nombre de Vila Aliarici, que gozó de los privilegios de un fuero concedido por Alfonso VII, y que Sancho IV nombró como “Llave del Reino de Galicia”, al mismo tiempo que extramuros iba tomando cuerpo una importante colonia judía.
Palacetes, casonas solar; fue en el siglo XVII cuando se levantaron los principales monumentos civiles y la mayor parte de las viviendas en piedra sillar que flanquean sus calles. Las nuevas maneras de hacer frente a la vida han convertido a la antigua villa de cultivadores y artesanos del lino con más de cincuenta talleres, de curtidores como oficio hasta épocas bien cercanas a la nuestra, en un importante enclave para el turismo, completo y variadísimo: iglesias románicas, un parque etnográfico con sus museos de tejidos y de cueros; otro de juguetes; otro de iconos con un interesante contenido en piezas únicas de carácter religioso de los siglos XII al XIX; el llamado Ecoespacio de Rexo en la parroquia de Requeixo de Valverde, con la intervención del artista vasco Agustín de Ibarrola en pinturas y esculturas sobre la roca; y en fin, su exquisita gastronomía especializada en dulces, licores y quesos, que la hacen famosa en toda la comarca. Era día de fiesta, cuando en compañía de nuestras respectivas esposas, el Dr. Herrera Casado y yo entramos en Allariz. “Festa do boi” se anunciaba en los carteles dentro de los escaparates. Fiesta del toro, conseguimos traducir, y lo hicimos bien.
La fiesta del toro se celebra en Allariz durante los diez días anteriores a la festividad del Corpus. Cientos de hombres y de mujeres de todas las edades, ataviados con ropajes de época (de judíos y de cristianos de la Baja Edad Media) organizan una procesión pagana por las principales calles del pueblo precedida de un grupo de gaiteiros, a la que siguen nutridos grupos de diferentes comisiones gremiales según el oficio de sus antepasados: tejedores, panaderos, taberneros, curtidores, llevando en andas a un muñeco de tamaño natural al que “veneran” tras de él con bailes y cantos burlescos. Una vez terminada la procesión será un toro enmaromado el que haga el recorrido por el mismo itinerario.
Se cuenta que en el siglo XIV vivía en Allariz una importante colonia judía, pudiente en lo económico, que residía confinada fuera de la ciudad en el barrio de San Esteban. Cuando llegaba la festividad del Corpus, cada año la población cristiana salía a la calle engalanada con los mejores tejidos, portando en piadosa procesión bajo palio la custodia con el Santísimo Sacramento, y viéndose en la necesidad de entrar cada año al recinto judío antes de entrar al convento. Era aquel el instante esperado por la población judía para desahogar su odio contra la manifestación cristiana, gritando e insultando a los que iban en la procesión. Un hidalgo de la villa, Xan de Ardua, hombre de profundas convicciones religiosas, decidió acabar para siempre con aquella situación de ofensa y de desorden, para lo cual se puso al frente de la procesión en el año 1317 montado a lomos de un toro enmaromado y de cumplida cornamenta, al que seguían varios de sus criados portando sobre los hombros sacos llenos de hormigas. Dicen que cuando aparecieron los judíos al otro lado de la muralla para reventar la procesión, entre cornadas y lluvia de hormigas, la población rebelde puso pies en polvorosa, sin que los enfrentamientos en fecha tan señalada se volviesen a repetir.
Con la Guerra Civil, dejó de celebrarse la “Festa do boi”, que fue recuperada muchos años después con mayor entusiasmo, pues según un importante autor gallego “El buey vive escondido en el corazón de los alaricanos”.
Ni qué decir, que a pesar de la distancia, si la ocasión se presenta, es esta villa uno de los principales enclaves de la Galicia callada, que aconsejamos anoten en su agenda.

(En la fotografía, un aspecto de la isla de San Simón)

jueves, 16 de septiembre de 2010

AYLLÓN


Salgo de las tierras de Guadalajara por los páramos de Villacadima, allá por el alto de la Rivilla en la Sierra de Grado. La tarde se presenta oscura en las vegas del Aguisejo y es casi seguro que comenzará a llover de un momento a otro. A la altura de Grado del Pico comienza a descargar después de un trueno la nube de verano. Minutos más tarde el cielo queda limpio. En Grado hay una hermosa iglesia de origen románico, con atrio cegado, media docena de arcos que no se lucen, entre los que se deja ver parte de unos capiteles que son puro modelo. Por Santibáñez, Estebanvela y Francos, la gente no sabe si salir a pasear por la carretera o esperar un rato más a que el campo se oree. Santibáñez de ayllón, con su elevada torre dieciochesca por encima de la arboleda, se me antoja al pasar un bello motivo para estampa de calendario. En Estebanvela andan de preparativos pensando en la romería a la ermita del Padre Eterno, la más famosa y multitudina­ria de toda la comarca, que cada año se celebra el domingo de la Santísima Trinidad. Más campos de frutal, más veguillas de mies sin sazonar y de arboledas a lo largo del río, y luego Ayllón. Fue esta villa cabecera de comunidad, con más de veinte pueblos de su contorno, en la antigua federación de Segovia. La conocí hace un cuarto de siglo, cuando el azote del despoblamien­to sacudía con fuerza irresistible a todos -sin excepción- los enclaves castellanos del medio rural. Veinte años después descubro que la villa ha resistido con garbo, y hasta con elegancia, el tirón de las últimas décadas. Hoy es Ayllón una ciudadela elegante, acogedora, señorial, en donde a uno se le antoja que su escaso millar de habitantes debe vivir a gusto.
Rodeo la zona céntrica y me llego hasta la antigua portada de la muralla cortando por una desviación que llaman travesía de Los Adarves. De hecho voy a entrar al pueblo bajo el doble arco de la muralla, estampado de escudos, que da paso al magnífico palacio de los Contreras, con su artística fachada isabelina, salpicada de enseñas heráldicas, con imposta a manera de alfiz labrada con oficio, y arquitos de diferentes trazados en cada una de las ventanas. Recuerdo que hace años, aún no sé cómo, alguien me llevó al palacio de don Juan Contreras. Guardo en la memoria la imagen de una habitación empapelada con materiales hechos a mano algo más que centenarios, y algunas tallas importantes en algún lugar, de entre las que quise ver una Virgen del Rosario de la escuela castellana de los Carmona. El dueño era un señor elegante, alto de estatura, entrado en edad, que me enseñó todo lo que allí había y de lo que pasado el tiempo recuerdo muy poco.
La Plaza Mayor aparece plagada de vehículos. Bajo los soporta­les de la Plaza Mayor están los bares y una buena parte de los reconocidos establecimientos comerciales de los que se abastece la villa y varios de los pueblos de su contorno. La imagen grandiosa de la Plaza Mayor es una de esas que difícilmen­te desaparecen de la memoria. La fachada del ayuntamiento es de doble arquería, restaurada, pero guardando su línea primitiva y su vieja elegancia. A mano derecha del ayuntamiento, según lo miro desde el centro de la plaza, se alza el esbelto campanario de la parroquial de Santa María, con sus múltiples vanos para las campanas calando en lo más alto la enorme paleta de sillería. A mano izquierda del ayuntamiento queda la más importante nota medieval de toda la villa: la iglesia de San Miguel, con bella portada románica de transición y ábside del mismo estilo y época. sobre la alta espadaña de la iglesia de San Miguel, la cigüeña machaca el ajo en un castañoleo que resuena por toda la plaza.
La iglesia de Santa María está precedida por sombrío jardini­llo en cuyo centro se alza una cruz de piedra. El interior de la iglesia es de nave única con crucero. Bellísimo el retablo mayor de impecables dorados, en el que distingo una imagen de San Cristobal y otra de la Madre de Dios en lugar destacado, como corresponde a la titular de la parroquia. Un cumplido coro con tramado de cancela y órgano de tubos, anoto en mi cartera como detalles más interesantes de cuanto vi en los escasos minutos que estuve en el interior del templo.
Un grupo de chiquillos se divierten chapoteando el agua de la fuente redonda de la plaza. Por la calle de San Miguel uno se pierde oteando los rincones de la villa. Las calles de Ayllón son limpias, homogéneas, señoriales, muchas de ellas franqueadas con escudos como las calles de Atienza, de Pedraza o de Santiago de Compostela. Las calles de Ayllón se llaman de San Juan, del Ángel del Alcázar, del Dr.Tapia, de Manuel de Falla, de Pellejeros, del Obispo de Vellosillo... En la plazuela del Obispo de Vellosillo está el Museo de Arte Contemporáneo y la Biblioteca Pública. El edificio es uno de los más representativos de la pasada nobleza de la villa. La fachada es toda ella un escaparate de motivos palaciegos: una portada elegante que encuadran en perfecta simetría cuatro balcones y siete escudos de piedra con diferentes motivos y tamaños. En su interior se distingue una sólida escalinata que sube desde la primera planta hasta la galería del piso alto en donde está la biblioteca.
De las iglesias más viejas y olvidadas, justo será hacer referencia a los restos románicos de la de San Juan, y a la escasa señal del siglo XII en la ermita de San Sebastián. Por un momento alcanzo a ver las ruinas del viejo convento de San Francisco, o del ex-convento, como lo reconocen en el pueblo. Se ha dicho que el convento franciscano de Ayllón lo fundó en persona el propio Francisco de Asís, tal vez en uno de los viajes que el santo hizo por España como peregrino a Compostela. Lo que sí parece hasta documentalmente cierto es que en el convento vivió alguna temporada el que fue regente de Castilla, y luego rey de Aragón, don Fernando de Antequera, quien con el condesta­ble don Alvaro de Luna -cada uno en su época-, desterrado aquí después de su primera derrota por parte de los nobles, convirtió a la villa durante el tiempo que en ella estuvo en el lugar más cortejado de Castilla, por encima incluso de la misma ciudad de Segovia. No parece pasar del turbio campo de la leyenda, pero también se ha escrito que en esta villa pasó los días de Cuaresma del año 1304 doña María de Molina, madre del rey Fernando IV, por ser uno de los pocos lugares del reino donde no le faltaría pescado durante las fechas de abstinencia que señalaba la Santa Madre Iglesia.
El sol de las ocho reaviva el espíritu emprendedor de la villa. Los patos navegan de un lado para otro bajo los puentes en las tranquilas aguas del río Aguisejo, que atraviesa el pueblo canalizado y solemne, transparente y limpio como mandan los cánones de la buena compostura. Un matrimonio de avanzada edad pasea por los jardines de junto al río, mientras que un grupito de adolescentes contemplan desde el barandal el nadar suave de los patos que se van de retirada a la caída del sol.
No es día de mercado en Ayllón. Ignoro si aún lo son, pero hace años, los días de mercado eran días de excepcional movimien­to; horas señaladas de compraventa que solían rematar -y esa fue su fama- con los jugosos asados, de los que don Dionisio Ridruejo dejó escrito en cierta ocasión que era éste «el punto de la geografía castella­na donde ese producto llega a las cimas de la sublimi­dad».
Por mi parte celebro el reencuentro con el pueblo amigo tomando cerveza fresca en un bar de los soportales. Luego dejo Ayllón con el ambiente propio de los atardeceres de un fin de semana; con su Plaza Mayor soportalada; con sus casonas ilustres, sus iglesias y sus recuer­dos.