domingo, 21 de febrero de 2010

DE ROLLOS Y PICOTAS EN LA ALCARRIA


El rápido pasar de los años y el lento transcurrir de los siglos, ponen delante de los ojos del hombre unos ciertos matices, referentes incluso a su propia vida, que tal vez jamás hubiese podido sospechar. Serían en este caso los rollos y picotas, que en tantas ocasiones hemos mirado y admirado en las plazas de nuestros pueblos, los que nos hablan de insubordinación ante el rigor de las leyes por parte de las gentes de esta tierra. Digo de esta tierra por destacarla sobre otras de nuestro propio país, más o menos cercanas, por cuanto se refiere a la conservación de esos monumentos tan característicos del lugar, que con relativo interés -no sé si respeto- las últimas quince o veinte generaciones han venido guardando como un símbolo, y ahí están, erguidas, hieráticas, mostrando al mundo después de tanto tiempo el misterio de su significado tan oscuro y tan contradictorio. Guadalajara en general, y muy en particular toda la Alcarria, es tierra de rollos y picotas, de picotas y rollos, que tal nos da, y que si bien en teoría tuvieron en su origen distinta finalidad, al cabo se emplearon para lo mismo: para poner en orden de manera cruel los habituales desórdenes de otro tiempo. Signo de jurisdicción, enseña de villazgo, y cuando fue preciso instrumento de tortura y de muerte, con la agravante de la vergüenza pública para general escarmiento.
Fue el 26 de mayo de 1813 cuando las Cortes generales reunidas en Cádiz, promulgaron un decreto en el que se daba orden a los distintos consistorios del país que “quitasen y demoliesen todos los signos de vasallaje que hubiese en sus entradas, casas capitulares y cualquier otro sitio” con referencia especial a los rollos, horcas y picotas, que solían estar instalados, muchos de ellos desde la Edad Media, en la entrada de los pueblos, en la plaza pública, o bien visible sobre la cima de un cerro cercano. El decreto de las Cortes de Cádiz debió de surgir un efecto escaso, casi nulo, ya que algunos años después, en enero de 1837, las nuevas Cortes volvieron a insistir sobre el mismo asunto con otro decreto, anunciando que la fuerza de la ley recaería “con toda fuerza y vigor” sobre quienes la incumplieren; pero es el caso que las picotas siguieron ahí, engalanando plazas y ejidos, dando a los pueblos y villas que las poseen cierto aire de distinción sobre aquellos que no las tienen. No hay duda de que varios rollos y picotas serían destruidos dando cumplimiento a la ley, pero aun así debieron ser muy pocos, y de los lugares que optaron por borrarlos de su paisaje, todavía quedó como referencia el nombre del lugar en donde estuvieron, mucho más difícil de evitar, el tan repetido Cerro de la Horca, general topónimo en los pueblos de Castilla.
La picota, que por lo que he podido saber tomó su nombre por la semejanza que pudiese haber entre el aspecto de los ajusticiados en ella con el haz de perdices que los cazadores solían llevar colgadas de la cintura y asidas por el pico, no se empleó en todos los casos como instrumento de muerte, pues las más de las veces se utilizó como estrado de afrenta o de tortura, según la gravedad de la falta cometida por el reo, y así en gran parte de los países de Europa. Dentro de nuestro derecho histórico, como pena para aquellas conductas afines al comportamiento habitual del pícaro, del estafador en la venta de productos del campo, de las prostitutas y de quienes fueran sorprendidos en adulterio, figuraban soluciones la mar de pintorescas, como bien nos ilustra acerca del particular el siguiente párrafo extraído del famoso Código de las Siete Partidas promulgado por el rey Sabio, y que dice así: “La setena manera de pena es, quando condenan a alguno que sea açotado o ferido paladinamente, por yerro que fizo; o lo ponen por desonrra del en la picota e le desnudan faciendole estar al sol, untandole de miel, para que lo coman las moscas alguna hora del dia” Sistema harto frecuente -y en la Alcarria tal vez todavía más por aquello de la miel- cuando el rígido entender del legislador se consideraba no merecedor de la horca.
A partir del siglo XVI los rollos y picotas comenzaron a tomar paulatinamente oficios menos duros de los que habían tenido hasta entonces, tales como el que el acusado permaneciera en pie sobre las gradas durante una hora o dos en día de mercado, cosa que a los pillastres de profesión no les solía importar gran cosa, pero sin empleo alguno de la tortura física a la vista de todos. Pasado el tiempo, y a la vista de que su misión como instrumento de castigo hubiese desaparecido, algunas de ellas fueron derribadas y hechas desaparecer, otras se conservaron como enseña permanente de jurisdicción o de villazgo, y las más se mantuvieron en pie por razones de estética, pues hemos de tener en cuenta que no pocos de estos monumentos eran, y siguen siendo, verdaderas obras de arte.
Los municipios españoles con categoría de villazgo alzaron su rollo correspondiente en mitad de la plaza, que tantas veces después ha servido como documento identificativo cuando no como estampa inconfundible con la que el lugar recorrió no sólo España, sino también los ambientes culturales de ultramar como enseña monumental heredada de su pasado. La Ilustración Española y Americana, revista eminentemente gráfica de la España romántica, se encargó de mostrar a todos los países de habla hispana lo más selecto de nuestros monumentos de tortura. En otras ocasiones fue la literatura la encargada de extender su conocimiento por el mundo. Las picotas de Fuentenovilla en Guadalajara, la de Ocaña que grabó Valeriano Bécquer para un trabajo de su hermano Gustavo Adolfo, la de Villalón de Campos en Valladolid, y aquella de Écija, la más famosa de toda Andalucía, a la que Vélez de Guevara tildó de “gentil árbol berroqueño, que suele llevar hombres como otros fruta” y que fue derribada y destruida brutalmente en los movimientos callejeros de 1868, cuentan entre las más importantes que han servido de adorno y de enseña de identidad a los pueblos de España con más noble raíz.
Guadalajara conserva picotas excelentes, con la de Fuentenovilla ya mencionada a la cabeza de todas, y en una cantidad bastante considerable. Somos afortunados en este tipo de monumentos extendidos por tantos de nuestros pueblos, no sólo por los que todavía las mantienen en pie, sino por los que las hicieron desaparecer debido a cualquiera de las razones ya dichas o por lamentable abandono. Hay villas que cuentan con dos de ellas (Galve de Sorbe), o que han sido repuestas de nueva factura (Hontova); pero todas ellas: Lupiana, El Pozo de Guadalajara, Moratilla de los Meleros, Valdeavellano, Balconete, Budia, y hasta un ciento de ellas más, siguen dando testimonio en la céntrica plaza o junto a un camino en el arrabal, de que aquel, sea cual fuere, es un pueblo al que cuando menos se le ha de rendir el especial tratamiento de señor, porque antes lo tuvo.
(En la imagen, la picota de Fuentenovilla)
(Guadalajara, 2003)

viernes, 12 de febrero de 2010

UN DÍA EN EL RINCÓN DE ADEMUZ



El Rincón de Ademuz, situado en las estribaciones del Sistema Ibérico, encajado entre las provincias de Cuenca y Teruel, es una comarca extraordinariamente hermosa que deseaba conocer desde hacía mucho tiempo. Una antigua amistad ha permitido cumplir mi deseo de manera tan grata como nunca hubiera podido pensar. Fue don Samuel Rubio Herrero el ángel bueno que llenó durante el tiempo que estuve allí mis horas de gozo. Don Samuel Rubio ha sido durante muchos años Secretario de Administración Local en el ayuntamiento de Ciruelos, donde yo lo conocí hace más de veinte años. Aquella amistad se ha conservado escondida, como en estado de catalepsia desde entonces, y ahora ha vuelto a renacer y a fortalecerse con estos ratos de compañía en el Rincón de Ademuz, por invitación suya, que acepté muy complacido, aprovechando su estancia allí, en la comarca donde él reside después de su jubilación durante largas temporadas.
Tan extraña como hermosa me ha parecido la comarca del Rincón de Ademuz después de haberla conocido. Los que viven allí dicen que El Rincón está formado por seis pueblos y una puebla. Los pueblos son: Ademuz, Casas Altas, Casas Bajas, Castielfabib, Torrebaja y Vallanca; la puebla es Puebla de San Miguel, junto al monte Calderón, que con sus 1.839 metros sobre el nivel del mar, es la cota más alta de toda la Comunidad Valenciana. Y es que el Rincón de Ademuz, amigo lector, sin que tenga siquiera contacto físico, o geográfico, con ella, es parte de la Comunidad Valenciana. Caprichos de la Historia. Esta sería una de las principales rarezas -no la única- que encontramos en la comarca, interesante en extremo, que te recomiendo visitar, si es que todavía no la conoces.

Valencianita del alma,
dame de tu pecho un ramo,
que aunque no soy de Valencia
soy del Reino Valenciano.


Así reza la tradición en una de las jotas más conocidas que se cantan en la comarca.
Otra de las curiosidades o extrañezas con la que nos hemos encontrado allí, es el remarcado contraste entre lo adusto e improductivo de los montes, que ocupan una buena parte del Rincón, y las fecundas vegas de frutal, de maíz y de hortalizas, que se riegan con el agua de sus ríos: el Turia como río principal, que recorre la comarca de norte a sur; el Bohilgues, que con el arroyo del Val la cruzan de este a oeste; y el Ebrón, que al poco de nacer cerca de El Cuervo, en tierras de Teruel, riega no sólo las huertas de éste, sino también las de Castielfabib, Los Santos y Torrebaja, antes de entregar sus aguas en el Turia ya cerca de Ademuz, que es la capitalidad del Rincón en su conjunto.

La extensión de la comarca, con los siete municipios que la componen, además de otras tantas aldeas anexas a algunos de ellos, es de 370 kilómetros cuadrados, mientras que su número de habitantes de derecho apenas alcanza el número de 3.000. La población disminuyó considerablemente en los últimos cincuenta años, habiéndose reducido a una tercera o a una cuarta parte de los habitantes que antes tuvo. El interés por los productos de la huerta ha ido desde entonces en franca decadencia, y el boom de la emigración hacia las regiones más industrializadas, dieron la vuelta casi por completo a sus tradicionales medios de subsistencia, habiendo pasado de ser los productos del campo su principal fuente de ingresos, a tener la mirada puesta en el turismo como posible solución a su futuro, con buenas perspectivas, por cierto, como en este viaje hemos podido comprobar.
Una característica común distingue a los pueblos del Rincón de un modo sorprendente; y es su situación escalonada sobre la vertiente de colinas enriscadas que miran hacia las fértiles vegas de sus ríos. Pueblos apiñados en las laderas, de un color ocre pálido, sobre desniveles de tierras enrojecidas, humedecidos en su base con la densa blandura, siempre verde, de las frondosas arboledas que se han desarrollado a su antojo al amparo de la corriente de los ríos y de los arroyos que las cruzan por mitad. El agua es el principal regalo del que goza por vida el Rincón de Ademuz.

Castielfabib -sólo Castel para los habitantes de la comarca- cuenta con todos los beneficios naturales y paisajísticos ya dichos de manera generosa. El pueblo nos sorprende enriscado, sobre lo alto de un peñasco colosal en la margen derecha del río Ebrón. En lo más alto, las ruinas de un castillo fechado en los primeros siglos de la nueva era, que por tratarse, según oí decir, de un residuo de la dominación romana, no sólo ha dejado las piedras desmoronadas como memorial de la España de los Césares, sino también su nombre: Castellum Fabio, Castielfabib. Y a su lado la monumental iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles, sostenida sobre la misma peña desde el siglo XIII en que la debieron construir. Dentro del término municipal de Castielfabib queda la aldea de Arroyo Cerezo, en donde se levanta la llamada Cruz de los Tres Reinos, donde coinciden, dentro de un espacio muy reducido las tierras de Castilla, de Aragón y de Valencia. Se dice en la comarca que en aquel lugar podrían reunirse los emisarios de los tres monarcas, sin que ninguno de ellos se viese obligado a salir de sus estados.
Y pasado Castel, que es el más septentrional de los pueblos de la comarca, se llega a Torrebaja siguiendo de cerca en dirección de la corriente el río Ebrón, hasta su encuentro con el Turia. Torreblanca es un pueblo de tonalidad terrosa, situado en todo lo largo a un lado y al otro de la carretera que en un instante nos bajará hasta Ademuz. La extensa vega de Torrebaja es de un verde intenso, y en ella destacan entre otros cultivos el maíz y los árboles frutales, que tanta fama dieron al lugar en épocas pasadas.


Aunque la forma del Rincón sobre el mapa sea irregular, podemos decir que Ademuz, capitalidad de todas aquellas tierras, está situada en su centro geográfico. Y allí vienen a concurrir las cuatro subcomarcas de las que se compone, a saber: el Valle del Ebrón, al norte; el Valle del Boilgues, al oeste; las estribaciones de Jabalambre, al este; y el Valle del Turia que las recorre todas de norte a sur, dejando junto a sus riberas la villa de Ademuz.
Esta villa aparece escalonada sobre la vertiente que extiende hasta la vega la colina de los Zafranes. La inclinación del suelo obliga a que las calles sean estrechas, largas y escalonadas, que se comunican por pequeñas callejuelas todas en cuesta. Bellos balcones y artísticas rejas sería, en una primera impresión, la principal característica de las viviendas típicas, detalle que con insignificantes diferencias se extiende al resto de las villas y aldeas de la comarca. Las ruinas de su viejo castillo, el airoso campanario de la iglesia de San Pedro y San Pablo, así como el reciente viaducto, colosal, magnífico, que cruza a vuelo por los aires la vega del Turia, son los detalles que, en viaje de paso, más me impresionaron de la capitalidad del Rincón; además -así deseo que quede constancia- de la excepcional gastronomía, cuya meca quiero situar para mi uso en el Hostal Domingo, todo un alarde de grandiosidad, servicio y atención.
Y a un lado y a otro, a derecha e izquierda de Ademuz, las importantes villas de Puebla de San Miguel en las estribaciones de Jabalambre, dominadas por las grandes alturas; y de Vallanca, en la ribera izquierda del río Boilgues, punteado a trechos de profundas hoces.

A la vista de los escasos datos biográficos que poseo de D. Samuel Rubio, me detengo a pensar en cómo el destino gusta jugar con la vida de las personas, cuando éstas se dejan llevar por él. Nuestro hombre es hijo de padres valencianos, pero nació -lo nacieron, como de sí mismo decía Clarín- allá por el año 1922 en Fonsagrada, provincia de Lugo. Habiendo obtenido plaza por oposición el año 1945 en el Cuerpo de Secretarios de Administración Local, ejerció su profesión en el Rincón de Ademuz, hasta que en 1956 se trasladó a la provincia de Guadalajara, donde ejercería como Secretario de Ayuntamiento en Ciruelos hasta el momento de su jubilación.
Tuve la suerte de conocerlo como personaje especialmente reconocido entre sus convecinos de Ciruelos, donde se preocupó con empeño y eficacia en la mejora del urbanismo municipal, hasta conseguir del suyo un pueblo modélico; pero ignoraba su condición de escritor, de investigador, de ratón de bibliotecas, hasta que meses atrás me sorprendió con un libro estupendo sobre la evolución del Rincón de Ademuz en sus más diversos aspectos, y ahora con otro más interesante todavía sobre la Biografía del sabio naturalista D.Simón de Rojas Clemente, cuyo busto en piedra figura en uno de los corredores del Jardín botánico de Madrid. Trabajo rigurosamente documentado, en el que se intenta devolver al famoso botánico, nacido en Titaguas (Valencia) el año 1777, el justo reconocimiento que mereció su trabajo en favor de las especies vegetales en todo el país. Pero es aquí la persona de su biógrafo la que más nos interesa, la de D.Samuel Rubio, un hombre que durante muchos años y en diversos cargos de la Administración, trabajó al servicio de nuestra provincia, y por ello es justo agradecerlo públicamente, ahora, cuando es de edad avanzada y vive lejos de nosotros.

(En la fotografía, una vista general de Castielfabib y viaducto sobre la Vega)
(Olivares de Júcar, verano de 2008)

martes, 9 de febrero de 2010

EN LOS PUEBLOS MÁS ALTOS DE ESPAÑA



Esto era dicho, pienssan de cabalgar,
e cuanto que pueden, non fincan de andar.
Troçieron Santa María e vinieron albergar a Francha­les
e el otro día vinieron a Molina pasar.
(Poema de Mio Cid).

Es difícil contar con elementos fidedignos acerca de cuales son o no son los pueblos más altos de España. Después de haber consultado datos, me atrevo a colocarlos por este orden, siempre con el debido riesgo: primero Trevélez, en las Alpujarras granadinas, cuya altitud anda en torno a los 1700 metros sobre el nivel del mar; segundo Gúdar, junto al río Alfambra en la sierra turolense de su nombre, a 1632; y tercero Griegos, también en la provincia de Teruel, con 1612 en la puerta de su iglesia, seguido de algunos otros de la comarca por añadidura y que le andan a la par: Bronchales, Noguera, Tramacastilla, Guadala­viar, todos ellos con su encanto infinito y su leyenda, en donde ahora estoy.
Carmelo, amigo y eficiente cicerone de la comarca, me llevó desde Orea, su pueblo natal, a la fuente de la Jícara, en pleno pinar, en donde puede ver un ejemplar curioso de la especie que, a poco más de un metro de altura desde el suelo, el tronco se abre en seis ramas diferentes, paralelas y rectas como velas, para cerrar en una frondosa copa común con una altura superior a los veinte metros. Al lado la fuente de la Jícara, abundante y fría por sus dos chorros, el río Cabrillas al poco de nacer, y el cerro Caballo, con la mejor madera, dicen, de la Península, que en su día hubo de servir para cerrar la cubierta del real monasterio de El Escorial, arrastrados los troncos río abajo por expertos gancheros de aquella serranía.
Estamos en Bronchales. Después de Albarracín, o quizás antes, Bronchales es el pueblo con mejores ofertas paisajísticas y hoteleras de todo el Bajo Aragón y de los Montes Universales. El pueblo, con su término municipal en conjunto, es un escaparate inmenso de interés de cara al verano. De ello saben muy poco, sabemos muy poco, las gentes de tierra adentro, y conocen casi palmo a palmo los que vienen del Levante, valencianos de las tres provincias que de alguna manera tienen por suyo, y de ellos precisamente se sostienen a lo largo del año las instalaciones hoteleras que por allí hay. Los 450 habitantes de derecho que totalizan el censo de Bronchales, se aproximan a los 5000 de hecho cuando llega el verano, y sus bosques se convierten en un hervidero de visitantes atraídos por la excelencia de su clima, el gozo de sus sombras, lo saludable de su ambiente, y la inmejorable condición del agua de sus fuentes que, sólo en el término municipal de Bronchales, hay más de veinte con nombre propio, de las que es justo destacar la fuente del Canto, orgullo de los bronchaleros, con propiedades curativas y un cómodo merendero alrededor, cuyo contenido suele viajar en vasijas que la gente llena por cualquiera de los dos chorros y se lleva en cantidad para su uso doméstico. La fuente del Canto es el origen del segundo río molinés en importancia, el de la Hoz Seca, afluente del Tajo, que en su origen lleva más agua que aquel. Las peñas que llaman del Fraile y de la Monja, poco más arriba de los chalés en las mismas orillas del pueblo, son hitos importantes de la identidad del pueblo, como lo puede ser la ermita de Santa Bárbara que sobresale entre un roquedal por encima de las casas, con visibles detalles románicos que definen su antigüedad, o la piedra gris, tallada por expertos albañiles de la zona, que viene sirviendo como material base para las sólidas construcciones del nuevo Bronchales.
ES singularmente amable y acogedora la gente de la comarca. Jesús, el auxiliar del ayuntamiento, se ofreció a proporcionarme toda clase de datos que de antemano sabía que no habría de necesitar, como la estupenda guía de don Ignacio Carrau, presidente que fue de la Diputación de Valencia y casi vecino de Bronchales; los dueños del Hostal Suiza me enseñaron las magníficas instalaciones del hotel (130 camas, que ya es decir); y Leoncio, desde el otro lado del mostrador en su estupendo bar del centro del pueblo, que nos regaló amistad y nos preparó al instante un sustancioso muestrario gastronómico a la hora de comer, a base de morteruelo extra (más completo en sabores que el de Cuenca), jamoncillo de la tierra y otras delicias de buen recuerdo que consumimos con prudencia y con la ayuda de un excelso Cariñena servido en jarra de barro. El hilo de la tradición lo conserva, con su antigua tienda convertida en pequeño supermercado con arreglo a los tiempos, el establecimien­to comercial "Casa Lucas", ejemplo luminoso de lo que están haciendo en tantos lugares del mapa rural las tiendecillas familiares, si bien, en este caso, con la ventaja de estar instalada en un pueblo vivo.
No llegué a ver por dentro la iglesia parroquial cercana a la plaza. Estaba cerrada. Me interesó, no obstante, la línea renacentista de su fachada y la solidez del recio campanario, creo que excepcionalmente más al gusto castellano que al aragonés, según lo poco que uno ha podido detectar en la zona. Creo que en su interior pocas cosas merecen la pena. Tiene una sola nave, y en el muro frontal del presbiterio se echa en falta el retablo mayor del XVII desaparecido cuando la guerra civil; aunque cuenta con algunas imágenes interesantes, tales que la dieciochesca de Cristo en la Cruz, dramática en el porte, que ocupa el centro de su propia capilla. En la plaza estaban instalados los tenderetes ambulantes del día de mercado.
En Griegos estaban de boda la mañana que anduve por allí. Se casaba una chica del pueblo con un muchacho de Orihuela del Tremedal. En los cruces de carretera habían colocado cartelinas blancas sobre los indicadores, alusivas a la simpar condiciones de las gentes de ambos pueblos. Una parte de la serranía estaba de fiesta y a la plaza de Griegos iban acudiendo puntuales los coches de los invitados. El pueblo queda en la solana. Frente al caserío hay una vega, y al otro lado el famoso cerro de la Muela de San Juan, a cuyos pies tiene su nacimiento el río Guadalaviar; no lejos de allí el Tajo, y a poca distancia el Júcar y el Cabriel; aguas que nacen en el cuadro de un pañuelo y, debido a la singular distribución del terreno, van a desembocar en mares distintos.
Alguien me contó que casi todos los pueblos de la serranía están separados unos de otro por distancias exactas de ocho kilómetros. No sé si eso es verdad ni conozco la razón por la que lo sea. La excepción se presenta yendo a Guadalaviar. Sólo tres kilómetros separan a Griegos de Casas de Bucar, y otros tantos a Guadalaviar poco más adelante. Este último es otro de los pueblos a destacar en aquella sierra. Lo rodean los pinares y las extensas praderas en vertiente en las que pastan los rebaños de ovejas. De Guadalaviar me quedo, tras lo poco que pude ver, con el sublime entorno de los campos que lo rodean, y, desde luego, con su bello campanario de pináculo octogonal y con la portada renacentista de la iglesia, magníficamente adornada con relieves y con una esculturilla maltrecha del Apóstol Santiago a caballo, dentro de la hornacina que se esconde bajo el arco del pórtico.
Hoy, excepcionalmente, hemos viajado demasiado lejos para lo que es costumbre. Sirva al lector de recordatorio, y de invitación para viajar con mayor o menor detenimiento, por estos pueblos que en su conjunto pueden considerarse los más altos de España. El tiempo lo permite, y quien anduvo por allí lo aconseja.
(Guadalajara, 1997)

domingo, 7 de febrero de 2010

A RODRÍGUEZ DE LA FUENTE EN PELEGRINA

En un viaje reciente por tierras de Sigüenza pasé junto al monumento que levantaron en su memoria al lado de la carretera sobre el Barranco de Pelegrina. El simple hecho de pasar por allí, y el no tan simple de detenerme y echar un vistazo hasta el fondo del precipicio, me ha recordado, veinticuatro años después de su muerte, que éste podría ser un buen momento para traer a la memoria de nuestros lectores la personalidad y la obra del Dr. Rodríguez de la Fuente, de Félix, el amigo de los animales, como a él gustaba que le reconocieran, sobre todo los niños. Murió en un desgraciado accidente de avión por las heladas montañas de Alaska una mañana del mes de marzo de 1980, cuando trabajaba con sus fervientes colaboradores Teodoro Roa y Alberto Mariano tomando algunas secuencias sobre las carreras de trineos tirados por perros en los lejanos caminos de hielo del Polo Norte.
Félix Rodríguez de la Fuente tuvo como escenario para sus correrías naturalistas un rincón escogido de nuestra provincia, donde filmó infinidad de tomas para aquellas series de programas de televisión, interesantísimas y novedosas, que tituló La fauna ibérica y El hombre y la tierra, siendo la primera de ellas la que tuvo como “plató” preferente algunos parajes del campo seguntino, el Barranco de Pelegrina, que llora su ausencia y perpetúa su memoria con un sencillo monumento en piedra del lugar por encima del mirador desde donde se dominan en su totalidad las regueras del arroyo, las cárcavas que labró el agua en la pendiente, los cortes ondulados de las peñas que dan carácter al lugar, y el alto de los riscos que sirvieron a nuestro hombre para registrar con las cámaras imágenes irrepetibles, momentos maravillosos en el vivir diario de los animales salvajes a campo abierto dentro de nuestra propia geografía.
Los menores de treinta años no han tenido la dicha de conocer en su momento el trabajo extraordinario de aquel hombre singular, pionero de los documentales televisivos dedicados al medio natural, tan en boga por tantos imitadores después de su muerte. Tampoco el resto de sus compatriotas, entre lo que me cuento, hemos sabido corresponder a su memoria de una manera justa según mi criterio. Pienso que, llevados por la corriente de este mundo bufón en el que vivimos, hemos venido a perder entre otros valores el noble sentido de la gratitud, los deseos de pagar en justicia lo que otros han hecho en nuestro propio beneficio, deficiencia bastante común que tantas veces raya con la estrechez de espíritu. Dentro de unos meses se celebrará el XXV aniversario de su muerte. Espero que con ese motivo España celebrará su memoria con diversos actos, con volvernos a recordar su palabra y su imagen ya tan lejana. Vaya, pues, este mi trabajo de hoy como un adelanto.
Como desagravio decidí echarme al camino en la primera oportunidad, pensando sobre todo en esta generación tierna de compatriotas que no tuvieron la suerte de seguirle a través de la televisión por los rincones más comprometidos del Planeta, y, sobre todo, por los parajes insólitos de España en los que habilitó escenario y montó cátedra a campo abierto para hacernos saber que la aventura de la vida es algo mucho más sencillo, y a la vez más sublime, que el hormigueo ciudadano de las horas punta, que el griterío histérico de un concierto de rock, que las voces de entusiasmo o de repulsa en un campo de fútbol lleno a rebosar.
Ahí quedaron los muchos reportajes de Rodríguez de la Fuente para la posteridad, para una posteridad que prefiere echarlos al olvido de una manera irracional y estúpida, tal vez para no dejar al descubierto que en el vivir aparentemente elemental de los animales del campo existen unas leyes que se cumplen con exactitud, dentro de un orden admirable, unos valores fijos en su forma de actuar que a los hombres y a las mujeres de hoy pudieran sonrojarnos con su rotundo ejemplo.
Sobre los crestones violentos y las barranqueras angostas que oprimen en su fondo las aguas del río dulce, una pareja de buitres rayan el cielo de la mañana como rúbrica de lealtad al amigo muerto. Desde el mirador, unos turistas contemplan confundidos la bravura de la depresión. Desde el mirador, los padres cuentan a sus hijos pequeños historias vivas de animales que ocurrieron allí.
–Mira; desde lo alto de aquel pico se arrojó al barranco por los aires un águila real con un chivo colgado de las garras.
Y corrieron los lobos a la luz de la luna, y se escondieron los zorros listos después de retirarse con el hopo entre piernas por la pendiente arriba, y silbó el alcaraván, y punteó los aires el cuclillo de malas costumbres, y cantó el macho de la perdiz en celo...Y por los llanos trigueros de La Torresaviñán, se ejercitó el maestro en juegos de cetrería con el halcón encapuchado a la sombra del viejo torreón del castillo de la Luna.
«Existía un campamento base que en realidad se trataba de un campo de operaciones, de una suerte de gigantesco plató situado en las hoces del río Dulce, junto al pueblo de Pelegrina, en Guadalajara. El ambiente del campamento era francamente hermoso, un oasis en plena paramera. Tenía un río regular, arboledas y roquedos. Allí se instalaron un buen número de cercados para animales, incluido uno de grandes dimensiones para lobos. Era como un zoológico sumamente dinámico, en el que los animales hacían ejercicios todos los días, y en el que, incluso, se desarrollaron algunas investigaciones, como las referentes a la conducta del lobo y del alimoche.» Así lo cuenta Joaquín Araujo, naturalista, compañero de venturas y de aventuras del doctor Rodríguez de la Fuente en muchas de sus empresas más notorias.
Las buenas gentes de Pelegrina, el pueblecito enriscado que todavía conserva sobre pintoresca prominencia los restos de su viejo castillo, recuerdan con cariño al doctor amigo, al hombre que les hizo correr por trochas y páramos de su propio campo tras el lobo asesino, y que después compartirían con él horas felices de taberna y amistad, de jolgorio y de trabajo, sin necesidad de tener que apartarse para ello de su pequeño gran mundo.
–Lo recordamos mucho ¿Qué quiere que le diga? Ese señor es el que más supo de Pelegrina y de su término. Antes de que lo viéramos por aquí con aquellos aparatos que traían de la televisión, ya se conocía él todas las cuevas en las que nadie del pueblo se había atrevido a entrar alguna vez.
La tierra de Guadalajara se resiste a olvidar en sus campos laberínticos la presencia del amigo. Pocos han apuntado como él lo hizo los valores ecológicos de la humilde tierra en que vivimos. Creo recordar, por haberlo oído en su propia voz, que distinguió hasta trescientos trinos y cantos de pájaro diferentes sólo en la comarca natural de las Alcarrias, y eso, amigo lector, es penetrar con todo la fuerza de su sensibilidad de naturalista y de hombre de ciencia en un campo del saber que, quienes aquí vivimos, somos los primeros en no sospechar siquiera.

(En la fotografía: Monumento a Rodríguez de la Fuente, en el Mirador de Pelegrina)

martes, 2 de febrero de 2010

POR LA SOLANA DE LAS BELLAS FUENTES


El arroyo Vadillo baja desde las vegas de Alboreca y, después de roer casi en los muros del pueblo las casas de Pozancos y de Ures, se une al Salado para emprender juntos el viaje hacia el Henares. Cuando uno sube desde el empalme de Palazuelos a estos pueblecitos de la solana, lo hace en dirección contraria a las aguas del arroyo.
Anduve por aquí hace escasas fechas, un mes, o dos a lo sumo; prometí volver y lo hago en la primera ocasión que me ha sido posible. A pesar de lo adelantado del otoño, y de que las temperaturas por estas latitudes suele mostrarse con excesivo rigor cuando llega diciembre, la mañana es hermosa: el sol cae sobre los campos con la oblicuidad del invierno, pero limpio y claro como el celofán. En los abrigos junto a las encinas pica sobre la piel el sol de la mañana.
 
A Ures se entra sin avisar. Ures se adormece entre los cerros pedregosos a la sombra de las nogueras. El correr de la fuente de Ures invita a soñar en la tremenda soledad del pueblo. Ures en vasco significa agua. El nombre se lo pusieron al pueblo no sé si los pastores o unos frailes vascongados que anduvieron por aquí allá por el siglo XII. Aún queda su recuerdo en la pobre ornamentación de la pequeña iglesia románica cuya única puerta sale a la plaza; la otra puerta de la iglesia daba al primitivo cementerio, ahora en el humedal, cubierto de hierbas y de zarzas, que se cegó en época de la que nadie recuerda.
Casualmente, y bien que parece extraño, la puerta de la iglesia está abierta. Voy a pasar. Es reducida por dentro. En los ocho bancos que se reparten ordenados, cuatro a cada lado de la pequeña nave, se han de acomodar los asistentes durante las grandes solemnidades. Hay un sacerdote de mediana edad celebrando misa. Se llama Juan Martín y es hijo del pueblo. Está solo, no le acompaña feligrés alguno. El retablo tras el altar es pequeño, pobre, lo preside una imagen de San Martín de Tours, patrón del pueblo, revestido con los ornamentos episcopales, y no sobre un caballo repartiendo su capa con un mendigo, como es la imagen habitual que estamos acostumbrados a ver. Desde el interior de la iglesia se siente el zurar de las palomas por encima de la cubierta. Fuera, los detalles románicos se advierten desgastados por la lija del tiempo. Espero a don Juan Martín a la salida. Durante la media hora que pasé en Ures no vi ni una sola alma aparte del cura.
-No, claro; es que no hay gente. En este momento cuatro o cinco personas mayores. No hace mucho tiempo, estuvo el pueblo durante tres meses completamente solo.
El cerro del Picozo y el cerro de la Cruz protegen al pueblo de los fríos que soplan desde arriba. Al saliente, recorta sus riscos plomizos el cerro del Mediodía.
-Se le llama así porque antiguamente, cuando aquello de tener reloj era un artículo de lujo entre la gente, los vecinos se solían regir por la sombra de las peñas. Cuando la sombra desaparecía de aquella superficie vertical de los riscos, era justo la hora del medio día.
En amena conversación con el sacerdote supe de los orígenes del pueblo, de los frailes que lo fundaron según la tradición, del convento de monjas que hubo en extramuros, de la vaquería y del convento. Anoto el encanto de la fuente pública al pie de los árboles; una fuente de agua fresquísima y con sabor a agua; una fuente generosa y de correr rumoroso y abundante. Junto al chorro hay unos azulejos con inscripción en los que se dice: "Agua del valle Bayo". Se refiere al lugar de su procedencia en los altos, con el recuerdo de Bayo, el apellido de la persona que en su día cedió las aguas de su finca para abastecimiento del pueblo; pues en tiempos precedentes, lejanos ya, parece ser que los malos entendidos con los vecinos de Pozancos eran perpetuos, precisa­mente por eso, por el origen del agua que las gentes de Ures necesitaban consumir.
 
Subo después hasta Pozancos. Un par de kilómetros a lo sumo separan a un pueblo del otro. Aunque tan sólo cuenta con un censo estable de treinta o de cuarenta personas durante los meses de invierno, Pozancos es como una pequeña ciudad al lado de Ures. Cruzo el pueblo de parte a parte. A la entrada hay estacionado sobre el rellano un coche con matrícula de Andorra. Durante los fines de semana soleados del otoño es un gozo estar por aquí, y las gentes acuden al reclamo de la segura bonanza de los pueblos y de los campos. Las calles de Pozancos tienen los nombres en las esquinas escritos sobre artísticos azulejos. La posesión del alfar distingue al pueblo. La calle Mayor es estrecha, y acaba en una luminosa plazoleta en la que concurren todos los elementos de interés que hay en Pozancos: la fachada principal del palacete de los señores; la artística fuente pública bajo un castaño corpulento; el lavadero y la portada románica de la iglesia parroquial de la Natividad. La fuente chorrea por los dos caños del monolito central sobre el pilón de piedra labrada; a cada lado tiene otros pilotes similares, más pequeños y con sendos grifos por los que no corre el agua. Consta que se instaló la fuente en el año 1923.
Hay dos o tres mujeres faenando en el lavadero. Las mujeres haciendo la colada en el lavadero es por este tiempo nuestro una imagen extraña.
-Pues sí que parece raro; pero se lava muy bien -dice una.
-El agua demasiado fría en este tiempo.
-Un poquito.
Las lavanderas me han dicho que en la casona palacete de los señores vive gente. Se ve que está restaurada. Los aleros son de una elegancia y de una solidez para mí comparable tan sólo a los que se lucen en la plaza de Atienza. A pesar de todo, del fin de semana y de lo agradable del día, la puerta está cerrada, sin que se deje entrever que haya alguien en su interior. Como cerrada está también a cal y canto la puerta de la iglesia, con su arcada románica apoyada sobre capiteles y columnillas alineadas y maltrechas por el paso del tiempo.
En las proximidades de la iglesia, del lavadero, de la fuente de la plaza y del palacete de los señores, están los huertos. Las matas secas sobre los surcos dan a entender que hubo buena cosecha de verduras en el verano. Una pareja de buitres planean majestuosos planean por el cielo limpio de Pozancos, y por encima, muy por encima del campanario y del rebrote de chopo que nació en la espadaña por entre las juntas de las piedras. Los buitres levantaron vuelo en las peñas del cerro que hay situado al norte, por donde está el repetidor de la televisión. Pozancos, como Ures, es pueblo rodeado de montañas rocosas, donde, de vez en cuando, asientan las rapaces majestuosas y elegantes, parte integradora como las fuentes y como las viejas estructuras de sus iglesias medievales, del encanto singular que jamás faltó a estos pueblecitos olvidados.

Guadalajara, 1996
(En la fotografía, la pequeña iglesia de Ures)