miércoles, 24 de noviembre de 2010

ALCARREÑOS EN VENECIA


Son los brujos de la modernidad los que se encargan de arrancar a la gente de su sitio, de colocarla poco después en el fondo metálico de la panza de un avión o sobre la cubierta de un buque, y llevarla de acá para allá, de éste a otro lugar de la tierra sobrevolando espacios, cruzando mares, con no menos entusiasmo viajero que nuestros abuelos de quinientos años atrás que les dio por descubrir mundos.
La expedición, con medio centenar de gentes de Guadalajara, se puso en marcha al final de la segunda semana del mes de septiembre. Fue una más de las múltiples expediciones de españoles que, aprovechando la bonanza del otoño incipiente, se ponen en marcha con un destino común: la romántica Italia de los emperadores, de la cultura renacentista, de los canales, y de las pastas a la hora de la comida. En Roma, Florencia, Padua, Milán, y en la propia Venecia, es mucha la gente que habla español por aquellos días. La última quincena de septiembre, la del equinoc­cio, debe de ser la de los españoles en Italia, hermoso país, parejo al nuestro en vidas y costumbres, superior en valores artísticos por kilómetro cuadrado, e inferior, según pudimos comprobar, en comodidad y en desarrollo de las ciudades, excepto Milán, cuyo ambiente puede más bien compararse a Barcelona o Madrid que a la propia Roma.
Pasando por alto la Roma imperial, antigua y nueva, la Florencia de los Médici, todo un museo sin parangón en el resto del mundo, nos quedamos en Venecia donde pudimos encontrar un poco de todo: arte, historia, misterio, realidad, leyenda y poderío, riqueza, comercio... Venecia es una de las ciudades más bellas del mundo. Asienta sobre 120 islas, que se comunican por 177 canales en la desembocadura de los ríos Po y Piave, arriba, allá en el extremo más septentrional del mar Adriático.
El grupito de gentes diversas, tomamos cuartel general en tierra firme, en un hotel de Mestre, fragmento de ciudad donde los venecianos instalan sus industrias y marchan a vivir huyendo de las aguas que al tres por dos inundan la ciudad vieja. El viaje hasta la Venecia histórica, que habíamos de cubrir en dos ocasiones, lo hicimos sobre la cubierta del "vaporetto", nombre popular que conserva todavía la lancha motora que se encarga de llevar y traer a los turistas desde Venecia a tierra firme.
Aunque antes de llegar, el viajero lleva previstas sobre un primer plano de la pantalla de su memoria las muchas imágenes que a lo largo de su vida acaparó de la ciudad mítica a través de las fotografías, los reportajes cinematográficos y las leyendas, no puede dejar de impresionarse ante la realidad de lo que ven sus ojos: una ciudad sin coches donde la gente se traslada de un sitio a otro a pie, teniendo que cruzar a cada paso alguno de los cuatrocientos puentes que comunican sus calles, o por medio de lanchas y barquichuelas que imprimen al paisaje urbano su característica originalidad. Las góndolas, las románticas góndolas venecianas, movidas por el hábil brazo del gondolero, han quedado para uso exclusivo de los turistas.
Sólo hace unos días que vimos por televisión cómo el agua invadía los paseos y las plazas de Venecia. Cuando las mareas altas coinciden con vientos de tormenta, Venecia se inunda. La Unesco parece que tomó cartas en el asunto después de las devastadoras inundaciones del año 1966, con intención de salvar a Venecia; propósito difícil, ya que los efectos perniciosos de la contaminación, tanto del agua como del aire, a los que se debe unir el inevitable fenómeno del hundimiento, ponen a la ciudad en un estado de alerta continuo y a la cultura occidental ante la realidad de una pérdida irreparable.
En tanto contemplamos la magnificencia de los palacios y de las iglesias venecianas: el Palacio Ducal y la Catedral de San Marcos como muestras más llamativas. La Plaza de San Marcos, sin duda una de las más elegantes del mundo, se adorna, aparte de los ya dichos, con los edificios renacentistas que allí conocen por la Procuaratie Vechie, al norte, y por la Procuratie Nuove, al sur. Frente a la fachada de la catedral, el Campanille o campanario de San Marcos, de 91 metros de altura sobre el pavimento de la plaza, el cual, después de su derrumbamiento fue reconstruido en 1902. Varias orquestinas animan durante la noche bajo los soportales el ambiente cosmopolita de la Plaza de San Marcos. Los clásicos italianos y españoles, la música de opereta y lo más conocido de la familia Strauss, ocupan la mayor parte del repertorio de estos grupos musicales en los que no suelen faltar como instrumentos precisos el piano, los violines y a veces el acordeón. Durante el día la plaza es un continuo ir y venir de gentes que pasan, o que simplemente están, contemplando los juegos mil de aquella nube de palomas a las que los turistas alimentan con semillas de maíz que compran en los puestecillos de la plaza. Loreto, nueve años, la más vivaracha y simpática de los componentes de la expedición, se lo pasó en grande con las palomas de San Marcos.
Calles y puentes, canales y plazuelas con mercadillos, tiendas de regalos y cafetines, muchachos de color vendiendo bolsos de piel en mitad de la calle a espalda de los carabinie­ris, una góndola que pasa con un acordeonista y un improvisado tenor cantando napolitanas a las parejas de enamorados o de japoneses que lo invaden todo y apenas comprenden nada..., eso es Venecia.
Junto al embarcadero, en la calle que mira al mar, te cuentan que a pesar de los gruesos barrotes del edificio de la prisión, consiguió escapar de la justicia por el tejado el famoso aventurero Giovanni Giacomo Casanova, favorito de la corte de Luis XV de Francia y amante de la marquesa de Pompadour. En la misma calle -en Venecia las calles se llaman calles, y no vías ni viales como en el resto de las ciudades italianas- queda el oratorio donde el compositor veneciano Antonio Vivaldi compuso gran parte de su obra y se estrenaron sus famosos conciertos "Las cuatro estaciones", y a la par, el monumento al general veneciano Bartolomeo Colleoni, estatua en bronce de enorme tamaño que sirve a los turistas como lugar de encuentro.
La gente toma vistas y saca fotos de cualquier rincón de Venecia. El puente de los Suspiros, a espaldas del Palacio Ducal, y el de Rialto que atraviesa el Gran Canal, son, después de la Catedral y de la Plaza de San Marcos, los motivos principales hacia adonde se dirigen preferentemente los objetivos de las cámaras.
La visita en lancha motora a la isla de Murano por parte de unos, o el andar a pie la Venecia antigua por parte de otros, se llevó la tarde en aquella ciudad simpar. En la isla de Murano están las factorías donde se fabrican los famosos objetos de cristal que llevan su nombre, los espejos y los collares que, junto a las máscaras de porcelana y a los encajes de la isla de Burano, son la atracción principal que quienes van allí suelen llevarse como recuerdo.
No hay más espacio, ni tampoco mucho más que decir, salvo que los guadalajareños, sin distinción de edad, de cultura o de posición económica destacable, se van -nos vamos- nos vamos abriendo al mundo cuando la ocasión se presenta y las posibilida­des lo permiten.
Como consejo final, si es que uno es quién para aconsejar a nadie, bueno es salir de nuestras fronteras, qué duda cabe, pero después de conocer por lo menos medianamente nuestro país, y, desde luego, las cuatro comarcas, una por una, de esta provincia en la que tanto queda por descubrir y lo tenemos ahí a cuatro pasos.

(En la fotografía, Rafa y su hija Loreto en la Plaza de San Marcos)

martes, 16 de noviembre de 2010

CONOCER DAROCA



La villa de Daroca, es un lugar señero del antiguo reino de Aragón que como muy pocos vale la pena conocer
No he conocido la villa de Daroca hasta hace muy poco. Había oído hablar de ella en diferentes ocasiones, en distintos ambientes y bajo muy diversos puntos de vista. En todo caso, una vez vista, la idea que poseo acerca de aquel importante lugar del reino de Aragón, supera en mucho lo que creí de él hasta mi reciente visita.
España, amigo lector, está plagada de ciudades hermosas, jalones incomparables de nuestro pasado, de nuestro arte único, que no es preciso buscar fuera de nuestras fronteras en tanto no se las conozca. Daroca, la antigua Kalat-Daruca de los árabes, cuenta con todos los méritos que se precisan para ser una de esas ciudades a las que me refiero.
Se ha dicho que una buena parte de su popularidad y grandeza durante los últimos ocho siglos, se debe al hecho sobrenatural ocurrido en una de sus iglesias en el invierno del año 1239, y del que todavía son testigos sus famosos Corporales. Es verdad. En Daroca casi todo gira en torno a aquel acontecimiento sublime, a la repercusión que tuvo en la cultura de su tiempo y a los infinitos beneficios que por ello la ciudad recibió de reyes y magnates. El carácter abierto y acogedor de sus gentes y los acreditados productos de su ribera (la del Jiloca), han contribuido a través del tiempo a engrandecer, enriquecer, y a convertir el sitio en una ciudad muestrario.
Torres y murallas, elevadas puertas de acceso cargadas de siglos, arcadas y pórticos en sus iglesias procedentes de períodos distintos de su historia, van tramando sobre el variopinto cañamazo de la vega la imagen señorial de esta Daroca que acabamos de conocer. Como ciudad antigua registra en su historia el hecho de haber acogido al cabo de los siglos en distintas ocasiones las Cortes de Aragón, incluso se llegó a regir por su propio fuero, desde el siglo XIV en que el rey Pedro IV creyó oportuno concederle un modelo distinto al de los demás, con ciertos privilegios, para desenvolverse.
Antes de todo aquello había tenido lugar el hecho sobrenatural de los Corporales, acontecimiento simpar que habría de tener a partir de entonces, como ya se ha dicho, ancha y profunda repercusión en el devenir de la villa. Para las gentes de Bajo Aragón el misterio es harto sabido. Para los demás, entre los que tal vez tú te encuentres, amigo lector, no lo sea tanto; y por ello me limito a transcribir literalmente lo que se dice en el reverso de una estampita que suelen ofrecer en su capilla cuando se visita el Sagrado Lienzo. Dice así: "El 23 de febrero de 1239, tropas de Daroca, Teruel y Calatayud se disponían a conquistar a los moros el castillo de Chío, en Luchente (Valencia). El capellán de Daroca, don Mateo Martínez, celebraba momentos antes la Misa; un ataque sorpresa del ejército musulmán obligó a suspenderla, ocultando el sacerdote las Sagradas Formas bajo unas piedras del monte. Rechazado el ataque, encontraron las seis formas empapadas en sangre y pegadas a los corporales. Dios obsequió a Daroca con la suerte de los Sagrados Corporales, vinculados a la historia de la Ciudad al caer muerta ante su Puerta Fondonera la mula portadora de los mismos; fue un 7 de marzo de 1239. La Iglesia Colegial de Sta. María conserva desde entonces el Santísimo Misterio, en cuyo relicario puedes adorar las Seis Hostias Santas. El Corpus Christi es fiesta de Daroca y salida procesional del SSmo.Misterio."
El texto anterior es completo, aunque breve lo dice todo. La capilla en donde se encuentran los Sagrados Corporales ha sido restaurada en época reciente. Se trata de un bello muestrario de formas e imágenes correspondientes al arte gótico español de la época de los Reyes Católicos. Por cierto, que entre los muchos enseres, todos interesantes: vasos sagrados, documentos, vestimentas litúrgicas, cruces procesionales y demás que pueden verse en el museo de Santa María, se encuentran sendos cuadros representando a los Reyes Católicos que, según se nos dijo, son los más antiguos que se conocen de la real pareja, y por tanto tal vez también se trate de los más auténticos. A destacar, aparte de los Corporales y del Museo, el magnífico baldaquino del siglo XVI, o soberbio dosel sostenido sobre cuatro columnas salomónicas, que cubre una estupenda imagen en alabastro blanco de la Asunción de la Virgen, muy al gusto de los grandes templos aragoneses de aquel tiempo.
El resto de motivos que hay en la ciudad, donde perderse, lo forman su muralla, con tres kilómetros de cerco en torno al pueblo antiguo y casi cien torres defensivas a todo lo largo; las dos puertas, a saber, la Puerta Fondonera en la parte alta, y la Puerta Baja, altísima, del siglo XV, junto a la que puede verse y ser admirada la fuente de los Veinte Caños, construida en el siglo XVI, y muestra elocuente de la generosidad de aquel terreno en el brotar líquido de su suelo, que no es única, pues algo más arriba, en una estupenda plaza jardín, la de Santiago, que preside el busto en bronce de un hijo notable, el exministro Navarro Rubio, las aguas cuelgan escalonadas sobre la vertiente, dando al rincón un aspecto único, inesperado.
La Iglesia de San Miguel, románica del siglo XII, donde suelen darse de tarde en tarde conciertos de música sacra; la de San Juan Bautista, construida un siglo después sobre el mismo estilo, no lejos de la anterior en el barrio que dicen de San Valero; la Casa de don Juan de Austria, que fue propiedad de la familia Luna, y "La Mina", son monumentos recomendables para conocer ante un posible viaje a Daroca. La Mina es una galería larguísima, abierta en la roca de una montaña, techada con bóveda de medio cañón, que la ciudad se vio obligada a construir en el siglo XVI para canalizar el agua.
Ahí queda, pues, la mítica Ciudad de los Sagrados Corporales, muy a nuestro alcance. Acento en el hablar y corazón baturro en sus cerca de tres mil habitantes de derecho, y en su cocina la sabrosa menestra de verduras del valle del Jiloca, las ensaladas, las judías con chorizo y oreja, el jarrete de cordero y el lechazo. A destacar los "panetes", tortas de harina y aceite que rellenan con huevo duro o conservas. De vino para asistirlo, naturalmente que el tinto de Cariñena, recio y ahuyentador de penas y pesares, como canta la copla.

(En la fotografía, torres y arco de la Puerta Baja, Siglo XV)

jueves, 11 de noviembre de 2010

COVARRUBIAS, CUNA DE CASTILLA


Andar por Castilla es algo muy serio. A Castilla -me dijo en cierta ocasión un conocido que no era castellano- se la ama con pasión o se la aborrece. La oferta es amplia e interesante; cualquier sitio es bueno para quedarse allí, para hurgar en sus piedras, en las costumbres ya envueltas en ceniza de sus gentes, para hacer memoria sobre el propio escenario de un hecho importante que ya pasó, o para detenerse a mirar con los ojos de la cara y con los de la imaginación un paisaje en cuyos llanos se dio una batalla famosa, o el solitario pueblecito donde vino al mundo o acabó sus días un hombre famoso. Castilla está llena de motivos para celebrar.
Iniciamos el recorrido hoy mismo. Lo hacemos con el orden y el respeto que esta tierra merece. Vamos a comenzar la andadura junto al sepulcro del conde Fernán González, el hombre que más hizo por la independencia de Castilla hace mil años cuando aún dependía de los reyes de León. Sus restos mortales descansan en el presbiterio de la colegiata de Covarrubias, allá por las vegas burgalesas del río Arlanza, donde se escribieron las páginas más antiguas de la historia de Castilla con cierta independencia, antes de que éstas se constituyesen en reino tras la victoria de los llanos de Tamarón, donde Fernando I derrotó a Vermudo III de León, con lo cual Castilla se inserta bajo corona en la vida política de la España Medieval a mediados del siglo XI. Pero antes, casi cien años antes, fue el conde Fernán González quien había dado el empujón definitivo a la autonomía castellana, lo que vino a proporcionarle por los siglos de los siglos carácter y personalidad propios, quedando de aquella manera ante la Historia como fundador o padre de esta inmensa región tan cargada de glorias pasadas, y ahora, ¡vaya por Dios!, de añoranzas y de abandonos a la sombra de tantas piedras, de tantos monumentos, de tantos sarcófagos nobilísimos, como es ejemplo señero el que en este momento, en la penumbra del presbiterio de San Cosme y San Damián de Covarrubias, tengo delante de los ojos: «AQUI YACEN LOS RESTOS MORTALES DE FERNAN GONZALEZ SOBERANO DE CASTILLA TRASLADADOS EN ESTE SU SEPULCRO DESDE EL EX MONASTERIO DE S.PEDRO DE ARLANZA A ESTA YNSIGNE REAL YGLESIA COLEGIAL EN 14 DE FEBRERO DE 1841». Junto a él, en un sepulcro hispanorromano del siglo IV, mucho más afiligranado y lujoso que el suyo, está el de su mujer, doña Sancha, traídos ambos del monasterio de San Pedro Arlanza donde se encontraban desde el día de su enterramiento, a consecuencia del despojo que llevó consigo la Desamortización. Las distintas capillas de la iglesia se encuentran repletas de sepulcros de infantas y de abadesas, bajo sus bellas estatuas yacentes de alabastro.
En la plaza de doña Urraca aparece, macizo y acastillado el torreón que dicen de Fernán González, obra de a finales del siglo X y rodeado de matacanes en la parte alta. Una leyenda cuenta que en su interior fue emparedada y muerta una condesa llamada doña Urraca, tal vez hermana del conde García Fernández y viuda de Ordoño III. Resulta francamente evocadora esta plaza de la Covarrubias histórica y monumental, la agracia el crucero de piedra antigua que se alza en mitad y el portón en ojiva que más tarde le añadieron en la muralla.
El Arco del Archivo del Adelantamiento de Castilla queda como fondo a una calle céntrica y muy transitada, al otro lado de la plaza de doña Sancha. El Arco del Archivo es obra renacen­tista, magnífico en prestancia y en ornamentación, levantado por orden de Felipe II en 1575, bajo proyecto de Juan de Herrera y ejecución del maestro Juan de Vallejo.
Como casi todas las ciudades históricas, Covarrubias muestra al visitante infinidad de tiendecitas en sus calles, pequeños zocos donde se venden piezas de artesanía como recuerdo pensando en el turismo. En verano es un chorreo constante de forasteros el que pasa por allí. Los preparativos hosteleros son los adecuados, y la oferta a los ojos del visitante cumplida y original. Sus calles -siglos después de aquellas pasadas glorias- siguen siendo un ejemplo de la arquitectura popular castellana del XVI, que ha llegado hasta nosotros cuidada y uniforme. Viviendas blasonadas muchas de ellas, de paredes blancas con entramado, donde cuenta la vieja estructura de palitroques y adobe revestido con aleros oscuros y saledizos.
Hay al salir un puente de piedra sobre el río Arlanza, que sirve de viaducto para tomar la carretera que al cabo de unos minutos de automóvil, con un puertecillo de cuestas y curvas de por medio entre ruda vegetación boscosa, pone al viajero en las inmediaciones de Silos, el monasterio del famoso ciprés y del canto gregoriano en pura esencia, que algún día deberemos visitar detenidamente, al menos por lo que en lejanos tiempos tuvo que ver con los inicios de la lengua castellana, y como contrapunto a éste otro de San Pedro de Arlanza, a diez o doce kilómetros de distancia desde Covarrubias, alzadas hoy sus ruinas sobre un bello paraje a la vera del río donde el conde Fernán González pidió ser enterrado; homenaje a una de las leyes más descabella­das y crueles que a veces imponen los poderosos para su cumpli­miento, y que supuso el expolio de gran parte de nuestro patrimonio artístico y cultural que se perdió para siempre, de lo que Castilla está sembrada de muestras venerables. A pesar de todo, antiguo e imponente, todavía se deja sentir por estos lugares el latido rítmico y lejano del corazón de España.
(En la foto: Plaza de Doña Urraca y torreón de Fernán González)

viernes, 5 de noviembre de 2010

ALARCÓN


Recuerdo cómo hace bastantes años, siendo todavía un adolescente, tuve ocasión de conocer por primera vez la vieja villa de Alarcón en la provincia de Cuenca, por entonces más vieja que nunca. Casi todos sus monumentos se sostenían en pie con la ruina como amenaza, y su futuro se vislumbraba oscurecido a corto plazo. Fue por entonces cuando César González Ruano, tan conocedor y tan amigo de estas tierras, publicó un artículo conmovedor en defensa de esta estrella del Renacimiento llamada a desaparecer, si antes no se le ponía remedio. “Nueva York arruinado -argumentaba en su artículo- podría reconstruirse; Alarcón, por ejemplo, en ruinas, es una pérdida definitiva que ningún presupuesto humano puede levantar.”
El artículo del recordado periodista, pudo tener su importancia en aquel momento crítico para el futuro del pueblo; pues muy pronto se comenzó a restaurar su castillo con un fin muy concreto: convertirlo en Parador Nacional de Turismo. Y una vez comenzada la cadena, con uno u otro propósito se fueron arreglando iglesias, pavimentando calles, y aportando un importante soplo de vida nueva al pueblo de labradores, que cambió de aspecto y de porvenir en un espacio de tiempo relativamente corto; hoy, aquel pueblo de la Manchuela conquense ha visto centrado su futuro en el turismo de manera exclusiva, con el apoyo de los muchos residuos de su pasado y por la belleza natural de su entorno, ambos con un interés excepcional.
A pesar de todo, y aunque la sangre arterial que trajo nueva vida libró al pueblo de una ruina más o menos previsible, con esta villa de Alarcón , como con tantas más de la dormilona geografía castellana, hemos sido injustos. Poco a poco, comenzando por los propios conquenses y por los habitantes de las provincias vecinas, la gente va tomando la costumbre de acercarse por allí en grupos reducidos, pero continuos. De tarde en tarde, los lugareños ven cómo un autobús, ocupado por estudiantes o por turistas, se estaciona a la sombra de cualquiera de sus torres o junto a los viejos muros de alguna de sus iglesias.

Uno de los más sonoros conjuntos monumentales que los castellanos tenemos a nuestro alcance, y por extraña paradoja uno de los lugares menos conocidos de las tierras de Cuenca, es por derecho y merecimiento la enriscada villa de Alarcón, el de las “Siete Torres”, el que después de su posterior adecentamiento por el que se sustrajo de la ruina hace medio siglo, se ha convertido en un soberbio escaparate cultural y paisajístico, en donde sobresalen, galanas y severas, victoriosas sobre las lluvias y los vientos de varios siglos, las almenas de sus torreones, las espadañas de sus iglesias rizando el azul turquí en los serenos atardeceres del cielo de la última Mancha, mientras que el Júcar, el río de las aguas verdes que baja desde la sierra, lo abraza en apasionada contorsión, como un engarce magnífico en torno a una piedra preciosa de proporciones extraordinarias, que la Naturaleza tuvo a bien sacar a la claridad del día en la tarde de la creación del mundo, y que la Historia se encargó de ir puliendo en una labor callada, perseverante, estupenda.
Hubo de ser fundada esta villa por los árabes con el nombre de Al-Arkon (atalaya), lo que deja sin valor aquella otra antigua teoría que aseguraba haber sido un hijo de Alarico, el rey visigodo, quien la mandó levantar en honor de su padre, y que su denominación primera fue la de Alaricón, del cual derivaría el nombre que ahora tiene.
Pocas ciudades viejas, y pocas villas con su pasado envuelto en la leyenda, merecen tanta atención y tanto respeto como esta que ahora nos ocupa. Sobre el tremendo roquedal que trenza el Júcar en su cauce medio, se ofrece al viajero en lo más alto la antigua fortaleza del marqués de Villena, el castillo que consiguió reconquistar para el rey Alfonso VIII el bravo caballero don Fernán Martínez de Zeballos, escalando -dicen- la torre del homenaje, valiéndose de dos puñales que iba introduciendo para avanzar entre las juntas de la piedra. La fortaleza, que si antes sirvió de parapeto y de punto de mira cuando las luchas entre cristianos y moros, hoy es un remanso de calma y de sosiego, convertida en lujos parador sobre el arco natural de las aguas del río donde todo es hermoso.
Alarcón se estira como a caballo sobre la loma a la vera del Júcar, desde la Plaza del Infante don Juan Manuel, que es la plaza del pueblo, hasta los muros del castillo. Aquí y allá, siguiendo las aceras de las calles, aparecen los lujosos blasones de familias alistadas en la nómina de la alta nobleza castellana, torres y pequeñas fortificaciones estratégicas que fueron algo y hoy se yerguen, piedra sobre piedra, para hacer más singular el paisaje.

Cualquiera de las cinco iglesias que tuvo Alarcón: Santa María del Campo, San Juan Bautista, la Trinidad, Santo Domingo de Silos, y Santiago, regalan al recién llegado con algún detalle especial que las distingue, con algún motivo de asombro que siempre será razón para detenerse al menos delante de sus fachadas. En la de Santo Domingo se conserva una bella portada tardorrománica y una torre de finales del XVI. La iglesia de San Juan Bautista, que ocupa todo un lateral de la plaza del Infante don Juan Manuel, está restaurada con meticulosidad y tiene por asiento el mismo solar que en tiempo anterior a ella ocupó otra románica de la que nada queda; en su interior se consumó hace algunos años un proyecto en apariencia increíble: la pintura mural de mil metros cuadros de superficie (incluidos todos los muros laterales y la techumbre) obra del joven pintor conquense Jesús C. Mateo, según las tendencias pictóricas de finales del siglo XX, y que sin duda es uno más de los alicientes con los que cuenta cualquier turista para visitar la villa. La iglesia de la Trinidad ofrece a quienes a ella se acercan el impacto primero de su portada plateresca, en donde aparecen, bastante desgastados por cierto, los escudos del obispo Ramírez de Villaescusa y del marqués de Villena. Y luego la de Santa María del Campo, la parroquial, la más interesante de todas por el momento, la de la portada de piedra en filigrana bajo arco de Esteban Jamete, y el retablo manierista que luce en su interior, obra del mismo artista, vecino de la ciudad del Júcar en el siglo XVI, cuyo recuerdo queda patente en Garcimuñoz, en la catedral de Cuenca con su famoso “arco”, y en esta noble villa de las riberas del Júcar.
Han sido el turismo y el renaciente interés por el arte los que hicieron el milagro imposible de resucitar Alarcón y ponerlo en marcha para otra nueva andadura, remoto espejismo de aquel de la posguerra que pude conocer cuando todavía era un niño, y que en 1944 describía el académico don Luis Martínez Kleiser, en crónicas cuyas ajustadas palabras parecían desmoronarse como las piedras de Alarcón, como la vieja sillería de sus siete torres.
No cuenta esta villa como una más de las históricas por conocer en los planes de viaje para las gentes de nuestra provincia, y que son varias; pero es otra perlita -lo puedo asegurar- de las muchas que adornan la región en la que vivimos y que, por tanto, también son nuestras. La invitación a nuestros lectores para conocer Alarcón queda hecha. Sólo es cuestión de un poco de ánimo, de fijar una fecha, y de emprender el viaje. Así de sencillo.