TRAS LOS PASOS DE G.A. BÉCQUER
Noviercas es nombre de un pueblo, sí. Es el nombre de un pueblo
de Castilla. Noviercas se sale de nuestros límites provinciales; pero, si he ser sincero, hace mucho tiempo que tenía verdaderos deseos de llegarme hasta
él, tan sólo por conocer completa la pista vital de un poeta al que admiro
desde mi juventud, o tal vez desde antes. Un pueblecito de doscientas personas
a lo sumo, situado entre las villas de Gómara y Ágreda en la provincia de
Soria, donde vivió durante largas temporadas Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta
del amor y del dolor, que pasó su vida malamente escribiendo versos inolvidables,
y prosas con un algo divino entre sus líneas, por cualquiera de los lugares
hacia los que el destino le quiso llevar: por Sevilla donde nació en 1836, por
Madrid donde comenzó a darse a conocer entre infinitas estrecheces y
sacrificios, por Toledo, por Veruela y Trasmoz, y desde luego por Noviercas,
el pequeño pueblecito al que llegué hace sólo unos días. Conocía todos los
lugares becquerianos antes dichos, a excepción de Noviercas, lugar en el que
el poeta sevillano debió de pasar muchas de las horas más amargas de su vida.
Allí vivía su mujer, Casta Esteban, hija del médico rural de este pueblo, allí
nacieron probablemente los tres hijos fruto del matrimonio: Gustavín, Jorge y
Emilín, (según les llama en sus cartas de familia), y allí pasaron temporadas
largas cada verano al amparo económico del padre de ella, cuando los avatares torcidos
de la vida -y en la de los poetas suelen ser cosa harto frecuente- afloraban en
el ambiente familiar durante años y años. Mi estancia en este pueblecito de
agricultores, en una mañana clara de otoño, supone ver cumplida una vieja
ilusión, que días más tarde todavía celebro con cierto sabor agridulce -no sé decirlo de otra manera- en los pliegues del alma.
En la obra literaria de Bécquer nunca, que yo sepa, se hace
una sola referencia al pueblo de Noviercas. Sí que lo hizo alguna vez en las
cartas a su mujer interesándose por ella y por los niños, cuando por razones
de trabajo o de salud tuvo que vivir apartado de su familia. Tal vez por eso
en el pueblo se le considere tan poco, o al menos así me lo pareció a mí. Ni
una calle, ni una plaza, ni siquiera el olvidado rincón donde, envuelta en las
sombras de su memoria, de la ruina y el abandono, todavía se mantiene en pie la
que fue su casa. Existe una pequeña exposición con recuerdos del poeta junto al
ayuntamiento, que no pude ver por llegar fuera de hora; pero pienso que la
atención oficial hacia su persona ha sido escasa, casi nula, durante el siglo y
pico que ya se cuenta desde su fallecimiento. La gente, en cambio, es encantadora;
te explica todo lo que ellos han oído contar relacionado con el poeta, y si les
preguntas dónde vivió, te acompañan hasta el rincón en el que se encuentra la
casa, en un entrante de la calle del Moral, y que no me explico cuáles han
debido ser las razones para que no lleve su nombre, si es que a las
autoridades les parece una consideración excesiva rotular, no una calle, sino
la plaza del pueblo, como "Plaza del poeta Gustavo Adolfo Bécquer" ¡Cuántos pueblos y ciudades lo hubieran hecho! Pero los castellanos somos a
veces como nos pintó Machado, y a menudo salen a flor de piel en nuestro
personal comportamiento esas
"cosas" que tanto desdicen del viejo señorío de esta tierra.
Me
hubiera gustado conocer cómo era aquel pueblo en el siglo en el que vivió el
poeta. El soberbio torreón árabe que se alza como enseña de poderío en uno de
los ángulos de la plaza, nos viene a decir que Noviercas gozó de cierta
importancia mil años atrás y en las primeras centurias que le siguieron hasta
su reconquista. La iglesia parroquial, dedicada a los santos niños Justo y
Pastor, es un monumento digno de aquella importancia pretérita, de la que
destacaríamos su interesante portada plateresca, de piedra magníficamente
trabajada y con una tonalidad veladamente ferruginosa, como la piedra del
torreón árabe, su vecino y competidor en altura, cuatro o cinco siglos más
antiguo, pero con unos materiales extraídos quizá de la misma cantera. En esta
iglesia, cerrada durante toda la mañana,
recibieron las aguas del bautismo dos, el mayor y el menor, de los tres
hijos de Gustavo Adolfo y de Casta Esteban cuando las relaciones familiares
todavía no habían llegado a malograrse; pues es sabido que el matrimonio se
rompió definitivamente en 1868, dos años antes de la muerte de Bécquer en
Madrid, vísperas de Navidad, herido de tuberculosis y al parecer en el más
triste de los abandonos. Fue vox populi en toda la comarca que el hecho de su
separación, entre algunas razones más, de puro carácter, se debió a las
extrañas relaciones de Casta, su mujer, con el Rubio, un valentón de Noviercas
de nombre Hilarión, del que se cuentan acciones tremendas, y que a las gentes
del pueblo les dio por decir que el último de los hijos de Casta tenía su misma
cara.
Hay un acontecimiento en el saber popular de este pueblo
soriano que esclarece algo aquellas sospechas. Tras la muerte de Bécquer, en
diciembre de 1870, su viuda contrajo segundas nupcias con un desconocido, con
un recaudador de contribuciones algunos años mayor que ella. Cuentan que una
noche de carnaval, cuando el matrimonio volvía a casa después de un baile de
máscaras, se cruzó delante de ellos un enmascarado oculto entre andrajos y con
una soberbia cornamenta sobre la cabeza, del pecho le colgaba un cartel que
decía "Gustavo Adolfo". Sonó un disparo y en ese momento se
desplomaba al suelo en las sombras de la noche el cuerpo muerto del segundo
marido de Casta. Quienes oyeron el disparo comenzaron a murmurar que el asesino
había sido el Rubio. Creo que jamás se supo nada de aquella muerte ni nadie acusó
a nadie de tan cobarde crimen, seguramente por miedo ante las reacciones
violentas del culpable.
Uno, que lejos de su ambiente geográfico habitual piensa en
estas cosas dando un paseo por las calles en la mañana soleada de Noviercas,
toma café en un bar cercano a la carretera, donde con la efigie del poeta
colocada al lado del televisor, unos cuantos hombres entrados en edad juegan a
las cartas animadamente.
El pueblo se encuentra situado sobre un alto. El respaldo de
la iglesia sirve de mirador sobre la vega del arroyo Araviana, inmensa, que en lejanos
tiempos dicen que dio pasto suficiente para mantener una cabaña de veinte mil
ovejas, hoy tierras de labor a modo de caldera limitada en la media distancia
que, al menos para mí, es el mayor de los parques eólicos que existen en
España, donde cientos de hélices giran sopladas por el viento, todas en la
misma dirección, al mismo ritmo, para producir energía, que no poesía. Intento
imaginar lo que en este momento pensaría acerca del paisaje aquel que tuve
delante de los ojos el poeta sevillano, el más grande de nuestros líricos del
siglo XIX, situado precisamente allí, sobre la tierra plagada de hierbas secas
que yo pisé y que tantas veces él debió de pisar en los lentos atardeceres de
aquel campo abierto a tierras de Aragón y de Castilla. No comprendí nada.
Sobre los cielos de Noviercas, cada madrugada y cada ocaso
viaja suave, como a vuelo de golondrina, el espíritu doliente del poeta que
hizo suspirar a media España cuando en nuestra tierra la poesía ocupaba el
honroso lugar que le pertenece, hoy injusta e injustificadamente olvidado.
"Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a
brillar,
de que pasé por el mundo,
quién se acordará."
NOTA: La última foto la tomé en la "Casa de Bécquer" hace unos 15 años. Creo haber oído después que el Ayuntamiento de Noviercas la quería derruir. Pienso y deseo que no lo haya hecho.