martes, 28 de octubre de 2014

RECORDANDO LA VILLA DE HORCHE


No es la corta distancia que la separa de la capital, ni tampoco el abierto carácter de sus gentes, lo que permite contar a la villa de Horche entre la media docena de pueblos más importantes de la Provincia. Todo podría influir, qué duda cabe, pero es preciso hurgar en los plie­gues de la Historia, en la singular condición de sus morado­res, y en esa apretada nómina de personajes de renombre que salieron de allí, para dar con una explicación más o menos acorde con la realidad de lo que es la villa.
            Hace algunos años que el pueblo de Horche se tomó como una pequeña ciudad residencial, y bien que lo parece. Desde la entrada por la ermita de la Soledad hasta la otra ermita, la de San Roque, ese es todo su aspecto; sin contar, desde luego, con los modernos barrios de casas blancas, el nuevo pueblo, el Horche residencial del que antes hablábamos. Una placa de artística azulejería pegada sobre un enorme peña al desnudo que invita a leer: "Aquí nació el 5 de marzo de 1692 Juan Talamanco, autor de la Historia de Orche. La asociación cultural Juan Talamanco en su trescientos aniversario (1692-1992). Horche 1992."
            La calle que viene hasta el pueblo desde la ermita de la Patrona, es ancha y sombreada; con los hotelitos y los chalés de uno y otro lado recuerda aquellas largas avenidas de los viejos balnearios, que en tiempos dieron la impresión de ser residencia de reyes -algunos lo fueron-, y de los que en tierras de la Alcarria hubo por lo menos dos, a saber: el balneario de Mantiel y los baños de La Isabela. Uno y otro, en diferente pantano, corrieron la misma suerte.
            Desde la bajada de la calle de San Roque, por una calle­juela estrecha en flanqueada de bodegas subte­rrá­neas, se va hasta la plaza de toros. Horche tiene en las afueras una plaza de toros de moderna estampa, luminosa y bien ventila­da, una plaza de toros que sirve de mirador sobre el pueblo y sobre el magnífico valle que forman a la caída las vegas del Ungría y del Tajuña, dos de nuestros ríos, alcarreños donde los haya.

            A la Plaza Mayor se baja enseguida por una calle muy pina del barrio del Albaicín, junto con el de San Sebastián uno de los más antiguos entre los ba­rrios de Horche; se ha dicho que el Albaicín se pobló con familias de moros rebeldes traídos desde las Alpujarras, y de cuyo paso por aquí después de tantos siglos, quedó a perpetuidad el nombre del barrio, y tal vez un remoto no sé qué en el carácter de sus pobladores, de los de siempre, de los que nacieron y vivieron allí.
            La Plaza Mayor es cuadrada. Como final de la calle de San Roque y principio de la calle Mayor, las dos en vertiente, la plaza queda ligeramente inclinada. Un grupo de jubilados conversa animadamente sentados sobre un banco bajo los soportales del ayuntamiento. La Plaza Mayor, soportalada y céntrica, lleva en su estructura a pesar de las reformas el sello de las viejas plazas castellanas, y en sus calles adyacentes prevale­ce la impronta personal de las antiguas mansiones de la Alca­rria, con sus aleros salientes, sus ventanucos expresivos, sus rincones de leyenda y sus artísticas rejas y balcones de buena forja. La Plaza Mayor de Horche goza de un carácter muy personal, su fuente en mitad, frente a la balconada del ayuntamiento, ha experimentado durante los últimos años algunos ligeros cambios, pero siempre la misma y en el mismo lugar..
            Por la calle de la Iglesia hace esquina con la cuesta de San Sebastián el taller de los herreros. La calle de la Igle­sia, y sus paralelas, escaleras arriba o escaleras abajo, son el cogollo del Horche de pasados siglos, del Horche personal y diferente. La alta cúpula de la iglesia de la Asunción se distingue al fondo. La iglesia de Horche es de las más capaces y mejor cuidadas de toda la diócesis. En el silencio interior de la iglesia de Horche palpita el ser y el estar de las imágenes en los retablos como algo vivo, acallado en la más estricta soledad de la tarde por el tic-tac del reloj que se deja sentir sobre una de las columnas del presbiterio. En esta iglesia ejer­ció su ministerio pastoral durante dos años don José Mora Velasco, beatificado en 1992, y del que probablemen­te ni aun los más viejos del lugar guarden memoria; como tampoco, qui­zás, la guarden de don Ignacio Calvo y Sánchez, nacido allí en 1864, "curam de misae et ollae", traductor del Quijote al latín macarrónico cuando fue seminarista en Toledo, y coautor con su paisano don Tomás Bravo y Lecea de una novela de carác­ter local a la que titularon "La flor de la Alcarria; silueta de una predestinada", a nado entre el realismo de la época y el tremendismo  que después se pondría en moda.


            Pese a lo harto conocido que fue el origen de la villa, o tal vez por ello, los horchanos no se dan por conformes si no se pone en singular estima lo que es suyo y solamente suyo, a saber: el antiguo lavadero y la fuente vieja de los cuatro caños con su pilón anexo; sus bodegas subterráneas, algunas con varios siglos de existencia, que durante los últimos años han ido tomando una importante notoriedad; la grandeza de su pasado, anterior a la reconquista; los tonos festivos de sus rondas de guitarras, laudes y panderetas, y la calidad insuperable del pan de sus hornos. Con el tiempo -de hecho ya cuenta entre sus actuales méritos- habrá que añadir la gran importancia de su factoría artesanal de escultura religiosa, magníficamente trabajada, que ha llegado a conquistar mercados más allá de nuestras fronteras nacionales, lo que no es poco decir; y, sin duda, la importancia y nombradía de sus fiestas locales con el empeño de los horchanos por que no decaigan, sino porque vayan a más.
            Desde un improvisado mirador, caminando por sus calles, contemplo con admiración el panorama que ponen delante de los ojos en la media distancia los nuevos barrios, el movimiento y vitalidad de un pueblo que ha hecho frente a los nuevos tiempos no sólo con acierto y sabiduría, sino incluso hasta con cierta elegancia.    
            La tarde se nos va. El sol se ha tiñendo de un rojo sanguino a medida que cae sobre el horizonte, al otro lado de los llanos que ocultan a la capital por el poniente. Un avión a reacción parte en dos el cielo de la Alcarria de un intenso color azul. Con los mil ojos de sus ventanas mirando a la vega, la villa se dispo­ne a entrar en la anochecida. Una bandada de chiquillos juegan y gritan junto a la antigua iglesia de San Sebastián.