«Medinaceli
le pareció un pueblo frío, de alrededores pelados, con montes a lo lejos de
extrañas siluetas. Hacía día de viento seco y polvoriento. Álvaro vio el arco
romano que la gente llama el Portillo; la torre de la parroquia, convertida en
baluarte, y en el cmenterio, restos de una fortaleza, con grandes muros
exteriores y matacanes (…)Luego pasó por delante del Humilladero y recorrió el
paseo de la Luneta, contemplando el paisaje.» (Pío Baroja, “La nave de los locos”)
No es preciso andar mucho.
Apenas salimos de nuestro mapa por la general de Zaragoza, pasado Alcolea, ya
estamos allí. La distancia es breve y la repercusión de la vieja villa con el
devenir de los tiempos posee algún que otro reflejo en la verdadera historia de
esta provincia de Guadalajara, allá en la persona de sus duques, que también
aquí sentaron plaza dejando perpetua señal en nuestra arquitectura, y, si no,
ahí está el palacio de Cogolludo para demostrarlo, como rememoranza en piedra
de platería que se empeñaron en alzar la familia de la Cerda -estirpe que
fundaron el Conde Foix y su mujer, Isabel de la Cerda, nieta ésta del Rey
Sabio-, tan vinculados todos ellos a las familias más hidalgas de esta tierra,
precisamente en las épocas de mayor gloria.
La vieja Ocilis de
los árabes se airea al soplo de todos los vientos sobre el leve altiplano que
aún en tierras de Soria dibuja, a no mucha distancia del valle del Jalón, la
Sierra Ministra. El Jalón y el Henares son dos ríos con diferente destino que,
uno al sureste y otro al noroeste, vienen a nacer casi juntos a cuatro pasos de
Medinaceli.
La Medina-Ocilis de
los cristianos se quedó sin gente porque a
sus habitantes les dio por bajarse a vivir al barrio de la Estación, y con ellos
las instituciones, las autoridades locales y los funcionarios. Las tierras
bajas y más productivas de la vega, la proximidad a la autovía y al llano de
las salinas, pudieron como lugar de asentamiento con más de veinte siglos de
historia, lo que ha supuesto dejar al antiguo burgo alzado allá arriba, sobre
su peana, a título de exposición permanente, de museo, de reliquia de otros
tiempos, de residencia para artistas, soñadores y otras raras variedades de la
especie humana asidas de raíz a las más nobles inclinaciones del espíritu.
Entro en Medinaceli
en tarde fría de finales de otoño. Había visto a distancia la silueta imprecisa
del arco romano en otras ocasiones, pero nunca tuve la oportunidad de subir
hasta sus mismas piedras. Al fin llegó el momento y he aquí que uno cuenta en
su haber de caminante con una nueva experiencia, con un nuevo y fortísimo
elemento de apoyo sobre el que hacer descansar su pasión por esta Castilla de
nuestras dichas y de nuestros pecados.
Había leído algunas
cosas acerca de la histórica villa de Medinaceli. La consideraba como una vieja
ciudadela cargada de recuerdos, pero un poco dejada de la mano de Dios y más
todavía de la mano de los hombres; un burguillo medieval de casonas
destartaladas y palacetes que apenas si podrían sostener el peso de las
cubiertas sobre la piedra tambaleante de sus cuatro muros; de mansiones
señoriales selladas por encima de los dinteles de sus puertas con escudos de
nobleza que han sabido burlar tan guapamente el peso de los siglos y el zarpazo
impío y prolongado de la desconsideración. Ahora he visto que no es así, que la
gente se volcó en favor de su pueblo con obras de restauración hasta conseguir
de él una nueva imagen, quizá demasiado nueva al contraste con la realidad de
su pasado y con lo que Medinaceli representa como solar de las más antiguas
civilizaciones; pues consta que el primer caserío o castro levantado sobre el
soberbio balcón fue obra de las tribus celtíberas; que romanos, visigodos y
árabes anduvieron por allí atraídos por su situación estratégica como lugar de
paso.
Estamos a 1014 metros de altura
sobre el nivel del mar. Abajo, como a un par de kilómetros de nosotros y
separados por una carreterilla estrecha de asfalto serpenteante, queda el
barrio de la Estación, la nueva Medinaceli de los hotelitos, de los
restaurantes y de las tiendas. Aún mas allá las famosas salinas . Del arco
romano de Marcelo, similar en estilo y en compostura a los de Septimio Severo
y Constantino en la ciudad de Roma, y único en la Península con triple arcada,
se llega hasta las murallas de poniente atravesando el pueblo. En el maltrecho
lienzo de muralla se abre una portona medieval que los vecinos reconocen por la
Puerta Arabe. Agujero de entrada y de salida para nobles y campesinos, para
clérigos y guerreros, por donde nadie pasa y por donde -a uno se le ocurre
pensar- saldría a bienconocer Castilla el juglar que compuso, nada menos, que
el "Poema de Mio Cid", la más vieja muestra de la literatura nacional
que se conoce a título de obra argumentada y seria y cuyo autor, anónimo, por
supuesto, era natural de allí.
En el centro mismo de
la villa se abre su Plaza Mayor, flanqueada por el añoso palacio de los duques
y por el edificio sobre arcos y soportales de la vieja alhóndiga. En esa plaza
se corrió hasta hace muy poco el "toro jubilo o jubillo", preparado
con dos bolas de estopa y de pez encendidas sobre la cornamenta, y con el
cuerpo recubierto de barro líquido para librarse de la quema, coincidiendo con
las fiestas otoñales de los Cuerpos Santos, que no eran otros que los de San
Arcadio, Pascasio, Eutiquiano, Probo y Paulino, martirizados en tiempos del
bárbaro Genserico, y que al decir de las gentes se guardaban allí, tal vez en
la colegiata de Santa María, cuya torre cuadrangular sobresale por encima de
los soportales, de los arcos y de los tejados que rodean a la plaza.
Me cuenta un hombre
anciano, que atraviesa la plaza embozado en su tapabocas, que por aquellos
campos de Medinaceli murió el moro Almanzor, cosa que ya nos cuenta la
Historia. El hombre vacila al final, se mueve en medio de un mar de
confusiones. Nadie sabe -dice- donde está enterrado; aseguran unos que en el
patio de la alcazaba que ahora sirve de cementerio, otros que en todo lo alto
del Cuarto Cerrillo, fuera de las murallas. Vaya usted a saber. El que lo
escucha, tampoco se encuentra en condiciones de opinar si es en un sitio o es
en otro, o tal vez, quizá lo más probable, en ninguno de los dos.
Todavía quedan
algunos detalles más, registrados con fatal caligrafía, en el cuaderno de notas
que llevé a Medinaceli. La falta de espacio aconsejan omitirlos. A la cámara de
fotos, en cambio, sí que le hice trabajar dirigiendo el objetivo ahora hacia
los dilatados campos del entorno, ahora hacia el estrecho callejón que castiga
el viento, ahora hacia el arco romano o hacia los restaurados soportales de la
plaza...No obstante, puedo asegurar que el acercarse a la histórica villa nunca
es tiempo perdido, que es imbuirse en la España de hace un montón de siglos, y
un magnífico motivo de gozo para los sentidos y para el espíritu.