domingo, 27 de diciembre de 2009

CONOCER MOLIMA



Plazuela de Tres Palacios,
allá en Molina la brava.
Palacios de la plazuela
donde tres niños jugaban,
dulces contra el amargor
negro de las circunstancias.
(J.A Suárez de Puga)
Henos hoy, al cabo del tiempo y de la distancia, en la nobilísima ciudad cabecera del viejo Señorío. Son incontables las veces que por éste o por aquel otro motivo tuvimos ocasión de ver como ahora vemos las torres almenadas y las murallas de su majestuoso castillo dibujadas entre la neblina de la vega que, paso a paso, van conduciendo al caminante hasta sus aledaños. Ahí, en los restos magníficos del pasado que se extienden vertiente abajo hasta las mismas puertas de la ciudad, se guardan, asidos a sus piedras centenarias, el vivir y la historia grande de las gentes de Molina.
El hecho fue así de sencillo. Un rey de Aragón que lo libera del poder sarraceno; un acuerdo entre dos por el que las tierras reconquistadas pasan a pertenecer a la corona de Castilla, y una entrega en calidad de Señorío a un noble personaje de aquel tiempo, don Manrique de Lara, que era a su vez vasallo del rey castellano Alfonso VII, y que pasaría a ser su primer señor a partir de entonces. Estamos en el siglo XII. Un fuero personal para aquel inmenso legado de tan duro enclave, al margen después de las ordenanzas castellanas y aragonesas durante un largo periodo de su historia, dieron lugar a un pueblo de característi­cas especiales y muy marcadas, un pueblo amante de lo suyo, afable y respetuoso, leal, sobre cuya piel curtida resbala la garra de la desunión y del menosprecio que da carácter a las gentes de nuestros días.
De nuevo he vuelto a clavarme de codos en la barandilla que sirve de mirador hacia el puente románico sobre el río Gallo, cuyas aguas, igual que las del Mesa, se me antoja que corren en dirección contraria a como deberían correr. A un lado el altivo Giraldo del convento de San Francisco, negro carbón y quieto como la muerte porque la mañana está tranquila. Luego la moderna avenida que los molineses titulan Paseo de los Adarves, su calle principal, bulliciosa y repleta de comercios, de restaurantes y de entidades bancarias como una pequeña Wall Street. Los ancianos, viejos zorros de la paramera, de Gallocanta o de la Serranía de Cuenca, con su característica cadencia molinesa en el decir, buscan un poquito de sosiego y de conversa­ción sentados a la sombra mientras que la gente bulle de un lado para otro.
-Yo soy de La Yunta -dice uno
-Y yo de Tortuera -explica otro después.
-Casi vecinos, pues -les digo.
-Ya lo creo. Y buenas mozas las que había entonces por aquellos pueblos. Todas éstas que andan ahora medio en cueros, nada de nada, ni chicha ni limoná, que decía un boticario que hubo en mi pueblo.
-Yo soy de Poveda -apunta un tercero. Seguro que ni le suena.
-Sí, que me suena. También conozco aquello. Es el pueblo de don Segundo.
-Ahí está la cosa. Algo primo mío era el Segundo. Que si la guitarra, que si no, hizo carrera. Fue un personaje importante el Segundo.
Ahora la calle del Chorro, la de las Tiendas, la Plaza de San Pedro, estrechas y sombrías en donde parecen desvanecerse, o revivir, aquellos años grises de primeros del pasado siglo. Calles en las que comparten vecinazgo los escudos de armas de las fachadas con la pescadilla fresca de los escaparates, con los artículos de regalo, con las prendas de vestir y con los cestos de fruta.
La Plaza de España se asoma a estas antiguas callejuelas con la gracia evocadora de sus rejas y de sus ventanales, orlada en cuadro por acacias moñudas de recortada fronda.
Con la amurallada fortaleza siempre por montera, que como es sabido comanda la torre que dicen de Aragón al norte de la ciudad vieja, uno deambula de acá para allá, de un lado para otro, conmovido por la intimidad de sus rejas, por el misterio de sus viejas calles enlosadas. Rincones donde se respira el pasado envuelto en la penumbra que proyectan los aleros sobre el pavimento humedecido, frío e intransitado. En un azulejo prendido en la cara trasera de una esquina se lee: "Calle de Quemadales". Uno piensa que el apelativo tendrá su aquel, parejo tal vez con la antigüedad de todos estos vericuetos.

De antiguas casonas y palacios
El hecho simple, pero muy significativo, de que en pleno siglo XVII viviesen en Molina nada menos que 286 familias distinguidas, entre nobles e hidalgos, nos pone en antecedente de que esta ciudad, alejada por situación de cualquier urbe importante, con todos los riesgos e inconvenientes que ello acostumbra llevar consigo, es ante todo una ciudad señorial por naturaleza, casi desde su fundación perdida entre el pliegue de los siglos, aparte de las singulares prerrogativas que la historia medieval hiciese recaer sobre ella. En Molina de Aragón, Molina de los Caballeros, Molina la Grande, como me gusta a mí llamarla, vamos a acostumbrar nuestras retinas a la esbeltez venerable de sus palacetes, de sus casonas solariegas en las que se muestran, cargados de mensaje, los escudos de armas pertenecientes a familias ilustres que las habitaron en tiempo inmemorial.
Henos pues aquí, apenas atravesar por su lomo el puente románico, en la plazuela que dicen de Tres Palacios, porque son tres, uno a cada lado, los que al pequeño coso de junto al Gallo asoman sus fachadas. Es la plazuela romántica y cautivadora a la que en hermosos versos cantó Suárez de Puga. Luego nos habremos de perder por callejas enrevesadas, en las que nos seguirán sorprendiendo muchas más casonas notables, como la del Virrey de Manila, con su escudo magnífico en un leve lateral que sale a la calle de Quiñones; la del Marqués de Villel; la casona familiar de los Arias, la de los Marqueses de Embid, la de los Garcés de Mancilla, la del obispo Díaz de la Guerra, sin contar ésta y aquella otra que, con su arco adovelado como enseña, llaman la atención e invitan a la curiosidad en lugares tan importantes para la vida molinesa como la Calle de las Tiendas o la mismísima Plaza de España, donde, ahora recuerdo, queda desierta y fuera de culto la iglesia de Santa María del Conde, una más de las seis o de las ocho que tuvo la ciudad, y que fue templo de la nobleza molinesa, mandada construir por su primer señor don Manrique de Lara, según cuentan los entendidos.
A la hora del paseo el público se sale a los Adarves. Es una calle ancha, moderna, con bulevar y bancos donde sentarse a la sombra de los árboles. Por el Paseo de los Adarves suelen verse en las mañanas del fin de semana gentes de casi todos los pueblos del Señorío, diversas entre ellas porque el terreno es extenso y diferente; pero que coinciden en ciertos rasgos comunes de los que siempre destacaron la afabilidad, la hospitalidad y la cordura para con quienes vienen de fuera.

De fiestas y otras particularidades
Hace tiempo, en un establecimiento chiquito de la calle de las Tiendas se podían comprar las "patas de vaca". El estableci­miento aquel ya no existe, y es preciso proveerse de esa especialidad gastronómica en una moderna pastelería del Paseo de los Adarves. Las "patas de vaca" son una especie de pasteles de gran tamaño, con forma a veces de media luna, que cuentan, no sin mérito, como enseña de la rica y variada repostería molinesa.
Pasaron los meses de verano y con él dos de las fiestas más importantes de la capitalidad del Señorío: las del Carmen, a mediados del mes de julio, con el desfile colorista de la llamada “Compañía de Caballeros de doña Blanca” durante la procesión, y las fiestas populares de San Gil a primeros del mes de septiembre, ricas en festejos y en participación de público, no sólo de gentes de Molina, sino de gran parte de los pueblos de su extensa comarca.
A partir de ahora, y así hasta bien entrada la primavera, la ciudad de Molina y sus contornos, se disponen a recibir y a soportar, como por allí es costumbre, las temperaturas más bajas que a menudo se registran en todo el país.

lunes, 21 de diciembre de 2009

PAISAJES DEL ALTO SORBE


Por Los Santos, la nieve en los cantos, dicen por aquí como en tantos pueblos de montaña perdidos en la rugosa piel de Castilla. El viejo refrán no siempre se ha cumplido. Me confieso, por afinidad y por recuerdos de juventud, un enamorado de aquellas serranías, de aquellos paisajes, de aquellos pueblecitos derramados sobre las vertientes grises de las sierras del Ocejón. Los conocí antes de la cruel sacudida y del despoblamiento; antes de que las nuevas modas hicieran mella en la pureza de pueblos de montaña, con todas sus singula­ridades y todos sus encantos, como víctimas inocentes de la tremenda reforma rural acaecida durante el último medio siglo. Las cosas han cambiado mucho en favor de la comodidad, que buena falta hacía para aquellos pueblos; pero a costa de su imagen bucólica; de la pureza de costumbres; de la limpieza de su paisaje bravío, amenazado hoy por tantos enemigos más o menos encubiertos de la madre Naturaleza.
A pesar de todo, aún resulta emotivo echarse ante los ojos el espectáculo gratuito de aquella serranía, sea cual fuere la época del año en la que uno desee andar por ella.
En la presente ocasión, quien esto dice se ha sentido un mero espectador; se ha limitado a contemplar, casi a vista de pájaro o de ave rapaz, las soberbias cumbres y las barranqueras de cuyo fondo comienzan a rampar, como obedeciendo a un misterioso encanto, aquellos pueblecitos.
La carretera sube bordeando laderas de tierra y de piedra oscura. Desde las afueras de Cogolludo hasta los pinares de Galve el espectáculo natural viaja con nosotros de manera progresiva. El regalo que a los ojos ofrece el campo va acrecentando en interés a medida que el tiempo transcurre. En un determinado momento, metidos en plena sierra, se alcanza a ver a lo lejos el oscuro caparazón del pueblo de Valverde, el más afortunado de cuantos pueblecitos salpican el Macizo, con el soberbio anfiteatro rocoso de la Chorrera poco más allá, bordeando la cumbre del padre Ocejón. Luego, la carretera se sostiene como una cinta alrededor, dibujando la forma de las montañas: aquí a la vera de una vertiente de jaras; allá sirviendo de cortante al páramo; más adelante sirviendo de peana a los elevados riscos, puntiagudos y del color plomo brillante que parieron los cerros, actuando siempre de mirador sobre las tierras vírgenes envueltas en el impecable celofán de la tarde.
Un indicador de carreteras señala algo más allá el desvío hacia Valverde, Zarzuelilla y Umbralejo, que vienen a caer hacia el poniente. Umbralejo es el pequeño lugar que ahora tenemos más próximo; no se alcanza a ver, queda agazapado en el fondo del barranco. Umbralejo es el pueblo que hace años compró el Estado, después de que sus vecinos hubieran decidido emigrar. Se restauró a base de dinero y de sentido común, y durante varias temporadas se viene utilizando como residencia juvenil destinada a actividades lúdicas al aire libre. Con sus vecinos, Valdepinillos y La Huerce, Umbralejo completaba aquel tríptico de pueblos negros, rurales hasta el extremo y encantado­ramente bucólicos, que por esta parte abría entre los pinos las puertas de la Transierra.
La Huerce, cabecera municipal, nos sale al paso poco después derramado en la espesura por debajo de la carretera. Sobre las copas del plantío, el pueblo de La Huerce se ofrece al fondo como una pequeña ciudadela de leyenda arrancada de los bravos parajes del Pirineo, de la estepa Andina o de los lejanos y perdidos paraísos del Himalaya. Durante los últimos años ha sido mucho el esfuerzo que La Huerce ha hecho por sobrevivir a los zarpazos sin piedad de los nuevos tiempos, por dignificar sus calles, por llevar el confort y la comodidad a sus hogares; lástima que en el empeño hayan podido perjudicar la antigua imagen de sus casas negras -las paredes y los tejados lo atestiguan-, aquellos tonos plúmbeos de cuando lo vi la primera vez y que dio carácter desde su fundación a los pueblos y a las aldeas de la comarca.
Entre La Huerce y Valdepinillos, un pequeño hato de vacas pace en los rebrotes que hay junto al camino. Las calvas desoladoras de los incendios forestales se dejan notar sobre las cotas más altas de los montes. Valdepinillos queda perdido a mitad del barranco, diseminado en la solana y rodeado de huertos. En Valdepinillos han procurado mantener con mayor rigor hasta el momento la imagen de aquel primitivo pueblecito de pastores, de gentes honestas y laboriosas, hechas a una con el ser y el sentir caprichoso del medio natural. Un montón de casas oscuras, no muchas más de una docena incluyendo el rústico edificio de su iglesia, forman el pueblo. Como en La Huerce, el vecindario se ha preocupado por mejorar en lo posible su condición de vida. El esfuerzo de los veraneantes ha sido decisivo. Valdepinillos, contemplado ahora desde lejos y al margen de los rigores que preludian el invierno, se nos antoja un lugar dichoso, extraordinariamente pacífico, libre de toda clase de complicaciones y de ataduras, donde pasar un verano memorable en contacto directo con la naturaleza.
Al cabo de una cuesta se entra en terreno boscoso. Los ejemplares magníficos del pinar nos siguen a un lado y al otro del camino. Hemos visto andar entre los pinos a los últimos buscadores de níscalos. La carretera desciende con dirección a Galve de Sorbe dibujando curvas y salvando recovecos. Más adelante, aprovechando el leve claro que se recorta por entre las copas de los pinos, se deja ver por un momento la silueta inconfundible del castillo de los Estúñigas con su duro torreón alzado sobre la muela. Los tejados ocre de la villa de Galve se comienzan a distinguir al otro lado de la ermita de la Virgen del Pinar. Como por arte de encantamiento, o simple­mente como muestra a campo abierto de la extraordinaria variedad de la sierra, los tonos del horizonte ahora cambian de color. Las montañas oscuras de arcilla y de piedra de pizarra que hemos dejado atrás, ahora se tornan blancas y calizas. Si no fuese porque uno conoce demasiado bien el terreno que pisa, llegaría a pensar que se encuentra en un país diferente. En la pradera rumian tranquilas, pacientes, mansas como el viejo corazón de los serranos, las reses del recrío.

Guadalajara, diciembre de 1996