«En la ribera verde
y deleitosa
del sacro Tormes,
dulce y claro río,
hay una vega grande
y espaciosa,
verde en el medio
del invierno frío,
en el otoño verde y
primavera,
verde en las fuerzas
del ardiente estío.
Levántase al fin
della una ladera
con proporción
graciosa en el altura,
que sojuzga la vega
y la ribera.
Allí está
sobrepuesta la espesura
de las hermosas
torres, levantadas
al cielo con extraña
hermosura»
(GARCILASO DE LA VEGA)
No se
debe decir más, porque no se puede decir mejor que como lo hizo Garcilaso en
ese corto manojo de versos arrancados de la Égloga Segunda. Así es el campo de
Salamanca, nada más que así, en la ancha vega que riega el Tormes a su paso por
Alba.
«Alba de
Tormes, mala de camas y peor de mesones» se ha dicho de ella durante varios
siglos. No es verdad. Media docena de restaurantes, hoteles, fondas y mesones
con buen servicio, desmienten el dañoso aforismo del que pocas ciudades y
villas pueden escapar, sobre todo si éstas son cabecera de comarca, pueblos
distinguidos con tratamiento de ilustrísima, y Alba de Tormes es uno de esos
pueblos.
Como
todas las villas y ciudades castellanas, Alba de Tormes es un producto del
paisaje, del campo, de la noble condición de sus gentes a contar desde el día
en que tomaron conciencia de lo que eran, y del papel que habrían de desempeñar
en los caprichosos avatares de la Historia; pero la villa de Alba es, además,
un producto de la Literatura; pues, sonoros caballeros e ilustres mujeres de letras
pasaron por ella, y en ella vivieron o fueron a morir, siguiendo los vientos
inapelables de su propio destino. Juan del Encina, Garcilaso, Lope de Vega,
Calderón, son algunos de esos visitantes ilustres que, no sólo la honraron con
su presencia, sino que en ella dejaron valiosa señal, le dieron nombre, y
enriquecieron con su contacto de sabor a recia castellanía, tantas de sus obras
en las que flota por encima del verso la suave brisa de las vegas salmantinas,
que allí, en los campos de Alba, se respira y se pega a la piel.
Mas fue
Teresa de Jesús la que colmó, con su permanencia y con su muerte en el convento
de la Anunciación, el vaso a rebosar del carácter de la villa salmantina. Alba
de Tormes es un relicario de la Santa. La personalidad arrolladora de aquella
venerable mujer se advierte con fuerza, creo que por igual, en las dos ciudades
teresianas tan ligadas a ella: Ávila de los Caballeros y Alba de Tormes. En
Ávila vio la luz por primera vez, y en ella brotaron sus primeras inquietudes
por lo sobrenatural; en Alba la inundó para siempre la segunda luz, la de los
arrobamientos, la de los éxtasis divinos en los que a veces se le deshacía el
alma. Allí, tras una potente reja, sobre el altar mayor de la iglesia
conventual, se guarda la urna que contiene lo que queda de su cuerpo tras el
expolio al que lo sometió la piedad popular; un cuerpo sin corazón, sin brazos,
que dentro de la misma iglesia se guardan incorruptos dentro de unas pequeñas
urnas de cristal, a la vista de todos, y ante los cuales reza la gente. Allí
-dicen que era así cuando murió la Santa- queda la humilde celda en la que
expiró un 4 de octubre (sería el 15 del mismo mes tras la reforma del
calendario, llevada a cabo aquel mismo año de 1582), rodeada de unas cuantas
religiosas de la Orden Carmelita, de la que ella había venido a reformar. Un
muñeco, tallado con mucha piedad, pero con muy poco oficio, ayuda a imaginar
sus últimos momentos en el lecho de muerte.
Pero
salgamos de nuevo al exterior. La estampa general de la villa de Alba, con un
largo puente de veintidós ojos a través de las tranquilas aguas del Tormes, con
los campanarios de sus iglesias por encima de donde vive la gente, con el
retocado torreón del castillo de los duques sobre la colina, es una de esas
imágenes magníficas, evocadoras, que se conservan impasibles en los entresijos
de la memoria.
Hace poco
más de un siglo, el P.Cámara, obispo de Salamanca, inició la construcción de
una basílica dedicada a Santa Teresa. El trazado fue obra del arquitecto
Repillés y Vargas, el mismo que en su día llevó a término el proyecto para el
edificio de la Bolsa de Madrid. Los trabajos fueron interrumpidos en 1928, y
muchos años después, en 1982, con motivo del cuarto centenario de la Santa, se
cubrieron las ocho capillas laterales dejando al descubierto el resto del
edificio, la nave central que levanta en el azul del cielo castellano las
ojivas neogóticas de los arcos que deberían sostener la cubierta del nuevo
templo, penosamente inconcluso, y en cuyo interior crecen -crecían, al menos
cuando yo lo vi- el jaramago y la ortiga como entre las ruinas de los castillos
abandonados. Dentro de las capillas se han colocado paneles con referencia a
las distintas fundaciones de la reformadora de la Orden
del Carmelo.
Y ya en
el entorno, sobre un leve altozano desde el que se domina en contraluz al caer
la tarde no sólo el pueblo, sino una buena parte de la vega del Tormes, se alza
el corpudo torreón del castillo de los Duques de Alba -aquellos ya legendarios
del linaje de don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque-, convertido hoy en
museo de tapices, y de documentos en los que se da cuenta de los inicios y de
los momentos estelares de la segunda de las casas nobiliarias españolas en
títulos de grandeza.
Alba de
Tormes, con su vega feraz y unos campos que dieron para vivir a precio de sudor
a tantas generaciones de castellanos viejos, tiene hoy un nuevo escape de apoyo
a su economía: el turismo. La iglesia de San Juan en la plaza Mayor, del siglo
XII, con esculturas románicas que admirar, es tal vez la mejor muestra posible
del mudéjar salmantino. El apostolado románico de la iglesia de San Juan,
merece por sí sólo una visita a la villa; fue la estrella en la primera
exposición de las Edades del Hombre. La iglesia de Santiago, al cabo de un
curioso laberinto de callejuelas antiguas, también mudéjar; los conventos de
Santa Isabel y de Las Dueñas; los obradores de alfarería albense, con sus
famosos botijos adornados en forma de cola extendida de pavo real; el paisaje
sereno de la vega, las páginas, rancias ya, de su pasado, son entre otros,
valiosos motivos a considerar.
En la
historia de Alba hay otra fecha capital a tener en cuenta. El día primero de
noviembre de 1982 les visitó el Papa de Roma, San Juan Pablo II. El pontífice
aterrizó en los llanos de la Dehesa, en plena vega, y vino a rezar ante los
restos de la Madre Teresa con motivo de la clausura del cuarto centenario
dedicado a ella. El pueblo lo recuerda con un expresivo monumento en bronce a
la vera de la catedral inconclusa, en donde aparece el Santo Padre con los
brazos levantados saludando a la muchedumbre; un privilegio con el que cuentan
muy pocas de las ciudades y de los pueblos de España.