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lunes, 25 de abril de 2016

ANDAR POR CASTILLA ( I I ) ALBA DE TORMES (Salamanca)


«En la ribera verde y deleitosa
del sacro Tormes, dulce y claro río,
hay una vega grande y espaciosa,
verde en el medio del invierno frío,
en el otoño verde y primavera,
verde en las fuerzas del ardiente estío.
Levántase al fin della una ladera
con proporción graciosa en el altura,
que sojuzga la vega y la ribera.
Allí está sobrepuesta la espesura
de las hermosas torres, levantadas
al cielo con extraña hermosura»
(GARCILASO DE LA VEGA)

            No se debe decir más, porque no se puede decir mejor que como lo hizo Garcilaso en ese corto manojo de versos arrancados de la Égloga Segunda. Así es el campo de Salamanca, nada más que así, en la ancha vega que riega el Tormes a su paso por Alba.
            «Alba de Tormes, mala de camas y peor de mesones» se ha dicho de ella durante varios siglos. No es verdad. Media docena de restaurantes, hoteles, fondas y mesones con buen servicio, desmienten el dañoso aforismo del que pocas ciudades y villas pueden escapar, sobre todo si éstas son cabecera de comarca, pueblos distinguidos con tratamiento de ilustrísima, y Alba de Tormes es uno de esos pueblos.
            Como todas las villas y ciudades castellanas, Alba de Tormes es un producto del paisaje, del campo, de la noble condición de sus gentes a contar desde el día en que tomaron conciencia de lo que eran, y del papel que habrían de desempeñar en los caprichosos avatares de la Historia; pero la villa de Alba es, además, un producto de la Literatura; pues, sonoros caballeros e ilustres mujeres de letras pasaron por ella, y en ella vivieron o fueron a morir, siguiendo los vientos inapelables de su propio destino. Juan del Encina, Garcilaso, Lope de Vega, Calderón, son algunos de esos visitantes ilustres que, no sólo la honraron con su presencia, sino que en ella dejaron valiosa señal, le dieron nombre, y enriquecieron con su contacto de sabor a recia castellanía, tantas de sus obras en las que flota por encima del verso la suave brisa de las vegas salmantinas, que allí, en los campos de Alba, se respira y se pega a la piel.

            Mas fue Teresa de Jesús la que colmó, con su permanencia y con su muerte en el convento de la Anunciación, el vaso a rebosar del carácter de la villa salmantina. Alba de Tormes es un relicario de la Santa. La personalidad arrolladora de aquella venerable mujer se advierte con fuerza, creo que por igual, en las dos ciudades teresianas tan ligadas a ella: Ávila de los Caballeros y Alba de Tormes. En Ávila vio la luz por primera vez, y en ella brotaron sus primeras inquietudes por lo sobrenatural; en Alba la inundó para siempre la segunda luz, la de los arrobamientos, la de los éxtasis divinos en los que a veces se le deshacía el alma. Allí, tras una potente reja, sobre el altar mayor de la iglesia conventual, se guarda la urna que contiene lo que queda de su cuerpo tras el expolio al que lo sometió la piedad popular; un cuerpo sin corazón, sin brazos, que dentro de la misma iglesia se guardan incorruptos dentro de unas pequeñas urnas de cristal, a la vista de todos, y ante los cuales reza la gente. Allí -dicen que era así cuando murió la Santa- queda la humilde celda en la que expiró un 4 de octubre (sería el 15 del mismo mes tras la reforma del calendario, llevada a cabo aquel mismo año de 1582), rodeada de unas cuantas religiosas de la Orden Carmelita, de la que ella había venido a reformar. Un muñeco, tallado con mucha piedad, pero con muy poco oficio, ayuda a imaginar sus últimos momentos en el lecho de muerte.
            Pero salgamos de nuevo al exterior. La estampa general de la villa de Alba, con un largo puente de veintidós ojos a través de las tranquilas aguas del Tormes, con los campanarios de sus iglesias por encima de donde vive la gente, con el retocado torreón del castillo de los duques sobre la colina, es una de esas imágenes magníficas, evocadoras, que se conservan impasibles en los entresijos de la memoria.
            Hace poco más de un siglo, el P.Cámara, obispo de Salamanca, inició la construcción de una basílica dedicada a Santa Teresa. El trazado fue obra del arquitecto Repillés y Vargas, el mismo que en su día llevó a término el proyecto para el edificio de la Bolsa de Madrid. Los trabajos fueron interrumpidos en 1928, y muchos años después, en 1982, con motivo del cuarto centenario de la Santa, se cubrieron las ocho capillas laterales dejando al descubierto el resto del edificio, la nave central que levanta en el azul del cielo castellano las ojivas neogóticas de los arcos que deberían sostener la cubierta del nuevo templo, penosamente inconcluso, y en cuyo interior crecen -crecían, al menos cuando yo lo vi- el jaramago y la ortiga como entre las ruinas de los castillos abandonados. Dentro de las capillas se han colocado paneles con referencia a las distintas fundaciones de la reformadora de la  Orden  del Carmelo.

            Y ya en el entorno, sobre un leve altozano desde el que se domina en contraluz al caer la tarde no sólo el pueblo, sino una buena parte de la vega del Tormes, se alza el corpudo torreón del castillo de los Duques de Alba -aquellos ya legendarios del linaje de don Fernando Álvarez de Toledo, el Gran Duque-, convertido hoy en museo de tapices, y de documentos en los que se da cuenta de los inicios y de los momentos estelares de la segunda de las casas nobiliarias españolas en títulos de grandeza.

            Alba de Tormes, con su vega feraz y unos campos que dieron para vivir a precio de sudor a tantas generaciones de castellanos viejos, tiene hoy un nuevo escape de apoyo a su economía: el turismo. La iglesia de San Juan en la plaza Mayor, del siglo XII, con esculturas románicas que admirar, es tal vez la mejor muestra posible del mudéjar salmantino. El apostolado románico de la iglesia de San Juan, merece por sí sólo una visita a la villa; fue la estrella en la primera exposición de las Edades del Hombre. La iglesia de Santiago, al cabo de un curioso laberinto de callejuelas antiguas, también mudéjar; los conventos de Santa Isabel y de Las Dueñas; los obradores de alfarería albense, con sus famosos botijos adornados en forma de cola extendida de pavo real; el paisaje sereno de la vega, las páginas, rancias ya, de su pasado, son entre otros, valiosos motivos a considerar.

            En la historia de Alba hay otra fecha capital a tener en cuenta. El día primero de noviembre de 1982 les visitó el Papa de Roma, San Juan Pablo II. El pontífice aterrizó en los llanos de la Dehesa, en plena vega, y vino a rezar ante los restos de la Madre Teresa con motivo de la clausura del cuarto centenario dedicado a ella. El pueblo lo recuerda con un expresivo monumento en bronce a la vera de la catedral inconclusa, en donde aparece el Santo Padre con los brazos levantados saludando a la muchedumbre; un privilegio con el que cuentan muy pocas de las ciudades y de los pueblos de España. 

domingo, 24 de abril de 2016

ANDAR POR CASTILLA ( I ) ALARCÓN (Cuenca)


“Ciudades delicadísimas son éstas que un día fueron ciudades del genio Español. Son como venerables ancianas a quienes puede matar un soplo de mal entendido o mal llevado aire. Nos engaña la cantidad de los problemas, de ciertos problemas, y en cambio no nos paramos en la consideración de la calidad. Nueva York arruinado podría reconstruirse. Alarcón, por ejemplo, en ruinas, es una pérdida definitiva que ningún presupuesto humano puede levantar.”
                                                                  (CESAR GONZÁLEZ RUANO)

         Con esta villa de Alarcón en la Manchuela, como con tantas más de la dormilona geografía castellana, hemos sido injustos. Poco a poco, comenzando por los propios conquenses y por los habitantes de las provincias colindantes, la gente ha tomado la costumbre de acercarse por allí en grupos reducidos, pero continuados. De tarde en tarde se ve cómo un autocar, ocupado por estudiantes o por turistas, se estaciona a la sombra de cualquiera de sus torres o a la vera de los viejos muros de alguna de sus iglesias.
         Uno de los más sonoros conjuntos monumentales que los castellanos tenemos a nuestro alcance, y como paradoja uno de los menos conocidos de las tierras de Cuenca es, es con sobrado merecimiento la enriscada villa de Alarcón, el pueblo de las Siete Torres, el que luego de su restauración por parte de las instituciones y de los vecinos- lo que le ha permitido sustraerse de la ruina desde hace dos o tres décadas-, se ha convertido en un soberbio escaparate cultural y paisajístico, en el que sobresalen, galanas y severas, victoriosas sobre las lluvias y los vientos de muchos siglos, las almenas de sus viejos torreones, las espadañas de sus iglesias, rizando el azul turquí en los oscuros atardeceres del cielo de la Mancha, mientras que el río, el Júcar de las aguas verdes que baja de la sierra, lo abraza con apasionada contorsión, como un engarce magnífico en torno a una piedra preciosa de inmensas proporciones, que la Naturaleza tuvo a bien sacar a la luz del día en la tarde de la Creación, y la Historia, maestra y artífice, se encargó de ir puliendo poco a poco, pausadamente, al lento ritmo de los tiempos, en una labor callada, perseverante, estupenda.

         Los orígenes de Alarcón, lo mismo que los de tantas villas castellanas marcadas con la pátina de su antigüedad desde tiempos que nadie conoce, desde tiempos en los que la historia y la leyenda se entrecruzan con su serie de argumentos improbables, son cuando menos turbios, a los que hoy una teoría, mañana otra, intentan sacar a la luz.
         Hubo de ser fundada esta villa, según las creencias más recientes, por los árabes, con el nombre de Al Arkon (atalaya), lo que deja sin valor una antigua hipótesis, que aseguraba haber sido un hijo del rey visigodo Alarico, quien lo mandó levantar en honor de su padre, y que su primer nombre fue el de Alaricón, del cual deriva éste por el que hoy lo conocemos.

         Pocas ciudades viejas, y posibles villas en las que se cierne la leyenda por cualquier esquina, merecen tanta atención como ésta que nos ocupa. Sobre el corpudo roquedal que trenza el Júcar se ofrece al viajero, como pegada al horizonte en el romántico contraluz de la tarde manchega, la vieja fortaleza del Marqués de Villena, señor que fue de aquella y de otras villas más en muchas leguas a la redonda; el castillo que pudo reconquistar para el rey su señor, don Alfonso VIII de Castilla, el bravo caballero don Fernán Martínez de Zeballos, escalando -dicen- la torre del homenaje valiéndose de dos puñales, uno en cada mano, que iba introduciendo al subir entre las juntas de las piedras. Una vez que se logró la conquista, y la fortaleza de Alarcón se incorporó a la corona de Castilla, era el año 1180, se pobló con los nobles extremeños y montañeses que habían intervenido en la recuperación, siendo ellos sus primeros habitantes.
         La fortaleza, que si antes sirvió de parapeto de pendencias, o de férreo punto de ataque, según soplara el viento -sangre sobre las peñas de la hoz, a diestro y siniestro-, hoy es una isla de calma y de sosiego, un lujoso Parador de Turismo sobre el arco natural que a sus plantas dibujan las aguas del río, donde todo es hermoso.
         Desde la plaza del Infante don Juan Manuel hasta las puertas del castillo el pueblo se estira sobre una loma a la vera del Júcar. Aquí y allá, junto a las aceras de cualquier calle, aparecen lujosos blasones de familias alistadas en la nómina de la alta hidalguía castellana, torres por doquier y pequeñas fortificaciones estratégicas que antes fueron algo y hoy se yerguen, piedra sobre piedra, solas sobre su adusta peana de riscos, tan solo para singularizar el paisaje.
         Cualquiera de las cinco iglesias que tuvo Alarcón: Santa María del Campo, San Juan Bautista, la Trinidad, Santo Domingo de Silos, y Santiago, ofrecen al recién llegado algún motivo de asombro y alguna otra razón, más que justificada, para detenerse como interesado observador. De lo que tiene delante de los ojos.
     
    En la iglesia de Santo Domingo se conserva una artística portada protogótica y una torre de finales del XVI. La de San Juan Bautista, en la plaza del Infante don Juan Manuel donde está el ayuntamiento, aparece restaurada con meticulosidad, y tiene por asiento el solar de otra anterior románica de la que nada queda; en su interior se está llevando a cabo lo que no hace mucho era tan solo un proyecto ilusorio y hoy una realidad palpable: la pintura mural sobre mil metros cuadrados de superficie, obra del joven pintor conquense Jesús. C. Mateo, según las tendencias de la pintura de finales de siglo, y que es muy posible pueda en lo sucesivo acarrear hasta la villa de Alarcón a partir del año dos mil -tiempo en el que se ha previsto estén terminadas- más turistas e incondicionales del arte, que entre el castillo, la iglesia y el paisaje, todos juntos. La iglesia de la Trinidad ofrece a quienes hasta ella se acercan el impacto de su portada plateresca, con los escudos del obispo Ramírez de Villaescusa y del marqués de Villena. Y luego la de Santa María del Campo, la parroquial de la villa, la más interesante de todas por el momento, la de la portada de piedra en filigrana incomparable bajo arco monumental de Esteban Jamete, y el retablo manierista que luce en su interior, obra magnífica del mismo artista francés, vecino de la ciudad de Cuenca en el siglo XVI, cuyo recuerdo quedó patente en el cercano  lugar de Garcimu­ñoz, en la catedral de Cuenca con el arco que lleva su nombre, y en esta noble villa de Alarcón alzada sobre las aguas del Júcar.

         Fueron el Turismo y el renaciente interés por el arte lo que hicieron el milagro imposible de resucitar Alarcón y ponerlo en marcha para otra nueva andadura, remoto espejismo de aquel de la posguerra que pude admirar cuando era niño, el mismo que en el año 1944 describía el académico don Luis Martínez Kleiser, en crónicas cuyas ajustadas palabras parecían desmoronarse como las piedras de sus siete torres.