“Ciudades delicadísimas son éstas que un
día fueron ciudades del genio Español. Son como venerables ancianas a quienes
puede matar un soplo de mal entendido o mal llevado aire. Nos engaña la
cantidad de los problemas, de ciertos problemas, y en cambio no nos paramos en
la consideración de la calidad. Nueva York arruinado podría reconstruirse.
Alarcón, por ejemplo, en ruinas, es una pérdida definitiva que ningún
presupuesto humano puede levantar.”
(CESAR GONZÁLEZ RUANO)
Con
esta villa de Alarcón en la Manchuela, como con tantas más de la dormilona
geografía castellana, hemos sido injustos. Poco a poco, comenzando por los
propios conquenses y por los habitantes de las provincias colindantes, la gente
ha tomado la costumbre de acercarse por allí en grupos reducidos, pero
continuados. De tarde en tarde se ve cómo un autocar, ocupado por estudiantes o
por turistas, se estaciona a la sombra de cualquiera de sus torres o a la vera
de los viejos muros de alguna de sus iglesias.
Uno
de los más sonoros conjuntos monumentales que los castellanos tenemos a nuestro
alcance, y como paradoja uno de los menos conocidos de las tierras de Cuenca
es, es con sobrado merecimiento la enriscada villa de Alarcón, el pueblo de las
Siete Torres, el que luego de su restauración por parte de las instituciones y
de los vecinos- lo que le ha permitido sustraerse de la ruina desde hace dos o
tres décadas-, se ha convertido en un soberbio escaparate cultural y
paisajístico, en el que sobresalen, galanas y severas, victoriosas sobre las
lluvias y los vientos de muchos siglos, las almenas de sus viejos torreones,
las espadañas de sus iglesias, rizando el azul turquí en los oscuros
atardeceres del cielo de la Mancha, mientras que el río, el Júcar de las aguas
verdes que baja de la sierra, lo abraza con apasionada contorsión, como un
engarce magnífico en torno a una piedra preciosa de inmensas proporciones, que
la Naturaleza tuvo a bien sacar a la luz del día en la tarde de la Creación, y
la Historia, maestra y artífice, se encargó de ir puliendo poco a poco,
pausadamente, al lento ritmo de los tiempos, en una labor callada,
perseverante, estupenda.
Los
orígenes de Alarcón, lo mismo que los de tantas villas castellanas marcadas con
la pátina de su antigüedad desde tiempos que nadie conoce, desde tiempos en los
que la historia y la leyenda se entrecruzan con su serie de argumentos
improbables, son cuando menos turbios, a los que hoy una teoría, mañana otra,
intentan sacar a la luz.
Hubo
de ser fundada esta villa, según las creencias más recientes, por los árabes,
con el nombre de Al Arkon (atalaya), lo que deja sin valor una antigua hipótesis,
que aseguraba haber sido un hijo del rey visigodo Alarico, quien lo mandó
levantar en honor de su padre, y que su primer nombre fue el de Alaricón, del
cual deriva éste por el que hoy lo conocemos.
Pocas
ciudades viejas, y posibles villas en las que se cierne la leyenda por cualquier
esquina, merecen tanta atención como ésta que nos ocupa. Sobre el corpudo
roquedal que trenza el Júcar se ofrece al viajero, como pegada al horizonte en
el romántico contraluz de la tarde manchega, la vieja fortaleza del Marqués de
Villena, señor que fue de aquella y de otras villas más en muchas leguas a la
redonda; el castillo que pudo reconquistar para el rey su señor, don Alfonso
VIII de Castilla, el bravo caballero don Fernán Martínez de Zeballos, escalando
-dicen- la torre del homenaje valiéndose de dos puñales, uno en cada mano, que
iba introduciendo al subir entre las juntas de las piedras. Una vez que se
logró la conquista, y la fortaleza de Alarcón se incorporó a la corona de
Castilla, era el año 1180, se pobló con los nobles extremeños y montañeses que
habían intervenido en la recuperación, siendo ellos sus primeros habitantes.
La
fortaleza, que si antes sirvió de parapeto de pendencias, o de férreo punto de
ataque, según soplara el viento -sangre sobre las peñas de la hoz, a diestro y
siniestro-, hoy es una isla de calma y de sosiego, un lujoso Parador de Turismo
sobre el arco natural que a sus plantas dibujan las aguas del río, donde todo
es hermoso.
Desde
la plaza del Infante don Juan Manuel hasta las puertas del castillo el pueblo
se estira sobre una loma a la vera del Júcar. Aquí y allá, junto a las aceras
de cualquier calle, aparecen lujosos blasones de familias alistadas en la
nómina de la alta hidalguía castellana, torres por doquier y pequeñas
fortificaciones estratégicas que antes fueron algo y hoy se yerguen, piedra
sobre piedra, solas sobre su adusta peana de riscos, tan solo para singularizar
el paisaje.
Cualquiera
de las cinco iglesias que tuvo Alarcón: Santa María del Campo, San Juan
Bautista, la Trinidad, Santo Domingo de Silos, y Santiago, ofrecen al recién
llegado algún motivo de asombro y alguna otra razón, más que justificada, para
detenerse como interesado observador. De lo que tiene delante de los ojos.
En
la iglesia de Santo Domingo se conserva una artística portada protogótica y una
torre de finales del XVI. La de San Juan Bautista, en la plaza del Infante don
Juan Manuel donde está el ayuntamiento, aparece restaurada con meticulosidad, y
tiene por asiento el solar de otra anterior románica de la que nada queda; en
su interior se está llevando a cabo lo que no hace mucho era tan solo un
proyecto ilusorio y hoy una realidad palpable: la pintura mural sobre mil
metros cuadrados de superficie, obra del joven pintor conquense Jesús. C.
Mateo, según las tendencias de la pintura de finales de siglo, y que es muy
posible pueda en lo sucesivo acarrear hasta la villa de Alarcón a partir del
año dos mil -tiempo en el que se ha previsto estén terminadas- más turistas e
incondicionales del arte, que entre el castillo, la iglesia y el paisaje, todos
juntos. La iglesia de la Trinidad ofrece a quienes hasta ella se acercan el
impacto de su portada plateresca, con los escudos del obispo Ramírez de
Villaescusa y del marqués de Villena. Y luego la de Santa María del Campo, la
parroquial de la villa, la más interesante de todas por el momento, la de la
portada de piedra en filigrana incomparable bajo arco monumental de Esteban
Jamete, y el retablo manierista que luce en su interior, obra magnífica del
mismo artista francés, vecino de la ciudad de Cuenca en el siglo XVI, cuyo
recuerdo quedó patente en el cercano lugar de Garcimuñoz, en la catedral de Cuenca
con el arco que lleva su nombre, y en esta noble villa de Alarcón alzada sobre
las aguas del Júcar.
Fueron el Turismo y el renaciente interés por el arte lo que
hicieron el milagro imposible de resucitar Alarcón y ponerlo en marcha para
otra nueva andadura, remoto espejismo de aquel de la posguerra que pude admirar
cuando era niño, el mismo que en el año 1944 describía el académico don Luis
Martínez Kleiser, en crónicas cuyas ajustadas palabras parecían desmoronarse como
las piedras de sus siete torres.
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