Son los brujos de la modernidad los que se encargan de arrancar a la gente de su sitio, de colocarla poco después en el fondo metálico de la panza de un avión o sobre la cubierta de un buque, y llevarla de acá para allá, de éste a otro lugar de la tierra sobrevolando espacios, cruzando mares, con no menos entusiasmo viajero que nuestros abuelos de quinientos años atrás que les dio por descubrir mundos.
La expedición, con medio centenar de gentes de Guadalajara, se puso en marcha al final de la segunda semana del mes de septiembre. Fue una más de las múltiples expediciones de españoles que, aprovechando la bonanza del otoño incipiente, se ponen en marcha con un destino común: la romántica Italia de los emperadores, de la cultura renacentista, de los canales, y de las pastas a la hora de la comida. En Roma, Florencia, Padua, Milán, y en la propia Venecia, es mucha la gente que habla español por aquellos días. La última quincena de septiembre, la del equinoccio, debe de ser la de los españoles en Italia, hermoso país, parejo al nuestro en vidas y costumbres, superior en valores artísticos por kilómetro cuadrado, e inferior, según pudimos comprobar, en comodidad y en desarrollo de las ciudades, excepto Milán, cuyo ambiente puede más bien compararse a Barcelona o Madrid que a la propia Roma.
Pasando por alto la Roma imperial, antigua y nueva, la Florencia de los Médici, todo un museo sin parangón en el resto del mundo, nos quedamos en Venecia donde pudimos encontrar un poco de todo: arte, historia, misterio, realidad, leyenda y poderío, riqueza, comercio... Venecia es una de las ciudades más bellas del mundo. Asienta sobre 120 islas, que se comunican por 177 canales en la desembocadura de los ríos Po y Piave, arriba, allá en el extremo más septentrional del mar Adriático.
El grupito de gentes diversas, tomamos cuartel general en tierra firme, en un hotel de Mestre, fragmento de ciudad donde los venecianos instalan sus industrias y marchan a vivir huyendo de las aguas que al tres por dos inundan la ciudad vieja. El viaje hasta la Venecia histórica, que habíamos de cubrir en dos ocasiones, lo hicimos sobre la cubierta del "vaporetto", nombre popular que conserva todavía la lancha motora que se encarga de llevar y traer a los turistas desde Venecia a tierra firme.
Aunque antes de llegar, el viajero lleva previstas sobre un primer plano de la pantalla de su memoria las muchas imágenes que a lo largo de su vida acaparó de la ciudad mítica a través de las fotografías, los reportajes cinematográficos y las leyendas, no puede dejar de impresionarse ante la realidad de lo que ven sus ojos: una ciudad sin coches donde la gente se traslada de un sitio a otro a pie, teniendo que cruzar a cada paso alguno de los cuatrocientos puentes que comunican sus calles, o por medio de lanchas y barquichuelas que imprimen al paisaje urbano su característica originalidad. Las góndolas, las románticas góndolas venecianas, movidas por el hábil brazo del gondolero, han quedado para uso exclusivo de los turistas.
Sólo hace unos días que vimos por televisión cómo el agua invadía los paseos y las plazas de Venecia. Cuando las mareas altas coinciden con vientos de tormenta, Venecia se inunda. La Unesco parece que tomó cartas en el asunto después de las devastadoras inundaciones del año 1966, con intención de salvar a Venecia; propósito difícil, ya que los efectos perniciosos de la contaminación, tanto del agua como del aire, a los que se debe unir el inevitable fenómeno del hundimiento, ponen a la ciudad en un estado de alerta continuo y a la cultura occidental ante la realidad de una pérdida irreparable.
En tanto contemplamos la magnificencia de los palacios y de las iglesias venecianas: el Palacio Ducal y la Catedral de San Marcos como muestras más llamativas. La Plaza de San Marcos, sin duda una de las más elegantes del mundo, se adorna, aparte de los ya dichos, con los edificios renacentistas que allí conocen por la Procuaratie Vechie, al norte, y por la Procuratie Nuove, al sur. Frente a la fachada de la catedral, el Campanille o campanario de San Marcos, de 91 metros de altura sobre el pavimento de la plaza, el cual, después de su derrumbamiento fue reconstruido en 1902. Varias orquestinas animan durante la noche bajo los soportales el ambiente cosmopolita de la Plaza de San Marcos. Los clásicos italianos y españoles, la música de opereta y lo más conocido de la familia Strauss, ocupan la mayor parte del repertorio de estos grupos musicales en los que no suelen faltar como instrumentos precisos el piano, los violines y a veces el acordeón. Durante el día la plaza es un continuo ir y venir de gentes que pasan, o que simplemente están, contemplando los juegos mil de aquella nube de palomas a las que los turistas alimentan con semillas de maíz que compran en los puestecillos de la plaza. Loreto, nueve años, la más vivaracha y simpática de los componentes de la expedición, se lo pasó en grande con las palomas de San Marcos.
Calles y puentes, canales y plazuelas con mercadillos, tiendas de regalos y cafetines, muchachos de color vendiendo bolsos de piel en mitad de la calle a espalda de los carabinieris, una góndola que pasa con un acordeonista y un improvisado tenor cantando napolitanas a las parejas de enamorados o de japoneses que lo invaden todo y apenas comprenden nada..., eso es Venecia.
Junto al embarcadero, en la calle que mira al mar, te cuentan que a pesar de los gruesos barrotes del edificio de la prisión, consiguió escapar de la justicia por el tejado el famoso aventurero Giovanni Giacomo Casanova, favorito de la corte de Luis XV de Francia y amante de la marquesa de Pompadour. En la misma calle -en Venecia las calles se llaman calles, y no vías ni viales como en el resto de las ciudades italianas- queda el oratorio donde el compositor veneciano Antonio Vivaldi compuso gran parte de su obra y se estrenaron sus famosos conciertos "Las cuatro estaciones", y a la par, el monumento al general veneciano Bartolomeo Colleoni, estatua en bronce de enorme tamaño que sirve a los turistas como lugar de encuentro.
La gente toma vistas y saca fotos de cualquier rincón de Venecia. El puente de los Suspiros, a espaldas del Palacio Ducal, y el de Rialto que atraviesa el Gran Canal, son, después de la Catedral y de la Plaza de San Marcos, los motivos principales hacia adonde se dirigen preferentemente los objetivos de las cámaras.
La visita en lancha motora a la isla de Murano por parte de unos, o el andar a pie la Venecia antigua por parte de otros, se llevó la tarde en aquella ciudad simpar. En la isla de Murano están las factorías donde se fabrican los famosos objetos de cristal que llevan su nombre, los espejos y los collares que, junto a las máscaras de porcelana y a los encajes de la isla de Burano, son la atracción principal que quienes van allí suelen llevarse como recuerdo.
No hay más espacio, ni tampoco mucho más que decir, salvo que los guadalajareños, sin distinción de edad, de cultura o de posición económica destacable, se van -nos vamos- nos vamos abriendo al mundo cuando la ocasión se presenta y las posibilidades lo permiten.
Como consejo final, si es que uno es quién para aconsejar a nadie, bueno es salir de nuestras fronteras, qué duda cabe, pero después de conocer por lo menos medianamente nuestro país, y, desde luego, las cuatro comarcas, una por una, de esta provincia en la que tanto queda por descubrir y lo tenemos ahí a cuatro pasos.
La expedición, con medio centenar de gentes de Guadalajara, se puso en marcha al final de la segunda semana del mes de septiembre. Fue una más de las múltiples expediciones de españoles que, aprovechando la bonanza del otoño incipiente, se ponen en marcha con un destino común: la romántica Italia de los emperadores, de la cultura renacentista, de los canales, y de las pastas a la hora de la comida. En Roma, Florencia, Padua, Milán, y en la propia Venecia, es mucha la gente que habla español por aquellos días. La última quincena de septiembre, la del equinoccio, debe de ser la de los españoles en Italia, hermoso país, parejo al nuestro en vidas y costumbres, superior en valores artísticos por kilómetro cuadrado, e inferior, según pudimos comprobar, en comodidad y en desarrollo de las ciudades, excepto Milán, cuyo ambiente puede más bien compararse a Barcelona o Madrid que a la propia Roma.
Pasando por alto la Roma imperial, antigua y nueva, la Florencia de los Médici, todo un museo sin parangón en el resto del mundo, nos quedamos en Venecia donde pudimos encontrar un poco de todo: arte, historia, misterio, realidad, leyenda y poderío, riqueza, comercio... Venecia es una de las ciudades más bellas del mundo. Asienta sobre 120 islas, que se comunican por 177 canales en la desembocadura de los ríos Po y Piave, arriba, allá en el extremo más septentrional del mar Adriático.
El grupito de gentes diversas, tomamos cuartel general en tierra firme, en un hotel de Mestre, fragmento de ciudad donde los venecianos instalan sus industrias y marchan a vivir huyendo de las aguas que al tres por dos inundan la ciudad vieja. El viaje hasta la Venecia histórica, que habíamos de cubrir en dos ocasiones, lo hicimos sobre la cubierta del "vaporetto", nombre popular que conserva todavía la lancha motora que se encarga de llevar y traer a los turistas desde Venecia a tierra firme.
Aunque antes de llegar, el viajero lleva previstas sobre un primer plano de la pantalla de su memoria las muchas imágenes que a lo largo de su vida acaparó de la ciudad mítica a través de las fotografías, los reportajes cinematográficos y las leyendas, no puede dejar de impresionarse ante la realidad de lo que ven sus ojos: una ciudad sin coches donde la gente se traslada de un sitio a otro a pie, teniendo que cruzar a cada paso alguno de los cuatrocientos puentes que comunican sus calles, o por medio de lanchas y barquichuelas que imprimen al paisaje urbano su característica originalidad. Las góndolas, las románticas góndolas venecianas, movidas por el hábil brazo del gondolero, han quedado para uso exclusivo de los turistas.
Sólo hace unos días que vimos por televisión cómo el agua invadía los paseos y las plazas de Venecia. Cuando las mareas altas coinciden con vientos de tormenta, Venecia se inunda. La Unesco parece que tomó cartas en el asunto después de las devastadoras inundaciones del año 1966, con intención de salvar a Venecia; propósito difícil, ya que los efectos perniciosos de la contaminación, tanto del agua como del aire, a los que se debe unir el inevitable fenómeno del hundimiento, ponen a la ciudad en un estado de alerta continuo y a la cultura occidental ante la realidad de una pérdida irreparable.
En tanto contemplamos la magnificencia de los palacios y de las iglesias venecianas: el Palacio Ducal y la Catedral de San Marcos como muestras más llamativas. La Plaza de San Marcos, sin duda una de las más elegantes del mundo, se adorna, aparte de los ya dichos, con los edificios renacentistas que allí conocen por la Procuaratie Vechie, al norte, y por la Procuratie Nuove, al sur. Frente a la fachada de la catedral, el Campanille o campanario de San Marcos, de 91 metros de altura sobre el pavimento de la plaza, el cual, después de su derrumbamiento fue reconstruido en 1902. Varias orquestinas animan durante la noche bajo los soportales el ambiente cosmopolita de la Plaza de San Marcos. Los clásicos italianos y españoles, la música de opereta y lo más conocido de la familia Strauss, ocupan la mayor parte del repertorio de estos grupos musicales en los que no suelen faltar como instrumentos precisos el piano, los violines y a veces el acordeón. Durante el día la plaza es un continuo ir y venir de gentes que pasan, o que simplemente están, contemplando los juegos mil de aquella nube de palomas a las que los turistas alimentan con semillas de maíz que compran en los puestecillos de la plaza. Loreto, nueve años, la más vivaracha y simpática de los componentes de la expedición, se lo pasó en grande con las palomas de San Marcos.
Calles y puentes, canales y plazuelas con mercadillos, tiendas de regalos y cafetines, muchachos de color vendiendo bolsos de piel en mitad de la calle a espalda de los carabinieris, una góndola que pasa con un acordeonista y un improvisado tenor cantando napolitanas a las parejas de enamorados o de japoneses que lo invaden todo y apenas comprenden nada..., eso es Venecia.
Junto al embarcadero, en la calle que mira al mar, te cuentan que a pesar de los gruesos barrotes del edificio de la prisión, consiguió escapar de la justicia por el tejado el famoso aventurero Giovanni Giacomo Casanova, favorito de la corte de Luis XV de Francia y amante de la marquesa de Pompadour. En la misma calle -en Venecia las calles se llaman calles, y no vías ni viales como en el resto de las ciudades italianas- queda el oratorio donde el compositor veneciano Antonio Vivaldi compuso gran parte de su obra y se estrenaron sus famosos conciertos "Las cuatro estaciones", y a la par, el monumento al general veneciano Bartolomeo Colleoni, estatua en bronce de enorme tamaño que sirve a los turistas como lugar de encuentro.
La gente toma vistas y saca fotos de cualquier rincón de Venecia. El puente de los Suspiros, a espaldas del Palacio Ducal, y el de Rialto que atraviesa el Gran Canal, son, después de la Catedral y de la Plaza de San Marcos, los motivos principales hacia adonde se dirigen preferentemente los objetivos de las cámaras.
La visita en lancha motora a la isla de Murano por parte de unos, o el andar a pie la Venecia antigua por parte de otros, se llevó la tarde en aquella ciudad simpar. En la isla de Murano están las factorías donde se fabrican los famosos objetos de cristal que llevan su nombre, los espejos y los collares que, junto a las máscaras de porcelana y a los encajes de la isla de Burano, son la atracción principal que quienes van allí suelen llevarse como recuerdo.
No hay más espacio, ni tampoco mucho más que decir, salvo que los guadalajareños, sin distinción de edad, de cultura o de posición económica destacable, se van -nos vamos- nos vamos abriendo al mundo cuando la ocasión se presenta y las posibilidades lo permiten.
Como consejo final, si es que uno es quién para aconsejar a nadie, bueno es salir de nuestras fronteras, qué duda cabe, pero después de conocer por lo menos medianamente nuestro país, y, desde luego, las cuatro comarcas, una por una, de esta provincia en la que tanto queda por descubrir y lo tenemos ahí a cuatro pasos.
(En la fotografía, Rafa y su hija Loreto en la Plaza de San Marcos)