Los que vivimos en el centro de la Península estamos lejos del mar, no gozamos del privilegio de poder contemplar fundido el horizonte en la lejanía ni de escuchar cada noche y cada madrugada el romper de las olas contra los acantilados; pero gozamos por situación de otros beneficios de los que carecen los que habitan en la costa. En la vida todo es evaluable, incluso las ventajas y desventajas del lugar en que se vive. Digo esto porque al españolito medio de tierra adentro, soñador de mares y de playas cunado apunta el verano, nos falta mucho por ver de esta tierra nuestra, de la Castilla histórica y monumental a la que ahora, con los actuales medios de comunicación y las buenas condiciones de los caminos, podemos permitirnos visitar en una sola jornada, en viaje de ida y vuelta, de sol a sol, con tiempo suficiente para ver, disfrutar, y sobre todo aprender, con tanta reliquia del pasado perdida por ahí a muy pocas horas, o minutos quizá, de viaje en automóvil.
Hace algunas fechas tuve que desplazarme hasta la villa de Miedes de Atienza, en las sierras norte de la provincia de Guadalajara. Un pueblecito señorial que todo castellano debiera conocer. Eran las once de la mañana. En las afueras de Miedes hay un indicador de carretera que informa de la distancia que separa a este pueblo de la ciudad histórica de El Burgo de Osma: 41 kilómetros; media hora de camino llevando el coche a una velocidad moderada. Media hora que luego se convertirá en bastante más, porque resulta imposible viajar por Castilla con los ojos cerrados, sin detenerse aquí y allá. Aquí ante un arco o un trozo de muralla cargado de siglos, símbolo cuando menos de lejanas grandezas; allá, ante la silueta en el horizonte de un castillo que valdría la pena conocer. En este caso, el aquí fue el pueblo de Retortillo, ya en tierras de Soria, con su artística puerta de la muralla, de verdad sorprendente; el allá surgiría poco más adelante, con las ruinas sobre un otero del castillo de Gormaz, junto a sus piedras habría de pasar necesariamente. Y al cabo de más tierras llanas de rastrojo y girasol, de arroyuelos exangües y de pueblecitos con altivos campanarios y solitarias ermitas en las afueras, la venerable Oxama de los celtíberos, coetánea de Numancia y de Termancia en la llanura soriana, origen de la actual villa de de Osma y de su prolongación, El Burgo, cuya torre de la catedral destaca en la distancia como cabecera que es de aquella diócesis. La hora de llegada, la del medio día. Quedaba toda una tarde por delante.
La ciudad de El Burgo de Osma tuvo su explosión turística hace cinco o seis años con la muestra regional de las Edades del Hombre. He preferido volverla a ver de nuevo, lejos de toda aglomeración de público, digamos que en su ser natural, aunque la afluencia de forasteros se haga notar en los días de verano como corresponde a una ciudad con tantos recursos históricos y artísticos como allí pueden verse.
No es posible adquirir la pericia suficiente como para ser capaz de resumir en dos otres folios de escritura la realidad de ciudades tan densas en contenido como esta de El Burgo y tantas más como tenemos repartidas por la ancha geografía castellana, de ahí que mi trabajo de hoy no ande falto, como en tantas ocasiones, de más deficiencias que defectos, que a pesar de todo alguno habrá. Acabo de entrar en la Plaza Mayor por una calle contigua que viene desde la antigua Universidad de Santa Catalina, que, por cierto, conserva una portada plateresca magnífica. A un lado y al otro de la Plaza Mayor, vistos frente por frente, aparecen según mi criterio los edificios segundo y tercero en importancia que, en un recorrido no demasiado minucioso, el viajero puede encontrar en las calles de El Burgo. Me refiero al Hospital barroco de San Agustín y al Ayuntamiento. El primero lo sería, sin duda, la Catedral, que visitaremos poco después.
Entre la Plaza Mayor y la Plaza de la Catedral, doscientos metros de distancia entre una y otra, se suceden a mano izquierda una serie continua de soportales sobre columnas, y a un lado y al otro las tiendas, muchas tiendas, pensando en el turista varias de ellas y en los vecinos de la ciudad y de los pueblos de la comarca las restantes. En los restaurantes y casas de comidas del casco antiguo, se ofrece al posible cliente la especialidad de la casa, o de la comarca toda: el cordero asado o guisado, la trucha, las sopas de ajo a la soriana, los pimientos rellenos de codorniz, las perdices en compota a la castellana antigua o la liebre a la pobreza celestial. Toda una tentación.
Y más adelante la Catedral, el primero de los signos que sellan la importancia de su pasado, el emblema perdurable por siglos y siglos de su preponderancia histórica como ciudad episcopal. De la primitiva catedral románica, fundada en el siglo XII por San Pedro de Osma sobre las ruinas de un monasterio visigodo, quedan visibles muestras en el claustro y en la ventana de la sala capitular. Ya a mediados del siglo XIII se fue dando forma con moldes góticos al templo catedralicio que hoy podemos ver como sustituto de aquel otro mandado levantar por el Santo Obispo. Las modificaciones y aditamentos se fueron sucediendo con el paso de los años según el gusto de los nuevos estilos arquitectónicos que venían imperando en la civilización occidental, hasta el punto de que la torre barroca que destaca sobre la ciudad en la distancia, es obra del siglo XVIII, levantada para reponer a la torre medieval que se desplomó en el año 1734.
¿Y qué ver en el interior de la catedral del Burgo de Osma? En principio, y como más a la vista, un estupendo retablo de Juan de Juni, las verjas de Juan Francés, los trabajos de Sabattini y el reloj de péndola real "con muestras de horas, minutos, instantes, días, lunas, con sectores y sonerías para doce tocatas." Y si además entramos en la biblioteca, nos encontraremos con documentos antiquísimos, algunos de ellos sellados hasta con cuatro sellos pendientes; con la Biblia gótica, el Speculum virginum, la Tabla de las iglesias del mundo, las Etimologías, y el Apocalipsis del Beato de Osma con bellísimas miniaturas del siglo XI, entre otros muchos ejemplares más de códices e incunables, de libros y de documentos varios.
Aparte de todo lo dicho, y de tanto más como se queda por decir con referencia a una de las ciudades más significativas de la vieja Castilla, los amigos de la naturaleza que por definición debiéramos serlo todos, tenemos a un paso verdaderos parajes para gozo de la vista y del espíritu, tales como el conocido Cañón del Río Lobos, con su garganta espectacular horadada por la corriente, su bosque de sabinas y de vegetación ribereña, siempre a la vista de los múltiples ejemplares del buitre leonado que anidan sobre las peñas. Tan sólo el acceso desde Ucero hasta la ermita templaria de San Bartolomé, vale pena ponerse en camino.
Historia, monumentos, rocas y paisajes, rica gastronomía, son algo así como los puntos cardinales hacia los que nos movemos la gente de esta tierra. Pero...¡Nos falta tanto por ver!
Hace algunas fechas tuve que desplazarme hasta la villa de Miedes de Atienza, en las sierras norte de la provincia de Guadalajara. Un pueblecito señorial que todo castellano debiera conocer. Eran las once de la mañana. En las afueras de Miedes hay un indicador de carretera que informa de la distancia que separa a este pueblo de la ciudad histórica de El Burgo de Osma: 41 kilómetros; media hora de camino llevando el coche a una velocidad moderada. Media hora que luego se convertirá en bastante más, porque resulta imposible viajar por Castilla con los ojos cerrados, sin detenerse aquí y allá. Aquí ante un arco o un trozo de muralla cargado de siglos, símbolo cuando menos de lejanas grandezas; allá, ante la silueta en el horizonte de un castillo que valdría la pena conocer. En este caso, el aquí fue el pueblo de Retortillo, ya en tierras de Soria, con su artística puerta de la muralla, de verdad sorprendente; el allá surgiría poco más adelante, con las ruinas sobre un otero del castillo de Gormaz, junto a sus piedras habría de pasar necesariamente. Y al cabo de más tierras llanas de rastrojo y girasol, de arroyuelos exangües y de pueblecitos con altivos campanarios y solitarias ermitas en las afueras, la venerable Oxama de los celtíberos, coetánea de Numancia y de Termancia en la llanura soriana, origen de la actual villa de de Osma y de su prolongación, El Burgo, cuya torre de la catedral destaca en la distancia como cabecera que es de aquella diócesis. La hora de llegada, la del medio día. Quedaba toda una tarde por delante.
La ciudad de El Burgo de Osma tuvo su explosión turística hace cinco o seis años con la muestra regional de las Edades del Hombre. He preferido volverla a ver de nuevo, lejos de toda aglomeración de público, digamos que en su ser natural, aunque la afluencia de forasteros se haga notar en los días de verano como corresponde a una ciudad con tantos recursos históricos y artísticos como allí pueden verse.
No es posible adquirir la pericia suficiente como para ser capaz de resumir en dos otres folios de escritura la realidad de ciudades tan densas en contenido como esta de El Burgo y tantas más como tenemos repartidas por la ancha geografía castellana, de ahí que mi trabajo de hoy no ande falto, como en tantas ocasiones, de más deficiencias que defectos, que a pesar de todo alguno habrá. Acabo de entrar en la Plaza Mayor por una calle contigua que viene desde la antigua Universidad de Santa Catalina, que, por cierto, conserva una portada plateresca magnífica. A un lado y al otro de la Plaza Mayor, vistos frente por frente, aparecen según mi criterio los edificios segundo y tercero en importancia que, en un recorrido no demasiado minucioso, el viajero puede encontrar en las calles de El Burgo. Me refiero al Hospital barroco de San Agustín y al Ayuntamiento. El primero lo sería, sin duda, la Catedral, que visitaremos poco después.
Entre la Plaza Mayor y la Plaza de la Catedral, doscientos metros de distancia entre una y otra, se suceden a mano izquierda una serie continua de soportales sobre columnas, y a un lado y al otro las tiendas, muchas tiendas, pensando en el turista varias de ellas y en los vecinos de la ciudad y de los pueblos de la comarca las restantes. En los restaurantes y casas de comidas del casco antiguo, se ofrece al posible cliente la especialidad de la casa, o de la comarca toda: el cordero asado o guisado, la trucha, las sopas de ajo a la soriana, los pimientos rellenos de codorniz, las perdices en compota a la castellana antigua o la liebre a la pobreza celestial. Toda una tentación.
Y más adelante la Catedral, el primero de los signos que sellan la importancia de su pasado, el emblema perdurable por siglos y siglos de su preponderancia histórica como ciudad episcopal. De la primitiva catedral románica, fundada en el siglo XII por San Pedro de Osma sobre las ruinas de un monasterio visigodo, quedan visibles muestras en el claustro y en la ventana de la sala capitular. Ya a mediados del siglo XIII se fue dando forma con moldes góticos al templo catedralicio que hoy podemos ver como sustituto de aquel otro mandado levantar por el Santo Obispo. Las modificaciones y aditamentos se fueron sucediendo con el paso de los años según el gusto de los nuevos estilos arquitectónicos que venían imperando en la civilización occidental, hasta el punto de que la torre barroca que destaca sobre la ciudad en la distancia, es obra del siglo XVIII, levantada para reponer a la torre medieval que se desplomó en el año 1734.
¿Y qué ver en el interior de la catedral del Burgo de Osma? En principio, y como más a la vista, un estupendo retablo de Juan de Juni, las verjas de Juan Francés, los trabajos de Sabattini y el reloj de péndola real "con muestras de horas, minutos, instantes, días, lunas, con sectores y sonerías para doce tocatas." Y si además entramos en la biblioteca, nos encontraremos con documentos antiquísimos, algunos de ellos sellados hasta con cuatro sellos pendientes; con la Biblia gótica, el Speculum virginum, la Tabla de las iglesias del mundo, las Etimologías, y el Apocalipsis del Beato de Osma con bellísimas miniaturas del siglo XI, entre otros muchos ejemplares más de códices e incunables, de libros y de documentos varios.
Aparte de todo lo dicho, y de tanto más como se queda por decir con referencia a una de las ciudades más significativas de la vieja Castilla, los amigos de la naturaleza que por definición debiéramos serlo todos, tenemos a un paso verdaderos parajes para gozo de la vista y del espíritu, tales como el conocido Cañón del Río Lobos, con su garganta espectacular horadada por la corriente, su bosque de sabinas y de vegetación ribereña, siempre a la vista de los múltiples ejemplares del buitre leonado que anidan sobre las peñas. Tan sólo el acceso desde Ucero hasta la ermita templaria de San Bartolomé, vale pena ponerse en camino.
Historia, monumentos, rocas y paisajes, rica gastronomía, son algo así como los puntos cardinales hacia los que nos movemos la gente de esta tierra. Pero...¡Nos falta tanto por ver!
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