«En la falda oriental de un
cerro coronado por gigantesco castillo en ruinas, el más insolente guerrero de
piedra que cabe imaginar, está edificada la Muy Noble y Muy Leal Villa
realenga. Sus casas son feas y caducas, rodeadas de un misterio vivo, sus
calles irregulares invitan al sonambulismo; en sus ruinas se aposenta el alma
de los tiempos muertos.» (B.PÉREZ GALDÓS. “Narváez”)
Mucho se ha escrito
sobre Atienza, y muchos fuimos los que, con mejor o peor suerte, le dedicamos
horas de nuestra vida. Horas para conocerla, horas para llorar su derrota,
horas para gozar de su verdad como villa admirada y admirable; horas, en fin,
que jamás fueron tiempo perdido ante la nueva imagen de la “Muy Noble y Muy
Leal villa realenga”, en la que, unos más y otros menos, todos aportamos
nuestro granito de arena para sacarla de las sombras; todos, sí, aunque con
menor intensidad tal vez los propios atencinos, salvo conocidas excepciones,
naturalmente, circunstancia ésta que ya apuntaba en 1934 el doctor Layna, su
historiador más riguroso y profundo.
A la villa de Atienza
hay que acercarse con cariño, cuando menos con el respeto que merecen todas
aquellas viejas ciudades castellanas en las que se fue modelando, en sesiones
de guerras y de concordias, la Historia de España. Atienza, para mal suyo, sabe
más de acontecimientos dolorosos que de horas de dicha; y si no, ahí tienen a
la roca fuerte para que se lo pregunten, a sus murallas y sus arcos para dar
fe.
La villa se ha
quedado sin gente; pero ahí está, cuidada como nunca, cómoda como nunca,
ordenada como nunca, y dispuesta a mostrar al mundo lo que aún quedó escondido
en sus iglesias, después de los crueles y continuos saqueos a los que la
sometió el devenir de los tiempos; pues, muy poco tiene que agradecer la
hermosa Atienza a los caprichos de la Historia ajenos a ella, a los desalmados
intrusos que tuvo por huéspedes en lejanos momentos de su existencia; sirva de
ejemplo el expolio llevado a cabo por las tropas napoleónicas del general
Duvenet, gobernador militar de la Soria invadida, quienes al apoderarse por
sorpresa de Atienza, desmantelaron bárbaramente el castillo, saquearon hogares,
desvalijaron iglesias e incendiaron cerca de cien viviendas humildes
pertenecientes a honrados trabajadores de los barrios de Puertacaballos, de la
Trinidad y de San Bartolomé, en los arrabales. Hoy, los tres son extramuros, ni
barrios siquiera. Atienza no se rehízo en su antigua grandiosidad de villa bien
poblada. su número de habitantes es exiguo, pero ahí queda su encanto bien
patente, y su magnífico tesoro artístico, pasado al olvido el recuerdo de
aquellas cargas de objetos de supremo valor arrancados de sus iglesias, que a
lomo de caballerías se llevaron a su país los soldados gabachos, y que, como
bien se te ocurre pensar, lector amigo, jamás le han devuelto.
Pero entramos en
Atienza con los pies sobre el suelo y en su realidad de hoy. La Atienza de
finales de siglo es una villa sorprendente. Los fue siempre, pero en este
tiempo nuestro lo es de una manera muy especial. Ejemplo de las pequeñas
ciudades castellanas colmadas de sugerencias. Arriba el castillo sobre las
rocas, o mejor aún, la torre del homenaje sobre la roca, a manera de proa de un
tremendo portaviones fosilizado que en su sueño utópico de navegar sobre la
ancha Castilla, allí soltó amarras y allí quedó anclado para siempre,
contemplando mientras el mundo es mundo el correr de los siglos por la ciudad
vieja que tiene a sus plantas, recibiendo de por vida las aguas frías y los
vientos crudos que le vienen de la sierra. Y los soles también, limpios y
acristalados, como en ninguna otra parte.
Aquí, la iglesia del
Salvador, en visión cenital desde el boquete en la muralla que abrieron a tiro
de cañón; Allá, el atrio porticado de San Bartolomé, la iglesia del Cristo a
medio desclavar, del Cristo de Atienza; más cerca, la de la Trinidad que
desportilló el rayo; y más cerca aún, la de Santa María del Rey, cuya portada
sur da un carácter solemne al cementerio; y lejos, al otro lado del vallejuelo,
la de Santa María del Val, la más antigua de todas, donde los frailecillos de
piedra juegan a contorsiones en el arco románico de la portada. La venerable,
la hermosa Atienza de la Plaza del Mercado junto a San Juan, que es la única
parroquia del pueblo, la impresionante, la que sin detrimento de su hermosura
invita a recogerse con sólo pasar a través de su puerta bajita, que está
abierta de par en par.
-Me quedo, mire
usted, con el retablo mayor.
-Y yo con el Santo
Cristo de Carmona.
-Y yo con el órgano.
En la iglesia de San
Juan reza una anciana. Entro en silencio y me detengo a contemplar, como casi
siempre, las bellísimas pinturas de Alonso del Arco que adornan el retablo. En
las iglesias de Atienza hay dos detalles que nunca me canso de mirar: las
pinturas del retablo de San Juan y la capillita rococó de la Trinidad, que,
según parece, regaló a la villa el rey Felipe V.
-Oiga: ¿Y el Cristo
del Perdón no le gusta?
-Mucho. Sí, señora.
Siempre que vengo me detengo unos minutos delante de él.
Hace algo de frío en
la Plaza del Mercado. Por una calleja en cuesta, próxima al arco de
Arrebatacapas, se deja ver la torre del castillo sobre las peñas en una imagen
conjunta irrepetible, de pintura de cuadro.
El arco de
Arrebatacapas es una de las principales puertas que tuvo la muralla. Una más de
las enseñas de Atienza, a cuyo través el viento sopla impetuoso en las tardes
crudas y en las noches de cellisca. Los atencinos eso lo conocen bien, y lo
sufren, pero lo disculpan y no lo cambiarían por nada del mundo. Al pie del
arco de Arrebatacapas quedan los tres zoquillos donde se venden los souvenirs,
los recuerdos consistentes en antigüedades y en atalajes característicos de la
serranía, difíciles de encontrar en alguna otra parte.
Cuando se está en
Atienza, se corre el riesgo de encender la pasión, de convertirse en esclavo de
lo que los ojos ven o de lo que el corazón siente. En la otra plaza, en la de
España, frente a los soportales del ahora remozado edificio del Ayuntamiento
con su escudo y campanil, está la fuente barroca de los tres delfines, la que
en un principio se colocó abajo, junto a la ermita del Humilladero en el año de
1784, «reinando la majestad del señor don Carlos III que Dios guarde. Y luego,
calle abajo, en un rinconcillo orientado a la solana, la fuente del Tío
Victoriano, con el verdadero escudo de Atienza sobre el frontis en bien
conservados relieves.
Por estas cuestudas
calles de Atienza anduvo el rey Felipe V, y el Empecinado, y el general Hugo, y
don Benito el de los Episodios que tanto y tan bien escribió sobre Atienza; y
el moro Almanzor, y Alfonso VIII, mucho antes que los demás, cuando las calles
tan solo fueron campos. Hoy suelen ser personas mayores y turistas los que se
ven por ellas.
Más abajo está el
pretil y la barbacana de la antigua iglesia de San Gil, la que en tiempos contó
con el privilegio de ser iglesia-asilo. Dentro queda el primero de los dos
grandes museos con los que cuenta la villa. En este momento la puerta está
cerrada. Una serie de azulejos, encuadrados en marco de buen herraje, explican
al visitante lo que allí hay y a quién es debido: «Iglesia de San Gil, Siglo
XII. Museo de Arte Sacro y Paleontológico. La Villa de Atienza agradece la gran
labor realizada para el montaje de este Museo al párroco de esta Villa, Don
Agustín González Martínez. Con gran afecto le ofrecemos este merecido homenaje.
Atienza, Mayo 1991.» Hay quienes aseguran que todavía es de más valor, por lo
menos en piezas únicas de Paleontología, el museo de abajo, el de San
Bartolomé, inaugurado en el verano de 1996.
Desde el pretil de la
iglesia museo de San Gil, se deja ver el ábside en ruinas del antiguo convento
de San Francisco, con las únicas arcadas ojivales que tiene Atienza; y el
camino entre hierbas por donde, en la mañana de Pentecostés, desfilan hasta la
ermita de la Estrella los cofrades de La Caballada, con más de ocho siglos de
historia castellana bajo sus capas.
La tarde anda de
caída. Por la fuente romana del hondo de San Bartolomé, no lejos de la Puerta
de la Salida, pasa un anciano que viene desde la Virgen del Val. El hombre
regresa empujado por las sombras. Es un señor abierto y conversador, al uso de
los viejos hidalgos castellanos. Gusta saberlo todo.
-Y dice usted – me
pregunta-, que con lo que va a contar a la gente se enterarán bien de lo que es
Atienza.
-Pues, no lo sé – le
respondo-. Es difícil; tan difícil como explicar a un ciego el color de una
naranja. Atienza es para verlo con los ojos. Pero, yo creo que de algo sí que
servirá.
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