Páginas

lunes, 2 de mayo de 2016

ANDAR POR CASTILLA (III) ALMAZÁN (Soria)



«Almazán, con sus murallas, al lado del Duero, con su hermosa plaza con soportales, sus puertas, sus cubos y torreones, presentaba agradable aspecto. Vio las iglesias, el palacio de la plaza, la sillería roja; anduvo por la parte alta del pueblo, metiéndose por las callejuelas. Contempló las casas de adobe, torcidas y derrengadas, de color arcilloso las tapias de los corrales, con bardas de ramas revocadas con manteo de barro y paja.» (PIO BAROJA. “La nave de los locos”)

            Almazán es otra de las importantes ciudades castellanas de nuestro entorno a las que es posible ir y regresar de nuevo en el mismo día después de haberla visto, y bien que merece la pena. Conocía Almazán de haber cruzado alguna vez por sus orillas camino de Soria. Desde Atienza, por tomar un punto conocido de referen­cia, se llega sobradamente en media hora. La carretera es buena, y el tiempo, por lo menos en el fin de semana que anduve por allí, corrió a mi favor en pleno mes de agosto.
            Cuenta la villa actualmente con una población de hecho superior a las seismil almas. Se nota apenas entrar que es una ciudad viva, una ciudad en movimiento que cambió durante las últimas décadas aquel otro aspecto de villa de agricultores y ganaderos, por el que ahora presenta, mucho más dinámico y cosmopolita. Como "Ciudad del mueble" la anuncia un cartel en las afueras. Cuando uno se adentra, cruzando bajo el primer arco ojival en la muralla, se da cuenta de que la otra Almazán, la de las iglesias y los palacios de junto al Duero, la real villa de tan rancio abolengo en siglos pasados, también está allí, conviviendo en cordial entendimiento -porque con buena voluntad y un poco de sentido común todo es posible- con la ciudad al día, con la de las megafonías y los ordenadores, y el asfalto, y las velocidades vertiginosas, como corresponde a una plaza de su categoría donde el peso de la historia se deja sentir.
            Se ve que Almazán es una ciudad de origen antiguo, una ciudad mora, según anuncia su nombre (Al-Mahsan, el fortificado) y asegura la Historia. La repobló en 1128 el rey Alfonso el Batallador.

            Acabo de pasar al centro de la ciudad bajo el imponente arco ojival de la muralla. He entrado en la Plaza Mayor: una iglesia, un palacio sobre soportales, un edificio magnífico de finales del siglo XIX con reloj concejil, otro arco en la muralla. En medio, presidiendo el espacioso y ajardinado recinto de la plaza, la estatua en bronce del más insigne de los hijos que ha dado Almazán, el jesuita y teólogo en Trento Diego Laynez. Por lo que acabo de ver, la iglesia está dedicada a San Miguel y es románica, construida en el siglo XII; el palacio es el de los Hurtado de Mendoza, después lo fue de los condes de Altamira, terminado de levantar en el año 1590 en su actual estructura y dentro del gusto renacentista de la época; el otro edificio destacable es el Ayuntamiento, con un balcón corrido que ocupa toda la fachada y una torreta con carillón para dar las horas. Bajo la esfera del reloj aparece escrita en letras de forja la fecha 1886 en que se debió instalar. El arco lateral en la muralla es una más de las cuatro puertas que tiene la villa, por la que se baja hasta la iglesia de Santiago, o de Jesús, que veré más tarde, y a las alamedas del Duero. A la sombra de los soportales, sentados sobre los bancos, los ancianos y los más jóvenes se resguardan del fuerte sol de la media tarde. A espaldas de la estatua de Diego Laynez se recorta en el azul de la tarde la artística torre de San Miguel, con sus ocho caras y sus ocho vanos del campanario. Queda constancia documental, según me han dicho, de que en el primitivo palacio de los Mendoza estuvieron durante tres meses del año 1496 los Reyes Católicos, las infantas y el príncipe don Juan, quien alargó la estancia por siete meses más.
            La que llaman de Palacio es una calle antigua, limpia, evocadora. A mitad de la calle de Palacio viene a caer la portada de otra iglesia románica, la de San Vicente, dedicada en la actualidad, según indica un cartel adosado al muro, a Aula de Cultura del Ayuntamiento. No he podido entrar, la encuentro cerrada a cal y canto. El ábside de la iglesia de San Vicente me ha recordado los de la Trinidad y San Gil de las iglesias de Atienza.
            Por unas callejas próximas he venido ahora a caer en otra iglesia en servicio. Tiene todo el aspecto exterior de las iglesias castellanas del siglo XVIII. Luce, bajo el campanario y bajo la portada, un escudo episcopal tallado en relieve. Se trata, me ha dicho su párroco, de la iglesia de San Pedro, en realidad la primera y principal parroquia de Almazán. Hay en su interior un bellísimo retablo barroco, con dorados de la mejor factura y en perfecto estado de conservación.
            Todavía me he quedado sin ver algunas iglesias más, como la de Santa María y el convento de la Merced. En este convento de mercedarios murió en 1648 el poeta y dramaturgo del Siglo de Oro fray Gabriel Téllez, más conocido por Tirso de Molina, aquel que se formó en Alcalá y profesó en el convento de la Merced de Guadalajara, el mejor de nuestros dramaturgos  de siglos atrás en el conocimiento y tratamiento del carácter humano, con un montón de obras famosas legadas gratuitamente a las gentes de su tiempo y a los que vendríamos después.

            Aún he tenido tiempo para bajar, con un poco de prisa porque la tarde va de caída,  a la iglesia octogonal de nave única que -salvando las distancias a favor de lo nuestro, me ha recordado el panteón de la Vega del Pozo- en el pueblo conocen por la de Jesús, cuando en realidad es su titular el apóstol Santiago. Tiene un curioso campanario blanco, con linterna de azulejos y de maderas deterioradas, y una magnífica portada de forja que me da paso. Dentro hay ocho altares, uno en cada cara. En el altar del fondo hay una imagen de Jesús Nazareno, algo parecida al Jesús de Medinaceli, aunque no igual, y al que el pueblo profesa desde antiguo una gran devoción.
            De nuevo en la Plaza Mayor uno se da cuenta de que Almazán es una ciudad hermosa, con mucho que ver sin que para ello sea preciso adentrarse en los entresijos de su pasado. Detrás de la iglesia de San Miguel, en un lateral de la plaza, hay un mirador la más de oportuno que da vistas a una espaciosa vega, al Almazán de las arboledas espesas "que lame el Duero" y que, inevitablemente, nos hacen recordar a don Antonio Machado, el poeta de Soria y de Castilla, pese a ser andaluz. Más abajo el puente sobre el río, con el contraste del intenso tráfico que aguanta sobre sus pilastras a esas horas de la tarde. Y al otro lado del puente, la playa artificial, la que reaviva los veranos de la villa, una playa en las aguas del Duero plagada de bañistas hasta que cierra la noche.

            A la salida, salpicando el azul las primeras estrellas, es preciso detenerse a comprar, en cualquiera de los establecimientos que las anuncian, sus famosas “yemas”, una variedad exquisita de la repostería conventual, yemas huecas y azucaradas, que tienen su sede y asiento en la vieja Castilla, y Almazán, y Soria, no te olvides, quedan en su núcleo central, en su mismo corazón, y como tal lo son y así se consideran.

No hay comentarios:

Publicar un comentario