A veces suele ocurrir que éste o
aquel otro lugar escondido en los rincones de la memoria, vuelve a poner no
sólo el corazón, sino también los pies en movimiento. Acercarse a Brihuega
desde la capital de provincia en una limpia tarde de abril, es algo que está al
alcance de cualquier ciudadano que lo desee. El tiempo a emplear, ya se sabe,
media hora de viaje a una velocidad más que prudente, y otros tantos para el
camino de vuelta disfrutando del paisaje, que por aquellas fechas en la Alta
Alcarria, a eso de la caída de la tarde, suele ser bastante sugestivo.
Una vez allí, y después de haber
saboreado a placer el agua de cualquiera de sus dos fuentes -en Brihuega las
fuentes nunca vienen solas- que cubren la entrada al Parque de la Alameda, lo
aconsejable es colarse por debajo del arco que dicen de la Cadena, teniendo
sobre las sienes y en la imaginación, la trifulca guerrera que recuerda al
caminante una plancha de apretada lectura que aparece sobre la piedra clave de
la histórica puerta y que, nadie lo diría, da paso a la plazuela de Herradores
y a las callejas más evocadoras y sugerentes de la vieja villa, para concluir,
no mucho después, en la otra plaza, en la plaza grande, que allí se le sigue
llamando con su nombre de toda la vida: la Plaza del Coso.
La Fuente Blanquina -bonito nombre-, es uno de los monumentos más
representativos y más bellos que tiene Brihuega. Los doce caños en línea de la
fuente manan a todo manar sobre un pilón común que acoge toda el agua. Uno
piensa que sólo el desagüe de la fuente Blanquina
debe de formar un arroyo más importante en contenido que tantos riachuelos
de postín como aparecen los mapas, con su característico trazo azul rodeado de
afluentes. Ni qué decir que luego de haber servido para regar los huertos que
los hábiles campesinos cultivan en la vega, el agua que todavía sobra de ésta y
de las demás fuentes que tiene Brihuega, irá a parar a las gargantas del Tajuña.
Cruzando hacia la calle de las
Armas, el pueblo muestra de un tiempo a hoy el lustre ocre de sus más modernos
edificios. Los laureles sobresalen por encima de las tapias de los jardines en
varias de sus calles. En la de las Armas me encuentro con una casona antigua
que llama la atención. Los escudos de familia en blanco alabastrino que adornan
la entrada, son como timbres que sellan el talante señorial de su casco
histórico. Hay una señora sentada sobre un banco al final de la calle, muy
cerca de la casa en donde se lucen los cuedos. Es una anciana amable y
decidora, una mujer atenta y de fácil conversación.
- Qué casa más bonita tienen aquí.
- No está mal. A los que vienen de
fuera les gusta verla.
- ¿Quién vive en ella?
-Viven dos vecinos. Todo eso es de
unos que seguro que los conoce usted. Les decimos los Pepitos. Son de los más
conocidos de Brihuega.
Produce un verdadero gozo andar por
estas calles que bajan hasta la Plaza del Coso, donde las viviendas con más de
un siglo de antigüedad se sostienen sobre columnas de piedra, dejando en el
frescor de la sombra los típicos soportales alcarreños, parte de la histórica
estampa de Brihuega.
La Plaza del Coso, tan evocadora y
tan cargada de luz, se encuentra a estas horas de la tarde casi desierta. Un
grupo de turistas se asoman a la “Cueva
Árabe” a través de la reja. El pueblo se torna más interesante a medida que
nos vamos aproximando al “Pradillo de
Santa María”. Son muchos y muy distintos los motivos que, cuando se llega a
este lugar, llaman nuestra atención. Creo que la última vez que anduve por aquí
aún duraba, espeso y bien pegado al muro, el manto de yedra que tapizaba el
añoso paredón del Castillo por esta parte.
En el Prado de Santa María, a un
lado y al otro los arcos en la muralla de las puertas de la Guía y del Juego de
Pelota, hay una romántica fuente-surtidor, un par de juegos de parteluz en el
muro de la Peña Bermeja, y una serie de placas conmemorativas con las que
Brihuega recuerda hechos y personas cuyos nombres, con el mejor criterio,
considera que jamás debieran desparecer: “Don Jesús Ruiz Pastor Serrada.
Brihuega agradecido, 4 de Septiembre de 1969” . Sobre un tremendo pedrusco se sostiene
el busto ennegrecido del famoso empresario al que la leyenda se refiere. No
lejos, y ahora en dos sencillas placas, se rinde homenaje a los hermanos
Sebastián y Diego Durón, insignes músicos briocenses, y a la memoria del
maestro Cabezudo, compositor y director de la banda de música local durante
cincuenta años. Sépase, sin que ello tenga parangón posible en ningún otro
lugar de la provincia, que Brihuega se distingue a lo largo de su historia,
entre otras atribuciones más que aquí dejaremos pasar de largo, por su
importantísima tradición musical, ya que los hermanos Durón, por ejemplo, allá
por la segunda mitad del siglo XVII en que vivieron, y el maestro Jesús Villa
Rojo en este tiempo nuestro, son nombres señeros en la creación y en la
ejecución instrumental del “divino arte”, difícilmente superables.
Desde los barrotes de hierro que en brihuego de andar por casa llaman “los guinches”, que salvan del precipicio a
derecha e izquierda la explanada del Prado de Santa María de la Peña, se pierde
ante los ojos la vega del Tajuña, con sus bancales de tierra mullida, sus
huertecillas verdes y el continuo sonar del agua que corre.
La gente pasea por los senderos que
avecinan a las murallas hasta perderse en la sombra por el camino que cruza al
otro lado del arco. Por estos alrededores el arco se llama de Cozagón, antigua
puerta principal de entrada a la villa, levantada en el siglo XIII sobre la vía
que llegó desde Brihuega hasta Toledo, por la que entraron y salieron tantos
grandes personajes de la antigüedad: reyes, príncipes, arzobispos y cardenales,
como en siglos pasados anduvieron por allí. Todavía, en su forzoso abandono, el
arco de Cozagón ofrece al caminante sus ingentes volúmenes de piedra sillar en
la que prevalecen, tras larga batalla ganada el tiempo y a los elementos, las
marcas de los canteros tardomedievales.
Son muchas más, infinitos, los temas
de interés que en este trabajo se han pasado por alto y que resultan
injustificables al hablar de Brihuega: la Virgen de la Peña; sus famosos Jardines; algunas de sus leyendas y
conocidas historias, como la de la princesa Elima.
Sería imperdonable obviar, una vez
situados en estos parajes que rodean a Brihuega, cómo dos batallas de las más
importantes que registra nuestra Historia se dieron aquí. Me refiero a las que
han pasado a la posteridad con los nombres de “Batalla de Villaviciosa” y
“Batalla de Guadalajara” respectivamente.
La primera tuvo lugar en la llamada
“Guerra de Sucesión”, entre los ejércitos del Archiduque Carlos de Austria y
los del francés Felipe de Anjou, ambos pretendientes al trono española tras la
muerte sin sucesión de Carlos II, último rey de los Austrias. Una vez que la
suerte de Valencia se decidió en Almansa, las muestras de alegría de los
soldados del futuro Felipe V fue grande. En diciembre de 1710 los aliados se
vieron derrotados en Brihuega y en sus vecinos llanos de Villaviciosa. El
futuro rey en persona estuvo al frente de su ejército, que salió victorioso. La
victoria del de Anjou sirvió para instalar en España la dinastía Borbónica.
La
“Batalla de Guadalajara” tuvo lugar por estos mismos campos durante la Guerra
Civil Española entre los días 8 y 13 de marzo de 1937. Las tropas italianas
(50.000 hombres) respaldadas por otros 20.000 al mando del general Moscardó,
resultaron ser inoperantes. El tremendo desastre, presente todavía en la
memoria de muchos ancianos de estos pueblos, lo contó con bastante precisión y
detalle Ernest Hemingway, en crónica estremecedora que concluye con estas
palabras: «Brihuega tendrá un lugar entre las batallas decisivas de la historia
militar del mundo.»
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