Después de puesta la vida
tantas veces por su ley
al tablero;
después de tan bien servida
la corona de su rey
verdadero
después de tantas hazañas
a que no pude bastar
cuenta cierta,
en la su villa de Ocaña
vino la muerte a llamar
a su puerta.
(Jorge Manrique)
Hasta hace sólo unas fechas que anduve por allí, oteando
monumentos y buscando impresiones de un lado para otro, la villa de Ocaña
apenas había significado para mí una leve referencia que apenas aportaba a la
imaginación acaso una idea turbia, fugaz, imprecisa, sin un punto de apoyo
sobre el que mantenerse en pie. Era hasta entonces la villa en la que el
comendador don Rodrigo de Manrique encontró la muerte, según las famosas
"Coplas" de su propio hijo; era la villa cuya picota dio pie a uno de
los mejores artículos de G.A.Bécquer, y que su hermano Valeriano ilustró con un
dibujo magistral en la primera ocasión que vio la luz; era, en fin, con
referencia a tiempos más actuales, la villa toledana del famoso penal.
La Mesa de Ocaña, comarca de la que la villa es cabecera,
se extiende como una prolongación de la última Alcarria a la que se asemeja
por la condición natural del terreno, en tanto que, por la altura, y por la
climatología de la que suele gozar a lo largo del año, es tierra manchega, y
así la podemos tomar en cuenta, como la inmensa portona que abre cara a las
tierras del sur los campos de la Mancha.
En Ocaña, como en cualquiera de las ciudades históricas
repartidas por ambas Castillas, hay que buscar meticulosamente la huella del
pasado, que irá apareciendo a trechos oculta entre el sedimento de la
modernidad, entre el olor a asfalto, los semáforos y el murmullo de las
cafeterías. El palacio de los Duques de Frías, de estilo Isabel, que mandó
construir don Gutierre de Cárdenas, aquel prohombre que negoció la boda de los
Reyes Católicos, es sólo un dato a tener en cuenta a la hora de considerar la
importancia de la villa; y otro lo hubo en el camino de Aranjuez, donde se
hospedó siempre que pasó por Ocaña la Reina Católica, y usaron después en sus frecuentes
viajes los reyes de la Casa de Austria; y de la época imperial, o ligeramente
posterior, lo es la fábrica de la Fuente Nueva, situada en un ligero valle de
extramuros.
Pero nos habremos de detener un instante en la Plaza
Mayor; en una de las plazas castellanas más sonoras, mejor dispuestas, notorio
monumento por sí sola a la par, y sin salvar en exceso las distancias, con las
plazas mayores de Madrid o de Salamanca, por hacer referencia a dos de las más
representativas de las que pueden servir de modelo sin salir de nuestra patria.
Es ésta una plaza cuadrada, simétrica, señorial, soportalada, de trazado
barroco, mandada construir por el rey Carlos III en 1777 y acabada cuatro años
después a expensas de los fondos públicos. En dos de los lados laterales del
cuadrilátero perfecto que tiene por planta, se alinean 18 arcos, y 17 en los
otros dos. Como fondo a una de sus caras se levanta el edificio del
ayuntamiento, con balconaje y carillón de voluminosa campana, que en algo nos
recuerda al del mítico reloj madrileño de la Puerta del Sol.
Y no lejos de la Plaza Mayor, medio escondida en el
centro de una plazuela que se abre a mitad de la calle de Lope de Vega, frente
al teatro del mismo nombre que fue convento de Jesuitas antes de la
Desamortización, continúa por los siglos la famosa picota, para mi uso, con la
de Villalón de Campos en Valladolid y con la de Fuentenovilla en Guadalajara,
la más monumental y artística que hay en España. A la picota de Ocaña va unido
de modo inseparable aquel artículo de Bécquer que la inmortalizó como
monumento: «Es alto como una mediana torre, y esbelto y delgado como una
palma; el arte ojival trazó su silueta, reuniendo al más puro y ligero de sus
contornos góticos los rasgos más sencillos y característicos de su graciosa
ornamentación. El tiempo ha completado la obra del artista, prestando la
riqueza de color y la variedad de tonos que los años dan al granito; las
mutilaciones propias de las injurias de la edad contribuyen a hacerlo
pintoresco». Todo sigue siendo lo mismo que cuando pasó por allí el poeta
sevillano, con siglo y medio a sumar de deterioro, pero digna y monumental
como se desprende de las líneas transcritas, demasiado encerrada quizás, en
medio de una placita que el ayuntamiento dedicó a José María de Prada, cuando
pudo haberlo sido al propio Bécquer en testimonio de gratitud.
A la vera de la Calle Mayor, Avenida del Generalísimo o
Carretera de Cuenca, queda en un rinconcito sombrío el convento de Carmelitas
Descalzas de San José. Es de estilo renacentista con pequeño claustro y una
sola nave. El cumplido epitafio de un enterramiento que hay en el interior de
la iglesia conventual, habla sobradamente de su importancia:«Aquí yacen los
restos mortales de don Alonso de Ercilla y Zúñiga, caballero del hábito de
Santiago y gentil-hombre de cámara del emperador Carlos V. Los de su hermana
doña Magdalena de Zúñiga y los de su mujer, la señora doña María de Bazán,
fundadora en el año 1595, de este convento de San José de la Orden de
Carmelitas Descalzas de esta villa de Ocaña. Falleció en Madrid el 10 de marzo
de 1603. R.I.P.». Hoy, más por la importancia de quien allí está
enterrado, autor de "La Araucana"y conquistador de Chile, que por
mérito propio, el modesto convento de Carmelitas es Monumento Histórico
Nacional, con todos los beneficios y consideraciones que ello le haya podido
aportar. En el exterior, un juego de azulejería adosado al muro, recuerda con
hermosos versos de Lope de Vega la talla humana y literaria de don Alonso de
Ercilla.
Es mucho lo que todavía queda por ver y por decir de la Vicus
Cuminarius romana; plaza que no fue recuperada a los árabes por las armas,
sino como regalo de bodas del emir Aben-Abed al rey Alfonso VI, parte de la
dote que entregó al monarca castellano al casarse con su hija, la princesa
Zaida.
En torno a los cuatro o cinco mil habitantes debe de
contar en su censo la villa de Ocaña; sin duda una de las más importantes de la
Mancha toledana, en donde, a pesar de todo, y sin perder el nivel que a finales
de siglo los nuevos tiempos señalan y requieren, aún se advierte en sus calles
y rincones el recio sabor de la nobleza española del XVII.
Con sus torres y sus campos de mies en la llanura, componentes
inseparables de la conocida Mesa de Ocaña, el pueblo queda allí, como cirio
encendido de un pasado que no conviene olvidar.
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