lunes, 25 de abril de 2011

SAN ESTEBAN DE GORMAZ

Estas son, en efecto, las tierras del Cid. Los pueblos, los riscos, la inmensa llanura de la vega, las piedras de las iglesias, hablan de don Rodrigo por estos pueblos. De las diferentes versiones acerca de la personalidad del autor del "Poema", en algunas se admite que pudiera tratarse de un juglar nacido en cualquiera de estas callejuelas, o de estas cuevas mil veces habitadas que hay por debajo del cerro del Castillo, en cuya solana asienta el pueblo; un castillo, por cierto, del que solo queda en pie un fosco murallón inaparente y el nombre, eso sí, porque los nombres en Castilla duran más que las leyendas y que las piedras de las catedrales. Las dos iglesias románicas de San Esteban son coetáneas del Campeador, y una de ellas, la de San Miguel al fondo de una costanilla, seguro que más antigua. El viajero busca en San Esteban de Gormaz -locura es confesarlo- la sombra de don Rodrigo el de Vivar, lo mismo que cuando pisa tierras de la Mancha sueña con don Alonso Quijano, al que desearía encontrar, a lomos de un Rocinante de vapor, cabalgando por aquellas llanuras.

Ixiendos´ va de tierra el Campeador Leal
de siniestro Sant Estevan, una buena çipdad

Y si ello puede servir al lector como un dato más de los que por lo general no refleja la Historia, bueno será apuntar que aunque por poco tiempo allí estuvo de niño el rey Alfonso VIII antes de que lo llevasen a Atienza huyendo de sus perseguidores los soldados de Alfonso II de León, su tío, que obligó a los arrieros atencinos a la heroica huida en la madrugada de Pentecos­tés de 1162, acción que todavía se recuerda cada año en esa misma fecha con la fiesta de la Caballada.
Hace algo más de un mes que anduve por San Esteban. El recuerdo ha reposado lo suficiente en el mullido colchón de la memoria como para referirse a la vieja villa de junto al Duero soriano sin pasión alguna, sin sentirse afectado por la visión reciente de las cosas, que siempre desfigura las imágenes, las impresiones, las palabras.
Unos chiquillos con cañas de pescar aguardan impacientes la picadura del pez sentados sobre la barbacana de un puente de piedra a la salida del caz. El puente está junto a la carretera, frente al arco de la villa que aún conserva por encima de la piedra clave el escudo de don Diego López Pacheco, el Grande, que fue conde de San Esteban durante las tres primeras décadas del siglo dieciséis, y no más porque murió joven.

El pueblo de San Esteban queda al fondo de una extensa vega de huertas que alimenta el río Duero, y bajo el sólido asiento del cerro cortado en vertical que sostiene las ruinas del Castillo, y desde cuya cima, según refieren las buenas gentes del lugar, la visión resulta impresionante. La calle Mayor es larga, soportalada, parte de la plaza en donde está el ayuntamiento y sube hasta el barrio antiguo en el que todavía es posible encontrarse con algunos rudimentos medievales. El nuevo ayunta­miento, al gusto y forma del que hubo antes, fue inaugurado en el año 1994 por la duquesa de Alba, condesa de San Esteban. Por la calle Mayor, ahora en uso exclusivo para peatones, se ven, unas tras otras, las casonas recias de la vieja ciudad, varias de ellas con paredones de entramado a partir de la primera planta, paredones castellanos, herrajes y balcones con pátina y aire de siglos, y escudos familiares franqueando a veces el muro por encima de los dinteles o por debajo de los aleros ennegreci­dos.
En los alrededores de la iglesia de San Miguel aún se ven algunas viviendas de adobe, de barro puro. A la puerta de sus casas, junto al emparrado, hay hombres mayores y mujeres que salen a la calle a ver quién pasa.
-Buenos días ¿Es ésta la iglesia de San Miguel?
-Sí, señor; ésta es.
La calle que sube hasta la iglesia es estrecha, y tiene como fondo el pórtico antiquísimo del famoso templo; famoso sobre todo por ser, según me han dicho, la más antigua de toda la región según el arte de los monjes de Cluny, aquel arte severo, espiritual, de los hombres del primer cambio de milenio, ideado parece ser como refugio de cuerpos y de almas en la hora fatal del fin de los tiempos, del exterminio definitivo de la raza humana anunciado por agoreros para el año mil y que, como es razón, no se produjo. Sin duda, la iglesia de San Miguel es pieza pionera del románico castellano, levantada seguramente en los últimos años del siglo XI. Alguien ha dicho, con relación a ella, que allí se inventó el pórtico arqueado de galería abierta a lo largo de un lateral. El paso del tiempo ha hecho mella en la piedra de los capiteles y de los arcos, de los que, por cierto, tiene dos cubriendo los estrechos ventanales que hay por encima de la cobertura exterior del pórtico.

Hemos salido por un momento al campo, al otro lado del ábside en tambor de la iglesia de San Miguel. Un poco más de cuesta por las calles más altas del pueblo nos llevan hasta la Virgen del Rivero. Un muchacho joven baja por la escalinata con unas llaves; seguramente que viene de enseñar la iglesia por dentro a algún turista. No han cesado las obras y los cambios, las reparaciones y los retoques, en la iglesia del Rivero durante los últimos siglos. El arreglo más reciente es de este tiempo nuestro. La espadaña, triangular con torreta como remate y doble vano en el campanario, se ve que es de piedra nueva, casi acabada de montar; antes se restauró en su totalidad el pórtico, se pulieron los arcos, se renovaron una buena parte de los capite­les, y se pusieron nuevas las maderas de la cubierta. En su origen y estilo es pareja, aunque bastante mayor, que la de San Miguel, si bien ligeramente posterior en el tiempo: «Esta iglesia de la Virgen del Rivero fue restaurada por la Junta de Castilla y León, siendo presidente el Excmo. Sr. Don Juan José Lucas. Agosto 1996».
La calle de Santa María -ahora todo es bajar- nos devuelve al San Esteban ajustado con los nuevos tiempos; al San Esteban de las plazuelas ajardinadas, de los comercios y de los restau­ran­tes, de los paseos románticos por la ribera del Duero a un lado y al otro de su famoso puente. Un pueblo para la historia; una reliquia sin parangón de aquella Castilla de leyenda donde se repusieron las hijas del Cid, después del mal trato que en el robledal de Corpes recibieron de sus esposos; un lugar para ver y para gozar a la caída de la tarde, cuando la fuerza del sol nos lleva a soñar en perdidos paraísos, y San Esteban de Gormaz lo es.

domingo, 10 de abril de 2011

ATIENZA PARA SOÑAR


La Villa Realenga se re­tuesta al pie de las peñas del castillo a eso de las doce. Se ve cómo los tithios, al decidir su enclave sobre la ladera del cerro, pensaron con profundidad de miras en los bruscos deva­neos de la climatología. El ambiente fogoso de Las maña­nas de verano sobre las igle­sias, sobre las plazuelas, y sobre los cuerpos y las almas de las buenas gentes de Atien­za, no es sino una reserva -quizás en esta ocasión un tanto desajustada- de energías que conviene guardar para cuando, en los crudos amaneceres que avecinan a la fiesta de la Na­vidad, se hielen las fuentes.

Atienza es villa antigua y señorial como Toledo y Salaman­ca, como lo son todas las vi­llas y ciudades de la vieja y señorial tierra de Castilla que quedaron registradas en el Li­bro de la Historia, o tal vez mucho más que casi todas ellas. El escritor ha caído sobre Atienza por enésima vez. En la presente ocasión lo ha hecho en compañía de nadie y con un fin inconcreto, con el simple fin de volverla a ver, de andar por sus calles, de respirar los aires limpios de la serranía, de disfru­tar de ella con solo mirarla y tenerla cerca, como se disfruta de una novia o de un paisaje hermoso que nadie ha llegado a profanar y del que, por aquellas del último fleco de la ilusión, uno suele consi­derar sin demasiado motivo como algo propio.

Los fuertes calores de este verano que atravesamos tienen a los atencinos descon­certados. En las tiendas de regalos de bajo el arco de Arr­ebatacapas, en el antiguo case­rón que ahora ocupa la farma­cia, en las oficinas de la caja de ahorros y a la sombra de los soportales de la Plaza del Tri­go no se habla de otra cosa.

- ¡Santísimo Cristo de los Cuatro Clavos, qué va a ser de nosotros!

La señora que sirve en el bar de la plaza de abajo se ha subido a la parra y ha cobrado el quinto de cerveza a precio de oro. El escritor -que tan sólo guarda de Atienza amistad y agradables recuerdos- lamenta que le hayan tomado por un apa­reci­do, que mientras unos, a los que en realidad ni les va ni les viene llevar a carreta­das los turistas a la noble y leal villa del pequeño rey Al­fonso, contándoles siempre que tiene ocasión los mil y un en­cantos que la Historia allí quiso dejar como señal, otros, que bien se le antoja se juegan en ello el pan de su familia, se obstinan por medio de abusos y de malas artes en tirarlos de allí, en ponerlos de patitas al otro lado de la muralla como quien arroja de su feudo a los tercos y molestos abejorros que liban de su sudor. Sirva como contraste la escueta reseña de prensa aparecida tiempo atrás y referente a la propia villa, en la que se decía que un grupo de universitarios de Guadalajara y Madrid, se habían jugado el tipo encima de los andamios y una larga semana de sus vaca­ciones, restaurando el soberbio artesonado de la iglesia de San Bartolomé, en campo de trabajo y sin pedir remuneración alguna por su quehacer. Son los eter­nos contrapuntos por los que el vivir de cada día se desen­vuel­ve, la hiel y la miel que nos ayudan a cruzar por este mundo en perfecto equilibrio; con­traste y equilibrio, sí; locura y gravedad, despojo y maravilla como la propia Atienza.

La torre del castillo se levanta inmensa sobre el roquedal ante el blanco nubarrón que, con un poco de suerte, acabará en tormenta antes que el día concluya. Cuando ello suceda, el escritor se encontrará lejos de aquí, se habrá despedido de las torres, de los escudos de piedra, de sus amigos los aten­cinos, para regresar bajo cual­quier pretexto en día no leja­no.

Por la pina callejuela que va desde San Gil a la Plaza de España, pasando a mitad por la evocadora fontanilla del Tío Victoriano, aquella que se ado­rna con el que dicen ser el verdadero escudo de Atienza sellando la pared, su­ben media docena de forasteros con el folleto explicativo que les acaban de dar en el museo. Pocos años ha cumplido desde el día de su inaugura­ción el Museo de Arte Religioso de la villa de Atienza. La obra magnífica de don Agustín se ha convertido desde hace un lustro en una de las más serias para mantener vivos los indiscutibles valores de la villa, precisamente aho­ra, cuando cualquier reminis­cencia del pasado, ligada más o menos a las ciencias humanas, no encuentran, ni mucho menos, en la moderna sociedad el res­paldo que merecen. Atienza en este sentido es toda ella una cantera sin fondo previsible, que merece la pena acondicio­nar y colocar en sitio bien visible para que el mundo -empezando, natural­mente, por el más próximo- se entere.

San Gil, Santa María del Rey, la Virgen del Val, San Bartolomé, La Trinidad... Atie­nza, por cualquier ala que se le mire, es toda ella una ex­plosión del arte románico, del buen hacer de la Edad Media. De aquella época, y aun más anti­guas, son las murallas primiti­vas y los sonoros restos de su castillo sobre la roca; y los rincones, y las callejas, y los arcos, que en la cuesta siempre con dirección al cerro, se en­tretienen en jugar unos con otros al más increíble de los juegos: al juego del silencio, de la soledad y de la noche. Son esas viejas calles atenci­nas a las que Pérez Galdós, en frase escueta y acertada, trató de irregulares y de que invitan al sonambulis­mo. Nada más cier­to y nada más actual. Atienza, por fortuna, parece vislumbrar en plazo no demasiado lejano un revivir al servicio del hombre de hoy. La villa parece que comienza a despertar, a resur­gir de sus cenizas como una nueva ave fénix en las sierras norteñas. el público se está interesando por venir a verla. Suena el nombre de Atienza en el mercadillo turístico donde se exponen a escala nacional aquellas piezas de la vieja España que van más allá de los meros artículos de bisutería.

Ahí, derramada desde hace siglos, al saliente, sobre la falda de un cerro cargado de historia, queda, en un postrero esfuerzo por sobrevivir después de los últimos reveses que le propinó el pasado, la sin par villa de Atienza; una parada en el tiempo que intenta a toda costa asegurar su pasaje en el vuelo charter de la modernidad. Una reliquia de aquella España de leyenda, para soñar y para ser soñada.