jueves, 8 de septiembre de 2011

UNA ESCAPADA A LA EUROPA CENTRAL



Hace años que el español medio -inmenso grupo al que pertenecemos la mayor parte de compatriotas- puede permitirse el lujo, y de hecho se lo permite, de saltar por encima de nuestras fronteras y lanzarse al ruedo de los mil mundos con el sencillo propósito de conocer nuevas tierras, nuevos ambientes, deseando ampliar como en el más didáctico de los libros su cultura y sus conocimientos. Las gentes de la Alcarria, jóvenes y menos jóvenes, andamos muy a la cabeza del resto de los españoles en este saludable ejercicio de meter la nariz en los más insospechados rincones del Planeta, como una vez más hemos podido comprobar en este viaje reciente a dos de los más importantes países del centro de Europa: la República Checa y Polonia. El viaje estuvo organizado por la parroquia de San Juan de Ávila, y el grupo de treinta y seis estaba compuesto por personas de la capital y de la provincia, siendo la participación más nutrida por localidades de fuera de la capital la correspondiente a Sauca, formada por siete viajeros en conjunto inseparable.
Viaje de extraordinario provecho, de fuertes impresiones y de sorpresas varias, que tuvieron principio apenas tomar tierra en el aeropuerto de Praga, donde la gente no daba crédito a lo que veían sus ojos, al comprobar que el expresidente Aznar había viajado con nosotros en el mismo vuelo, sin que hubiese sido descubierto por nadie hasta el momento de pisar tierra. No es preciso decir que las mujeres se apresuraron a posar junto a don José María en repetidas fotos de familia que él aceptó con la paciencia y la calma que le caracteriza.

La ciudad de Praga es un muestrario inmenso de motivos que requiere para conocerlo días completos de estancia, muchas más horas de las que pasamos allí. La mujer que nos sirvió de guía no era un portento en el manejo de nuestro idioma, pero estaba entrenada en el ir y venir por las calles de la ciudad mostrando y explicando los monumentos y otros lugares de interés, que recorrimos a pie en las horas y minutos que da de sí un día del mes de septiembre. El Castillo, la catedral de San Vito, el relevo de la guardia, las artísticas plazas de la capital checa repletas de tiendas y de visitantes, el puente de Carlos sobre el río Moldova con una importante colección de estatuas en ambas márgenes y cientos de vendedores de arte manual a cada paso, la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria en la que se venera al más ilustre y milagroso paisano nuestro en todo el continente: el Niño Jesús de Praga, llevado desde España en el siglo XVI como regalo de una noble señora, doña María Manrique de Lara, probablemente con raíces en la villa de Atienza. Quién sabe.
Con el recuerdo grato de una de las ciudades más bellas del mundo, de los tranvías que deambulan sin cesar por sus calles y de las vacas estáticas, pintadas por artistas del país que en Praga se encuentran por cualquier esquina, a la mañana siguiente salida en autocar hacia Polonia. Siete horas de autobús descubriendo pueblos y paisajes muy diferentes a los nuestros.

Cracovia es una de las ciudades que los primeros pobladores de Europa decidieron levantar a orillas del Vístula. El hecho de haber ejercido allí su ministerio como arzobispo el actual Pontífice, le ha dado una importancia que antes no tenía, pero, ahora igual que en siglos atrás, la ciudad de Cracovia es una provocación debido a sus magníficos monumentos entre los que destacan, ambos a un lado y al otro de la Plaza del Mercado, la iglesia de Santa María y la que allí conocen por la Lonja de los Paños, donde, tanto en el exterior como en el interior del largo pasadizo que hay detrás de los arcos, los puestos de recuerdos y de antigüedades son incontables, y a un precio que todavía no esta demasiado mal. Los artículos de joyería, iconos, y enseres propios del país, son los que abundan y los que poco a poco fueron dejando vacío el bolsillo de los viajeros. Desde lo más alto de la torre de Santa María se oye cada hora el sonido de una trompeta tocada por un experto, que repite las mismas notas cuatro veces, una hacia cada punto cardinal. Se hace en recuerdo de un hecho memorable que ocurrió en tiempos en los que Cracovia estaba invadida por las tropas del ejército tártaro. Un soldado desde la torre dio la alarma a toque de trompeta, pero con tan mala fortuna que una flecha enemiga le traspasó el corazón. No pudo terminar, pero gracias a ese aviso la ciudad consiguió defenderse.
Cracovia, con su magnífica catedral sobre la colina de Wawel, en la que destaca -por lo menos si se toma como referencia a lo que estamos acostumbrados aquí- el orden, el respeto a las cosas, la limpieza y la tranquilidad, aun tratándose de un enclave importante para la vida bohemia, nido de artistas en cualquiera de sus manifestaciones que tocan los instrumentos con auténtica pericia en las esquinas pidiendo alguna moneda, de pintores que exponen y venden sus pinturas en plena calle. Eso sí, buscando siempre el ansiado euro de los turistas, como bien demuestra el hecho de que a nuestro paso un grupo de nativos ataviados con la indumentaria típica del país, hicieron sonar el “Que viva España”, que Carolina se marcó a ritmo de pasodoble un poco aflamencao y que causó sensación a propios y a extraños. En una palabra, Cracovia es una ciudad respetada afortunadamente por las guerras, donde se vive en paz, pero con demasiadas estrecheces (trescientos euros, o mil trescientos slotis, que es lo mismo, gana en Polonia cada mes un trabajador medio no incluido en la lista fatal del paro, que en aquel país alcanza la alarmante cifra del veinticinco por ciento).
Y a quince minutos de viaje, la mina de sal de Wieliczka, con más de mil años de antigüedad y varios cientos de estatuas en piedra de sal realizadas por mineros escultores a lo largo de los siglos, y que culminan con toda una catedral situada a más de trescientos metros de profundidad, donde las imágenes, los muros, el retablo, los altares y el pavimento, son piedra de sal labrada dentro de la propia mina. En su interior se celebran bodas, conciertos y otros actos de tipo religioso o cultural. La mina de Wieliczka es Patrimonio de la Humanidad, como no podía ser menos, y desde hace varios años cesó en sus actividades de extracción y se dedica sólo al turismo, que, según nos explicaron y pudimos comprobar, durante los meses de primavera y verano acude desde todo el mundo en cantidades impensables, habiendo pasado a ser algunos de los antiguos trabajadores o sus descendientes activos guías para atender a los turistas durante el recorrido.

El día siguiente lo dedicamos a conocer Wadowice, el pueblo natal de Juan Pablo II, donde conocimos la casa en que nació convertida hoy en un cumplido muestrario de fotografías y de objetos personales del Pontífice. Entramos en la iglesia del lugar, donde se conserva la pequeña pila en la que fue bautizado. Y en un lateral de la misma plaza en la que está la iglesia, puede verse la fachada del colegio al que el pequeño Karol Wojtyla se formó durante sus años de infancia y convertida hoy en ayuntamiento. A lo largo de la fachada del edificio hay un cartel en el que, traducido a nuestro idioma, dice literalmente: “Wadowice. El ayuntamiento será siempre fiel a Juan Pablo II” ¡Qué mejor homenaje de sus paisanos! A escasos kilómetros se encuentra el escenario en donde tuvo lugar uno de los mayores crímenes colectivos de todo el siglo XX: Auschwitz.

En Auschwitz nos encontramos con algunos chicos y chicas de Guadalajara que habían viajado también por estos días a conocer aquellas tierras. Varios de los que formábamos el grupo no pudieron soportar la visita al campo de exterminio nazi y apenas entrar se volvieron al autobús. Auschwitz no es sino un sangrante grito de protesta contra la depravación humana, un referente diabólico de lo que el hombre es capaz de hacer cuando, lejos de cualquier elemental valor, se convierte en bestia. Allí murieron millones de seres inocentes (millones, en plural, muy en plural, porque jamás se llegará conocer el número exacto de las víctimas) por el simple hecho de ser judíos, o de pertenecer a la raza gitana, entre otras razones de similar calado. Los testimonios que allí se pueden ver son horribles. Desde niños de pecho hasta ancianos venerables, pasando por la juventud y por la edad madura, enfermos y lisiados, perdieron la vida en uno de los holocaustos más estremecedores que se registran en la historia de la humanidad. Omito todo detalle por respeto al lector. Esperemos que quienes dirigen el mundo aprendan la lección que nos enseña la Historia que es maestra de la vida, aunque no siempre estemos dispuestos a obedecer sus enseñanzas.
Y el viaje de este nutrido grupo de alcarreños concluyó en Czestochowa, el santuario mariano donde se venera la histórica imagen de la Patrona de Polonia. Allí pudimos comprobar la religiosidad profunda de un pueblo que ha sufrido mucho a lo largo de los últimos siglos, del fervor de la gente joven que contrasta con lo que solemos ver en países del primer mundo, entre ellos el nuestro. Czestochowa es para el pueblo polaco la luz misteriosa que ilumina a toda la nación, y en donde tienen puestos sus sueños y sus esperanzas. Bien merece este noble pueblo que los vientos del azar comiencen a soplar en favor suyo. Los polacos están en ello.

"En las fotografías, Plaza del Mercado de Cracovia y Paseo de los Barracones de Auschwitz"

martes, 26 de julio de 2011

LA GRAN VALERIA



Hemos viajado a un pueblo notable por su antigüedad y por los restos que allí quedan a la vista de todos. Más de veinte siglos de existencia testimonian las excavaciones llevadas a cabo en torno al pueblo, si bien, conviene reseñar que una buena parte de lo que todavía se ve nunca quedó sepultado bajo tierra, sino que siempre estuvo a la vista, soportando todo tipo de efectos dañinos a la intemperie, hasta hace muy pocos años en que a expensas de los organismos oficiales se han ido descubriendo nuevos restos y ampliando el recinto de la que en otro tiempo fue la ciudad romana de Valeria, una de las tres que asientan en la actual provincia de Cuenca. Las otras dos serían Segóbriga y Ercávica.
La ciudad de Valeria estuvo situada en lo alto de un cerro al que rodea la hoz espectacular que tajó el arroyo Gritos, junto a la carretera que va desde Cuenca a la villa de Valverde del Júcar. Un paraje muy particular al que nunca se le dio la importancia histórica y paisajística que merece.

Se necesitaría, como es fácil suponer, todo un tratado para dar mediana cuenta del pasado de esta ciudad romana, lo que está completamente fuera de nuestro propósito. Documentos hay, escritos por responsables investigadores, en los que uno se puede informar debidamente de lo que hasta los primeros años del siglo VIII pudo ser la que ha llegado hasta nosotros con el rotundo apelativo de la Gran Valeria.
Todo apunta a que la ciudad fue fundada hacia el año 82 antes de Cristo por el pretor Valerius Flacus. Se sabe que Roma le concedió el derecho del Lacio y la incorporación al Convento jurídico Cartaginense. Durante la España visigoda alcanzó el rango de sede episcopal, sufragánea de la metropolitana de Toledo. Ya en el año 589 aparece documentado el nombre de su primer obispo, de nombre Juan, uno de los asistentes al Tercer Concilio de Toledo, aquel en el que, renunciando al arrianismo, el rey visigodo Recaredo se convirtió a la fe católica con todo su pueblo. Los sucesivos obispos valerienses asistieron a todos los concilios toledanos, hasta el punto de que el último de ellos, llamado Gaudencio, participó en el decimoprimero y en todos los demás hasta el decimosexto, siendo en éste en el que suscribió las actas en primer lugar por tratarse del obispo más antiguo entre los allí presentes. De la sede valeriense, y aun de la propia ciudad, se dejó de tener noticia a partir de la segunda década del siglo VIII, a cuya decadencia y posterior desaparición debió de contribuir la invasión musulmana de la Península iniciada en el año 711.
A diferencia de otras ciudades romanas, Valeria nunca ha ofrecido dudas en su localización; pues ha conservado su nombre latino hasta nuestros días, si bien salvando algún periodo de la historia reciente en el que se llamó Valera de Arriba, hasta recobrar de nuevo su denominación primitiva a mediados del pasado siglo. De ahí que las referencias han sido continuas en los tratados de los más importantes historiadores, sobre todo a partir del siglo XVI. Martín del Rizo la llama Quemada, por haber sido incendiada por los romanos en su lucha contra los cartagineses, nombre que antes había empleado al referirse a ella el Padre Mariana. Marcos Burriel, el Padre Florez, Ponz, Cean Bermúdez, y muchos más en épocas recientes, se han ocupado de recopilar datos y de descubrir inscripciones en sus piedras. Las excavaciones, llevadas a cabo no con demasiado empeño, comenzaron en el año 1974.

Lo más interesante que hay a la vista entre lo descubierto en las ruinas de Valeria, es el “ninfeo” o fuete gigante a la que en su tiempo bajaban las aguas desde los grandes aljibes situados en la parte superior. Tanto la recogida de aguas como su distribución a la ciudad por los diferentes canales que se iban alineando uno junto al otro, abasteciéndose del contenido de los aljibes a través de una galería abovedada en conexión con las diferentes salidas, debieron ser la nota más sobresaliente de la ciudad; pues los 85 metros de longitud que tiene la galería abovedada, solo fue superada en cuatro metros más por el “Splizonium” de Septimio Severo en la ciudad deRoma, destruido hacia el año 500. De la grandiosidad de esta obra, nos da hoy una idea bastante aproximada lo que en estado de ruina todavía se conserva.
Dejamos aparte cuanto se refiere a numismática, pequeños tesoros, bronces, cerámicas y esculturas, descubiertos en las todavía recientes excavaciones, para hacer mención, con el espacio que creo que merece, al hecho de haber sido Valeria, según autorizadas opiniones, lugar de nacimiento de un Papa de la Iglesia, Bonifacio IV, no considerado español por falta de documentación contundente, pero que un investigador con fortuna, el Padre Argaiz, desveló hace casi un siglo, y sacó a la luz, en un estudio publicado el 1 de octubre de 1926, el cronista Álvarez del Peral en “El Día de Cuenca”, titulado “Bonifacio IV, el Papa que salió de Valeria”, que por su interés creo conveniente reproducir íntegro y que dice así:

“Bonifacio IV, el papa que salió de Valeria”
Sumo pontífice, natural de Valeria, hoy Valera de Arriba.
El descubrimiento de que este papa fuera español y de la actual provincia de Cuenca, se debe al benedictino P.Argaiz, que en su obra “Soledad laureada”, dedica todo el capítulo III del Teatro de Valeria en su segundo tomo, a tan interesante y curiosa investigación.
Fue su padre Juan, médico en Toledo y su madre se llamaba Ildibilda; llegó a ser presbítero de la iglesia de Valeria (hacia 593) y sirviendo en ella varios años pasó a Toledo, donde tomó el hábito de benedictino en el monasterio de San Julián Agalliense. No juzgando sitio apropiado para la perfección de su vida religiosa hallarse en su patria y cerca de sus padres, decidió irse a Roma, donde ingresó en uno de los monasterios que allí había, quizás el de San Andrés o San Erasmo, o tal vez en San Juan de Letrán. Fue el ejemplo de los demás monjes por su austeridad y penitencia, así como por sus conocimientos en materias eclesiásticas, y cuando en el año 606 murió Bonifacio III, fue elegido Pontífice con el nombre de Bonifacio IV, después de una vacante de diez meses. Fócas le regaló el Panteón, templo pagano levantado por Mario Agripa, que el Papa dedicó a la Virgen y a los mártires y aún se conserva con el nombre de Nuestra Señora de la Rotonda. Murió en 614, sucediéndole San Deo¬dato.
Las dos referencias en que apoya el P.Argaiz sus argumentos, son dos noticias dadas, la una, por Humberto en su Chrónica, que dice: «Anno 606. Bonifacius, prius Presbyter in Ecclesia Valeriensi in Carpetania pot Monbehus Agalliensis creatur Papa. Fuit filius Medici Toletani et Idibildae uxoris eius. La otra es de Anastasio, el Bibliotecario, monje de San Benito, que dice: «Bonifacius ex Valeria civitate Marsorum Joannis Medici filius, ex Presbytero, sius nominis quartus Pontifex creatur. Die six Septembris: statum domun suam in monasterium erexit reditibus locupietavit.
Ambos cronistas vivieron doscientos años después de muerto Bonifacio IV, y aunque ambos coinciden en dar el nombre y profesión de su padre, uno le hace natural de Valeria en la Carpetania (hoy Valera de Arriba) y el otro de Valeria de los Marsos en Italia. A esta discrepancia contesta el P.Argáiz diciendo que la ciudad de Valeria de los Marsos estaba destruida y despoblada hacía 550 años cuando vivió Bonifacio, mientras que la Valeria de España era una ciudad próspera e importante, residencia de un obispado, por lo que se inclina a hacerle de esta última. Termina el P.Argáiz diciendo: «Conózcale la Santa Iglesia de Cuenca por natural de su Obispado Valeriense, pues en él nació y en Valeria sirvió como sacerdote y en el Monasterio Agalliense de Toledo».

(La fotografía adjunta representa un aspecto del ninfeo de Valeria)

viernes, 24 de junio de 2011

J Á T I V A



Desde la casa de campo de los Granero en los altiplanos de Bixquert, zona residencial de verano para muchas de las familias de Játiva, con el mayor y el menor de los castillos setabenses en la media distancia, la ciudad va quedando a nuestros pies al caer la tarde mostrándose ante los ojos del observador como una de las más importantes estrellas del Levante español. Ahí tenemos a la antigua Saetabis adornada con todas las ínfulas de la ciudad moderna, tapizada en su entorno por el verde mate de las huertas y de los naranjales. Estamos en Valencia, amigo lector. Campo abierto hasta el mar cercano bajo un celaje blanquiazul, vaporoso, el cielo valenciano que inmortalizó y que glorificó Sorolla.
La viví y la conocí como Játiva, hoy es Xátiva, ¿qué más da? No es otra que la vieja urbe que pisó Aníbal, que dio dos papas (Calixto III y Alejandro VI) a la Iglesia de Roma; que es patria de uno de nuestros grandes pintores del Siglo de Oro, José de Ribera, El Españoleto, nacido en este lugar el mismo año en que moría en Pastrana la Princesa de Éboli; que fue cuna de la primera fábrica de papel que funcionó en Europa, hecho con paja de arroz; que la mandó incendiar Felipe V por haberse mostrado a favor del Archiduque Carlos en la Guerra de Sucesión, y bien que lo está pagando después de su muerte el desdichado rey, a la vista de su retrato expuesto a perpetuidad en el Museo Municipal del Almudí, colocado boca abajo; lugar de nacimiento, en fin, de una larga nómina de celebridades -además de los ya dichos- que prefiero omitir, ¡porque son tantos!, que tan sólo y en nombre de los demás citaré a uno sólo, a don Francisco de Paula Martí, inventor que fue de la taquigrafía.

Játiva es, que nadie lo dude, un de las más importantes ciudades no sólo de Valencia, sino de toda España. Fue sede episcopal en tiempo de los visigodos y capital de provincia durante el llamado trienio liberal (1820-1823). Todo lo dicho, y mucho más que sobre Játiva se podría decir, quedó como solidificado para la posteridad en lugares y monumentos que, como en la posible relación de personajes ilustres, siento la tentación de obviar, si bien me resisto a no hacer referencia a algunos de ellos, tan solo a cuatro, en representación de un conjunto que supera muy de sobra el número de veinte. Son éstos:

La Seu o Colegiata. Templo catedralicio de finales del siglo XVI, con crucero, girola y tres naves. En su museo se guardan algunas interesantes piezas pictóricas y de orfebrería, tales como las Tablas de San Sebastián y de Santa Elena, el cáliz de Calixto III, y la custodia mayor de Alejandro VI.
El Museo Municipal del Almudín, con una valiosa colección de pinuta barroca perteneciente al Museo del Prado; lienzos de Ribera, Del Mazo, Giordano, Vicente López, Benlliure entre otros, y el ya dicho Retrato de Felipe V.
La Real Fuente de los Veinticinco Caños. Construida hacia el año 1800 al gusto neoclásico, y dedicada en otro tiempo a abrevadero de caballerías.
El Castillo Mayor. Su origen es posiblemente romano. Conserva formas árabes y góticas en muros y torreones; de él merecen especial mención la llamada Puerta del Socorro, la capilla de la Reina María con la tumba del conde de Urgel y la que fuera prisión de los Reyes de Aragón. Singular mirador sobre los campos de su entorno, y estampas vivas de la Valencia histórica y monumental con alma propia.

(En la fotografía de A. Rovira "Panorámica de la ciudad de Játiva"

lunes, 30 de mayo de 2011

P E Ñ A F I E L

Peñafiel es pueblo de sonoros recuerdos en la historia de España. Peñafiel es centro de una comarca extensa de campos de trigal, de viñedos y de hortalizas a la que da nombre. Peñafiel, en fin, a la sombra de su celebre castillo sobre la estirada colina de rocas que lo sostiene, muestra al visitante la nobleza de su origen y el encanto infinito de sus piedras labradas, a la vera de uno de los ríos que mas saben de dichas y desdichas del alma castellana: el Duraton, que precisamente aquí, a las puertas de esta antigua ciudad de palacios y conventos, entrega al padre Duero las aguas que a lo largo de leguas y leguas por la ancha Castilla, fue recogiendo desde los altos de Somosierra donde era fuente.
Por uno de los puentes que cruzan sobre el río, entro en Peñafiel de buena mañana. La torre puntera del castillo se pierde al contraluz, arrojando sombras geométricas sobre las últimas casas. La Plaza de España es en este viaje a Peñafiel el primer destino. La Plaza de España tiene al mediodía una iglesia de porte renacentista que ahora emplean como Museo Comarcal de Arte Sacro; levanta un soberbio torreón y esta dedicada a Santa María. Al frente, en la misma plaza, las tiendas bajo soportal que al instante nos ponen en camino hacia la Plaza del Coso.
Después del castillo, la Plaza del Coso es por su originalidad lo más significativo de Peñafiel. En la Plaza del Coso se vienen capeando toros desde la Edad Media; espectáculo tradicional que el publico contempla desde los cientos de balcones adornados con arabescos que, según alguien explico, fueron colocados según su actual estructura a mediados del siglo XVIII sobre su primitiva planta medieval. En la Plaza del Coso tiene lugar otro de los acontecimientos mas coloristas, multitudinarios y emotivos, que el pueblo celebra cada año como remate su Semana Santa desde tiempo inmemorial. Se trata de la Bajada del Ángel en la mañana del domingo de Resurrección, y consiste en el descendimiento por medios mecánicos de un muchacho disfrazado de ángel que anuncia a la Virgen, colocada sobre las andas entre la multitud, la resurrección de Cristo. La visión plástica de la Plaza del Coso, rodeada de balcones de madera en sus cuatro caras con el castillo al fondo, traslada al espectador a tiempos remotos, a la España de los Austrias o antes aún, en aquel ideal escenario testigo de añosos acontecimientos escritos en legajos polvorientos o sobre la misma piedra, soporte tantas veces de pequeñas paginas con las que se hilvana el gran tapiz de la historia de los pueblos: «Santiago Fernández. Ha fallecido el día 15 de agosto a los 21 años de edad. Fue cojido por un toro. Año de 1896. R.I.P.», se lee sobre la plancha de piedra en un lateral de la Plaza del Coso.

En la villa de Peñafiel no es posible echar en olvido al autor de «El Libro de Patronio». El Infante don Juan Manuel, miembro importante de la realeza castellana allá por la primera mitad del siglo XIV, iniciador de la narrativa en nuestra propia lengua, fue su gran Señor, y así la tomo como lugar preferido de todos sus estados y centro de sus correrías literarias, cinegéticas, políticas, por la ancha Castilla de Cifuentes, de Garcimuñoz, de Galve, de Pozancos, donde puso punto final al «Libro de los Estados». Reyes y magnates tomaron como asiento a Peñafiel durante largas temporadas, y allí vino a nacer, sírvanos de ejemplo, el desdichado don Carlos, príncipe de Viana.
En la Plaza del Coso se encuentra la Oficina Municipal de Turismo que atiende con prontitud una amable señorita. Allí se recibe información acerca de lo mucho que puede verse en Peñafiel cuando se viaja a ciegas. En la oficina de turismo ofrecen material suficiente en concepto de guía y una tarjeta horario para realizar visitas, sin peligro a topar con las puertas cerradas de los museos o de otros monumentos de interés como ocurre con tanta frecuencia.
El Castillo se abre al publico en horario de verano, previo pago de una modesta aportación durante tres horas por la mañana y cuatro por la tarde. La visita al castillo de Peñafiel resulta instructiva y curiosa. Las proporciones de la fortaleza son enormes. Se trata de un edificio de forma alargada, cuya planta va dibujando el altiplano roquero que le sirve de base. Sus dimensiones son 210 metros de largo por 20 de ancho, con torre del homenaje colocada en mitad que alcanza una altura de 34 metros. En ambos lados de la torre quedan los patios que sirvieron de albergue alas caballerizas y guarniciones por sur, mientras que el aljibe y los almacenes ocupan el ala norte. El castillo se levanto por primera vez sobre el largo roquedal en el siglo X, se volvió a reconstruir a finales del XI, lo restauro de nuevo el infante Don Juan Manuel a principios del XIV; y un siglo mas tarde se le dio la estructura definitiva durante el reinado de Juan II. En el año 1917 fue declarado Monumento Nacional.
El nuevo Peñafiel, no obstante, es por todo lo demás una ciudad moderna, bien arbolada y pulcra, repleta de tiendas y de servicios. Una ciudad de calles estrechas donde la gente es amable y complaciente.
La iglesia y convento de San Pablo, a cuatro pasos de la Plaza del Coso, y el convento de Clarisas al otro lado del río, son monumentos a destacar con todo lo ya dicho. La fachada plateresca de la iglesia de San Pablo es toda una filigrana, sobre la que se disparan sin querer las cámaras fotográficas de los turistas.
- ¿Ha estado usted por aquí alguna vez cuando el Corro de los Toros?
- No señor ¿Eso que es?
-Pues las fiestas, las corridas, las capeas, y todo el jolgorio que tiene
lugar en la plaza y en sus alrededores para la fiesta de Nuestra Señora y de San Roque, a mediados de agosto.
Como en todos los pueblos y villas importantes de la Vega del Duero: de Burgos, de Segovia, de Valladolid, a estas alturas las capeas, las corridas de toros, las verbenas y las multitudinarias comparsas cantando por las calles, tuvieron y siguen teniendo en Peñafiel una importancia suprema. Los vinos exquisitos de la uva verdeja, de la albilla y la tinta del toro, que por aquí se dan, juegan su papel en esas ocasiones, que nadie lo dude. Es parte de un todo en el que se vienen conjugando, creo que de manera magistral, el peso de la tradición con la vaporosidad festiva de los nuevos tiempos, el espíritu veladamente socarrón del castellano viejo, con el ímpetu de la juventud olvidadiza y marchosa de finales del siglo XX.

viernes, 20 de mayo de 2011

PRIMAVERA EN SANTA MARÍA DE VERUELA

Por último entro en el claustro, donde ya reina una oscuridad profunda. La llama del fósforo que enciendo para atravesarlo vacila, agitada por el aire, y los círculos de luz que después luchan trabajosamente con las tinieblas. Sin embargo, a su incierto resplandor pueden distinguirse las largas series de ojivas festoneadas de hojas de trébol, por entre las que asoman con una mueca muda y horrible esas mil fantásticas y caprichosas creaciones de la imaginación que el arte misterioso de la Edad Media dejó grabadas en el granito de sus basílicas.
(G.A.Bécquer. "Desde mi celda", Carta Segunda)


No sé si es hoy el día de los poetas. Si no lo es debería serlo. El calendario corre de manera imparable y, en ocasiones como ésta, regalando un tiempo de promesa. Hace sólo unas horas que ha entrado la primavera. No hace mucho tiempo que, pensando en este día, me busqué lejos de nuestras fronteras provinciales un lugar emblemático donde la poesía y la primavera tuvieran por derecho propio un sitio inamovible, sin acceso a los estragos del tiempo ni a la fugaz memoria de los hombres; un lugar donde la piedra fuera poesía, donde el viento fuera poesía, donde el rumor del regato fuera poesía, donde hasta su nombre, en fin, fuera poesía.
Tuve que madrugar para aparecer en la ciudad de Soria de buena mañana. En Tarazona al filo del medio día, y en el monasterio de Veruela apenas despuntaba -luminosa y abierta en los llanos y vallejuelos que rodean al Moncayo- la tarde de una primavera adelantada.
Los ocupantes de un autocar estaban terminado de comer en la mesa común de un restaurante de barato que, por el momento y según me contaron, tan sólo abre los fines de semana. Tomé café en la barra del bar. A cuatro pasos la portona almenada que da paso al monasterio.
Desde que el poeta anduvo por aquí, en un intento inútil de recobrar la salud perdida, al monasterio de Veruela se viene buscando la sombra de Bécquer. Su espíritu enfermizo y sutil, delicado y doliente, se adivina flotando al viento como un cendal de finísimos tules por entre los arbustos y la maleza, por los senderos angostos y por las bruscas barranqueras que bajan del Moncayo, envuelto aún con el cierzo que lamió su piel blanquecina en aquellas horas de andar oteándolo todo, gozándolo todo, sufriéndolo todo, a una distancia prudencial por los alrededores de la abadía.
Al hablar del venerable monasterio aragonés, en el que hace poco tiempo me encontré y ahora nos ocupa, el poeta de las "Rimas" dejó escrito que su fama tenía como sillar de apoyatura el hecho de hallarse enterrados dentro de sus muros los restos mortales del fundador del mismo, el príncipe don Pedro Atarés, tronco de la ilustre familia de los Borja, y los de su mujer, dama piadosa y pudiente que edificó a sus expensas la catedral de Tarazona, y los de tantos descendientes directos que dieron fama al apellido peleando bravamente en Valencia al lado del rey don Jaime. Hoy, todos aquellos personajes son en Veruela remota mitología; un dato documental importantísimo, pero ni mucho menos la razón primera que acarrea cada sábado y cada domingo a cientos de visitantes, en busca de la sagrada paz y del sosiego que destila en tantas de sus páginas la obra escrita de Gustavo Adolfo.
Fue el fruto inmediato de una promesa la fundación en estos llanos del famoso monasterio de Santa María de Veruela. Cuenta la tradición que don Pedro Atarés, señor de Borja, se vio sorprendido en noche de caza por una terrible tormenta que le hizo temer por su vida en las faldas boscosas del Moncayo; y que fue la Virgen, luego de haberse encomendado devotamente a ella, quien lo sacó sano y salvo de tan comprometida situación, pidiéndole después que se erigiese en aquel mismo lugar un monasterio para recordar el milagro.
Los trabajos de la abadía comenzaron en 1146 y quedaron concluidos cinco años más tarde. La parte antigua marca el periodo de transición entre el románico decadente y el gótico que comenzaba a estirar con no poco pudor el punto medio en los haces de archivoltas de sus arcos. Los adarves recortados a pico y las murallas que entornan al monasterio, fueron colocados cuatro siglos después por el abad Lupo Marco, el verdadero renovador e impulsor de Santa María de Veruela.
La portada de la iglesia muestra al exterior todo el encanto de sus seis archivoltas con decoración comedida sobre sus arcos, limpia y diversa en la docena de capiteles que sostienen otras tantas columnas, obra de perfecto equilibrio, muy acorde con la época en la que se ejecutó y con el buen gusto de los expertos canteros aragoneses de aquella segunda mitad del siglo XII. El interior es una bella muestra del arte cisterciense. Se abre en tres naves, crucero y grandiosa cabecera con capillas absidales y girola. La bóveda, sobre arcos fajones y cruzada por nervadura, es todavía una estampa elocuente del momento justo de la Historia de la Arquitectura, donde el arte románico y el gótico se funden y confunden, dando lugar a un canto solemne en piedra elaborada que habrá de repetirse con mayor claridad aún en la estructura del claustro.
Pero volvamos a recuperar de nuevo la imagen perdida del poeta de los sueños. Allí, en las silenciosas celdas de Veruela, Bécquer dio a luz, una por una, las ocho cartas literarias que aparecen en sus obras completas, poniendo en orden las consejas y las viejas historias recogidas a la casualidad en sus habituales paseos a Trasmoz, a Añón, a Vera y a Litago, en tantas ocasiones acompañado de su hermano Valeriano, el pintor, cuya imagen se deja traslucir unida a la del poeta por aquellos ásperos recovecos que dibujan a su caída en la ladera Este las faldas del Moncayo.
De Trasmoz fue la Tía Casca y allí vivieron y murieron todas las brujas de las que nos habló Bécquer. La Tía Casca era para las gentes de Trasmoz la más cruel y la más desentrañada de todas las brujas que pudo dar aquella mala estirpe. La que despeñaron entre insultos y pedradas las gentes del pueblo por el precipicio que se abre a la subida al castillo, y de la cuál, el alma anda todavía penando por aquellos picachos abruptos e inaccesibles, persiguiendo a los infelices pastores que pasan por allí en los inviernos crudos y haciendo un ruido infernal entre las matas como si fuera un lobo, porque, después de dejar el cuerpo, ni Dios ni el diablo la quisieron por suya.
El Escorial de Aragón llaman las gentes por aquellas tierras al monasterio de Veruela. Se trata de uno de los antiguos cenobios cistercienses que el genio promotor de aquellos antepasados fue levantando por la difícil geografía española de tierra adentro, y que aún siguen ahí, esperando, quién sabe si la mano amiga o el suspiro sin esperanzas de un iluminado que tornó en poesía la tierra que pisaron sus pies.

lunes, 16 de mayo de 2011

R I A Z A



«El campo de Riaza es bonito. El campo de Riaza cría unos huertecillos verdes y lucidos, y
muchas y frescas praderas para el ganado. El campo de Riaza, amén de la dehesa boyal, de mata de roble, guarda la dehesa del Alcalde, con sus quinientas obradas, y las de Borreguil de Pinarejo, de Pradorredondo, de Hontanares y de Mataserrano.»
(C.J.C. "Judíos, moros y cristianos")
Ahora es invierno. La villa de Riaza, a la que uno ha tenido ocasión de acudir en todo tiempo durante los últimos diez o quince años, es plaza predispuesta para el verano. El invierno en Riaza -lo dicen quienes allí pasan, día tras día, los cuatro o cinco meses que suele durar- es crudo y riguroso; lo han inventado para vivir en otras tierras, que no para éstas. Aunque -lo que son las cosas- durante la última década fracasó de manera estrepitosa la estación invernal de La Pinilla, la que muestra no lejos de allí sus laderas violentas al suroeste; y fracasó sólo por eso, por falta de nieve, por falta de unos inviernos rigurosos como los de antes, por falta de unos inviernos como hubiera cabido esperar.
Riaza está situado a poco más de cuatro o de cinco kilómetros de distancia de la provincia de Guadalajara, al otro lado del puerto de La Quesera, por donde figuran en el mapa las elevaciones más importantes de todo el macizo, por donde parece que restallan los oídos del caminante al subir, a causa de la altura, y luego le fuera volviendo la audición poco a poco.
-Oiga; pues yo también noto eso algunas veces. Parece como si uno se quedara sordo.
Cuando don Camilo pisó tierras de Riaza en aquel su ya lejano viaje por los campos de Castilla la Vieja, Riaza era otro pueblo. Las pinceladas acerca del paisaje a las que se refiere siguen siendo exactas, si bien, las praderas y la dehesa boyal de matas de roble, andan salpicadas por colonias enteras de chalés que han ido levantando los de Madrid, y por callejuelas de asfalto o de cemento entre unos y otros que recuerdan las vías de una antigua ciudad romana. Por entonces debió de ser como un proyecto en ciernes de ciudad residencial al amparo de los aires sanos de la sierra; hoy, lo es ya de manera consumada. Los cientos de chalés entornan al primitivo pueblo de jaboneros, de ganaderos y tejedores que tuvo fama; el de las robustas casonas solariegas de artístico balconaje, algunas de ellas con su escudo de armas esbelto en la fachada; el de las viviendas de una o de dos plantas como mucho; el de la Plaza Mayor soportalada que, para bien suyo, todavía existe.
No hace mucho que estuve en Riaza la última vez; aún no era invierno; habían comenzado a sentirse los primeros fríos y los veraneantes estaban ausentes; se habían marchado a Madrid y en el interior de algunos chalés se veían perros guardianes atados con cadenas.
Las sombras de la tarde iban cayendo sobre el pueblo. En el albero de la Plaza Mayor se dibujaba estirada a lo largo la silueta del ayuntamiento. En las diez, o veinte, o treinta tiendas que hay como fondo a los soportales que rodean la plaza, habían encendido ya las luces eléctricas. Los asadores, las pastelerías y los restaurantes abundan en la plaza. El reloj del ayuntamiento avisaba las seis en sonoros toques de campana.
Uno siente profundo respeto por estas plazas castellanas de tan marcada raíz, de tan refinado estilo, aunque ésta de Riaza no haya de soportar con tanta angustia el peso de la Historia, como sus vecinas y siempre admiradas de Ayllón o de Pedraza, ambas con recuerdos personales tan señalados -y tan olvidados también- como la del condestable don Alvaro de Luna, San Vicente Ferrer o el pintor Zuloaga.

Pocos pueblos castellanos podrían compararse con esta villa de Riaza en cantidad y en elegancia de balconajes, en suntuosidad de aleros sobre las recias casonas de hace uno o dos siglos, y que debieron de ser -todavía hay quienes lo recuerdan- la casa solar, no de acaparadores prestamistas ni terratenientes, sino de los dueños de inmensos rebaños de ovejas que le dieron fama, y que en tiempos no lejanos pastaban en las praderas serranas durante la primavera y el verano, y en los llanos extremeños de pastizal cuando por estas latitudes comenzaban a apuntar los primeros hielos de finales de octubre.
-Pues aún quedan algunos viejos en el pueblo que les tocó pasar el invierno con el ganado en Extremadura. Yo me libré por poco; pero mi padre fue pastor trashumante más de veinte años.
Se llamaba Juan el señor con el que hablé en Riaza. Volvía de la pradera del Rasero donde dijo que había pasado la tarde. Es ésta una amplia explanada de hierba que viene a caer entre la estación de servicio y las primeras casas, a la vera de las pistas donde están los hoteles y que llevan a la urbanización. En el Rasero hay un bonito Vía Crucis, con estaciones labradas en piedra alrededor y un Calvario de tres cruces, donde la gente suele acudir a sentarse cuando la bonanza de la mañana o de la tarde lo permiten.
-Aquí todo esto de los chalés lo empezó a mover un señor que le decían el doctor García Tapia. Y ahora ya lo ve, apuesto que hay más chalés que casas.
La población de Riaza apenas salta de las 1500 almas. En la época floreciente de los rebaños y de las pañerías, es decir, a finales del siglo XVIII, llegó hasta las 3000. Cuando viene el mes de julio y la colonia veraniega ocupa todas las viviendas de la urbanización, es posible que sobrepase de hecho la cifra de cinco mil personas, al reclamo de la excelente temperatura, de lo saludable del ambiente y de la relativa proximidad a Madrid.
-Oiga, ¿cómo se llama aquel cerro?
-¿Qué cerro?
-Aquel de las rocas y los marojos.
-Aquello no es un cerro. Aquello es una montaña. Se llama La Buitrera. Poco más a la derecha está el Alto de las Mesas, que es el que separa a las dos Castillas. Y a la caída, por esta parte, la ermita de la Virgen de Hontanares, nuestra Patrona.
Pero volvamos a la Plaza Mayor. Es aquí donde se hacen las corridas de toros. En mitad queda durante todo el año lo que pudiéramos llamar el ruedo, que no es redondo, sino ovalado, y en una de sus caras tiene tres o cuatro gradas de piedra donde sentarse y un escalón en la parte opuesta. La arena en la amplia zona central la conservan durante todo el año. En uno de los laterales queda solitario, sencillamente monumental, el edificio del ayuntamiento, con sus escudos, su balcón corrido y su carillón para dar la hora, en competencia con el campanillo de la torre chata de la iglesia que queda justamente detrás.
El tiempo ha ido pasando en Riaza. Tomo una taza de café con leche en un bar-restaurante que se llama "El Patio"; tiene una estructura castellana ejemplar. Pese a lo adelantado de la fecha, la de hoy ha sido una tarde apacible. La noche que ya se nos echa encima, y el frío de la noche que comienza a dejarse sentir, invitan a emprender el viaje de regreso. Entre dos luces, ya a la salida del pueblo, he sentido sonar unos cencerros por las praderas y los cercados que hay junto a la carretera.

viernes, 6 de mayo de 2011

C A Ñ E T E

Cuando se está a punto de entrar en Cañete, siguiendo de cerca las aguas del río, el paisaje se torna de una provocadora agresividad. Las peñas de arenisca van surgiendo a uno y otro lado del hocino, montadas en formas caprichosas que los siglos y los vientos, en efectiva labor conjunta con la de las aguas, se encargaron de modelar de forma admirable. A este paisaje, en donde los pinos mimbrean sus copas sobre los vértices de las rocas, le llaman los serrano la Boca de la Hoz. Muy pronto la histórica, la singular villa de Cañete.
La villa de Cañete cuenta con el común beneplácito de la comarca para ser considerada como la capitalidad de la Baja Serranía de Cuenca, allá por los primeros angostos y vegas del Cabriel.
La visita al pueblo natal del condestable don Álvaro de Luna, produce en quien hasta él se acerca por primera vez, cuando menos una impresión de curiosidad y extrañeza. Resulta muy difícil imaginarse, sin antes haberla visto, una ciudadela medieval en plena serranía, rodeada casi toda ella de enormes lienzos de muralla, con los restos de una antiquísima fortaleza roquera guardándola de los vientos de poniente y de los postreros soles del atardecer. Como saludo al visitante, se dejan ver cuando se llega una serie de casas suspendidas de la roca, a manera de anfiteatro en torno a una sombría depresión que los campesinos suelen sembrar de hortalizas cada primavera. Atrás, con la cumbre a pico como peana del cerro que lleva su nombre, un monumento al Sagrado Corazón mirando al pueblo.
Dice la Historia que Cañete fue anterior en el tiempo a las invasiones bárbaras, y que los visigodos la consiguieron dominar en tiempos de Witerico, a principios del siglo séptimo. Es posible que ya por entonces se diera comienzo a las obras de su castillo, que habrían de acabar definitivamente dos siglos más tarde. En el otoño de 1177, el rey Alfonso VIII, en acción guerrera casi simultánea a la reconquista de la ciudad de Cuenca, la recuperó del poder de los moros y la incorporó a la corona de Castilla.
En Cañete nació, todo parece indicar que en el año 1390 -hijo del Copero Mayor del rey Enrique III y de una humilde mujer de la villa, a la que la Historia reconoce por "La Cañeta"-, el gran maestre de la Orden de Santiago y condestable de Castilla don Álvaro de Luna, cerebro, voluntad, y poder, en la corte de Juan II; hombre capaz y ambicioso, enemigo de por vida de los Infantes de Aragón, a quien el rey, al que había servido con lealtad y ensombrecido tantas veces, mandó degollar en la Plaza Mayor de Valladolid a principios del verano de 1453. Queda como recuerdo en su pueblo natal una casona antigua, con arco de dovelas en el pórtico junto a la iglesia, a la que la gente tiene por costumbre reconocer, sin demasiado rigor, el Palacio de don Álvaro de Luna. Una estatua de bronce en lugar distinguido perpetúa su memoria.
Fue su primer marqués don Diego Hurtado de Mendoza, título de nobleza que recibió para sí y para sus descendientes por gracia de los Reyes Católicos.

Como es fácil suponer, una vez conocida su antigüedad y algunas de las principales notas características de su pasado, Cañete es pueblo de calles estrechas y evocadoras; de casonas antiguas acordes con el modo de vivir durante los siglos de su mayor esplendor. Las galerías serranas de elemental carpintería, los artísticos balcones de fina forja, se adornan en el buen tiempo de flores y parrales, lo que presta un encanto peculiar al pueblo viejo. Algunas de sus viviendas lucen todavía el tosco maderamen del entramado, del adobe o del mortero de cal, lo que se torna en rincones pintorescos cuando varias de ellas se reunen en juego sin igual con el ambiente agreste y grave del entorno.
El pueblo nuevo, el de los bares y las hosterías, las tiendas de comestibles y ultramarinos, las panaderías y las entidades bancarias, es la nota que advierte al visitante que Cañete no ha perdido, pese a su antigüedad manifiesta, el tren en marcha de los tiempos modernos. Su censo actual sobrepasa en poco el millar de almas.
En la porticada Plaza Mayor, de a principios del siglo XV, la Villa del Condestable justifica su condición capitalina sin que para ello le hayan de faltar motivos. Las columnatas de la castilla popular de tiempo de los Austrias, sostienen por encima de sus añosos fustes las maderas sobre las que descansan las viviendas que enmarcan, a modo de mirador, toda la plaza. Sigue siendo, como lo fue en pasados siglos, el centro vital y el corazón de Cañete. Una fuente posterior en hechura que el resto de la plaza, vierte de continuo sobre el pilón, agraciando su imagen y llenando el silencio de sus noches de rumores continuos. Como nota arquitectónica de mayor interés, además del conjunto general de la plaza, habría que señalar la portada renacentista de la iglesia de San Julián, obra por su aspecto de a principios del siglo XVII.
Si hubiera tiempo suficiente para verlo todo -y al llegar a Cañete es un elemento preciso con el que se debe contar-, conviene darse un paseo por las calles que se entrecruzan por la periferia de la plaza, siguiendo, más o menos, la misma dirección que marcan las murallas. Son murallas, con raíz musulmana, pero vueltas a levantar en el siglo XII y a restaurar en el XIX cuando las Guerras Carlistas, en las que se pueden observar fragmentos derruidos, otros en aceptable estado de conservación, y otros, en fin, remozados en época reciente quizás sin demasiada fortuna. Parece ser que fueron varias las puertas que sirvieron de entrada a los distintos barrios, de las que todavía existen en impecable estampa la de San Bartolomé; la de las Eras, con pluralidad de arcadas morunas, y la de la Virgen, románica del siglo XII, junto a la ermita patronal de Nuestra Señora de la Zarza.
Consta que la ermita de Nuestra Señora de la Zarza fue convertida en parroquia el año 1772. En ella se guarda y se venera la imagen de la celestial patrona de Cañete: una talla antiquísima de origen impreciso -aseguran que del siglo octavo-, con cofradía propia fundada posiblemente en los años álgidos de la Baja Edad Media. Las fiestas en su honor se celebran con gran pompa el 8 de septiembre de cada año. Es casi seguro, aunque el autor no la menciona, que en esta vieja ermita de Nuestra Señora de la Zarza tuvo lugar el hecho portentoso que relata Alfonso X el Sabio en una de sus famosas "Cantigas", aquella en la que una imagen puesta sobre el altar cambiaba de sitio de la noche a la mañana, tantas veces como el cura del lugar intentó dejarla en el sitio que él consideraba oportuno.
Cañete, vieja villa castellana de renombre, con reflejo en otra importante ciudad de Sudamérica próxima a los Andes, es toda un portento.

lunes, 25 de abril de 2011

SAN ESTEBAN DE GORMAZ

Estas son, en efecto, las tierras del Cid. Los pueblos, los riscos, la inmensa llanura de la vega, las piedras de las iglesias, hablan de don Rodrigo por estos pueblos. De las diferentes versiones acerca de la personalidad del autor del "Poema", en algunas se admite que pudiera tratarse de un juglar nacido en cualquiera de estas callejuelas, o de estas cuevas mil veces habitadas que hay por debajo del cerro del Castillo, en cuya solana asienta el pueblo; un castillo, por cierto, del que solo queda en pie un fosco murallón inaparente y el nombre, eso sí, porque los nombres en Castilla duran más que las leyendas y que las piedras de las catedrales. Las dos iglesias románicas de San Esteban son coetáneas del Campeador, y una de ellas, la de San Miguel al fondo de una costanilla, seguro que más antigua. El viajero busca en San Esteban de Gormaz -locura es confesarlo- la sombra de don Rodrigo el de Vivar, lo mismo que cuando pisa tierras de la Mancha sueña con don Alonso Quijano, al que desearía encontrar, a lomos de un Rocinante de vapor, cabalgando por aquellas llanuras.

Ixiendos´ va de tierra el Campeador Leal
de siniestro Sant Estevan, una buena çipdad

Y si ello puede servir al lector como un dato más de los que por lo general no refleja la Historia, bueno será apuntar que aunque por poco tiempo allí estuvo de niño el rey Alfonso VIII antes de que lo llevasen a Atienza huyendo de sus perseguidores los soldados de Alfonso II de León, su tío, que obligó a los arrieros atencinos a la heroica huida en la madrugada de Pentecos­tés de 1162, acción que todavía se recuerda cada año en esa misma fecha con la fiesta de la Caballada.
Hace algo más de un mes que anduve por San Esteban. El recuerdo ha reposado lo suficiente en el mullido colchón de la memoria como para referirse a la vieja villa de junto al Duero soriano sin pasión alguna, sin sentirse afectado por la visión reciente de las cosas, que siempre desfigura las imágenes, las impresiones, las palabras.
Unos chiquillos con cañas de pescar aguardan impacientes la picadura del pez sentados sobre la barbacana de un puente de piedra a la salida del caz. El puente está junto a la carretera, frente al arco de la villa que aún conserva por encima de la piedra clave el escudo de don Diego López Pacheco, el Grande, que fue conde de San Esteban durante las tres primeras décadas del siglo dieciséis, y no más porque murió joven.

El pueblo de San Esteban queda al fondo de una extensa vega de huertas que alimenta el río Duero, y bajo el sólido asiento del cerro cortado en vertical que sostiene las ruinas del Castillo, y desde cuya cima, según refieren las buenas gentes del lugar, la visión resulta impresionante. La calle Mayor es larga, soportalada, parte de la plaza en donde está el ayuntamiento y sube hasta el barrio antiguo en el que todavía es posible encontrarse con algunos rudimentos medievales. El nuevo ayunta­miento, al gusto y forma del que hubo antes, fue inaugurado en el año 1994 por la duquesa de Alba, condesa de San Esteban. Por la calle Mayor, ahora en uso exclusivo para peatones, se ven, unas tras otras, las casonas recias de la vieja ciudad, varias de ellas con paredones de entramado a partir de la primera planta, paredones castellanos, herrajes y balcones con pátina y aire de siglos, y escudos familiares franqueando a veces el muro por encima de los dinteles o por debajo de los aleros ennegreci­dos.
En los alrededores de la iglesia de San Miguel aún se ven algunas viviendas de adobe, de barro puro. A la puerta de sus casas, junto al emparrado, hay hombres mayores y mujeres que salen a la calle a ver quién pasa.
-Buenos días ¿Es ésta la iglesia de San Miguel?
-Sí, señor; ésta es.
La calle que sube hasta la iglesia es estrecha, y tiene como fondo el pórtico antiquísimo del famoso templo; famoso sobre todo por ser, según me han dicho, la más antigua de toda la región según el arte de los monjes de Cluny, aquel arte severo, espiritual, de los hombres del primer cambio de milenio, ideado parece ser como refugio de cuerpos y de almas en la hora fatal del fin de los tiempos, del exterminio definitivo de la raza humana anunciado por agoreros para el año mil y que, como es razón, no se produjo. Sin duda, la iglesia de San Miguel es pieza pionera del románico castellano, levantada seguramente en los últimos años del siglo XI. Alguien ha dicho, con relación a ella, que allí se inventó el pórtico arqueado de galería abierta a lo largo de un lateral. El paso del tiempo ha hecho mella en la piedra de los capiteles y de los arcos, de los que, por cierto, tiene dos cubriendo los estrechos ventanales que hay por encima de la cobertura exterior del pórtico.

Hemos salido por un momento al campo, al otro lado del ábside en tambor de la iglesia de San Miguel. Un poco más de cuesta por las calles más altas del pueblo nos llevan hasta la Virgen del Rivero. Un muchacho joven baja por la escalinata con unas llaves; seguramente que viene de enseñar la iglesia por dentro a algún turista. No han cesado las obras y los cambios, las reparaciones y los retoques, en la iglesia del Rivero durante los últimos siglos. El arreglo más reciente es de este tiempo nuestro. La espadaña, triangular con torreta como remate y doble vano en el campanario, se ve que es de piedra nueva, casi acabada de montar; antes se restauró en su totalidad el pórtico, se pulieron los arcos, se renovaron una buena parte de los capite­les, y se pusieron nuevas las maderas de la cubierta. En su origen y estilo es pareja, aunque bastante mayor, que la de San Miguel, si bien ligeramente posterior en el tiempo: «Esta iglesia de la Virgen del Rivero fue restaurada por la Junta de Castilla y León, siendo presidente el Excmo. Sr. Don Juan José Lucas. Agosto 1996».
La calle de Santa María -ahora todo es bajar- nos devuelve al San Esteban ajustado con los nuevos tiempos; al San Esteban de las plazuelas ajardinadas, de los comercios y de los restau­ran­tes, de los paseos románticos por la ribera del Duero a un lado y al otro de su famoso puente. Un pueblo para la historia; una reliquia sin parangón de aquella Castilla de leyenda donde se repusieron las hijas del Cid, después del mal trato que en el robledal de Corpes recibieron de sus esposos; un lugar para ver y para gozar a la caída de la tarde, cuando la fuerza del sol nos lleva a soñar en perdidos paraísos, y San Esteban de Gormaz lo es.

domingo, 10 de abril de 2011

ATIENZA PARA SOÑAR


La Villa Realenga se re­tuesta al pie de las peñas del castillo a eso de las doce. Se ve cómo los tithios, al decidir su enclave sobre la ladera del cerro, pensaron con profundidad de miras en los bruscos deva­neos de la climatología. El ambiente fogoso de Las maña­nas de verano sobre las igle­sias, sobre las plazuelas, y sobre los cuerpos y las almas de las buenas gentes de Atien­za, no es sino una reserva -quizás en esta ocasión un tanto desajustada- de energías que conviene guardar para cuando, en los crudos amaneceres que avecinan a la fiesta de la Na­vidad, se hielen las fuentes.

Atienza es villa antigua y señorial como Toledo y Salaman­ca, como lo son todas las vi­llas y ciudades de la vieja y señorial tierra de Castilla que quedaron registradas en el Li­bro de la Historia, o tal vez mucho más que casi todas ellas. El escritor ha caído sobre Atienza por enésima vez. En la presente ocasión lo ha hecho en compañía de nadie y con un fin inconcreto, con el simple fin de volverla a ver, de andar por sus calles, de respirar los aires limpios de la serranía, de disfru­tar de ella con solo mirarla y tenerla cerca, como se disfruta de una novia o de un paisaje hermoso que nadie ha llegado a profanar y del que, por aquellas del último fleco de la ilusión, uno suele consi­derar sin demasiado motivo como algo propio.

Los fuertes calores de este verano que atravesamos tienen a los atencinos descon­certados. En las tiendas de regalos de bajo el arco de Arr­ebatacapas, en el antiguo case­rón que ahora ocupa la farma­cia, en las oficinas de la caja de ahorros y a la sombra de los soportales de la Plaza del Tri­go no se habla de otra cosa.

- ¡Santísimo Cristo de los Cuatro Clavos, qué va a ser de nosotros!

La señora que sirve en el bar de la plaza de abajo se ha subido a la parra y ha cobrado el quinto de cerveza a precio de oro. El escritor -que tan sólo guarda de Atienza amistad y agradables recuerdos- lamenta que le hayan tomado por un apa­reci­do, que mientras unos, a los que en realidad ni les va ni les viene llevar a carreta­das los turistas a la noble y leal villa del pequeño rey Al­fonso, contándoles siempre que tiene ocasión los mil y un en­cantos que la Historia allí quiso dejar como señal, otros, que bien se le antoja se juegan en ello el pan de su familia, se obstinan por medio de abusos y de malas artes en tirarlos de allí, en ponerlos de patitas al otro lado de la muralla como quien arroja de su feudo a los tercos y molestos abejorros que liban de su sudor. Sirva como contraste la escueta reseña de prensa aparecida tiempo atrás y referente a la propia villa, en la que se decía que un grupo de universitarios de Guadalajara y Madrid, se habían jugado el tipo encima de los andamios y una larga semana de sus vaca­ciones, restaurando el soberbio artesonado de la iglesia de San Bartolomé, en campo de trabajo y sin pedir remuneración alguna por su quehacer. Son los eter­nos contrapuntos por los que el vivir de cada día se desen­vuel­ve, la hiel y la miel que nos ayudan a cruzar por este mundo en perfecto equilibrio; con­traste y equilibrio, sí; locura y gravedad, despojo y maravilla como la propia Atienza.

La torre del castillo se levanta inmensa sobre el roquedal ante el blanco nubarrón que, con un poco de suerte, acabará en tormenta antes que el día concluya. Cuando ello suceda, el escritor se encontrará lejos de aquí, se habrá despedido de las torres, de los escudos de piedra, de sus amigos los aten­cinos, para regresar bajo cual­quier pretexto en día no leja­no.

Por la pina callejuela que va desde San Gil a la Plaza de España, pasando a mitad por la evocadora fontanilla del Tío Victoriano, aquella que se ado­rna con el que dicen ser el verdadero escudo de Atienza sellando la pared, su­ben media docena de forasteros con el folleto explicativo que les acaban de dar en el museo. Pocos años ha cumplido desde el día de su inaugura­ción el Museo de Arte Religioso de la villa de Atienza. La obra magnífica de don Agustín se ha convertido desde hace un lustro en una de las más serias para mantener vivos los indiscutibles valores de la villa, precisamente aho­ra, cuando cualquier reminis­cencia del pasado, ligada más o menos a las ciencias humanas, no encuentran, ni mucho menos, en la moderna sociedad el res­paldo que merecen. Atienza en este sentido es toda ella una cantera sin fondo previsible, que merece la pena acondicio­nar y colocar en sitio bien visible para que el mundo -empezando, natural­mente, por el más próximo- se entere.

San Gil, Santa María del Rey, la Virgen del Val, San Bartolomé, La Trinidad... Atie­nza, por cualquier ala que se le mire, es toda ella una ex­plosión del arte románico, del buen hacer de la Edad Media. De aquella época, y aun más anti­guas, son las murallas primiti­vas y los sonoros restos de su castillo sobre la roca; y los rincones, y las callejas, y los arcos, que en la cuesta siempre con dirección al cerro, se en­tretienen en jugar unos con otros al más increíble de los juegos: al juego del silencio, de la soledad y de la noche. Son esas viejas calles atenci­nas a las que Pérez Galdós, en frase escueta y acertada, trató de irregulares y de que invitan al sonambulis­mo. Nada más cier­to y nada más actual. Atienza, por fortuna, parece vislumbrar en plazo no demasiado lejano un revivir al servicio del hombre de hoy. La villa parece que comienza a despertar, a resur­gir de sus cenizas como una nueva ave fénix en las sierras norteñas. el público se está interesando por venir a verla. Suena el nombre de Atienza en el mercadillo turístico donde se exponen a escala nacional aquellas piezas de la vieja España que van más allá de los meros artículos de bisutería.

Ahí, derramada desde hace siglos, al saliente, sobre la falda de un cerro cargado de historia, queda, en un postrero esfuerzo por sobrevivir después de los últimos reveses que le propinó el pasado, la sin par villa de Atienza; una parada en el tiempo que intenta a toda costa asegurar su pasaje en el vuelo charter de la modernidad. Una reliquia de aquella España de leyenda, para soñar y para ser soñada.

jueves, 31 de marzo de 2011

BELMONTE, EN LA CUNA DEL GRAN FRAY LUÍS


No entra la villa de Belmonte en ese florido abanico de lugares castellanos a los que el tiempo le ha venido recono­ciendo su valía. Los esfuerzos en su favor que hasta el momen­to han debido dedicar los eruditos manchegos, se ve que no han sido suficientes a la hora de colocar, sobre el escalón que le corresponde en el podium de los merecimientos, al pueblo que cuenta nada menos que con el honor de haber sido cuna del dulce Fray Luis y solar de uno de los linajes más célebres y contradic­torios de la España del Renacimiento: el de los Pacheco. Belmonte, el pueblo, extendido al pie del cerro que dicen de San Cristóbal, sobre el que se alza el magnífico castillo del marqués de Villena, da para mucho. Pero no es éste uno de esos enclaves que atraigan por tradición el interés de la gente, participando con ello en esa deficiencia endémica que bajo mi punto de vista padece de manera real todo el campo de la Mancha, paradójicamente el más conocido a escala universal de toda España, gracias a la obra de Cervantes. Cualquier momento puede ser bueno para ir a Belmonte.

El pueblo se ofrece a los ojos del viajero de un blanco encendi­do. Antes de llegar, un molino de viento sobre el otero pone en aviso a quienes van acerca de la condición manchega de aquellas tierras. Luego, la impecable fortaleza sobre el altillo y el soberbio corpachón de la colegiata, destacan por encima del caserío donde la luz se estrella en la media maña­na; se carga de serenos matices, verdes y ocres, el atardecer; y se tornasola la hora del crepúsculo, dorando las piedras de sillería en los viejos edificios, contrastando los relieves de los escudos que adornan las fachadas antes de dar paso a la dormición de la villa bajo el estrellado celaje de la noche, el mismo que fue testigo de la vela de armas en el patio de cualquier mesón por parte de un ilustre loco manchego.

A Belmonte, como a Medinaceli o a Sigüenza, se debe entrar ante todo con pudoroso respeto, con una sutil delicade­za. El pueblo responderá largamente. Andar por Belmonte es caminar por el pasado, a caballo por esas cuatro décadas que la Historia suele fijar en los postreros coletazos de la Edad Media, en tanto que el mundo de la Filosofía y del Arte apunta como tiempo de cauteloso tránsito entre las formas góticas y el primer Renaci­miento, coincidiendo con los años de su es­plendor que antes había iniciado en persona el infante don Juan Manuel y redondearía más tarde el marqués de Villena. Dicen que Belmonte no pasó en un principio de ser más allá que un poblado de carboneros dependiente del señorío de Alarcón y que se llamó Las Chozas. Aseguran que fue el propio Infante de Castilla quien, inspirado por el bosque de encinas que por entonces debió cubrir el cerro de San Cristóbal, cambió su nombre por el de Bello Monte, del que habría de derivar su denominación definitiva. El título de villa inde­pendiente le vino en 1361, por real privilegio de don Pedro de Castilla. Pero habría de ser a partir de la cuarta década del siglo XV, cuando comenzaron a sonar en el carillón de la historia las campanadas de gloria para Belmonte; momento aquel en el que haciendo uso de sus poderes y de sus riquezas, el principal de todos sus benefactores y mecenas, don Juan de Pacheco, marqués de Villena, conde de Medellín y de otras villas, maestre de Santiago, valido del rey y señor de Belmon­te, dedicó su esfuerzo a engrandecerlo.

Seguro que al andar por cualquiera de las calles del pueblo, blasonadas o no, van quedando atrás algunas de las casas solar en las que nacieron muchos de los hijos ilustres de los que Belmonte se enorgullece, y de los que conviene entresacar a Fray Luis de León como el primero de todos; a doña María Valera Osorio, a quien Fray Luis dedicó su libro "La perfecta casada" como regalo de bodas; a San Juan del castillo, mártir de las misiones en Paraguay el año 1628; a don Pedro Girón, poderoso caballero a quien se le había otor­gado la mano de Isabel la Católica antes de su matrimonio con el rey Fernando; y a don Juan de Pacheco, en fin, marqués de Villena, que nació en el alcázar viejo en 1419, murió en Santa Cruz de la sierra, cerca de Trujillo, en 1474, y está enterra­do en el monasterio segoviano del Parral, bajo un lujoso mausoleo de alabastro. Algunas de las arcadas y de las puertas en la muralla que todavía existen, van dejando en el urbanismo de la villa la nota personal que sólo poseen las viejas ciudades de alcurnia. Las puertas de Chinchilla y de la Estrella, o el arco que dicen del Cristo de los Milagros, son una prueba de la impor­tancia que procuraron regalar a la villa sus antiguos señores. Pero tomemos por extramuros el camino que sube hasta el castillo.

El castillo de Belmonte, en mitad de la inmensa llanura manchega, es la principal enseña de la villa. Lo mandó levantar para su acomodo y defensa don Juan Pacheco, sobre la suave cima del otero desde donde se domina el caserío y las tierras de su entorno en varias millas a la redonda. Tiene forma de estrella o de exágono irregular, al que limitan seis torres además de la principal o del homenaje. El espacio interior se va distribuyendo en galerías, salones, corredores, alcobas, capilla, escalinata, y un patio de armas triangular con el pozo característico de los castillos. Habría que detenerse dentro de la elegante fortaleza frente a dos ventanales repujados que miran al campo, y en los bellos artesonados mudéjares de las galerías o del salón regio; también en el artesonado octogonal, a manera de cúpula giratoria, de la habitación de los señores, adornada con campanillas que hacían sonar al poner el techo en movimiento. Hubo dos mujeres relacionadas de manera directa con la historia del castillo: doña Juana la Beltraneja y la empera­triz Eugenia de Montijo. La primera por haber sufrido prisión dentro de él; y la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III y descendiente directa de los Pacheco, por haber emprendido durante la segunda mitad del siglo XIX la importante reforma interior que todavía puede verse, sobre todo en la reestructu­ración del patio de armas fuera de todo estilo. A ella, que vivió allí después de haber sido destronado el emperador francés, su marido, se debe el buen estado de conservación que aún ofrece el castillo. Pero al decir de los habitantes de la villa, no es el castillo la joya principal del arte belmonteño, sino la igle­sia colegial de San Bartolomé, a manera de museo testimonial en el que pueden verse piezas de arte de gran valor relaciona­das de manera directa con los señores y con las fami­lias distin­guidas que vivieron allí.

La colegiata está situada en uno de los barrios más altos de la villa, junto al Alcázar Viejo o casa del Infante don Juan Manuel, hoy en estado de ruina. Sólo unos cuantos deta­lles pueden dar idea de su contenido y grandiosidad, a saber: el retablo mayor del siglo XVII, obra de Lázaro Ruiz, con tallas de Hernando de Espinosa; las estatuas orantes en ala­bastro sobre su propio sepulcro de los abuelos de don Juan Pacheco; el enterramiento de los abuelos paternos de Fray Luis de León en la capilla de la Asunción; el Cristo amarrado a la columna de Francisco Salzillo en la capilla de la Inmaculada; la sillería del coro, llevada desde la catedral de Cuenca en 1757, obra maestra en madera de nogal esculpida por Egas Cueman y Annequín de Bruselas, en donde se ven representados veintiún episodios de la Historia Sagrada, desde la Creación del mundo hasta la Resurrección de Cristo; un lienzo de Mora­les con la preciosa imagen de "La Piedad", en el que se ad­vierte toda la ternura y el patetismo que caracteriza la pintura de aquel a quien sus contemporáneos dieron en llamar El Divino. Y la lista de motivos podría ser interminable.

Ni el tiempo ni el espacio dan para más. En plena Mancha conquense queda, a la espera de quienes deseen descubrirla, la villa de Belmonte, destacado rubí de la corona de Castilla y nombre a inscribir con letras mayúsculas en el nomenclatror de los más importantes pueblos de España.

(En la fotografía, detalle interior de la iglesia colegiata)

domingo, 20 de marzo de 2011

C U É L L A R


La villa de Cuéllar, allá en los rayanos de las tierras de Segovia, llamando a tiro de piedra en el picaporte a los campos de Valladolid por las riberas del Cega, es uno de los enclaves castellanos de renombre con mayor contenido. Quiere ello decir que el tiempo y el espacio a tratarla debieran ser extraordina­rios, lo que en esta serie de trabajos dedicados a prensa no es posible por razones obvias. No obstante, nunca es peor que la tal advertencia quede marcada en su lugar y a su debido tiempo; más si el lector da en advertir que las refe­rencias a esta completí­sima villa llegan a él de manera conci­sa, comprimida, a modo de torrente en cuyos contenidos sería conveniente entrar con mayor detalle. En todo caso, y pensando en el lector más interesado, queda el remedio de acercarse por allí, de emplear un día de su vida a mirar por el nítido celofán de los siglos el alma de Castilla, puesta al día, eso sí, pero que en pocos lugares de nuestro entorno se vislumbra con la autenticidad y la pureza conque puede palparse, y hasta vivirse al amparo de la imagina­ción, en la villa de Cuéllar.
Es ésta una de las más reconocidas y más visitadas de las viejas ciudades castellanas. Sus vecinos, y sus autoridades sobre todo, se preocupan porque así los sea. Los acertados folletos anuales que publican para darla a conocer, y las atenciones que el forastero encuentra al tratar con sus gen­tes, colaboran de modo eficaz en la popularidad de Cuéllar. Para su uso, y también para el uso de quienes a menudo caen por allí, los cuellaranos dividen los intereses más notables de la villa de cara al visitante en una serie de apartados diferentes, pero que son a manera de escaparate en el que se expone todo cuanto en el pueblo puede verse; a saber: el Castillo, el arte Mudéjar, las tres culturas, el pinar, los encierros, el Henar y la Gastronomía. Todo ello es interesan­te, todo ello completa la oferta que la villa posee para dar de cara al público.
Como "Isla Mudéjar" y "Mar de Pinares" gusta a la gente de allí mostrarse de cara al mundo. Uno no entra ni sale en los eslóganes que la gente considera como más convenientes para darse a conocer. Cuéllar es, efectivamente, tierra de pinares; y es también un muestrario variadísimo del arte musulmán de los sometidos, del arte pobre, presente nada menos que en once de sus iglesias; pero es mucho más; es historia, es costum­brismo, es castellanía pura sobre todo, que el visitante descubre apenas se introduce en los entresijos del casco urbano y respira los aires viejos que llegan del campo, con olor a mies, a resina, a tierra húmeda según la época del año.
El castillo queda en lo más alto del pueblo. A partir del siglo XII al castillo de Cuéllar lo han ido completando, poco a poco, con detalles propios de cada momento: mudéjar, renacimien­to, barroco, neoclásico, casi todos los estilos que cuentan en nuestra cultura occidental desde entonces aparecen en él. El dato más importante de toda su historia es, sin duda, la concesión por parte de Enrique IV a Beltrán de la Cueva, primer duque de Alburquerque, de aquella recia fortale­za a finales del XV, con lo que comienza su crecimiento, desarrollo y madurez. Pocos edificios españoles, por muy cargados de siglos y de avatares, fueron lugar de estancia a lo largo de la historia, de tantos personajes de renombre como lo fue esta inmensa casona solar de los Alburquerque: María de Molina, el infante Don Juan Manuel, Fernando IV, Pedro I el Cruel, Juan II, Espronceda, Wellington y el general Hugo, Beltrán de la Cueva, Enrique IV, Doña Mencía, Doña María de Velasco, Doña Isabel de Girón, entre una lista interminable de nombres a los que hay que unir acontecimientos tan importantes como la boda del rey Pedro I con Doña Juana de Castro, o la defensa por parte de Doña María de Molina de los derechos de su hijo Sancho IV a la corona de Castilla. Es original, y extrañísimo en su forma según lo dicho, el castillo de Cué­llar.
Estamos en el parque de San Francisco; tal vez lo más actual y saludable de la villa en donde todo es antiguo. Atrás queda, desmantelada sobre su propio esqueleto, la iglesia convento del Santo de Asís; a mano derecha el de Santa Isabel, y a nuestra izquierda el de la Concepción; todo en la parte baja de la villa. La gente camina, conversa y descansa a placer por el Paseo de San Francisco, junto al la fuente redonda y al monumento en bronce a los encierros.
Los encierros de Cuéllar son los más antiguos de España, por lo menos de los que se tiene noticia; no son los más sonoros ni los más universales, que para eso están los pamplo­nicas de San Fermín, pero sí los más antiguos. Datan del siglo XV, y bajo documento que lo acredite desde el año 1546, edi­ción aquella en la que los regidores de la villa hicieron constar el evento en las ordenanzas municipales. Los cuellara­nos, a los que se suele unir por aquellas fechas una buena parte de la juventud de la comarca, tienen para sí sus encie­rros como una liturgia sobre la que descansa con fuerza el peso de la tradición. El monumento a los encierros, sobre pedestal elevado y en sitio bien visible, muestra la figura en tamaño natural de un toro de lidia y la de un mozo que corre delante de él, casi al alcance de las afiladas astas. Las gentes de Cuéllar se sienten honradas con la escena inamovible y, sobre todo, con lo que es y con lo que representa.
Como pueblo castellano de añosa tradición y de activo pasado, es éste cuna de hombres que durante su vida se hicie­ron notar, y mal que mal el tiempo va borrando su memoria. Ignoro si en el pueblo se les honra con el nombre de alguna calle o plaza que haga perpetuo su recuerdo, y sirva de enseña para los que ahora son y para las generaciones que habrán de venir más tarde; supongo que sí. Diego Velázquez de Cuéllar nació en este lugar el año 1465. Fue desde 1511 gobernador de la isla de Cuba, y en 1514 fundó la ciudad de La Habana. Otro personaje, coetáneo del anterior y sobrino de aquel por vía directa, fue Juan de Grijalva, nacido en Cuéllar en 1488, capitán de la segunda expedición que exploró los litorales del golfo de México, después de haber participado activamente en la conquista de Cuba. Murió a mano de los indios en la villa de Olancho en 1527.
Nombres y situaciones que bien atestiguan por sus calles las piedras de los palacetes e iglesias, como el que hoy ocupa el ayuntamiento en la Plaza Mayor, o la iglesia de San Miguel en la misma plaza, simple botón de muestra de cuanto se ha dicho.
Pero habremos de acabar, y jamás debiéramos hacerlo pasando por alto su gastronomía. Cuéllar es la tierra de la achicoria -se llegaron a contar en tiempo pasado hasta diez fábricas de aquel popular sustituto del café por toda la villa-, de las endibias, y del lechazo churro asado al horno. Sus embutidos caseros gozan de justa fama, y los bollos (duros y blandos) se siguen ofrecien­do al visitante como estrella de su repostería. A partir de ahí, ya sabe el caminante, el viajero o el turista, a qué atenerse.
A tope dicen que raya la fuerza de la costumbre y la piedad popular en la romería a la ermita de El Henar a media­dos de septiembre. La imagen morena, románica del XII, de la celestial patrona de los resineros y de la ciudad de Cuéllar, protagoniza cada año aquella fiesta masiva desde su santuario a una legua del pueblo. Sostén para unos, memorial para otros, de vieja castella­nía.

sábado, 5 de marzo de 2011

PEDRAZA DE LA SIERRA

-¿Sabrá usted lo de la americana aquella; la amiga de don Ignacio?
-Sí; alguien me lo contó la primera vez que vine por aquí.
El pintor Zuloaga, que vivió largas temporadas en el castillo de Pedraza, había advertido a su admiradora Mrs. Lydig, que Pedraza era el único pueblo del mundo al que no se podía entrar pasadas de las diez de la noche. La hacendada norteameri­cana vino a tierras de Segovia con el fin de comprobarlo. Llegó al pueblo bien entrada la noche, y el pintor, que sabía de aquel viaje, hubo de acudir en persona a abrir el portón de la muralla, paso único de entrada y de salida que tienen quienes van allí.
Pedraza se balancea movida por todos los vientos sobre la muela pétrea en que la colocaron sus primeros moradores. Se trata de un pueblo antiguo, con su primera raíz clavada seguramente en la cultura de los arévacos cuya capitalidad fue Numancia. Se llamó Petracia durante la dominación romana, y en ella parece ser que vivieron su madre Aurelia y varios familiares de Trajano; allí sufrió martirio San Entridio, sobrino del emperador romano, y hay quienes aseguran -Alfonso el Sabio entre ellos- que Trajano nació en Pedraza y no en Itálica como la gente ha llegado a creer.
Pueblo rico en el siglo XVII debido a las carnes y, sobre todo, a la buena calidad de la lana de sus merinas, reclamada con insistencia por los telares de Segovia y por otros más lejanos de Brujas y de Florencia. Varios de los escudos heráldicos que aún vemos lucir sus relieves mate sobre las fachadas de las antiguas casonas de Pedraza, proceden de aquella época, y no son otros que los de algunas de aquellas familias de hidalgos y ricoshombres. La rejería que adorna tantas de aquellas añosas mansiones, es otra más de las características propias de la villa.
La Plaza Mayor, como siempre ocurre a quienes desconocen un pueblo, es el destino primero de los viajeros que llegan a Pedraza. Pero antes hay que pasar, entre aquel revoltillo de calles estrechas y sombrías, por la "Casa de Pilatos", con su balcón esquinero recortado en ojiva que de algún modo nos recuerda -quizá éste aún sea más llamativo- aquel otro de la Plaza del Mercado en la villa de Atienza. Más adelante las casonas solariegas que fueron de los Bernaldo de Quirós, de los señores marqueses de la Floresta y de Lozoya, de los Ladrón de Contreras, todas con sus escudos de piedra sobre el dintel, y alguna de ellas, ¡vaya por Dios!, convertida en restaurante como parachoques al fortísimo boom turístico que se volcó sobre la villa en los últimos veinte años. Y al cabo la Plaza Mayor.
La Plaza Mayor de Pedraza, rodeada casi toda ella de antiquísimas columnas de soportal, de galerías y balcones oscurecidos por el sol y por las lluvias, de escudos y de leyendas por cualquier rincón, intenta conservar aquel sabor multicintenario que guardó hasta hace media docena de años o poco más, y que hoy entorpecen los anuncios y las puertas de los establecimientos abiertos a su sombra. Tras uno de los ángulos destaca altiva la torre de la iglesia de San Juan, con sus parejas de arcadas románicas a la altura del campanario, situadas en cada frente. Debió de conservar su estilo medieval la iglesia de Pedraza hasta finales del siglo XVII, tiempo de renovación -y de posibilidades económicas para el pueblo- que prefirió adaptar su decoración a los nuevos tiempos, con el gusto barroco como enseña:«Mi casa es casa de oración», recuerdan las desgastadas letras de molde sobre la piedra. Y justo al pie mismo de la torre, mirando a la plaza, todavía existe el que las gentes del lugar conocen por "el balcón verde", con su correspondiente escudo heráldico en el muro interior, y una leyenda sobre el dintel de la puerta de acceso en donde está escrito: «Este sytio y Balcón es de Don Juan Pérez de la Torre deste Orden caballero». Lo mandó instalar su dueño -santiaguista por la cruz inscrita a mitad de leyenda- para tener un palco en lugar de privilegio desde donde poder ver las corridas de toros, en otro tiempo tan famosas en aquella plaza.
Y sobre la triple grada de la plaza del Ganado el tronco muerto de la olma concejil; la vieja olma bajo cuya sombra se cerraron miles de tratos en días de mercado y expusieron su mercancía de barro y de cristal a vista del público los ferian­tes. Y no muy lejos la Calle Mayor que lleva hacia el castillo, al fondo de la explanada. Cuentan que hace un siglo eran todo casonas hidalgas en ambas aceras. Restos quedan aún de todo aquello que uno se esfuerza en imaginar. Al fondo, alzado en el mismo canto que asoma al precipicio, el castillo que rescató el pintor Zuloaga. Del castillo dicen que se reconstruyó a mediados del siglo XVI, sobre los terrenos en donde había existido un castro romano. La portada de gruesa sillería esta trazada en ojiva, y las hojas que la cierran son de álamo negro, claveteadas con pinchos de hierro en mitad de dos garitones sobre peanas escalonadas. El escudo que aparece sobre la piedra clave es el de don Pedro Fernández de Velasco, cuarto condestable de Castilla. La fortaleza estuvo al servicio del rey cuando la guerra de las Comunidades. La torre del homenaje fue restaurada y convertida en vivienda -creo que muy elegante y acogedora- por don Ignacio Zuloaga, y todavía se encuentran en su interior, no sólo recuerdos y utensilios personales, sino algunas estupendas telas del pintor vasco. Ni qué decir que hubiera deseado verlo por dentro; pero, al menos en la hora que yo estuve allí, y creo que siempre, las puertas permanecen cerradas a calicanto, con la impenetrable seguridad de un castillo.
Unamuno, sensible siempre ante toda imagen o novedad de las tierras de la Meseta, lo llamó "castillo castellano, no alcázar morisco". Una de sus dos torres, considerada por muchos como la más inexpugnable de España -seguro que ni uno sólo de esos muchos llegó a ver la molinesa del castillo de Zafra- fue cárcel de Francisco de Valois, delfín de Francia, y de su hermano el duque de Orleans, don Enrique, que sería rey más tarde.
Aparte de la de San Juan, la iglesia de altiva torre que hay junto a la plaza y que domina con su esbeltez al resto de los edificios pedraceños, hubo en el pueblo seis iglesias más. Casi todas han desaparecido. Queda de entre ellas como templo con leyenda la de las Vegas, advocación mariana de la Patrona de la villa. Prevalece en el sentir de las gentes con respecto a la iglesia de la Virgen de las Vegas, románica del siglo XII, la creencia como dogma de fe de que en ella fueron bautizados los siete infantes de Lara. En el atrio tiene siete arcos laterales sobre dobles columnas sosteniendo los capiteles. Aseguran que bajo cada uno de esos arcos ingresaron los infantes en los brazos de sus respectivas nodrizas. La leyenda resulta hermosa como tal leyenda, y muy en la línea del creer medieval que ha llegado a nosotros roído e increíble como la piedra de los viejos templos.
-Oiga. No ha dicho nada de los asados que preparan por aquí. Ni de don Jaime de Armiñán; ni del señor don Torcuato Luca de Tena, ni de otros famosos que hicieron casa en nuestro pueblo.
-Es verdad. Usted lo ha dicho. Pedraza es mucho Pedraza para resumir en tan poco espacio. Otra vez será.

viernes, 25 de febrero de 2011

O C A Ñ A


Hasta hace sólo unas fechas que anduve por allí, oteando monumentos y buscando impresiones de un lado para otro, la villa de Ocaña apenas había significado para mí una leve referencia que sólo aportaba a la imaginación acaso una idea turbia, fugaz, imprecisa, sin un punto de apoyo sobre el que mantenerse en pie. Era hasta entonces la villa en la que el comendador don Rodrigo de Manrique encontró la muerte, según las famosas "Coplas" de su propio hijo; era la villa cuya picota dio pie a uno de los mejores artículos de G.A.Bécquer, y que su hermano Valeriano ilustró con un dibujo magistral; era, en fin, con referencia a tiempos más actuales, la villa toledana del famoso "penal".
La Mesa de Ocaña, comarca de la que la villa es cabecera, se extiende como una prolongación de la última Alca­rria a la que se asemeja por la condición natural del terre­no, en tanto que, por la altura, y por la climatología de la que suele gozar a lo largo del año, es tierra manchega, y así la podemos tomar en cuenta, como la inmensa portona que abre cara a las tierras del sur los campos de la Mancha.
En Ocaña, como en cualquiera de las ciudades históricas repartidas por ambas Castillas, hay que buscar meticulosamente la huella del pasado, que irá apareciendo a trechos oculta entre el sedimento de la modernidad, entre el olor a asfalto, los semáforos y el murmullo de las cafeterías. El palacio de los Duques de Frías, de estilo Isabel, que mandó construir don Gutierre de Cárdenas, aquel prohombre que negoció la boda de los Reyes Católicos, es sólo un dato a tener en cuenta a la hora de considerar la importancia de la villa; y otro lo hubo en el camino de Aranjuez, donde se hospedó siempre que pasó por Ocaña la Reina Católica, y usaron después en sus frecuen­tes viajes los reyes de la Casa de Austria; y de la época imperial, o ligeramente posterior, lo es la fábrica de la Fuente Nueva, situada en un ligero valle de extramuros.
Pero nos habremos de detener un instante en la Plaza Mayor; en una de las plazas castellanas más sonoras, mejor dispuestas, notorio monumento por sí sola a la par, y sin salvar en exceso las distancias, con las plazas mayores de Madrid o de Salamanca, por hacer referencia a dos de las más representativas de las que pueden servir de modelo sin salir de nuestra patria. Es ésta una plaza cuadrada, simétrica, señorial, soportalada, de trazado barroco, mandada construir por el rey Carlos III en 1777 y acabada cuatro años después a expensas de los fondos públicos. En dos de los lados laterales del cuadrilátero perfecto que tiene por planta, se alinean 18 arcos, y 17 en los otros dos. Como fondo a una de sus caras se levanta el edificio del ayuntamiento, con balconaje y carillón de voluminosa campana, que en algo nos recuerda al del mítico reloj madrileño de la Puerta del Sol.
Y no lejos de la Plaza Mayor, medio escondida en el centro de una plazuela que se abre a mitad de la calle de Lope de Vega, frente al teatro del mismo nombre que fue convento de Jesuitas antes de la Desamortización, continúa por los siglos la famosa picota, para mi uso, con la de Villalón de Campos en Valladolid y con la de Fuentenovilla en Guadalajara, la más monumental y artística que hay en España. A la picota de Ocaña va unido de modo inseparable aquel artículo de Bécquer que la inmortalizó como monumento: «Es alto como una mediana torre, y esbelto y delgado como una palma; el arte ojival trazó su silueta, reuniendo al más puro y ligero de sus contornos góticos los rasgos más sencillos y característicos de su graciosa ornamentación. El tiempo ha completado la obra del artista, prestando la riqueza de color y la variedad de tonos que los años dan al granito; las mutilaciones propias de las injurias de la edad contribuyen a hacerlo pintoresco». Todo sigue siendo lo mismo que cuando pasó por allí el poeta sevi­llano, con siglo y medio a sumar de deterioro, pero digna y monumental como se desprende de las líneas transcritas, dema­siado encerrada quizás, en medio de una placita que el ayunta­miento dedicó a José María de Prada, cuando pudo haberlo sido al propio Bécquer en testimonio de gratitud.
A la vera de la Calle Mayor, Avenida del Generalísimo o Carretera de Cuenca, queda en un rinconcito sombrío el conven­to de Carmelitas Descalzas de San José. Es de estilo renacen­tista con pequeño claustro y una sola nave. El cumplido epita­fio de un enterramiento que hay en el interior de la iglesia conventual, habla sobradamente de su importancia:«Aquí yacen los restos mortales de don Alonso de Ercilla y Zúñiga, caba­llero del hábito de Santiago y gentil-hombre de cámara del emperador Carlos V. Los de su hermana doña Magdalena de Zúñiga y los de su mujer, la señora doña María de Bazán, fundadora en el año 1595, de este convento de San José de la Orden de Carmelitas Descalzas de esta villa de Ocaña. Falleció en Madrid el 10 de marzo de 1603. R.I.P.». Hoy, más por la impor­tancia de quien allí está enterrado, autor de "La Arauca­na"y conquistador de Chile, que por mérito propio, el modesto convento de Carmelitas es Monumento Histórico Nacional, con todos los beneficios y consideraciones que ello le haya podido aportar. En el exterior, un juego de azulejería adosado al muro, recuerda con hermosos versos de Lope de Vega la talla humana y literaria de don Alonso de Ercilla.
Es mucho lo que todavía queda por ver y por decir de la Vicus Cuminarius romana; plaza que no fue recuperada a los árabes por las armas, sino como regalo de bodas del emir Aben-Abed al rey Alfonso VI, parte de la dote que entregó al monar­ca castellano al casarse con su hija, la princesa Zaida.
En torno a los cuatro o cinco mil habitantes debe de contar en su censo la villa de Ocaña; sin duda una de las más importantes de la Mancha toledana, en donde, a pesar de todo, y sin perder el nivel que a finales de siglo los nuevos tiem­pos señalan y requieren, aún se advierte en sus calles y rinco­nes el recio sabor de la nobleza española del XVII.
Con sus torres y sus campos de mies en la llanura, compo­nen­tes inseparables de la conocida Mesa de Ocaña, el pueblo queda allí, como cirio encendido de un pasado que no conviene olvidar.

jueves, 17 de febrero de 2011

SANTO DOMINGO DE SILOS


El arte y la historia, su influjo en el nacimiento de nuestra lengua, el canto coral en las esencias más puras y delicadas del viejo gregoriano, las torres y el claustro del monasterio, hasta su famoso ciprés, llevan cada año millares de turistas al monasterio de Silos. Santo Domingo de Silos es pueblo, como San Lorenzo del Escorial también lo es salvando las distancias, pero es sobre todo monasterio, viejo foco de cultura y de piedad con casi diez siglos sobre sus piedras nobles.
Son dos con ésta las ocasiones en las que fui a Silos. De una a otra acaso haya podido mediar una docena de años de diferencia en el tiempo. Por fuera, la imagen del pueblo ha cambiado sensiblemente; han mejorado las carreteras a su alrededor -sólo a su alrededor-, y los establecimientos de atención al turista se han duplicado por lo menos. En temporada punta, a pesar de todo, aún puede darse el caso de tener que guardar turno para conseguir plaza en los restaurantes. La fama, ahora universal, del coro de monjes del monasterio, es sobre todo lo demás un potente reclamo para llegarse a él, atravesando en cualquier dirección las tierras de Castilla. La primera vez llegué por Lerma y Covarrubias (ruta memorable); la última lo hice por Aranda de Duero en viaje de ida y vuelta en un solo día, apresurado quizás, pero posible si se toma de sol a sol una jornada de verano.
Santo Domingo de Silos es un pequeño lugar burgalés en las riberas del Arlanza con una población exigua. Sólo asistían dieciséis niños a la única escuela del pueblo cuando estuve allí. El monasterio lo es todo. El solemne edificio es de origen medieval, aunque la fábrica que en nuestro tiempo podemos ver fue reconstruida casi toda ella por Ventura Rodríguez a mediados del siglo XVIII, según el estilo de la época. Apenas el muro derecho del crucero en la iglesia abacial, y su famoso claustro, pertenecen a la primera época, al antiguo monasterio que amparó el conde Fernán González y en el que Santo Domingo fue ermitaño, abad y restaurador. Allí murió el santo taumaturgo, y allí fue enterrado en el año 1088, dentro de la iglesia iniciada y terminada por él pocos años antes. En 1835, el monasterio fue desafectado por la famosa Ley de Desamortización, y vuelta a poblar cuarenta y cinco años más tarde, es decir, en 1880, por un religioso francés llamado don Guépin, quien un buen día se hizo presente con monjes de la Orden a ocupar de nuevo el convento. Se sabe que el restaurador francés trabó amistad muy pronto con la flor de la intelectualidad de su tiempo, y que fueron varios los hombres de letras que a primeros de siglo, y hasta más tarde, pasaron por sus celdas. Ahí queda como señal perdurable de aquellas estancias el bellísimo soneto de Gerardo Diego inspirado en su famoso ciprés: "Enhiesto surtidor de sombra y sueño".
Resulta imposible -al menos para mí lo es en extremo- hacer una descripción minuciosa de la abadía tras una visita que apenas pudo durar dos horas, aun con los ojos bien abiertos y con los oídos a punto para no perder detalle de cuanto el guía suele explicar de corrido. Puesta, por tanto, la idea a reposar durante algún tiempo, es la primera impresión la que prevalece; los detalles concretos, tan fáciles de olvidar, será preciso recogerlos de aquellos apuntes tomados a vuelapluma en el cuaderno de notas, auxiliar éste de gran valor, que uno, desde antiguo, tiene por costumbre llevar siempre consigo como compañero de viaje.
El claustro del convento es de lo más perfecto que en su especie podría imaginarse. Se rodea de cuatro andares y sesenta arcadas de columnas doble, o sea, noventa y seis arcos en total con sus correspondientes capiteles, distintos todos ellos, lo que viene a ser todo un muestrario en altorrelieves, un museo completo de escultura medieval de la mejor calidad artística y en un estado de conservación prácticamente impecable. Una incidencia rara -al decir de los críticos- en el estilo románico; pues en el maravilloso aleteo de capiteles en ambas galerías del claustro, aparecen temas entrelazados de diversos motivos: de fauna fantástica, de motivos vegetales y geométricos, de escenas bíblicas, con un efecto final inimaginable; a lo que habría que añadir los relieves esquineros de las galerías: Pentecostés, la Ascensión, el sepulcro de Cristo, la incredulidad de Santo Tomás..., que en tantas ocasiones nos suelen ofrecer los tratados de arte medieval como ejemplos modélicos. Y en medio del cuidado jardín de bojes y rosales, el gigantesco ciprés, enseña centena­ria del monasterio, que a la distancia se deja ver clavado en los cielos desde todo el valle.
En los roídos arcones frailunos de la abadía aparecieron hace tiempo las famosas Glosas Silenses, magnífico punto de apoyatura para los estudiosos acerca de los orígenes de nuestro idioma; lo que invita a referirse, sólo de pasada, a la grandiosa biblioteca de Silos, con más de sesenta mil volúmenes, entre los que se cuentan algunos manuscritos de Gonzalo de Berceo, el cantor en román paladino de la vida de Santo Domingo de Silos, de San Millán de la Cogolla, de Santa Oria, títulos punteros hoy de nuestra literatura del Nuevo Mester, y monumentos de las viejas letras castellanas en cuaderna vía, que fue el estilo al uso de los monjes del siglo XIII.
La singular botica monacal fue centro de especial interés hasta hace poco, hasta hace tan sólo unas décadas en que un incendio acabó con ella. Fue sin duda una de las más importantes boticas de origen medieval de toda Europa.
Y a todo ello, a todo lo dicho y por decir que es mucho, debe añadirse en la visita a Silos el canto en vivo de los monjes benedictinos del convento; seguramente que se trata del coro más reconocido de interpretación gregoriana que hoy existe, debido a las grabaciones en disco que hace dos o tres años se hicieron célebres en todo el mundo. El público los suele aguardar puntual dentro de la iglesia para escucharlos en silencio a las horas justas del Oficio Divino, que son varias a lo largo del día. Los monjes ocupan sus escaños en el coro llegado el momento, cantan durante unos minutos y se retiran en silencio. Es el complemento a lo ya visto, lo que con un poco de imaginación, como ayuda precisa para retroceder en el tiempo, se hace imprescindible en la vista a Silos.