martes, 31 de mayo de 2016

ANDAR POR CASTILLA: CAMPO DE CRIPTANA (VII) (Ciudad Real)

                                             

            "He llegado a Criptana hace dos horas; a lo lejos, desde la ventanilla del tren, yo miraba la ciudad blanca, enorme, asentada en una ladera, alumbrada por los resplandores rojos, sangrientos, del crepúsculo. Los molinos, en lo alto de la colina, movían lentamente sus aspas; la llanura bermeja, monótona, rasa, se extendía abajo".  (Azorín."La ruta de Don Quijote")

            Criptana es por excelencia la ciudad manchega de los molinos de viento. Los molinos de viento son, sobre todo lo demás, la enseña y distintivo de Criptana. No he podido saber cuál es en este instante el número exacto de molinos que hay en Criptana. He contado hasta doce, pero es probable que haya alguno más. El número de los molinos de viento que hay sobre la serrezuela de Criptana es algo que ha variado con el tiem­po. En El Quijote se habla de "treinta o pocos más, desafora­dos gigantes, con quien hacer batalla"; hacia el año 1750, el Marqués de la Ensenada puso en catálogo treinta y cuatro molinos; cien años después, don Pascual Madoz contabilizó veintisiete; y otros cien años más tarde, es decir, hacia 1950, eran sólo tres los que quedaban, con estos nombres: Infante, Sardinero y Burleta. Ahora son doce o más los que alzan sus aspas en el Cerro de la Paz de Campo de Criptana, que los turistas prefieren como primer atractivo. Sardine­ro, Culebro, Lagarto, Pilón, Burleta, Infante, Poyatos, Quime­ra, Cariari, Inca Garcilaso, son los nombres de algunos de ellos, casi todos cumpliendo alguna misión específica pensando en el turismo, aparte de la meramente decorativa de la cual se beneficia el pueblo. El molino Culebro, por ejemplo, está dedicado a Museo de Sara Montiel, el Pilón es Museo del Vino; el Poyatos funciona como oficina de turismo, y el Inca Garci­laso sirve como Museo de Artesanía.
            Las callejuelas que quedan al pie del altiplano en donde se airean los referidos monumentos a merced de las corrientes del aire, llevan casi todas ellas nombres de personajes saca­dos de la inmortal obra de Cervantes. Campo de Criptana, tal y como lo hemos podido ver al andar por sus calles, es un re­cuerdo continuo al autor del Quijote, que tiene por culmen la magnífica estatua en bronce que en su memoria colocaron en un lateral de la Plaza Mayor.
            El pueblo se extiende hasta el llano ocupando casi todo él la suave ladera que baja desde los molinos hasta las vías del ferrocarril. El nombre de Campo de Criptana, del que siempre dude si era tal o era Criptana solamente, pareció ser el más acorde con el que referirse a un tiempo a los tres primitivos núcleos de población que lo integraron, a saber, Criptana, El Campo y Villajos.
            Alguien me explicó en Criptana que durante largos años de la Baja Edad Media, sus tierras fueron campo de batalla entre cristia­nos y moros después de la con­quista de Cuenca, circuns­tancia que se agravó con la derrota de Alarcos, y así hasta la batalla de las Navas de Tolosa -todo bajo el reinado de Alfon­so VIII de Castilla-, que trajo, entre otras conse­cuen­cias, el fin del dominio musulmán por todas aquellas tierras.
            Pero Campo de Criptana es además uno de los pueblos más importantes de aquella provincia de Ciudad Real de pueblos grandes, y tanto o más sonoro que muchos de ellos, no sólo por su presencia en la literatura española de éste y de pasados siglos, sino más bien por lo que representa en el conjunto general de las tierras de la Mancha, y porque ha dado al mundo de la fama nombres tan reconocidos como el del músico Luis Cobos o la actriz Sara Montiel, quienes, además, y en un gesto que les honra, hacen honor a su patria chica siempre que llega la oportunidad de hacerlo.

            Se ha dicho -y va de anécdota- que es tanto entre las gentes de Criptana su apego a la literatura, que mantienen como dogma de fe la creencia de que don Alonso Quijano existió como personaje de carne y hueso, y que era natural y vecino de aquellos pagos; que fue en su tiempo uno más de los caballe­ros de la Hermandad de los Treinta Hidalgos que hubo en el pueblo hasta bien entrado el siglo XVIII. Son, nadie lo duda, reflejos de la importancia universal de la obra cervantina, que revolucionó las tierras de la Mancha y cuyo influjo no ha cesado, ni cesará probablemente en mucho tiempo, como prueba el que todos los pueblos, villas y aldeas de la comarca, se crean en el derecho de haber sido escenario de algún pasaje de El Quijote, sin otro argumento a veces que la buena inten­ción, cuando no el deseo de favorecerse tomando parte de la llamada Ruta de Don Quijote, en la que todos quieren estar, siendo muy pocos, en cambio, los nombres que en el libro aparecen escri­tos por mano de Cervantes. Al autor, incluso, se ha intentado repetidas veces regalarle alguna ciudad manchega como cuna, más por celo hacia la persona que universalizó sus tierras, que por el ruin deseo de apropiarse de lo que no le correspon­de; lo que parece humanamente comprensible.
            En la Plaza Mayor, haciendo ángulo con el renovado edifi­cio del ayuntamiento, y junto al vistoso parque donde los más viejos del lugar pasan las horas muertas hablando de la cose­cha de vid, se levanta la torre de la iglesia de la Asunción; dicen que la más alta de toda la provincia hasta que en el año treinta y seis fueron demolidas ambas, torre e iglesia, y con ellas su magnífico retablo mayor de Berruguete. Ha sido susti­tuida por otra con chapitel de pizarra, no menos galana, pero que se deja notar la falta de aquella primitiva, de cuyas formas góticas todavía guardan memoria los ancianos y las viejitas manchegas que en las calles de Criptana se sientan a la sombra de sus casas cada tarde viendo al mundo correr.


            Campo de Criptana es un pueblo blanco, como ya lo era en tiempos de Azorín y como lo fue siempre. El color blanco refleja los rayos del sol y evita que el calor penetre a través de los muros. Campo de Criptana es tal vez el más blanco y decoroso de todos los pue­blos de la Mancha. De cuando en cuando un fuerte azul prusia destaca aobre al blanco hi­riente de las paredes distinguiendo una puerta, un roda­pie, la franja estirada de un friso. Y no lejos, blanco tam­bién como el sueño de los ánge­les, el santuario patronal de la Virgen de Criptana, ocupando otro altozano de generosa expla­nada, conti­nuación quizá de la Sierra de los Molinos, desde donde se domina, hasta que la vista se pier­de, la inmensa llanura manchega que limita, muy en la lejanía, la línea del horizonte sobre el mar de los campos.     

lunes, 23 de mayo de 2016

ANDAR POR CASTILLA. (VI) CHINCHÓN (Madrid)


            Desde la barbacana de la Plaza Palacio, junto a la torre del Reloj, el pueblo de Chinchón rezuma historia a todo lo largo y a todo lo ancho. Había leído acerca de este pueblo situado en la Alcarria de Madrid; conocía las fotografías habidas y por haber de los monumentos y de los rincones más representativos que esconde por sus calles y por sus orillas; guardaba en la memoria la imagen de tantas escenas y planos tomados en su personalísima Plaza Mayor; pero nunca pude imaginar la realidad de Chinchón de no haberlo visto.
            No puede considerarse a la Muy Noble y Muy Leal Villa de los Condes bajo uno o dos de sus aspectos solamente, que es lo que la mayor parte del público anda buscando por allí, según he podido constatar en mi reciente viaje. El pueblo de Chinchón tiene algo más que una plaza espectacular; algo más que una estupenda gastronomía; algo más que el recuerdo perenne de grandes personajes del pasado que lo prefirieron como lugar de encuentro o de estancia; algo más que una magistral pintura de don Francisco de Goya; algo más que el rico -así lo aseguran los entendidos- anís que sale de sus destilerías; algo más, en fin, que un nombre sonoro, rayano al mito, que tan a menudo quienes no lo conocen le suelen aplicar.
            Es preciso ir a Chinchón, patear sus cuestudas calles, observar con los ojos de la cara y con los del espíritu, escuchar en el silencio sepulcral de la historia lo que el pueblo es y cómo desea mostrarse ante nosotros. Por la singulari­dad indecible de la antigua villa, anduvieron con el corazón arrastras infinidad de hombres famosos, y por ella misma se engolfan en un mar de impresiones que intentan buscar acomodo en las celdillas de la memoria tantos personajes, conocidos o no, como a lo largo del año pasan por allí.
            Conviene conocer medianamente cuando se llega a Chinchón lo que hay debajo de las mortecinas piedras de sus calles para entrar en él; echarse luego a imaginar desde la barbacana de la Plaza Palacio -pongamos por caso- junto a la torre del Reloj, miles de peripecias y situaciones de las que fue escenario, acontecimientos y paradojas, como paradoja es mirar a un lado y a otro y encontrarse, casi juntas las dos, con una torre sin iglesia y con una iglesia sin torre. Es verdad, y, como todo allí, tiene su porqué enredado en la trama novelesca de su pasado.

            La villa ha sido maltratada en repetidas ocasiones por los caprichos de la Historia, y mimada siempre o casi siempre también. A lo lejos, poco en la distancia y mucho más en el tiempo, parecen como dejarse ver por encima de los muros de piedra y los torreones esquineros de su castillo, las llamas devoradoras con que los franceses vengaron la oposición del pueblo a la pretendida conquista de Napoleón, cuando años antes había sido saqueado, primero por los comuneros y después por las tropas del Archiduque Carlos en plena Guerra de Sucesión; pues, conviene saber que en 1706, el 3 de agosto de aquel año, el pueblo de Chinchón proclamó como rey de España a Felipe de Anjou en su Plaza Mayor, cuando los altercados, sangrientos, gravísi­mos, por la posesión de la Corona, tendrían que durar todavía cuatro años más, hasta diciembre de 1710, tiempo en el que las batallas de Brihuega y Villaviciosa se inclinaron definitiva­mente a favor del primero de los Borbones que habría de sentarse en el trono español.
            El antiguo convento de San Agustín, famoso centro de formación humanística durante los siglos diecisiete y dieciocho, luego cárcel, y juzgado después, es ahora parador de Turismo, situado muy cerca de la plaza, en el centro del pueblo, con la Casa de la Cadena a cuatro pasos, caserón en el que el futuro rey Felipe V recibiera atenciones sin cuento repetidas veces durante las largas guerras que acabaron sentándole en el trono.
            Y detrás de nuestro puesto vigía en la Plaza Palacio, en terna de monumentos históricos con la torre del Reloj, y con la iglesia parroquial en cuyo retablo mayor la gente puede admirar a diario el cuadro de "La Asunción de la Virgen" pintado por Goya para aquella iglesia -de la que su propio hermano, Camilo, fue sacerdote-, queda el teatro Lope de Vega, construido en 1891 sobre lo que fuera el viejo Palacio de los Condes, casona solar de sonoras hidalguías en donde el Fénix de los Ingenios escribió y firmó alguna de sus obras, lo que le valió el nombre, con una capacidad, tras la última remodelación, para cuatrocien­tas personas. Y algo más allá, con dirección a la abierta vega y a los declives de olivar aún lejanos, otro convento, el de las Clarisas, fundado en 1653. Pero habremos de bajar hasta la Plaza Mayor, todo el tiempo a nuestros pies, separada por un zig-zag de callejuelas pinas, de arquillos pintorescos y de placetuelas, en donde parecen sentirse si uno está atento, los movimientos arrítmicos de sístole y diástole del corazón de la villa.

          
  En la Plaza Mayor de Chinchón se encuentra, no sólo la mayor actividad, sino la vida del pueblo. Viene a ser -con su planta irregular un tanto ovalada como base, pero anchísima en capacidad y no sé si ligeramente inclinada-, algo así como la inmensa cazuela de un teatro antiguo, rodeada por galerías de dos y tres pisos, homogéneas, con columnatas y barandales de madera pintados de un oscuro tono verde, donde se han instalado, desde hace varios años a hoy, media docena o más de restaurantes, de bares, de tiendas de regalos, en las que destaca el lujo y el señorío propios de una villa cuyos pobladores se han planteado en buena parte vivir de las prometedores posibilidades que en la vida moderna aporta el turismo.
            En el viejo coso tiene lugar cada año cuando menos un festival taurino, allá por el mes de octubre cuando se cierra la temporada; y en algunas de las paredes del entorno pueden verse referencias, sobre placas o azulejos, a ciertas celebridades del mundo de la torería, como al mítico Frascuelo, quien justamente allí, en la antigua posada del Tío Tamayo, convaleció de una grave cogida que sufrió en julio de 1863 en aquella misma plaza; o el recuerdo a Marcial Lalanda, más próximo a nosotros, sobre una placa bien visible de mármol blanco en la que se puede leer: "Peña taurina El Tentadero. Homenaje póstumo a D.Marcial Lalanda. Chinchón, 19.10.1991". En la mente de los más maduros del lugar, de las buenas gentes que de ello fueron testigos, queda vivo el recuerdo de aquellos graciosos capotazos y desplantes de Cantinflas durante el rodaje de la película "La vuelta al mundo en ochenta días", experiencia única en la vida del célebre actor mejicano Mario Moreno, pues, fuera de lo previsto en el guión, la gente pudo ver cómo se le cayeron los pantalones en pleno representación. Consta que la plaza se estrenó como real coso taurino en el año 1502, con una corrida a la que asistió el primer rey Felipe que tuvimos en España, el Hermoso, yerno a la sazón de los Reyes Católicos y aficionado, como parece ser, al recio arte de la Tauromaquia.

            Como recuerdo antes de abandonar el pueblo, una botella de anís comprada en cualquiera de sus tres destilerías -antes fueron siete-, una horca de ajos como segundo producto típico de la tierra, y fotografías, muchas fotografías para las que en Chinchón jamás faltarán motivos. 
(En las fotografías: La típica "Plaza Mayor", "La inconfundible Condesa de Chinchón", y un aspecto del "Parador-Restaurante".)  

lunes, 16 de mayo de 2016

ANDAR POR CASTILLA ( V ): BELMONTE (Cuenca)

                                                       

            No entra la villa de Belmonte en ese florido abanico de lugares castellanos a los que el tiempo le ha venido recono­ciendo su valía. Los esfuerzos en su favor que hasta el momen­to han debido dedicar los eruditos manchegos, se ve que no han sido suficientes a la hora de colocar, sobre el escalón que le corresponde en el podium de los merecimientos, al pueblo que cuenta nada menos que con el honor de haber sido cuna del dulce Fray Luis y solar de uno de los linajes más célebres y contradic­torios de la España del Renacimiento: los Pacheco.
            Belmonte, el pueblo, extendido al pie del cerro que dicen de San Cristóbal, sobre el que se alza el magnífico castillo del marqués de Villena, da para mucho. Pero no es éste uno de esos enclaves que atraigan por tradición el interés de la gente, participando con ello en esa deficiencia endémica que bajo mi punto de vista padece de manera real todo el campo de la Mancha, paradójicamente el más conocido a escala universal de toda España, gracias a la obra de Cervantes.
            Cualquier momento puede ser bueno para ir a Belmonte. El pueblo se ofrece a los ojos del viajero de un blanco encendi­do. Antes de llegar, un molino de viento sobre el otero pone en aviso a quienes van acerca de la condición manchega de aquellas tierras. Luego, la impecable fortaleza sobre el altillo y el soberbio corpachón de la colegiata destacan por encima del caserío donde la luz se estrella en la media maña­na; se carga de serenos matices, verdes y ocres, el atardecer; se atornasola la hora del crepúsculo, dorando las piedras de sillería en los viejos edificios, contrastando los relieves de los escudos que adornan las fachadas antes de dar paso a la dormición de la villa bajo el estrellado celaje de la noche, el mismo que fue testigo de la vela de armas en el patio de cualquier mesón por parte de un ilustre loco manchego.
            A Belmonte, como a Medinaceli o a Sigüenza, se debe entrar ante todo con pudoroso respeto, con una sutil delicade­za. El pueblo responderá largamente. Andar por Belmonte es caminar por el pasado, a caballo por esas cuatro décadas que la Historia suele fijar en los postreros coletazos de la Edad Media, en tanto que el mundo de la Filosofía y del Arte apunta como tiempo de cauteloso tránsito entre las formas góticas y el primer Renaci­miento, coincidiendo con los años de su es­plendor que antes había iniciado en persona el infante don Juan Manuel y redondearía más tarde el marqués de Villena.

            Dicen que Belmonte no pasó en un principio de ser más allá que un poblado de carboneros dependiente del señorío de Alarcón y que se llamó Las Chozas. Aseguran que fue el propio Infante de Castilla quien, inspirado por el bosque de encinas que por entonces debió cubrir el cerro de San Cristóbal, cambió su nombre por el de Bello Monte, del que habría de derivar su denominación definitiva. El título de villa inde­pendiente le vino en 1361, por real privilegio de don Pedro de Castilla. Pero habría de ser a partir de la cuarta década del siglo XV, cuando comenzaron a sonar en el carillón de la historia las campanadas de gloria para Belmonte; momento aquel en el que haciendo uso de sus poderes y de sus riquezas, el principal de todos sus benefactores y mecenas, don Juan de Pacheco, marqués de Villena, conde de Medellín y de otras villas, maestre de Santiago, valido del rey y señor de Belmon­te, dedicó su esfuerzo a engrandecerlo.
            Seguro que al andar por cualquiera de las calles del pueblo, blasonadas o no, van quedando atrás algunas de las casas solar en las que nacieron muchos de los hijos ilustres de los que Belmonte se enorgullece, y de los que conviene entresacar a Fray Luis de León como el primero de todos; a doña María Valera Osorio, a quien Fray Luis dedicó su libro "La perfecta casada" como regalo de bodas; a San Juan del castillo, mártir de las misiones en Paraguay el año 1628; a don Pedro Girón, poderoso caballero a quien se le había otor­gado la mano de Isabel la Católica antes de su matrimonio con el rey Fernando; y a don Juan de Pacheco, en fin, marqués de Villena, que nació en el alcázar viejo en 1419, murió en Santa Cruz de la sierra, cerca de Trujillo, en 1474, y está enterra­do en el monasterio segoviano del Parral, bajo un lujoso mausoleo de alabastro.
            Algunas de las arcadas y de las puertas en la muralla que todavía existen, van dejando en el urbanismo de la villa la nota personal que sólo poseen las viejas ciudades de alcurnia. Las puertas de Chinchilla y de la Estrella, o el arco que dicen del Cristo de los Milagros, son una prueba de la impor­tancia que procuraron regalar a la villa sus antiguos señores.
            Pero tomemos por extramuros el camino que sube hasta el castillo. El castillo de Belmonte, en mitad de la inmensa llanura manchega, es la principal enseña de la villa. Lo mandó levantar para su acomodo y defensa don Juan Pacheco, sobre la suave cima del otero desde donde se domina el caserío y las tierras de su entorno en varias millas a la redonda. Tiene forma de estrella o de exágono irregular, al que limitan seis torres además de la principal o del homenaje. El espacio interior se va distribuyendo en galerías, salones, corredores, alcobas, capilla, escalinata, y un patio de armas triangular con el pozo característico de los castillos.


            Habría que detenerse dentro de la elegante fortaleza frente a dos ventanales repujados que miran al campo, y en los bellos artesonados mudéjares de las galerías o del salón regio; también en el artesonado octogonal, a manera de cúpula giratoria, de la habitación de los señores, adornada con campanillas que hacían sonar al poner el techo en movimiento.
            Hubo dos mujeres relacionadas de manera directa con la historia del castillo: doña Juana la Beltraneja y la empera­triz Eugenia de Montijo. La primera por haber sufrido prisión dentro de él; y la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III y descendiente directa de los Pacheco, por haber emprendido durante la segunda mitad del siglo XIX  la importante reforma interior que todavía puede verse, sobre todo en la reestructu­ración del patio de armas fuera de todo estilo. A ella, que vivió allí después de haber sido destronado el emperador francés, su marido, se debe el buen estado de conservación que aún ofrece el castillo.
            Pero al decir de los habitantes de la villa, no es el castillo la joya principal del arte belmonteño, sino la igle­sia colegial de San Bartolomé, a manera de museo testimonial en el que pueden verse piezas de arte de gran valor relaciona­das de manera directa con los señores y con las fami­lias distin­guidas que vivieron allí.
            La colegiata está situada en uno de los barrios más altos de la villa, junto al Alcázar Viejo o casa del Infante don Juan Manuel, hoy en estado de ruina. Sólo unos cuantos deta­lles pueden dar idea de su contenido y grandiosidad, a saber: el retablo mayor del siglo XVII, obra de Lázaro Ruiz, con tallas de Hernando de Espinosa; las estatuas orantes en ala­bastro sobre su propio sepulcro de los abuelos de don Juan Pacheco; el enterramiento de los abuelos paternos de Fray Luis de León en la capilla de la Asunción; el Cristo amarrado a la columna de Francisco Salzillo en la capilla de la Inmaculada; la sillería del coro, llevada desde la catedral de Cuenca en 1757, obra maestra en madera de nogal, esculpida por Egas Cueman y Annequín de Bruselas, en donde se ven representados veintiún episodios de la Historia Sagrada, desde la Creación del mundo hasta la Resurrección de Cristo; un lienzo de Mora­les con la preciosa imagen de "La Piedad", en el que se ad­vierte toda la ternura y el patetismo que caracteriza la pintura de aquel a quien sus contemporáneos dieron en llamar El Divino. Y la lista de motivos podría ser interminable.
            Ni el tiempo ni el espacio dan para más. En plena Mancha conquense queda, a la espera de quienes deseen descubrirla, la villa de Belmonte, destacado rubí de la corona de Castilla y nombre a escribir con letras mayúsculas en el nomenclátor de los más importantes pueblos de España.

lunes, 9 de mayo de 2016

ANDAR POR CASTILLA ( IV ): ATIENZA (Guadalajara)


«En la falda oriental de un cerro coronado por gigantesco castillo en ruinas, el más insolente guerrero de piedra que cabe imaginar, está edificada la Muy Noble y Muy Leal Villa realenga. Sus casas son feas y caducas, rodeadas de un misterio vivo, sus calles irregulares invitan al sonambulismo; en sus ruinas se aposenta el alma de los tiempos muertos.» (B.PÉREZ GALDÓS. “Narváez”)

            Mucho se ha escrito sobre Atienza, y muchos fuimos los que, con mejor o peor suerte, le dedicamos horas de nuestra vida. Horas para conocerla, horas para llorar su derrota, horas para gozar de su verdad como villa admirada y admirable; horas, en fin, que jamás fueron tiempo perdido ante la nueva imagen de la “Muy Noble y Muy Leal villa realenga”, en la que, unos más y otros menos, todos aportamos nuestro granito de arena para sacarla de las sombras; todos, sí, aunque con menor intensidad tal vez los propios atencinos, salvo conocidas excepciones, naturalmente, circunstancia ésta que ya apuntaba en 1934 el doctor Layna, su historiador más riguroso y profundo.
            A la villa de Atienza hay que acercarse con cariño, cuando menos con el respeto que merecen todas aquellas viejas ciudades castellanas en las que se fue modelando, en sesiones de guerras y de concordias, la Historia de España. Atienza, para mal suyo, sabe más de acontecimientos dolorosos que de horas de dicha; y si no, ahí tienen a la roca fuerte para que se lo pregunten, a sus murallas y sus arcos para dar fe.
            La villa se ha quedado sin gente; pero ahí está, cuidada como nunca, cómoda como nunca, ordenada como nunca, y dispuesta a mostrar al mundo lo que aún quedó escondido en sus iglesias, después de los crueles y continuos saqueos a los que la sometió el devenir de los tiempos; pues, muy poco tiene que agradecer la hermosa Atienza a los caprichos de la Historia ajenos a ella, a los desalmados intrusos que tuvo por huéspedes en lejanos momentos de su existencia; sirva de ejemplo el expolio llevado a cabo por las tropas napoleónicas del general Duvenet, gobernador militar de la Soria invadida, quienes al apoderarse por sorpresa de Atienza, desmantelaron bárbaramente el castillo, saquearon hogares, desvalijaron iglesias e incendiaron cerca de cien viviendas humildes pertenecientes a honrados trabajadores de los barrios de Puertacaballos, de la Trinidad y de San Bartolomé, en los arrabales. Hoy, los tres son extramuros, ni barrios siquiera. Atienza no se rehízo en su antigua grandiosidad de villa bien poblada. su número de habitantes es exiguo, pero ahí queda su encanto bien patente, y su magnífico tesoro artístico, pasado al olvido el recuerdo de aquellas cargas de objetos de supremo valor arrancados de sus iglesias, que a lomo de caballerías se llevaron a su país los soldados gabachos, y que, como bien se te ocurre pensar, lector amigo, jamás le han devuelto.
            Pero entramos en Atienza con los pies sobre el suelo y en su realidad de hoy. La Atienza de finales de siglo es una villa sorprendente. Los fue siempre, pero en este tiempo nuestro lo es de una manera muy especial. Ejemplo de las pequeñas ciudades castellanas colmadas de sugerencias. Arriba el castillo sobre las rocas, o mejor aún, la torre del homenaje sobre la roca, a manera de proa de un tremendo portaviones fosilizado que en su sueño utópico de navegar sobre la ancha Castilla, allí soltó amarras y allí quedó anclado para siempre, contemplando mientras el mundo es mundo el correr de los siglos por la ciudad vieja que tiene a sus plantas, recibiendo de por vida las aguas frías y los vientos crudos que le vienen de la sierra. Y los soles también, limpios y acristalados, como en ninguna otra parte.
            Aquí, la iglesia del Salvador, en visión cenital desde el boquete en la muralla que abrieron a tiro de cañón; Allá, el atrio porticado de San Bartolomé, la iglesia del Cristo a medio desclavar, del Cristo de Atienza; más cerca, la de la Trinidad que desportilló el rayo; y más cerca aún, la de Santa María del Rey, cuya portada sur da un carácter solemne al cementerio; y lejos, al otro lado del vallejuelo, la de Santa María del Val, la más antigua de todas, donde los frailecillos de piedra juegan a contorsiones en el arco románico de la portada. La venerable, la hermosa Atienza de la Plaza del Mercado junto a San Juan, que es la única parroquia del pueblo, la impresionante, la que sin detrimento de su hermosura invita a recogerse con sólo pasar a través de su puerta bajita, que está abierta de par en par.
            -Me quedo, mire usted, con el retablo mayor.
            -Y yo con el Santo Cristo de Carmona.
            -Y yo con el órgano.
            En la iglesia de San Juan reza una anciana. Entro en silencio y me detengo a contemplar, como casi siempre, las bellísimas pinturas de Alonso del Arco que adornan el retablo. En las iglesias de Atienza hay dos detalles que nunca me canso de mirar: las pinturas del retablo de San Juan y la capillita rococó de la Trinidad, que, según parece, regaló a la villa el rey Felipe V.
            -Oiga: ¿Y el Cristo del Perdón no le gusta?
            -Mucho. Sí, señora. Siempre que vengo me detengo unos minutos delante de él.   
            Hace algo de frío en la Plaza del Mercado. Por una calleja en cuesta, próxima al arco de Arrebatacapas, se deja ver la torre del castillo sobre las peñas en una imagen conjunta irrepetible, de pintura de cuadro.
            El arco de Arrebatacapas es una de las principales puertas que tuvo la muralla. Una más de las enseñas de Atienza, a cuyo través el viento sopla impetuoso en las tardes crudas y en las noches de cellisca. Los atencinos eso lo conocen bien, y lo sufren, pero lo disculpan y no lo cambiarían por nada del mundo. Al pie del arco de Arrebatacapas quedan los tres zoquillos donde se venden los souvenirs, los recuerdos consistentes en antigüeda­des y en atalajes característicos de la serranía, difíciles de encontrar en alguna otra parte.
            Cuando se está en Atienza, se corre el riesgo de encender la pasión, de convertirse en esclavo de lo que los ojos ven o de lo que el corazón siente. En la otra plaza, en la de España, frente a los soportales del ahora remozado edificio del Ayunta­miento con su escudo y campanil, está la fuente barroca de los tres delfines, la que en un principio se colocó abajo, junto a la ermita del Humilladero en el año de 1784, «reinando la majestad del señor don Carlos III que Dios guarde. Y luego, calle abajo, en un rinconcillo orientado a la solana, la fuente del Tío Victoriano, con el verdadero escudo de Atienza sobre el frontis en bien conservados relieves.
            Por estas cuestudas calles de Atienza anduvo el rey Felipe V, y el Empecinado, y el general Hugo, y don Benito el de los Episodios que tanto y tan bien escribió sobre Atienza; y el moro Almanzor, y Alfonso VIII, mucho antes que los demás, cuando las calles tan solo fueron campos. Hoy suelen ser personas mayores y turistas los que se ven por ellas.

            Más abajo está el pretil y la barbacana de la antigua iglesia de San Gil, la que en tiempos contó con el privilegio de ser iglesia-asilo. Dentro queda el primero de los dos grandes museos con los que cuenta la villa. En este momento la puerta está cerrada. Una serie de azulejos, encuadrados en marco de buen herraje, explican al visitante lo que allí hay y a quién es debido: «Iglesia de San Gil, Siglo XII. Museo de Arte Sacro y Paleontológico. La Villa de Atienza agradece la gran labor realizada para el montaje de este Museo al párroco de esta Villa, Don Agustín González Martínez. Con gran afecto le ofrecemos este merecido homenaje. Atienza, Mayo 1991.» Hay quienes aseguran que todavía es de más valor, por lo menos en piezas únicas de Paleontología, el museo de abajo, el de San Bartolomé, inaugurado en el verano de 1996.
            Desde el pretil de la iglesia museo de San Gil, se deja ver el ábside en ruinas del antiguo convento de San Francisco, con las únicas arcadas ojivales que tiene Atienza; y el camino entre hierbas por donde, en la mañana de Pentecostés, desfilan hasta la ermita de la Estrella los cofrades de La Caballada, con más de ocho siglos de historia castellana bajo sus capas.
            La tarde anda de caída. Por la fuente romana del hondo de San Bartolomé, no lejos de la Puerta de la Salida, pasa un anciano que viene desde la Virgen del Val. El hombre regresa empujado por las sombras. Es un señor abierto y conversador, al uso de los viejos hidalgos castellanos. Gusta saberlo todo.
            -Y dice usted – me pregunta-, que con lo que va a contar a la gente se enterarán bien de lo que es Atienza.

            -Pues, no lo sé – le respondo-. Es difícil; tan difícil como explicar a un ciego el color de una naranja. Atienza es para verlo con los ojos. Pero, yo creo que de algo sí que servirá.

lunes, 2 de mayo de 2016

ANDAR POR CASTILLA (III) ALMAZÁN (Soria)



«Almazán, con sus murallas, al lado del Duero, con su hermosa plaza con soportales, sus puertas, sus cubos y torreones, presentaba agradable aspecto. Vio las iglesias, el palacio de la plaza, la sillería roja; anduvo por la parte alta del pueblo, metiéndose por las callejuelas. Contempló las casas de adobe, torcidas y derrengadas, de color arcilloso las tapias de los corrales, con bardas de ramas revocadas con manteo de barro y paja.» (PIO BAROJA. “La nave de los locos”)

            Almazán es otra de las importantes ciudades castellanas de nuestro entorno a las que es posible ir y regresar de nuevo en el mismo día después de haberla visto, y bien que merece la pena. Conocía Almazán de haber cruzado alguna vez por sus orillas camino de Soria. Desde Atienza, por tomar un punto conocido de referen­cia, se llega sobradamente en media hora. La carretera es buena, y el tiempo, por lo menos en el fin de semana que anduve por allí, corrió a mi favor en pleno mes de agosto.
            Cuenta la villa actualmente con una población de hecho superior a las seismil almas. Se nota apenas entrar que es una ciudad viva, una ciudad en movimiento que cambió durante las últimas décadas aquel otro aspecto de villa de agricultores y ganaderos, por el que ahora presenta, mucho más dinámico y cosmopolita. Como "Ciudad del mueble" la anuncia un cartel en las afueras. Cuando uno se adentra, cruzando bajo el primer arco ojival en la muralla, se da cuenta de que la otra Almazán, la de las iglesias y los palacios de junto al Duero, la real villa de tan rancio abolengo en siglos pasados, también está allí, conviviendo en cordial entendimiento -porque con buena voluntad y un poco de sentido común todo es posible- con la ciudad al día, con la de las megafonías y los ordenadores, y el asfalto, y las velocidades vertiginosas, como corresponde a una plaza de su categoría donde el peso de la historia se deja sentir.
            Se ve que Almazán es una ciudad de origen antiguo, una ciudad mora, según anuncia su nombre (Al-Mahsan, el fortificado) y asegura la Historia. La repobló en 1128 el rey Alfonso el Batallador.

            Acabo de pasar al centro de la ciudad bajo el imponente arco ojival de la muralla. He entrado en la Plaza Mayor: una iglesia, un palacio sobre soportales, un edificio magnífico de finales del siglo XIX con reloj concejil, otro arco en la muralla. En medio, presidiendo el espacioso y ajardinado recinto de la plaza, la estatua en bronce del más insigne de los hijos que ha dado Almazán, el jesuita y teólogo en Trento Diego Laynez. Por lo que acabo de ver, la iglesia está dedicada a San Miguel y es románica, construida en el siglo XII; el palacio es el de los Hurtado de Mendoza, después lo fue de los condes de Altamira, terminado de levantar en el año 1590 en su actual estructura y dentro del gusto renacentista de la época; el otro edificio destacable es el Ayuntamiento, con un balcón corrido que ocupa toda la fachada y una torreta con carillón para dar las horas. Bajo la esfera del reloj aparece escrita en letras de forja la fecha 1886 en que se debió instalar. El arco lateral en la muralla es una más de las cuatro puertas que tiene la villa, por la que se baja hasta la iglesia de Santiago, o de Jesús, que veré más tarde, y a las alamedas del Duero. A la sombra de los soportales, sentados sobre los bancos, los ancianos y los más jóvenes se resguardan del fuerte sol de la media tarde. A espaldas de la estatua de Diego Laynez se recorta en el azul de la tarde la artística torre de San Miguel, con sus ocho caras y sus ocho vanos del campanario. Queda constancia documental, según me han dicho, de que en el primitivo palacio de los Mendoza estuvieron durante tres meses del año 1496 los Reyes Católicos, las infantas y el príncipe don Juan, quien alargó la estancia por siete meses más.
            La que llaman de Palacio es una calle antigua, limpia, evocadora. A mitad de la calle de Palacio viene a caer la portada de otra iglesia románica, la de San Vicente, dedicada en la actualidad, según indica un cartel adosado al muro, a Aula de Cultura del Ayuntamiento. No he podido entrar, la encuentro cerrada a cal y canto. El ábside de la iglesia de San Vicente me ha recordado los de la Trinidad y San Gil de las iglesias de Atienza.
            Por unas callejas próximas he venido ahora a caer en otra iglesia en servicio. Tiene todo el aspecto exterior de las iglesias castellanas del siglo XVIII. Luce, bajo el campanario y bajo la portada, un escudo episcopal tallado en relieve. Se trata, me ha dicho su párroco, de la iglesia de San Pedro, en realidad la primera y principal parroquia de Almazán. Hay en su interior un bellísimo retablo barroco, con dorados de la mejor factura y en perfecto estado de conservación.
            Todavía me he quedado sin ver algunas iglesias más, como la de Santa María y el convento de la Merced. En este convento de mercedarios murió en 1648 el poeta y dramaturgo del Siglo de Oro fray Gabriel Téllez, más conocido por Tirso de Molina, aquel que se formó en Alcalá y profesó en el convento de la Merced de Guadalajara, el mejor de nuestros dramaturgos  de siglos atrás en el conocimiento y tratamiento del carácter humano, con un montón de obras famosas legadas gratuitamente a las gentes de su tiempo y a los que vendríamos después.

            Aún he tenido tiempo para bajar, con un poco de prisa porque la tarde va de caída,  a la iglesia octogonal de nave única que -salvando las distancias a favor de lo nuestro, me ha recordado el panteón de la Vega del Pozo- en el pueblo conocen por la de Jesús, cuando en realidad es su titular el apóstol Santiago. Tiene un curioso campanario blanco, con linterna de azulejos y de maderas deterioradas, y una magnífica portada de forja que me da paso. Dentro hay ocho altares, uno en cada cara. En el altar del fondo hay una imagen de Jesús Nazareno, algo parecida al Jesús de Medinaceli, aunque no igual, y al que el pueblo profesa desde antiguo una gran devoción.
            De nuevo en la Plaza Mayor uno se da cuenta de que Almazán es una ciudad hermosa, con mucho que ver sin que para ello sea preciso adentrarse en los entresijos de su pasado. Detrás de la iglesia de San Miguel, en un lateral de la plaza, hay un mirador la más de oportuno que da vistas a una espaciosa vega, al Almazán de las arboledas espesas "que lame el Duero" y que, inevitablemente, nos hacen recordar a don Antonio Machado, el poeta de Soria y de Castilla, pese a ser andaluz. Más abajo el puente sobre el río, con el contraste del intenso tráfico que aguanta sobre sus pilastras a esas horas de la tarde. Y al otro lado del puente, la playa artificial, la que reaviva los veranos de la villa, una playa en las aguas del Duero plagada de bañistas hasta que cierra la noche.

            A la salida, salpicando el azul las primeras estrellas, es preciso detenerse a comprar, en cualquiera de los establecimientos que las anuncian, sus famosas “yemas”, una variedad exquisita de la repostería conventual, yemas huecas y azucaradas, que tienen su sede y asiento en la vieja Castilla, y Almazán, y Soria, no te olvides, quedan en su núcleo central, en su mismo corazón, y como tal lo son y así se consideran.