lunes, 29 de marzo de 2010

UN DÍA EN LA VILLA DE LERMA



El haber sido durante veinte años (de 1598 a 1618) la capital del Estado más poderoso de la Tierra, adorna a esta bellísima villa burgalesa de una importancia histórica que rara vez se le suele dar. A esa misma situación con la que la Historia quiso marcarla a partir del siglo XVII, se debe añadir el poso que dejó sobre ella para la posteridad la tal circunstancia, y que ha llegado hasta nosotros en una docena de monumentos que la España turística de los últimos treinta años ha dado en descubrir y en dedicarle el interés y la importancia que merece.
Fue don Francisco de Rojas y Sandoval, más conocido en los primeros tiempos de la llamada decadencia española como el Duque de Lerma, su verdadero impulsor; digamos que algo así como el creador y padre de la villa moderna, de esta villa situada sobre una colina que domina el valle del Arlanza, y de la que todavía no he conseguido sacudir del paño de mis re­cuerdos la gratísima impresión que me produjo. Diría que el español medio, abierto más o menos al arte y a la historia de nuestro país, es deudor de un detalle de reconocimiento y desagravio con la villa de Lerma. La gente suele (solemos) hacer un giro a sus mismos pies, y dejarla a un lado como hito en el camino, cuando viaja por la ancha Castilla hacia aque­llos otros motivos de atracción que la comarca esconde por allí, algo más adelante. A Silos y a Covarrubias me refiero; sobre cuyo interés pensando en el visitante resulta innecesa­rio insistir.
Lerma -chapiteles, pináculos, espadañas al aire de sus conventos e iglesias- se está dando a conocer con todos los méritos del mundo. Durante los meses de verano, sobre todo, es un deambular constante de turistas -españoles en su inmensa mayoría- los que andan por allí recorriendo sus calles, los que se sorprenden a diario ante aquel rosario de monumentos, de nombres famosos de personajes que pasaron por allí y que cualquier rincón nos mueve a recordar; de gentes que vienen y van, que compran baratijas de recuerdo en sus establecimien­tos, que almuer­zan en la media docena de restaurantes abiertos al público durante los últimos años a la vista del despertar masivo de gentes intere­sadas por entrar, con los ojos y con el corazón, en aquellos lugares, casi míticos, que a poco les suena como un rescoldo de los viejos textos de bachiller, a punto de apagarse en los plie­gues de la memoria.
Hemos llegado a Lerma a media mañana. La parte nueva de la villa, que coincide con ambos arcenes de la carretera que nos introduce, está dedicada de manera casi exclusiva al servicio del turista. Es allí donde se han ido instalando, uno a continuación de otro, los restaurantes, con sus toldos y veladores sobre la acera. Arriba destaca el solemne torreón, al gusto herreriano, de la colegial de San Pedro, el más llamativo a primera vista de los legados que el Duque dejó como recuerdo a la villa que fue cabecera de su casa y terri­torios.
Se sube hacia la ciudad vieja bajo un arco inmenso, situado entre dos cubos de torreón cilíndricos que fueron puerta de acceso a la primitiva villa medieval y luego sirvie­ron de cárcel. Al instante el barrio antiguo, anterior al Lerma ducal del siglo XVII, donde quedan, entre otras, la calle de José Zorrilla, en la que tuvo casa propia el célebre poeta romántico autor del Tenorio y que todavía se conserva. Cuenta la villa -no podía ser menos- con su buen nombre y tratamiento distinguido en la litera­tura española del Siglo de Oro, el siglo del Duque. La escogió Lope de Vega como escena­rio para una de sus obras más recordadas: "La burgalesa de Lerma", en la que reconoce a la villa de su tiempo con el apelativo de La Galana.
Pero sigamos calles arriba. La Plaza de Santa Clara, en la que se encuentra el convento de religiosas franciscanas clarisas, es casi toda ella un cuidado jardín que tiene en mitad, no como en otras partes el monumento a su memoria, sino la tumba de don Jerónimo Merino Cob, el cura Merino, famoso guerrillero de la Guerra de la Independencia contra la france­sada, cuyos restos mortales descansan allí, protegidos por rejas, desde la primavera del año 1968. Al fondo de esa misma plaza, los arcos del pasadizo volandero que sirve de mirador (espectacular visión) sobre la ancha vega del Arlanza.
No lejos de la Plaza Mayor, cuadrada, extensa, soportala­da en una de sus cuatro caras, con el palacio ducal como motivo de fondo. La Plaza Mayor, como había de ser la Plaza Ducal de todo un estado, se trazó y se construyó a gusto del Duque. El palacio anda por estas fechas en obras de restaura­ción. Quieren devolverle toda la prestancia y la elegancia primitiva que le dio don Fran­cisco de Rojas Carvajal cuando fue valido del rey Felipe III. Domina la fachada del palacio la plaza entera. La superficie total del edificio supera los tres mil metros cuadrados, y de lo que pudo ser su interior nos dan idea las doscientas diez ventanas y los treinta y cinco balcones exteriores que tuvo. Los escudos de armas de Sandoval y Rojas figuran en lugar preferente sobre la portona principal del edificio; también en tantos muros nobles de iglesias y conventos repartidos por todo el casco antiguo de la villa. Fue erigido el palacio entre los años 1601 y 1617 por Francisco de Mora, sobre el solar de un castillo en rui­nas.
Es mucho más, y todo ello digno de ser visto, lo que ofrece al visitante la villa de Lerma. Por supuesto damos que esta especie de crónica viajera no pretende ser una guía de turismo, ni siquiera una invitación interesada a nuestros lectores para que tomen su vehículo y se pasen por allí; no. Creo, más bien, que estas tierras nuestras -y en ellas se incluye de manera muy especial todo el centro de España- fueron médula de nuestra historia común, y hoy, querámoslo o no, las vemos un poco echadas al olvido por parte de todos; más en lo que se refiere al medio rural por toda Castilla. Y la tenemos ahí, galana y magnífica, como la propia Lerma, como Pastrana, como Medinaceli, o Chinchón, o Campo de Criptana, o Arévalo, o Belmonte, cuentas de ese rosario interminable de pueblos y villas castellanas en las que (la frase suena a pensamiento del noventa y ocho) uno siente latir, vivo pero cansado, el corazón de España.

(Cantalojas, Mayo 2000)

jueves, 25 de marzo de 2010

UCLÉS, CAPUT ÓRDINIS


No hace todavía demasiado tiempo que anduve por Uclés. Al atravesar las tierras de Cuenca por aquellos rápidos llanos de la autovía, la silueta estilizada del elegante monasterio invita a acercarse hasta sus muros. No sabría decir si la última en que lo hice, fue la tercera o la cuarta vez que he subido al leve altiplano que sirve de peana a tan severo edifi­cio. En esta ocasión no he necesita­do guía. Uclés se hizo para ser visto, pero más todavía para sentirlo una vez que se conocen medianamente las principales vicisitudes del monaste­rio y de su entorno a lo largo de la Historia. Piedra callada a las puestas del sol, en unas horas en las que el arte acre­cienta su dulzura, en un instante en el que el pasado vuelve a la vida con toda su balumba de impresiones, de nostalgias, de recuerdos.
El elegante cenobio de a orillas del arroyo Bedija, aquel que alzado sobre un leve roquedal sirvió de cárcel a Quevedo y de sala de espera hacia la eternidad al más profundo de nues­tros poetas del Renacimiento, Jorge Manrique, es uno de esos paraísos en los que el tiempo se detuvo y se durmió la Histo­ria. Uclés, cabecera de la Orden de Santiago y sede de sus comendadores y maestres durante décadas y siglos, se tuesta bajo el clemente sol de la primera Mancha a una hora escasa de automóvil desde el corazón de Madrid.
No es el de Uclés, por mucho que los conquenses nos empeñemos en catalogarlo para nuestro uso como "El Escorial de la Mancha", uno de esos monasterios castellanos de raigambre, por lo menos como pieza destacada dentro del catálogo de los monumentos españoles en el mundo de la popularidad. Y no será ello porque le reste interés la calma de los campos de trigal que envuelven su paisaje; ni porque su pasado carezca de raíz asida con fuerza en el meollo de los grandes acontecimien­tos de la Historia de España; ni porque al monumento como tal, le falten motivos para agradar por sí mismo, o por el mérito de tantos enseres y ornamentos de singular factura que acoge en sus patios, en sus celdas, en sus salones... El monasterio de Uclés, amigo lector, lo tiene todo, hasta el amoratado color de sus piedras al caer de la tarde como enseña y memorial de un pasado sangran­te, luctuoso, violento, que malamente consi­guen disimular las bellas formas arquitectónicas del XVI y de siglos posterio­res, que hacen de él una de las más sonoras maravillas de esta región.
En el siglo XVI se comenzó a construir el monasterio sobre las ruinas de una vieja fortaleza medieval que en tiempo pasado fuera testigo de batallas memorables, como aquella que se dio durante el invierno del año 1108 en la que perdió la vida el joven infante don Sancho, hijo predilecto del rey Alfonso VI y de la princesa Zaida, en la que murieron además siete condes castellanos, y que los moros triunfadores dieron en llamar por esa misma razón de los "Siete Puercos", nombre que los comendado­res santiaguistas tornaron por el de la "Batalla de los Siete Condes", con el que habría de atravesar los umbrales de la Historia.
Las formas recargadas que adornan con suntuosidad las portada principal del monasterio son una imagen antológica de lo que fue capaz de alcanzar el arte barroco por tierras de Castilla. En el patio interior, obra del siglo XVII, todo se ajusta en torno a su soberbio brocal de un pozo principesco con el escudo real como enseña. Treinta y seis son los arcos que cierran el patio interior, y otros tantos los ventanales que lo engalanan por encima de los arcos, uno por cada maestre de la Orden que pasaron por allí y de los que se tiene memo­ria.
Hay quien dice que lo más valioso, o por lo menos lo más original que guarda en su interior el edificio, es la escalera regia, que sube desde la primera planta hasta el claustro alto en donde se alinean las aulas del Seminario y algunas depen­den­cias administrativas del mismo. La escalera es todo un aconteci­miento que bien merece ocupar un sitio de honor en los anales de la arquitectura clásica, destacando los arcos late­rales y la bifurcación tan peculiar que presenta a partir del segundo tramo.
El refectorio lo emplean de comedor los seminaristas durante el curso. Se cubre con uno de los más bellos artesona­dos del siglo XVI que se conocen en España. Entornando el sublime juego de arabescos, aparecen a modo de cenefa lateral una serie de medallones con magníficos relieves en madera noble; son en total treinta y seis, y en ellos se adivinan los bustos de otros tantos maestres y priores santiaguistas entre los que se cuentan el Emperador Carlos I y el Condestable de Castilla don Alvaro de Luna, aquel que en vida se burló de la muerte, aparece aquí solo en su osamenta revestido con manto y corona propia de su condición.
La iglesia -ignoro si acabada de restaurar- es la pieza más noble de todo el monasterio. Es obra de un conquense algo dejado al olvido, Francisco de Mora, discípulo predilecto de Herrera y hombre de confianza de su maestro durante las obras de El Escorial. Mide la iglesia, así consta, doscientos vein­tinueve pies de larga por cuarenta y dos de ancha. La cúpula que se alza sobre la vertical del crucero es obra magnífica de Antonio de Segura, de la que sale al exterior un orondo chapi­tel con vistoso bolón de cobre. Por debajo de las capillas laterales se da por seguro que yacen enterrados los restos del maestre don Rodrigo de Manrique, y los de su hijo Jorge, el autor de las Coplas, sin que se sepa el sitio exacto donde reposan sus huesos, lo que rodea su delicada personalidad de un mayor misterio. En una celda próxima al panteón de persona­lidades, ya casi en la sórdida cripta de los enterramientos de priores, obispos y otras dignidades de la Orden, estuvo preso durante medio año el más inspirado y ocurrente de los escrito­res barrocos de nuestra Literatura, don Francisco de Quevedo y Villegas, quien dio allí durante larga temporada con su carne mortal por haber dirigido, al parecer de una manera impía y desconsiderada, los dardos de su ingenio contra don Francisco de Acevedo, a la sazón arzobispo de Burgos. Esto ocurrió en la primera mitad del año 1621.

domingo, 21 de marzo de 2010

VIAJE A LAS RUINAS DE TERMANCIA


Nuestra tierra parece estar sembrada de hitos a todo su largo y ancho donde la Historia parece volver a vivir. Con sólo moverse en cualquier dirección, el caminante se encuentra a cada paso con huellas del pasado, como corresponde a una tierra habitada por el hombre desde la más remota antigüedad. La piedra, a falta de otro tipo de documentos, es al cabo de los siglos el libro abierto de nuestro propio pasado.
Las tierras de Castilla guardan gran parte de su historia más remota escondida bajo una capa de tierra, cuando no pinta­da en los muros de cualquier refugio o en las paredes de una cueva; hilos de los que conviene tirar con cuidado para dar forma al puzle de nuestro origen, al de esta Castilla de nuestros pecados que durante siglos fue el órgano vital -por no decir el corazón- de toda la Historia de España.
Los días de verano tienen, entre otras más, la virtud de dar tiempo para todo. Era casi la media tarde cuando desde la villa de Atienza, pasando por Miedes, salimos hacia las ruinas de la vieja Termancia. En un espacio de terreno insignificante se da por aquellas latitudes la conjunción de tres provincias castella­nas de profunda raíz: Segovia, Guadalajara y Soria. La ciudad romana de Termancia queda en tierras de Soria, ocupando el altiplano y las laderas suaves de un campo variadísimo donde juega papeles de protagonismo la piedra arenisca de un fuerte color rojizo. De hecho, en la parte romana de la antigua Termes, la piedra de arena lo fue casi todo, como todavía puede verse.

Retortillo es un pueblo interesantísimo que nos sale al paso apenas entrar en la provincia de Soria. El soplo de su pasada grandeza se deja adivinar en los fragmentos de muralla, en los arcos que dicen de San Pedro y de Sollera, en sus viviendas blasonadas que concurren en la Plaza Mayor que en otro tiempo fue mercado. Sorprende al viajar la estampa anti­gua, el soplo de castellanía que al cabo de los siglos sacude sobre las aristas de la piedra labrada en estos pueblos que, bajo el impío sol de las cinco, nos recuerda las andanzas de Rodrigo el de Vivar, primero de los personajes célebres que por aquí pasaron.
Tarancueña y Montejo de Tiermes son otros de los pueblos que asientan por allí, entre parameras sorianas ocupando los altos, y tierras frías de labor en los vallejuelos y veguillas que los modernos agricultores cultivan convenientemente. Uno camina con la impresión de haber puesto los pies en la Casti­lla pura -no sé si dura también- de la que nos hablan las viejas crónicas, que tanto dio y que tan poco recibió a cam­bio.
La ciudad de Termes, Tiermes o Termancia, queda poco más adelante. Nos la anuncian una serie de edificios nuevos que hay en sus inmediaciones, como infraestructura de lo que todo aquello algún día llegará a ser: hoteles, restaurantes, casas rurales..., pensando en el turismo que algún día llegará cuando lo que falta en Termancia por descubrir sea un hecho al cabo de los años. En cualquier caso, se ve que están prepara­dos para lo que pueda venir, no así como en nuestras excava­ciones regionales, que las hay abundantes y varias de ellas de mayor importancia (Segóbriga, Valeria, Ercávica, Recópolis), donde, por el momento, no hay turista en exceso que vayan a visitarlas, y los pocos que van se encuentran sin una hospede­ría suficiente -por lo menos de la categoría de éstas que hemos visto en las afueras de Tiermes- en varios kilómetros a la redonda.

Merece la pena una vista a las ruinas de una de las ciudades más antiguas de las que se tiene noticia. Su historia sigue paralela de algún modo a la historia de Numancia, aque­lla más conocida en la historia por el comportamiento heroico o suicida de sus habitantes, los arévacos, que anduvieron por allá y por acá creando serios problemas a los conquistadores romanos, que los consiguieron dominar al fin, pero dejándose a una buena parte de sus soldados y generales en el empeño. Tiermes, concretamente, no fue sometida por los romanos hasta el año 98 antes de Cristo, tiempo en el que el cónsul Tito Didio, obligó a bajar a sus pobladores desde la ciudad al llano. Los restos arqueológicos más antiguos, hasta el momen­to, hallados en su campo pertenecen a la época celtíbera, siglo VI a.C., si bien se da por supuesto que el origen de Termancia como lugar habitado es mucho más antiguo.
Períodos celtíbero, romano y medieval, se distinguen perfectamente al otear por aquellos campos. Los hallazgos más antiguos consisten en enterramientos, en tumbas con restos de ajuar funerario rodeado a veces de piedras haciendo círculo.
De la época romana es mucho lo que ya se puede ver. La condición especial de la piedra arenisca, como ya se ha dicho, permitió a los invasores construir a su gusto una ciudad con todo lujo de comodidades. Los canales por los que discurría desde los aljibes el agua hasta los baños aparecen, digamos, tal cual como el primer día: acueducto, castellum aquae, foro imperial y muralla, han salido a la superficie después de las todavía recientes excavaciones, como servicios de carácter público; como restos de edificio privado han salido a la luz los restos de la que llaman Casa del Acueducto, primera man­sión de Tiermes cuyas ruinas han sido sacadas a la superficie en toda su extensión, hasta 1.800 metros cuadrados de superfi­cie.
Desaparecida la ocupación romana (ateniéndose siempre a lo que allí se ve), uno saca en conclusión que los herederos de aquellos arévacos expulsados de allí por razón de la fuer­za, volvieron a ocupar el alto y a edificar según las nuevas mane­ras. Es la época medieval de la ciudad de Tiermes. Como botón de muestra más importante, allí está la iglesia románi­ca, restaurada, pero en pleno uso, con la que uno se encuentra apenas llegar. Se venera en su interior la imagen de la Virgen de Tiermes, con fiesta mayor y romería el tercer domingo del mes de mayo, a la que acuden por tradición gentes de las tres provincias: de tierras de Ayllón, de la sierra de Atienza, y de la propia comarca soriana más o menos próxima a la villa de Tiermes. A destacar, las seis arcadas del atrio, donde se luce un estupendo juego de capiteles, por lo general bien conserva­dos, con motivos en relieve la mar de diversos: vegetales, entrelazados, escenas religiosas, justas, o cacería de jabalí con perros, que nos recuerdan el friso de la iglesia de Campi­sábalos, coetánea y relativamente próxima.
Sirva como conclusión, el siguiente detalle humano, muy al margen de lo dicho hasta ahora. Un hombre de Retortillo, uno de esos amables ancianos que pasan las horas muertas sentados a la sombra de una pared junto a las eras en las tardes de verano, fue por un instante mi interlocutor:
- ¿Es usted de tierra de Guadalajara? -pregunta.
- Sí señor; de por allí vengo -respondo.
- Antiguamente venía a cazar por estos pueblos el conde de Romanones. Sería yo un chavalote por entonces.
- ¿Lo llegó usted a conocer?
- No, yo creo que no lo conocí. La cosa es que el cura que había en uno de estos pueblos cazaba mucho más que él. Aquello ponía enfermo a Romanones. Como quería quitárselo de encima, influyó para que nombraran al cura canónigo de Sigüen­za y se fuera del pueblo.
- Seguro que lo consiguió.
- Sí; pero los demás canónigos no lo quisieron admitir, y se volvió otra vez de cura al pueblo. Cuando vino Romanones y lo encon­tró en el mismo sitio, dijo: ¡Ah, sí!, ¿conque no lo quie­ren de canónigo? Pues lo nombraremos obispo.
- ¿Y lo hicieron obispo?
- Eso es lo que se dijo por aquí.
Anécdotas aparte, con este trabajo queda hecha la invita­ción a nuestros lectores para que, aprovechando la bonanza del tiempo que n os espera, se acerquen a contemplar in situ aquel poso castellano de nuestra historia más remota.

domingo, 14 de marzo de 2010

ALZIRA, CIUDAD DEL AZAHAR


«Blancas alquerías, casi ocultas tras el verde bullón de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego, amarillentas, como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, toda ella de un color mate de hueso, acribillada de ventanitas, como roída por una viruela de negros agujeros. Más allá Carcagente, la ciudad rival, envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos» (Blasco Ibáñez. "Entre Naranjos")

He de confesarte, amigo lector, que me hubiera gustado contemplar el augusto panorama de la Ribera el mismo día y a la misma hora que lo contempló desde la Montanyeta del Salva­dor don Vicente Blasco Ibáñez. Muchas veces, tiempo después, se me perdió la vista desde la misma atalaya sobre el inmenso tapiz de los naranjales, y ahora, hace sólo unos días, he vuelto a pasar por allí. El campo es el mismo, la luz medite­rránea es la misma, el esmeralda opaco de las huertas también es igual, y los amigos son los mismos: Alfonso, Ricardo, Inocencio, Bernardo...; la ciudad no, Alcira ha cambiado mucho desde que la dejé, después de haber vivido en ella una buena parte de mi segunda juventud. El insigne novelista, pintor de aquellas tierras, la conoció cuando todavía era una isla rodeada por el Júcar. Yo la conocí bastantes años después, cuando los hombres y las máquinas habían echado el río por otra parte y sobre lo que fue su cauce ya estaba construida la avenida principal de la ciudad moderna.
Es muy remoto el origen de la ciudad de Alcira; podría contarse entre los núcleos de población más antiguas de la Península de entre los que perviven. Los iberos la llamaron Sucro, y varios siglos después, tras haber sido destruida por los vándalos y vuelta a levantar por los árabes hacia el año 717, éstos la llamaron Al-Getzira Xucar (Isla del Júcar), de donde procede su nombre actual de Alcira o Alzira.
El rey Jaime I, que sentía verdadera debilidad por ella, le concedió escudo con leyenda y la tuvo, entre las otras ciudades del reino, por "la perla más fina de su corona", honroso apelativo que los alcireños de hoy siguen teniendo a gala. Sus Santos Patronos -los llaman así- son tres moros conversos, hijos de Almanzor y de Zaida, señores de Carlet, de nombre Aben Amete, Zaida y Zoraida, que el 20 de agosto del año 1180 su propio hermano mandó matar en tierras de Alcira a causa de su conver­sión a la fe cristiana. La ciudad los tomó como patronos y benefacto­res en el siglo XVI con los nombres de Bernardo, María y Gracia. Sus imágenes en piedra presiden desde 1717 las horas de la ciudad en sus casilicios, antes en el puente sobre el río, ahora en el centro mismo de la lujosa avenida que lleva su nombre, sin necesidad de haberlos cambia­do de sitio.
Origen, patria y lonja de la naranja, es Alcira desde tiempo inmemorial. De su inmensa vega de naranjales y alque­rías salieron, y siguen saliendo, hacia las distintas regiones de España, y aun al extranjero, las mejores naranjas de toda la ribera mediterránea, donde, sabido es, tiene sus más fuer­tes competidores.
De entre sus muchos monumentos conviene destacar las murallas árabes, largos lienzos todavía en pie que apenas significan una pequeña parte a título de muestra de lo que fue la Isla en tiempos de la dominación musulmana. El ruinoso monasterio jerónimo de Santa María de la Murta, situado en un valle espléndido entre las sierras del Cavall Bernat y la de Les Agulles; las iglesias de San Juan Bautista y de Santa Catalina; el palacio de Casasús y el edificio modernista del antiguo Círculo Alcireño, son entre algunos otros los detalles arquitec­tó­nicos que más sorprenden al visitante; aparte, claro está, de los modernos edificios, de seis o de diez plantas, que entornan a todo lo largo las avenidas de Luis Suñer y de los Santos Patronos, con la luminosa Plaza del Reyno como punto de intersec­ción entre ambas.
La Semana Santa de Alcira es seguramente la principal y la más vistosa de toda la Comunidad Valenciana. En el año 1988 fue declarada de Interés Turístico Nacional, como corresponde a la gran atracción de público que acapara durante esos días, y al valor artístico de los veinticinco pasos que lucen por sus calles los casi 7000 cofrades agrupados en dieciocho hermandades distintas, entre los que es costumbre arrojar caramelos y peladillas al público observador que llena las aceras.
Como en las de los Salcillos en la ciudad de Murcia, las procesiones de la Semana Santa de Alcira se distinguen del resto de los desfiles españoles que por aquellos días recorren las calles de tantas ciudades castellanas y andaluzas. Quizá sea menos recogida que las de Zamora, Cuenca o Valladolid, y menos pomposa que las de Málaga y Sevilla; pero más auténtica, más acorde con la primera Semana Santa, la de Jerusalén al otro lado del Mediterráneo, que pintó por sus calles y sende­ros rodeados de palmerales, de naranjos y chumberas, el cuadro más real de la Pasión de Cristo que jamás se haya pintado.
Pero si la Semana Santa es para aquella ciudad levantina su Semana Mayor, su fiesta grande es la semana de fallas. Segunda ciudad del mundo en importancia fallera, si contamos el número de monumentos de cartón que se plantan en sus calles y avenidas durante aquellas fechas, sesenta y ocho entre mayores e infanti­les, que nada tienen que envidiar en tamaño, en valores artísti­cos y en mordiente de crítica, a las cuatro­cientas que se plantan en la capital de Valencia. Todo ello sin contar los muchos actos de carácter artístico y cultural que las comisiones falleras llevan consigo a lo largo del año: desfiles, exposiciones de pintura, conciertos de música, edición de libros...
Si deseas, amigo lector, contemplar con tus propios ojos la belleza sublime de la mujer española, fuera de todo mito, de todo acatamiento folclórico-cañí al que tan dados somos, puedes pasarte por allí durante estos días, todavía tienes tiempo de hacerlo. Alcira, la más delicada de las perlas que adornaron la corona del rey Conquistador, anda en estos momen­tos envuelta en estruendo de pólvora, en colores y oropel de cintas y peinetas, en música a son del inmortal pasodoble de Serrano, "El Fallero". Dentro de unos días, con la noche bien cerrada sobre toda la ciudad y toda la Ribera, al filo de las doce, arderá en llamas entre sollozos de juventud y lágrimas veladas de algunos ojos bonitos.
(Olivares de Júcar, marzo año 2000)

martes, 9 de marzo de 2010

MEDINACELI: CASTILLA BAJO UN ARCO DE TRIUNFO



La vieja Ocilis de los árabes se airea al soplo de todos los vientos en el breve altiplano que todavía en tierras de Soria dibu­ja, a no mucha distancia del Va­lle del Jalón, la Sierra Minis­tra. El Jalón y el Henares son ríos con diferente destino que, uno al sureste y otro al noroes­te, vienen a nacer a cuatro pasos de Medina­celi.
La Medina-Ocilis de los cris­tianos se quedó sin gente en el último tercio del pasado siglo por­que a sus habitantes les dio por bajarse a vivir al barrio de la Estación, y con ellos las insti­tu­ciones y los funcionarios loca­les. Las tierras bajas y más pro­duc­tivas de la vega, la proximi­dad a la carretera nacional y al llano de las salinas, pudieron como lugar de asentamiento con más de veinte siglos de historia, lo que ha supuesto dejar el anti­guo burgo alzado sobre su peana a título de exposición, de museo, de reliquia del pasado y de resi­dencia temporal para artistas, soñadores y otros derivados de la especie humana asidos de raíz a las más nobles inclinaciones del espíritu.
He conocido Medinaceli en ho­ras intempestivas de un verano caluroso por los altos páramos castellanos. Había visto a dis­tan­cia la silueta imprecisa del arco romano en ocasiones prece­dentes, pero nunca tuve la opor­tunidad de subir hasta su misma piedra. Por fin llegó el momento y he aquí que uno cuenta en su haber de caminante con una nueva experiencia, con un nuevo elemen­to de apoyatura sobre el que ha­cer descansar su pasión por esta Castilla de nuestros antepasados.
Había leído cosas acerca de la histórica villa de Medinace­li. La consideraba una vieja ciudadela cargada de recuerdos, pero un poco dejada de la mano de Dios y más todavía de la mano de los hombres; un burguillo medieval de casonas destartaladas y palace­tes y conventos que apenas si podían sostener el peso de las cubiertas sobre la piedra tambaleante de sus muros; de mansiones señoriales selladas por encima de los dinteles de sus puertas con escudos de nobleza que han sabido burlar tan guapamente el peso de los siglos y el zarpa­zo impío y prolongado de la des­consideración. Ahora he visto que no es así, que la gente con buen sentido se volcó en favor del pueblo con obras de restaura­ción hasta conseguir de él una nueva imagen, quizá demasiado nueva con la verdad de su pasado y con lo que Medinaceli repre­senta como solar de las más antiguas civili­zaciones.
Del arco romano de Marcelo, similar en estilo a los de Septi­mio Severo y Constantino en la ciudad de Roma, y único en la Península con triple arcada, se llega hasta las murallas de po­niente atravesando el pueblo. En el maltrecho lienzo de muralla se abre una portona medieval que los vecinos de la villa conocen por la Puerta Árabe. Agujero de en­trada y de salida para nobles y campesinos, para clérigos y gue­rreros, por donde hoy nadie tran­sita y acabará por comerse el yerbazal.
En el centro mismo de Medinaceli se encuentra la Plaza Mayor, flanqueada por el añoso palacio de los duques y por el edificio sobre arcos y soportales de la vieja alhóndiga. En esta plaza se corrió hasta hace poco el "toro jubilo, o jubillo" con dos bolas de estopa y de pez en­cendidas en su cornamenta, coin­cidiendo con las fiestas otoñales de los Cuerpos Santos, que no eran otros que los de San Arca­dio, Pascasio, Eutiquiano, Probo y Paulino, martirizados en tiempo del bárbaro Genserico y que al decir de las gentes se guardaban allí, tal vez en la colegiata de Santa María cuya torre cuadrangu­lar sobresale por encima de los soportales, de los arcos y de los tejados que rodean a la plaza.
Un hombre anciano me cuenta, navegando en un mar de confusio­nes, que en aquellos campos murió el moro Almanzor, cosa que ya nos refiere la Historia, pero que no se sabe si está enterrado en el patio de la antigua alcazaba -ahora cementerio de la villa- o en el Cuarto Cerrillo fuera de las murallas; vaya usted a saber. Quien lo escucha, tampoco se en­cuentra en condi­ciones de opinar si en un sitio o en el otro, o tal vez, quizá lo más probable, en ninguno de los dos.
Aún quedan varios detalles más, registrados con fatal cali­grafía, en el cuaderno de notas que llevé a Medinaceli. Pienso que el escaso interés de los mismos, aconse­jan prescindir de ellos.
Cantalojas, verano de 2008

lunes, 1 de marzo de 2010

ALMAZAN, EN LA CASTILLA MÍSTICA Y GUERRERA


Almazán es una de las importantes ciudades castellanas de nuestro entorno a las que es posible ir y regresar de nuevo en el mismo día después de haberla visto, y bien que vale la pena. Conocía Almazán de haber cruzado alguna vez por sus orillas camino de Soria.
Cuenta la villa actualmente con una población de hecho superior a las seis mil almas. Se nota apenas entrar que es una ciudad viva, una ciudad en movimiento que cambió durante las últimas décadas aquel otro aspecto de pueblo grande de agricultores y ganaderos, por el que ahora presenta, mucho más dinámico y cosmopolita. Como "Ciudad del mueble" la anuncia un cartel en las afueras. Cuando uno se adentra, cruzando bajo el primer arco ojival en la muralla, se da cuenta de que la otra Almazán, la de las iglesias y los palacios de junto al Duero, la real villa de tan rancio abolengo en siglos pasados, también está allí, conviviendo en cordial entendimiento -porque con buena voluntad y un poco de sentido común todo es posible- con la ciudad al día, con la de las megafonías y los ordenadores, y el asfalto, y las velocidades vertiginosas, como corresponde a una plaza de su categoría donde el peso de la historia se deja sentir.
Se ve que Almazán es una ciudad de origen antiguo. Es una ciudad mora, según avisa su nombre (Al-Mahsan, el fortificado) y asegura la Historia. La repobló en 1128 el rey Alfonso el Batallador.
Acabo de pasar al centro de la ciudad bajo el arco ojival de la muralla. Estoy en la Plaza Mayor: una iglesia, un palacio, un edificio magnífico de a finales del pasado siglo con reloj concejil, otro arco en la muralla. En medio, presidiendo el espacioso y ajardinado recinto de la plaza, la estatua en bronce del más insigne de los hijos de Almazán, el jesuita teólogo en Trento Diego Laynez. La iglesia está dedicada a San Miguel y es románica, construida en el siglo XII; el palacio es el de los Hurtado de Mendoza, luego de los condes de Altamira, terminado de levantar en 1590 en su actual estructura y dentro del gusto renacentista de la época; el edificio es el del Ayuntamiento, tal vez de finales del XIX, con un balcón corrido que ocupa toda la fachada y una torreta con carillón para dar las horas, bajo la esfera del reloj aparece escrita en letras de forja la fecha de 1886 en que se debió instalar; el arco lateral en la muralla es una más de las cuatro puertas de la villa, y por la que se baja a la iglesia de Santiago, o de Jesús, que veré más tarde, y a las alamedas del Duero. A la sombra de los soportales, sentados sobre los bancos, los ancianos y los más jóvenes se resguardan del fuerte sol de la media tarde. Tras la estatua de Diego Laynez se recorta en el azul la artística torre de San Miguel, con sus ocho caras y sus ocho vanos del campanario. En el primitivo palacio de los Mendoza estuvieron durante tres meses del año 1496 los Reyes Católicos, las infantas y el príncipe don Juan que alargó la estancia por siete meses más.
La calle de Palacio es una calle antigua, limpia, evocadora. a mitad de la calle de Palacio viene a caer la portada de la iglesia románica de San Vicente, dedicada en la actualidad, según indica una placa asida al muro, a Aula de Cultura del Ayuntamiento. La encuentro cerrada a cal y canto. El ábside de la iglesia de San Vicente me ha recordado los de la Trinidad y San Gil de las iglesias de Atienza.
Por las callejas próximas doy ahora en caer en otra iglesia en servicio. Tiene todo el aspecto exterior de las iglesias castellanas del siglo XVIII. Luce, bajo el campanario y bajo la portada, un escudo episcopal en relieve. Se trata, me ha dicho el párroco, de la iglesia de San Pedro, en realidad la primera y principal parroquia de la villa. Hay en su interior un bellísimo retablo barroco, con dorados de la mejor factura y en el mejor estado de conservación.
Todavía me he quedado sin ver algunas iglesias más, como la de Santa María y el convento de la Merced. En este convento de mercedarios murió en 1648 el poeta y dramaturgo del Siglo de Oro Tirso de Molina, aquel que se formó en Alcalá y profesó en el convento de la Merced de Guadalajara, el mejor de nuestros dramaturgos en el conocimiento y tratamiento de caracteres, con un montón de obras famosas legadas gratuitamente a las gentes de su tiempo y a los que vendríamos después.
Aún he tenido tiempo para bajar, con un poco de prisa, a la iglesia octogonal de nave única que en el pueblo conocen por la de Jesús, cuando en realidad es su titular el apóstol Santiago. Tiene un curioso campanario blanco, con linterna de azulejos y de maderas deterioradas, y una magnífica portada de forja que da paso. Dentro hay ocho altares, uno en cada cara. En el altar del fondo hay una imagen de Jesús Nazareno, algo parecida al Jesús de Medinaceli, aunque no igual, y al que el pueblo profesa desde antiguo gran devoción.
De nuevo en la Plaza Mayor uno se da cuenta de que Almazán es una ciudad hermosa, con mucho que ver sin que para ello sea preciso adentrarse en los entresijos de su pasado. Detrás de la iglesia de San Miguel, en un lateral de la plaza, hay un mirador la más de oportuno que da vistas a la vega, al Almazán de las arboledas espesas "que lame el Duero" y que, inevitablemente, nos hacen recordar a don Antonio Machado, el poeta de Soria y de Castilla. Más abajo el puente sobre el río, con el contraste del intenso tráfico que aguanta sobre sus pilastras a esas horas de la tarde. Y al otro lado del puente, la Playa Artificial, la que reaviva los veranos de la villa, la playa en las aguas del Duero plagada de bañistas hasta que cierra la noche.
A la salida es aconsejable comprar, en cualquiera de los establecimientos que las anuncian, sus famosas yemas, una variedad exquisita de la repostería conventual, yemas huecas y azucaradas, que tiene su sede y asiento en la vieja Castilla, y Almazán, y Soria, no se nos olvide, quedan en su núcleo, en su mismo corazón, y como tal son y así se consideran.

(Guadalajara, septiembre de 1996)