viernes, 28 de mayo de 2010

INCREÍBLE JAÉN



«Campo, campo, campo.
Entre los olivos,
los cortijos blancos.
Y la encina negra
a medio camino
de Úbeda a Baeza»
(Antonio Machado)
Fueron otros tiempos, y otras circunstancias muy distintas también, las del laureado poeta sevillano y las del grupo de escritores españoles que, organizado por la FEPET y con el patrocinio de la Junta de Andalucía, hemos tenido ocasión de vivir recientemente horas de gozo por aquellas tierras sureñas, desconocidas para tantos de nosotros, y admiradas, en cambio, después del viaje de regreso. Quiero pensar, con la mano en el corazón entonando el mea culpa, que no existirán en España muchos lugares como estos, tan alejados del saber de los hombres, tan bellos, tan completos, tan generosos y tan entrañables sin embargo, que al escritor tan sólo le sugieren palabras de desagravio a la hora de contar su experiencia por aquella inmensa tierra de olivar, que en tiempo pasado distrajo en su dolor a uno de los más significados poetas del siglo XX.
Pero entramos en materia con la firme convicción de no llegar en nuestro relato al cien por cien, ni a mucho menos, de cuanto por allí hemos visto y hemos sentido porque lo uno siempre lleva a lo otro. Hay mucho que ver y mucho que decir de aquellas cuatro ciudades, a las que hemos dedicado otros cuantos días arrancados de nuestro tiempo disponible, pocas veces tan bien empleado: Andújar, Baeza, Úbeda y Jaén, fueron por ese orden las que distrajeron nuestras horas, horas fugaces como el tren de alta velocidad que nos puso en un instante en la gentil Córdoba, la ciudad de los califas, hoy cosmopolita debido a su pasado y al mucho arte que la Historia le dejó como herencia.
Andújar —y con ello nos situamos en ruta— es una ciudad próspera, que a quien esto escribe se le antoja que vive tiempos de bienestar al amparo del carácter emprendedor de sus gentes. El tiempo del que dispusimos fue breve para estar en Andújar, pero sí el suficiente como para que quedase marcada en nuestra memoria durante mucho tiempo, la visita al Museo de Coches Antiguos de los hermanos Demetrio y Carlos del Val (nombres de oro en el Olimpo de los corredores en vehículos a motor, que en el mundo son y en el mundo han sido). Hasta cincuenta coches, bicicletas y motos, guardan los hermanos Del Val en el museo de la calle que lleva sus nombres; todos limpios, impecables, todos dispuestos a funcionar según nos explicaron. Un Renault de 1902, con la matrícula nº 11 de Madrid y faros de carburo; un Peugeot matriculado en Valladolid con el número 15; el coche del zar ruso Nicolás II, fabricado en 1907; el Bucatti, único original que hay en el mundo, cuyo precio se cuenta en millones de dólares; la bicicleta del rey Alfonso XIII, con farolilla de petróleo sobre la rueda delantera, y así hasta otros cuarenta y tantos más, cada uno con sus años y su diferente historia.
Y luego Baeza, a tiro de piedra del río más andaluz de todos, el Guadalquivir, monumento y evocación, donde todo nos resulta novedoso. En Baeza impartió clases de Bachiller durante siete años el poeta Antonio Machado, en un edificio del que fue segundo rector San Juan de Ávila. En Baeza cuentan con una vistosa catedral, mitad gótica y mitad renacentista, en donde hay una custodia magnífica de plata, al estilo de las de Arfé de Toledo y Córdoba, y una lámpara del siglo XIX que ya hubieran deseado para sí cualquiera de los palacios de la vieja Europa. En Baeza hay una plaza que dicen de los Leones, debido a la fuente con cuatro de ellos que tiene en mitad, que está rodeada de palacios con bellísimas fachadas y puertas memorables, como el palacio de la antigua Carnicería, de 1548, que a mediados del pasado siglo se reconstruyó, llevándoselo piedra a piedra desde su anterior emplazamiento en otro lugar cercano de la ciudad hasta el que ahora ocupa, y luce sobre su fachada, como siempre lo hizo, el impresionante escudo imperial de Carlos V.
La ciudad de Baeza, la Biatia de los romanos, tiene por vecina, y por hermana mayor con el permiso de unos y de otros, a Úbeda. A pesar de sus denominaciones más antiguas: Bétula para los romanos y Ubbadat al Arab para los árabes, la ciudad de Úbeda es eminentemente renacentista. Una serie de monumentos admirables que no tiene fin. Hasta medio centenar de ellos merecen ser visitados.
Existe una tradición apócrifa que asegura que Úbeda fue fundada por un hijo de Noé. Nos parece estupendo. En aquellas tierras de María Santísima, la hipérbole contó siempre con profunda raíz. Tampoco tiene cerros; son pequeñas ondulaciones tapizadas de olivar las que la rodean; de ahí que el famoso dicho no fue sino una patraña del caballero Álvar Fáñez, que en lugar de vigilarla la dejó perder por haberse entretenido con una bella musulmana toda la noche entre unos olivos, arguyendo luego al rey castellano que se había perdido “por esos cerros”.
¿Pero qué es lo que más nos impresionó, lo que vale la pena ver en Úbeda? Mucho —respondería a mi propia pregunta—. Nos situaron en primer lugar en la plaza Vázquez de Molina. Dijo el guía, y no le faltaba razón, que por cuanto a monumentalidad era aquella la plaza más completa de España. Entre iglesias, palacios y otros monumentos de interés, eran cinco, si no recuerdo mal, los que teníamos alrededor en aquel instante: la Sacra Capilla del Salvador, lujosos enterramiento del secretario de estado de Carlos V, don Francisco de los Cobos, y de su mujer doña María de Mendoza, proyectada por Siloé y construida por Andrés de Vandelvira, con esculturas de Jamete y retablo mayor, incendiado en parte durante la Guerra Civil y restaurado después, de Berruguete. El palacio de las Cadenas, hoy ayuntamiento de Úbeda, con escudos por doquier de la familia Mendoza. El parador de turismo del Condestable Dávalos, obra de Vandelvira como tantos más. El palacio del Marqués de Mancera, recuerdo de don Pedro de Toledo, virrey del Perú. Y para terminar en dicha plaza, la iglesia de Santa María de los Reales Alcázares, con impresionante fachada y bellísimo claustro. Todo ello sin caminar apenas, sólo seguir con la mirada lo que tenemos alrededor y dirigir los pasos hacia lo que vemos.
Y conventos memorables, como el que fuera testigo en una de sus celdas de la muerte de San Juan de la Cruz en la madrugada del 14 de diciembre de 1591; el Real Monasterio de Santa Clara, antiguo, del siglo XIII; el Hospital de Santiago, obra también de Andrés de Vandelvira, y mandado construir por el ubetense don Diego de los Cobos, obispo de Jaén, y que viene a ser, sin detrimento de lo ya dicho en favor de otros edificios de la ciudad de Úbeda, uno de los más puros ejemplos del Renacimiento en aquellas tierras.
Y Jaén, la capital de provincia para terminar. La Catedral, sobre todo la Catedral. La comparé en grandiosidad con las más importantes catedrales de nuestro país, y alguien me tildó de exagerado. Sigo en ello. Contemplar su fachada, y sobre todo la elegancia y la solemne prestancia de sus altísimas columnas y bóvedas, merece una visita a la ciudad del Santo Rostro. Los Baños Árabes podrían servir de colofón para concluir un viaje a tierras de Jaén, la más desconocida de las provincias andaluzas, que goza, por lo menos de momento, con el aquel de lo increíble a cada paso.
(En la fotografía, Plaza de los Leones. Baeza)

viernes, 21 de mayo de 2010

CONOCER SIGÜENZA


La comarca de Sigüenza, como tierra habitada por el hombre, sintió su presencia desde el Paleolí­tico. Ya aparece Segontia entre las ciudades de la Celtiberia a las que hacen referencia los autores de la antigüedad. Su posición estratégica entre Mérida y Zaragoza la convierten durante la dominación romana en una plaza de extraordinario interés. Su primer obispo, Protógenes, intervino en el año 589 en el Concilio de Toledo.
Durante la invasión musulmana decreció su importancia, pasando a depender de Medinaceli, situación que duraría hasta 1124, año en el que el obispo guerrero don Bernardo de Agén la reconquistó a los árabes, comenzando así un largo periodo de esplendor bajo la tutela de los obispos, habida cuenta que el rey Alfonso VII donó el señorío segun­tino al obispo don Bernardo y a sus sucesores, bajo cuya tutela se mantendría hasta finales del siglo XVIII, en que el obispo Díaz de la Guerra renunciaría voluntariamente ante el rey a tal privilegio.
La Ciudad Mitrada cuenta en su larga relación de obispos con nombres tan notorios como el propio don Bernardo de Agén, San Martín de Finojosa, don Alonso Carrillo de Acuña, don Pedro González de Mendoza, don Diego de Espinosa, don Sancho Dávila y Toledo, don Fadrique de Portugal, don Juan Díaz de la Guerra y don Pedro Inocente Bejarano, entre otros.
La actual ciudad de Sigüenza se caracteriza por la severa estampa de su asentamiento y por dos edificios señeros sobre todos los demás: el castillo-palacio de los obispos y la catedral. El Castillo, con su mayor esplendor durante los siglos XIV al XVI, abandonado en el XIX y restaurado en 1976, es en la actualidad Parador Nacional de Turismo.
La Catedral es obra de muchos siglos. A las partes románicas más antiguas, iniciadas por don Bernardo de Agén, hay que añadir un sinfín de deta­lles góticos, renacentistas y barrocos, que se fueron agregando en períodos sucesivos. Destacan sus dos torres almenadas que le confieren cierto aire de fortaleza. Del interior merecen referencia especial la capilla parroquial de San Pedro; el plateresco altar de Santa Librada y el mausoleo del obispo don Fadrique de Portugal; la puerta llamada de Jaspe que da entrada al claustro catedralicio; la sacristía mayor o de las Cabezas; la capilla mayor con dos púlpitos, gótico el uno, plateresco el otro, y magnífico retablo del XVII; el coro, con sillería de nogal, recuerdo del Cardenal Mendoza; y la capilla de los Arce, con el enterramiento gotico-renacentista de El Doncel, que es, en estilo y época, la pieza más valiosa en escultura sepulcral que en el mundo se conoce.
Sigüenza, tal y como hoy podemos verla, es una ciudad que se caracteriza en su aspecto externo por tres estilos bien defini­dos: la ciudad medieval, o zona que se extiende desde la Catedral hasta el Castillo, con bellas portadas románicas en sus iglesias y accesos antiquísimos de dovelaje; la ciudad renacentista, que encuentra su modelo más representativo en la Plaza Mayor, la antigua Univer­sidad, el Seminario Conciliar de San Bartolomé y el palacio del antiguo Hospicio; y la ciudad barroca, memorial patente de los obispos Bejarano y Díaz de la Guerra, que sería la barriada de Sigüenza que queda por detrás la catedral: convento de Ursulinas, barrio de San Roque, plazuela de las Cruces y parque de la Alameda.
Entre las ermitas seguntinas se cuentan la de Nuestra Señora de los Huertos, la de San Roque, la de El Humilladero y la de San Lorenzo, siendo ésta última la más antigua de todas aunque nada queda de lo que fue en su origen.
En el aspecto cultural, es todavía Sigüenza el foco más importante de la provincia después de la capital. El recuerdo de su vieja Universidad perdura solamente en libros y crónicas; no obstante, conserva aún varios centros docentes de enseñanza secundaria, Escuela de Magisterio, Seminario Mayor, y cursos especializados sobre diferentes materias que cada año organiza su reconocida Universidad de Verano.
Son dignos de admirarse por cuanto al tesoro artístico seguntino, el de la Catedral y el Museo Diocesano fundado por el obispo Castán Lacoma.
La población de hecho que tiene Sigüenza, incluyendo la de sus casi treinta lugares anejos, es de 4.796 habitantes, cifra que en verano se suele duplicar con los turistas y en invierno con los estudiantes de fuera que se forman en sus centros docentes. Dista de Guadalajara 75 kilómetros. Como fiestas mayores cuenta con las de San Roque a media­dos de agosto, y las de la Virgen de la Mayor, patrona de la ciudad, con la nocturna "procesión de los faroles", originaria de tiempos del obispo don Fadrique con más de cuatro siglos de antigüedad. Para San Vicente, en la noche del 22 de enero, resulta vistosa la tradicional hoguera en honor del santo.

(En la fotografía: Capilla de los Arce en la Catedral de Sigüenza)

viernes, 14 de mayo de 2010

TORRELAGUNA



Había pasado junto a Torrelguna en varias ocasiones, pero nunca estuve dentro de él. Siempre he tenido a esta nobilísima ciudadela del Valle de Jarama bajo su justa consideración, pero jamás había estado en sus calles. He ido, al fin, a Torrelaguna de manera exclusiva y no de paso, como el pueblo merece y en fechas todavía recientes. La distancia es corta desde Guadalajara. En media hora se puede llegar por carretera buena. El viaje en cualquier caso se verá recompensado, merece la pena.
Conocía algunos detalles históricos, y artísticos también del pueblo natal del Cardenal Cisneros, aunque no muchos, pero sí los suficientes como para tener una base en la que apoyar lo que allí me aportase la experiencia, y, ciertamente, me ha servido.
La tarde despedía un fortísimo olor a mies apenas había cruzado El Casar, entre las dos provincias. Abajo el calor del asfalto y el de las rastrojeras; arriba, nubarrones oscuros que a nadie extrañaría acabasen en tormenta cerrada al caer el día. Los picachos afilados en diente de sierra que se vislumbran adelante nos ponen en aviso de que estamos llegando a Torrelagu­na. La urbanización de Caraquiz, por su parte, nos recuerda que hemos entrado en las tierras llanas de don Juan de Vargas que aró Isidro Labrador, el santo Patrón de Madrid, vecino que fue de estos lares y cuya presencia tampoco debe pasar desapercibida cuando se viene a Torrelaguna. Luego el puente sobre el Jarama, el río con reminiscencias literarias que baja desde las sierras del norte jugueteando entre las dos provincias. A mano izquierda dejamos la carretera que sigue hasta Guadalix, para tomar la dirección en horquilla que nos colocará en cuestión de minutos dentro del casco urbano. Como referencia, la solitaria espadaña del antiguo convento Franciscano de la Madre de Dios, y más a la derecha la torre y chapitel renacentistas de la parroquial de Santa María Magdalena.
Torrelaguna es una ciudad antigua. Su fundación tal vez haya que buscarla en la Hispania romana de los emperadores; durante la dominación árabe estuvo amurallada; pero en los siglos XVI y XVII gozó de un esplendor que todavía se adivina, tal vez bajo la influencia y protección del Cardenal Cisneros, y que bien demuestran las múltiples casonas nobiliarias, los escudos heráldicos a centenares, y los múltiples enterramientos importan­tes que se conservan en la iglesia y que en seguida veremos. Se hundió más tarde, cuando la guerra de la Independencia, y ahí queda, como brillante reliquia del pasado para gozo de quienes quisieren dedicarle dos o tres horas de su tiempo, que es lo que yo hice.
La primeras impresión que produce Torrelaguna cuando uno entra en él, es la de encontrarse en el fondo de un valle feraz y próspero, de un valle colmado de vida y de vegetación. Conseguí sitio de aparcamiento inmediatamente, junto al primer cruce importante de calles, ya en la zona céntrica. Me acerqué a un jardinillo donde se divisaba de cerca el busto en bronce de algún personaje importante. El caserón contiguo es a manera de palacete al que en el pueblo dicen "La Casa Grande"; tiene un letrero sobre la añosa portada renacentista, en donde aún se puede leer: "Memento Homo"; ahora se emplea como casa-cuartel de la Guardia Civil: «A Cisneros, Cardenal y Regente de las Españas, en su villa natal de Torrelaguna. La Diputación Provincial de Madrid. 14-10-1960», se lee bajo el busto que en su propio pueblo han dedicado al que a ellos gusta llamar "El Gran Cardenal".
Pasaría después bajo el arco de San Bartolomé, y al momento, sólo cruzando un callejón que no tiene nombre, estaría en la Plaza Mayor. Me llevó, sin necesidad de ver el pináculo, el sonido de las campanas de la torre que estaban tocando a muerto. En la Plaza Mayor se concentran los monumentos más importan­tes que tiene la villa. En la Plaza Mayor está el Ayuntamiento con una gran inscripción sobre el muro que recuerda al Cardenal Cisneros, y en frente la Cruz de Piedra, instalada en 1802 sobre una grada, con cerca de cuatro metros de altura, que señala el lugar exacto donde estuvo la casa en que nació el ilustre Franciscano en 1436; y allí viene a caer el convento de Francis­canas Descalzas y la soberbia fachada y torreón de la iglesia parroquial de la Magdalena.
La iglesia de Torrelaguna fue reconstruida por Cisneros sobre otra románica ya existente en el siglo XV. Se adorna, en cuantos espacios medianamente tiene ocasión, con el escudo ajedrezado del Cardenal. Tiene en su interior tres naves, y es muy interesante el juego de nervaduras que recorre la bóveda de la nave central. El retablo mayor es una pieza de enorme mérito, con dorados refulgentes que preside una imagen de la Magdalena, obra, según dicen, de Luis Salvador Carmona, el glorioso imaginero del XVII que dio forma al Cristo del Perdón de la iglesia de Atienza. Sorprende la cantidad de enterramientos que cubren, creo que un su totalidad, el piso de la iglesia, y, desde luego, la calidad artística y el misterio de algunos más que cunden por las capillas, con imágenes orantes de buena talla, que representan a personajes ilustres que allí vivieron en la época de mayor efervescencia para la ciudad, es decir, la primera mitad del siglo XVII, como en la de San Felipe, donde quedan las figuras en piedra de D.Felipe Bravo y de doña Petronila Pastrana, su mujer, esculpidas en 1626.
Es mucho lo que hay que decir acerca de aquella maravilla arquitectónica que ennoblece a Torrelaguna; pero es justo salir a la calle para palpar el ambiente de la pequeña ciudadela en una tarde cualquiera de verano.
La calle de las tiendas parte desde la misma Plaza Mayor. Es una calle peatonal, y en ella están la mayor parte de los establecimientos de Torrelaguna, que no son pocos: es la calle del Cardenal Cisneros. Entré primero a comprar unas postales en un estanco, y luego una especialidad de la casa en la pastelería que hay poco más adelante en la misma acera. A la especie de bollos que adquirí les llaman soplillos, seguro que por la cantidad de aire que llevan dentro. Noto que, tanto el señor del estanco como la chica de la pastelería, son gente amable.
- Hermoso pueblo tienen.
- No está mal. Es muy bonito. Aquí, la historia y los monumentos pesan mucho.
- Cinco mil habitantes, más o menos.
- En verano es posible que sí. En invierno nos quedamos en la mitad, escasamente.
- Viene gente de Guadalajara.
- No; y no será porque hay mala comunicación, que tanto por Uceda como por El Casar se viene enseguida.
Se podría estar horas y horas recorriendo Torrelaguna; y horas y horas también contando el sinfín de impresiones que allí se recogen, pero que por falta de tiempo, y sobre todo de espacio, se deberán quedar sin decir.
Otra calle principal, la Cava, lleva hasta el convento de Carmelitas y hasta el arco de Burgos. El arco de Burgos guarda una cierta semejanza con los de Sigüenza de la Travesaña, en el barrio del Castillo. Sobre el potente dovelaje del arco de Burgos aparece, romántica y solitaria, una imagen que desde su hornacina acrecienta el silencio según va entrando la tarde.
Volvía casa. Lo hice por el mismo camino por el que llegué. También se puede regresar por Uceda. Tanto por una parte como por la otra se atraviesan muy pronto las corrientes serranas del Jarama, cuando todavía es y huele a río. La tormenta acabó por manifestarse en un discreto festival de truenos y de luces en el firmamento. Luego la lluvia; un turbión leve que apenas sirvió para refrescar el ambiente hostil de la tarde y para cargar el aire del campo de un olor a ozono característico.
"Nueva Alcarria" 1996

lunes, 10 de mayo de 2010

EN LA CIUDAD ROMANA DE SEGÓBRIGA


De todas las tierras de la Meseta Peninsular es en la provincia de Cuenca donde se encuentran más abundantes vestigios de la civilización romana. Son tres (Valeria, Ercávica y Segóbriga) las ciudades romanas de esta provincia, donde se está trabajando para sacar a la luz lo que todavía queda escondido bajo la tierra en cada una de ellas, que debe ser mucho. Son varias las ocasiones en las que he pasado por Segóbriga durante los últimos veinte años. El trabajo llevado a cabo por los arqueólogos se hace notar de una a otra visita, y de un tiempo a hoy son muchos los visitantes que a diario se pasean por entre sus ruinas, digamos que de manera reglada, bajo un mínimo de control, y después de pasar por el Centro de Interpretación y de haber satisfecho la cantidad establecida (los jubilados lo hacen gratis).
La visita a Segóbriga es ante todo una importante lección de historia, de sociología y de arte antiguo, teniendo delante de los ojos -y pisando sobre la misma tierra que ellos pisaron- el poso que dejaron varias de las civilizaciones ya desaparecidas, especialmente por cuanto se refiere a las culturas celtíbera y romana, de las cuales, y sobre todo de la última de ellas, Segóbriga es una libro abierto en el que ver y aprender como en ningún otro.
Pienso que no se exagera en el folleto explicativo que dan a quienes visitan Segóbriga, cuando dice que “es una de las ciudades romanas mejor conservadas del occidente del Imperio Romano y el más importante conjunto arqueológico de la Meseta”. Es mucho lo que hay que saber y mucho lo que ver allí, aun contando con que es tan sólo una pequeña parte de los restos de la ciudad lo que hay al descubierto.
Se cree que antes de la romanización de la comarca, Segóbriga debió ser un castro celtíbero y después un “oppidum” o ciudad. Un siglo antes de Cristo pudo haber sido la capital de una buena parte del centro de la Hispania romana, pues así fue considerada por Plinio como Cabeza de la Celtiberia. En tiempos del emperador Augusto, la “oppidum” celtíbera fue convertida en “municipium”, es decir, en población de ciudadanos romanos; momento aquel en el que comenzó a producirse el verdadero auge la nueva ciudad, favorecido, además, por ser cruce de comunicaciones con otras ciudades del Imperio: ello traería de inmediato la construcción de importantes monumentos, y que vendría a concluir a finales del siglo I d.C., época en la que gozó de mayor desarrollo, y, por tato, también de un mayor prestigio entre las ciudades romanas.
Ya bien metidos en el siglo IV comienza la decadencia económica de la ciudad, y con ello también su importancia. No obstante, queda constancia documental de que en el siglo V fue una de las principales ciudades visigodas, y de que sus obispos asistieron a las distintas sesiones de los concilios de Toledo. De este tiempo quedan aún en Segóbriga los restos de una basílica visigoda, y varios enterramientos situados a cierta distancia de la que se pudiera considerar como la ciudad propiamente dicha.
Con la invasión musulmana la ciudad quedó prácticamente abandonada; pues tanto sus obispos, como las gentes más poderosas y distinguidas que vivían en ella, huyeron a territorios cristianos situados más al norte; y tras la reconquista de la zona los pocos habitantes que todavía quedaban ella se marcharon a la actual Saelices, a sólo unos minutos de camino a pie, de manera que la vieja Segóbriga quedaría abandonada y condenada a verse convertida en ruinas a partir de entonces. Su estudio comenzaría a interesar ya bien entrados en el siglo XX, y con ello el quehacer de los arqueólogos hasta el día de hoy.

Desde el Centro de Interpretación hasta lo que queda de los monumentos más importantes que tuvo en su tiempo la ciudad, hay una distancia que el visitante ha de recorrer a pie. A lo largo de ese trayecto nos encontraremos con algunos enterramientos junto al camino, y a poca distancia de él -siempre extramuros de lo que fue la ciudad- con la basílica visigoda. Más adelante nos hallaremos enseguida junto a los dos monumentos más importantes, que a su vez son los que se conservan en mejor estado: el anfiteatro o circo y el teatro; en ambos prevalecen ciertos detalles que nos facilitan reconstruir en la imaginación sin demasiado esfuerzo, las fiestas y los grandes acontecimientos sociales de la urbe en sus momentos de mayor esplendor.
El anfiteatro y el teatro están a escasa distancia, uno y otro a ambos lados de la entrada a la ciudad. El anfiteatro pudo ser el mayor de los monumentos que tuvo Segóbriga; su capacidad era suficiente para acoger a más de cinco mil espectadores sentados en las gradas cómodamente. Para mayor seguridad, las gradas comenzaban por encima de un alto podium; y al pie, el pasillo y las estancias donde se alojaban las fieras preparadas para el espectáculo. No hay que olvidar que su auge coincidió con todo el furor de las persecuciones contra los primeros cristianos.
El teatro era de menor capacidad que el anfiteatro, pero sí el edificio más destacable de la ciudad. Se construyó probablemente a mitad del siglo primero y fue inaugurado en tiempo de los emperadores Tito o Vespasiano. El graderío del teatro aparece dividido en tres partes bien diferenciadas, separadas por pasillos corredores que permitían distinguir las diferentes clases sociales de los espectadores. El espacio dedicado a escena debió de ser enorme, y estaba adornado con columnas y esculturas de mármol, de las que algunas han ido apareciendo en las excavaciones.
En tiempos del emperador Augusto se construyeron unas termas anejas al teatro y dedicadas a su propio servicio. Según los estudiosos, las termas del teatro de Segóbriga estaban inspiradas en los famosos gimnasios griegos. Se conserva la que fue sala donde cambiarse de ropa, con sus taquillas colocadas en línea; una sauna seca de forma circular, y otra sauna más con su correspondiente piscina.
La muralla que rodeaba la ciudad, el foro, la enorme basílica civil construida en el siglo primero antes de Cristo, el templo mandado levantar bajo el imperio de Vespasiano, las segundas grandes termas, y algunos restos más correspondientes a otras culturas como la musulmana, van quedando al descubierto en esta ciudad romana que, cuando menos, como se dijo al principio de esta exposición, merece una visita.

(En la fotografía se muestra un aspecto del anfiteatro en la actualidad)

domingo, 9 de mayo de 2010

SEPÚLVEDA


«Sepúlveda, mirada desde donde se la mire, tiene un aire vetusto y noble, guerrero y medieval, con algo de Toledo, desde lejos: quizás su situación; algo de Cuenca, desde cerca: es posible que sus casas subiendo la pina ladera como cabras, y algo de Santillana del Mar desde dentro: quién sabe si su profusión heráldica» (C.J.Cela. "Judíos, moros y cristianos")
Desde el pretil de la ladera opuesta, que sirve de mirador al otro lado del barranco por el que se cuela el Duratón entre los huertos y las choperas, Sepúlveda no es, ni mucho menos, el pueblo castellano, salpicado de torres y de palacios, de conventos y viejas casas solar, que uno había pintado en su imaginación antes de conocerlo. No es un pueblo llano en la ancha Castilla este que ahora tengo delante de los ojos; todo él aparece escalonado por encima del soberbio roquedal que tiene por peana, mostrando al espectador, unas sobre otras, sus callejuelas estrechas, sus casonas nobles, sus iglesias románicas, sus hoteles y restaurantes, y el roído muñón de su castillo, con un orden, o un desorden, vaya usted a saber, imposible de definir.
El Duratón es el río de Sepúlveda. El Duratón es un río viejo antiguo como la primera civilización que ocupó sus cuevas, aquella de los cazadores nómadas y de los agricultores que, hartos de patear mundo, optaron por quedarse a vivir en el interior de las cuevas. Gentes de la raza de Cromagnon, como dejó establecido el señor Marqués de Cerralbo, autoridad indiscutible en este tipo de oscuras sabidurías. Por estos valles y hoces del Duratón a la altura de Sepúlveda, pasó el conde Fernán González desde su castillo de Haza hasta la roca de Peñafiel, donde el río se junta con el Duero.
No es la villa de Sepúlveda de hoy aquella otra que refieren las crónicas, ni la que describen los viajeros de este siglo que anduvieron por allí a la caza de impresiones. El pueblo viejo y destartalado, montón de escombros y de recuerdos del que hablan algunos autores al referirse a la villa, muy poco tiene que ver con éste otro al que acabo de llegar; y no es que los observado­res del pasado dieran en contar las cosas de manera distinta a como las captaron sus retinas, no; pues Sepúlveda fue así hasta no hace mucho, un pueblo cargado de historia, un despojo de grandezas pretéritas donde el arte medieval apuntaba en cualquier rincón y en cualquier edificio, y abandonado, no sé si de la mano de dios, pero sí, desde luego, de las manos de los hombres.
Afortunadamente, los sepulvedanos se dieron cuenta a tiempo de lo que eran y de lo que podrían llegar a ser, y dieron un giro al pueblo acertado y definitivo. La vieja villa de braceros, de criadores de ganado y de hortelanos, es hoy uno de los centros de atracción turística más importantes de toda la región, con motivos bastantes que ofrecer al viajero, y con comodidades hoteleras suficientes para cubrir la demanda por fuerte e impuntual que ésta sea. Las añosas tiendecitas sombrías, con olor a esparto, a alcanfor y azafrán, dieron paso a los supermercados, a los establecimientos especializados y a las tiendecitas de souvenirs. Por sus calles y plazas son los turistas quienes sustituyen a los tratantes del día de mercado, a las buenas gentes de Urueñas o de Perorrubio que cada fin de semana acudían a la villa con su reata de acémilas a cambiar productos, a proveerse de lo imprescindible en la mercadería.
- La vida, ya lo ve usted; ha cambiado en cuestión de años de manera radical -explica en una esquina de la plaza el dueño de una tienda de regalos-. Vivir para ver, como yo digo.
No existe unanimidad entre los historiadores y eruditos acerca del origen de Sepúlveda como lugar con nombre y entidad propios. Mientras que algunos apuntan que se trata de la antigua Confloente de los arévacos, citada por Ptolomeo, otros ven en ella a la romana Septumpública, a razón de las siete puertas que por aquellos lejanos siglos debió tener.
La nueva imagen de estas villas señeras -álbum de aconteci­mientos bélicos entre cristianos y moros, cuando unos y otros anduvieron la gresca condenados a vivir juntos sin entenderse por siempre jamás-, obliga al visitante a poner su mente en orden, a esforzarse en situar el escenario a punto con sus actores en el sitio justo en donde deben de estar, con aquellos personajes de renombre que a veces encontramos por las páginas de la historia y que para bien o para mal anduvieron por allí, y que hoy viajan como fantasmas del pasado en boca de los espiquers, o en las páginas en papel couché de las guías de turismo sin saber qué hacer con ellos.
Sepúlveda -así lo anuncia un cartel a la entrada del pueblo- es monumento nacional en todo su conjunto. Sus calles son estrechas, sombrías y cuestudas; algunas de ellas albergan bajo los oscuros aleros de sus tejados riquísimos palacios de piedra oscura, fachadas heráldicas donde parecen yacer tras la quietud de los escudos y de la vieja sillería las almas en pena de sus señores, como ésta, por ejemplo, de la calle del Conde de Sepúlveda, que entre arcos y escalinatas, recodos y escondrijos pintorescos, nos suben con esfuerzo hasta la iglesia del Salvador en lo más alto, la más espectacular y con mejor estampa de las cuatro iglesias de Sepúlveda, en cuyo atrio y ábside románicos, uno vuelve a admirar por enésima vez con motivos bien fundados, la habilidad, el tesón, y el exquisito gusto de los hombres del medievo, que tuvieron a bien sembrar media España con lo mejor del arte de su tiempo. La iglesia de la Virgen de la Peña anuncia a distancia formas parecidas, y la de San Bartolomé, y no tanto la de San Justo, más céntrica que las otras, que guarda como templo distinguido los enterramientos de toda una nómina de hidalgos que vivieron en la villa.
Tras la fachada del ayuntamiento en la Plaza Mayor, en llamativo contraste con las viviendas restauradas de tres y de cuatro plantas que sostienen sobre sí artísticos soportales, se dejan ver los lienzos derruidos del Castillo. Es muy antiguo el castillo de Sepúlveda; data de los primeros tiempos de Castilla como condado independiente. En el interior de esos muros, cuando era sólida y segura fortaleza, estuvo encerrado el condestable don Alvaro de Luna, otro de los personajes insignes del pasado que, más para mal que para bien, como aseguran las crónicas, sorbieron las hieles y no la mieles de este Sepúlveda tan diferente a como lo pinta la Historia.
Y en lo festivo -dato nada desdeñable en las viejas villas castellanas- ahí está Sepúlveda para darse a conocer bajo otro ángulo. El diablillo, Santiago y San Miguel, son los motivos a celebrar, con sus fechas correspondientes (23 de agosto, 25 de julio y 29 de septiembre) que arrastra la tradición. El cordero asado, no mejor ni peor, diferente sí, del de Cuellar y Pedraza, la estrella de su gastronomía.

martes, 4 de mayo de 2010

TRUJILLO, LA PATRIA CHICA DE FRANCISCO PIZARRO


No lo incluye Torbado entre los pueblos más bellos de España, y sí que lo es. La villa de Trujillo es historia, es paisaje, es monumento, y es recuerdo cuando hace tiempo que uno no pasa por allí. Lo recuerdo tórrido. Fue un martes del mes de agosto del año noventa y cuatro cuando lo vi por última vez y a pesar de los años aún permanece en mi memoria como el primer día. Eso ocurre a veces, pero siempre cuando uno se da de bruces con lugares o con ciudades que se salen del patrón al que por lo general se ajusta toda ciudad moderna. He vuelto después en tiempo distinto, incluso en una mañana despacible del mese de enero, día al que pertenece la fotografía que ilustra la presente página.
Trujillo está situado al este de la provincia de Cáceres, digamos que entre las Sierras de Montánchez y el Valle del Tajo; su altitud sobre el nivel del mar es de 564 metros, y actualmente cuenta con 9.000 habitantes como población de hecho, tal vez un poco escasos. Una gran ciudad si la compara­mos con estos pueblos nuestros.
Calles irregulares y empinadas son las de Trujillo, hermosas y crueles como una aparición. Pasado el medio día, que fue la hora en caí por allí, la sombra de las aceras era un tormento; pero tan escandalosamente agraciada me pareció la villa, que ha merecido hoy, también en día caluroso sobre los cueros de la Alcarria, que eche mano de los apuntes que tomé y de lo mucho o poco que aún guardo en la memoria, y me ponga a escribir convencido de sacar algo práctico.
Trujillo es plaza, es palacio, es castillo, y es cuna de grandes hombres, de aquellos osados que, seguido al descubri­mien­to de Colón, se dieron a la conquista y evangelización del Nuevo Mundo.
La Plaza Mayor de Trujillo (Plaza de la Constitución en lo oficial) es de las más grandes e irregulares que conozco, también un poco en cuesta, si no recuerdo mal. Al fondo, según se ha abierto a ti la plaza al volver la esquina de una de sus calles, los soportales bajo arco por encima de una larga fila de escaleras, de muchas escaleras que la gente emplea para sentarse en las capeas y en los bailes populares de la Virgen de la Victoria. Más arriba las piedras de sillar quemadas por el sol, las torres y los adarves del castillo.
Alguien me explicó que los soportales de la plaza, vistos a través de los arcos, tienen cada uno su propio nombre en recuerdo de las mercaderías medievales que anduvieron por allí: arco del pan, arco de la verdura, de la carne, del ajo, arco de los paños... Y en lugar preferente la estatua ecuestre del más notable de los hijos de Trujillo, que fueron muchos: Francisco Pizarro; nacido según cuentan en la calle de Tinto­reros, e hijo bastardo de Gonzalo Pizarro. La tradición, y un poco también las malas lenguas, aseguran que apenas nacer fue abandonado por sus padres en la iglesia de Santa María y una cerda se encargó de amamantarlo.
Fue cierto, eso sí, que de niño se dedicó a cuidar una piara de cerdos para ganarse el sustento, y que llegada la hora se embarcó hacia las nuevas tierras, donde conquistó el Perú y ejecutó al Inca Atahualpa. Todo esto, y mucho más con respecto a Pizarro, son cosas bien sabidas. Lo que no lo es tanto, es que la estatua a caballo del Conquistador que presi­de desde uno de los ángulos la plaza de su pueblo es obra de Charles Rumsey, un norteamericano que la esculpió en bronce para colocarla en una plaza de la ciudad de México, pero los mexicanos la rechazaron, por lo que el autor, indignado y dolido, la regaló a Trujillo en el año 1927.
Francisco de Orellana, descubridor del Amazonas; María Escobar, la primera mujer que llevó a Perú la semilla del trigo; Fray Jerónimo de Loaisa, primer arzobispo de Lima, y Diego García de Paredes, "el Sansón de Extremadura", también tuvieron aquí su origen. Sí, García de Paredes, aquel que siendo niño de once años levantó la pila bautismal de granito de la iglesia de Santa María, donde aún reposan sus restos, y se la acercó a su madre paralítica para que se santiguase con el agua bendita. Esta iglesia de Santa María la Mayor es la más importante que hay en Trujillo; dicen que su torre acusó con destacables daños el terremoto que a finales del siglo XVIII sacudió a la ciudad de Lisboa.
En la Plaza Mayor, además de lo ya dicho, concurren casi todos los monumentos que conviene visitar en un viaje a Truji­llo: la iglesia de San Martín, la casona de los Piedras Alba, el viejo edificio del Ayuntamiento, el palacio de los Varga Carvajal, y el impresionante palacio plateresco del Marqués de la Conquista, construido por Hernando Pizarro, hermano del Conquistador, a mediados del siglo XVI; tiene cuatro plantas y está rematado con figuras que representan los meses del año; un lujoso balcón esquinado que se adorna con blasones, cuenta como uno de los detalles más llamativos del palacio de la Conquista, al que añadieron entre otros motivos los bustos en piedra de Francisco Pizarro y de su mujer.
Conviene, una vez allí, hacer un último esfuerzo y subir hasta el castillo caminando por el breve laberinto de calle­juelas empedradas. En la torre del homenaje está el altar de la Virgen de la Victoria, una talla del siglo XVI que Trujillo eligió para representar a su patrona, como acto de gratitud por haber abierto milagrosamente las puertas del Arco cuando Fernando III el Santo cercaba a los moros el 25 de enero del año 1232.
Desde lo alto del castillo es posible contar una por una, si no todas, sí una buena parte de las 32 torres que aún se levantan en pie por los distintos barrios, y que como habi­táculo ideal ocupan cada año a su regreso de otros mundos un ciento de cigüeñas, otra más de las enseñas de aquella villa en la que tanto hay para ver, y para no desmayarse después de haberla recorrido a pie de un lado para otro; pues los buenos tintos de Montánchez y los claretes de Cañamero, como acompa­ñantes insustituíbles de los cuchifritos trujillanos y de las calderetas de cordero, se encargan de dejar al visitante en condiciones óptimas de seguir adelante, de rematar detalles con los ojos y con el corazón, descansando a la sombra sentado en cualquier velador de la plaza mientras que la villa de Trujillo, la Turgalium de los romanos, sus piedras y sus recuerdos, siguen escribiendo páginas lentamente en el grueso cronicón donde quedaron guardadas a perpetuidad las glorias del pasado.

(En la fotografía: "mañana de niebla en la Plaza de Trujillo)