sábado, 9 de febrero de 2013

EN LOS VIEJOS BARRIOS DE SIGÜENZA


            Me gusta viajar hasta Sigüenza. Lo hago siempre que tengo que resolver algún asunto, real o provocado ex profeso, y procuro que no sea demasiado el tiempo transcurrido entre una y otra vista; pues Sigüenza, lo mismo que Pastrana, se han convertido al cabo de los años para quien esto dice en una necesidad. Sigüenza, amigo lector, es una ciudad vieja con un enorme contenido, con demasiada historia adormilada en sus piedras oscuras, y con demasiado arte en sus capillas y conventos como para dejarla olvidar. Una ciudad antigua, sí, pero como tantas antiguas ciudades castellanas más, ha procurado no perder el ritmo de los nuevos tiempos, y a fe que ha conseguido su propósito con largueza. Sigüenza, por su historia, por su monumentalidad y por su atractivo, es una de las ciudades más interesantes de España; de ahí que, con un motivo concreto, o sin él, a uno se le ocurra deleitarse escribiendo sobre Sigüenza, como es el caso de hoy.  
            Pocas experiencias debe de haber tan placenteras y sedantes, tan gratificantes y aleccionadoras, como un paseo a pie en día de otoño, en tarde de verano o en mañana de invierno, por las calles de la vieja ciudad de Sigüenza; por ese trozo de ciudad que se extiende entre la Catedral y el Castillo, desde la Casa del Doncel hasta el arquillo romántico del Portal Mayor en la muralla, donde uno ha de esforzarse cada vez que sube en atar corta la imaginación para que no vuele hacia épocas lejanas teniendo tan allí, siempre en su sitio, la realidad palpable, no sé si viva, pero en ningún caso muerta o moribunda, de lo que tiempos pasados nos dejaron a perpetuidad como regalo. Pisar sus piedras, vagar por la sombra de los añosos edificios que delimitan sus calles, es algo así como viajar por no sé que extrañas artes al corazón mismo de la Castilla de nuestros bisabuelos, a la Castilla de nuestros clásicos poblada de malandrines, de artesanos y clérigos de cara blanca, hechos a vivir en la penumbra de cualquier esquina, en el obrador de un convento o en la sacristías de alguna catedral.
             En Sigüenza, la Calle Mayor y su paralela que rotulan de Arcedianos, se empinan al subir entre los cruces de las dos Travesañas. Todavía quedan en los húmedos portales de las casas en este barrio antiguo de Sigüenza, recuerdos turbios de aquellas pequeñas mercaderías de los siglos de penuria, de cuando había muy pocas cosas que ofrecer y el pueblo llano contaba aún con menos medios para conseguirlas.
            Una anciana sube la calle jadeante con la cesta de la compra que llenó en el mercadillo de la Puerta del Toril. Es sábado y los aledaños de la Plaza Mayor son durante la mañana un mercado abierto para los seguntinos y para los forasteros que acuden puntuales desde los pueblos vecinos.
            Ahí, más arriba, luce su arcada románica la iglesia de San Vicente Mártir, la iglesia de los barrios altos, la que después de su restauración se muestra a quienes pasan por allí con tanto esplendor como el que tuvo en el glorioso siglo de don Cerebruno, el obispo que en la Alta Edad Media sembró la ciudad de joyas arquitectónicas según el estilo al uso: el románico, naturalmente, como la triple arcada de la Catedral o la no menos artística de la iglesia de Santiago en plena cuesta.
            Uno se ha dado cuenta al subir por estos laberintos de que la gente de Sigüenza siente un respeto profundo por las calles que piso, y que el viajero de ocasión prefiere perderse por estos rincones de piedra desgastada y de silencio, donde todo tiene algo importante que decir: las torres remozadas del Palacio del los Obispos convertido en Parador Nacional, la Plazuela de la Cárcel, la Casa del Doncel, el escueto arquillo del Portal Mayor cargado de misterios, el Hospital de San Mateo, donde hubo una botica con el más artístico botamen de Talavera que jamás se haya podido conocer, y que para mal suyo y de toda Sigüenza se tragó el demonio en tiempos de la Guerra Civil, el primitivo Ayuntamiento, la Posada del Sol de la que se habla en El Quijote apócrifo de Avellaneda, los cubos maltrechos de la muralla, las portadas de las iglesias adornadas con florituras y con bellísimos entrelazados de piedra, el silencio anodino de sus rincones adornados con farolas a imitación de aquellas que iluminaron las noches con el aromático crepitar de la resina, luego con el acetileno y más tarde con el filamento incandescente de la lámpara de Edison que acrecienta el silencio, el misterio, y la soledad en cada esquina.
 
            ¿Quién es capaz de ofrecer a la vista y al corazón algo más atractivo que estas calles de Sigüenza en un espacio tan pequeño como el suyo? Abajo, como fondo a las hileras de casas blasonadas y de balcones con magnífico herraje, las torres almenadas de una catedral que fue iglesia y que fue fortaleza. El maestro Ortega que hoy encabeza nuestro trabajo, escribió ante la misma visión que ahora tengo ante las pupilas de la imaginación, frases como estas: «…tuvo que ser a la vez castillo; sus dos torres cuadradas, anchas, recias, brunas, avanzan hacia el firmamento, pero sin huir de la tierra, como acontece con las góticas. No se sabe qué preocupaba más a sus constructores: si ganar el cielo o no perder la tierra.»
             Y las calles se alzan de puntillas, desparramadas sobre la cuesta, a concurrir en la Plaza del Castillo. La Calle Mayor es la única que no cambia de nombre en toda su longitud, es Calle Mayor desde que empieza hasta que termina. No ocurre lo mismo con sus paralelas, que aun siendo la misma calle su nombre se parte en dos, como la de Villegas y la de Arcedianos, una a continuación de otra; o en tres, como la de Comedias, San Vicente y Jesús, cortadas en perpendicular a distinta altura por las dos Travesañas: la Baja y la Alta. Entre unas y otras se entrecruzan callejones sombríos, con casonas deshabitadas algunos de ellos, pero que ponen ante la vista de quienes las quieran mirar la seriedad de sus piedras ennegrecidas y la filigrana de sus rejas y balcones, comidos de orín, pero con el sello de las viejas herrerías de Sigüenza.
             Perdona lector que haga memoria de una experiencia personal que revivo casi siempre que paso por Sigüenza. Tuve amistad en vida con su familia de pintores, pues ya han muerto los tres: Fermín Santos y sus hijos Antonio y Raúl, que en alguna ocasión dedique minutos a contemplar su obra y su trabajo en la calle de San Roque. Los pintores de Sigüenza, principalmente don Fermín, se han convertido, al menos para mí, en iconos de la ciudad. Y Mariano Canfranc, el cincelador, el artista de la imagen valiéndose del metal que él convierte en maleable -cobre, plata, oro- y transforma en imágenes irreproducibles que a veces superan el trabajo a pincel sobre el lienzo; uno de los pocos, muy pocos, menos de diez que existen en España. A veces, cuando dispongo de tiempo para ello, me gusta visitar a Mariano en su estudio-taller de la calle Seminario. Unos y otros, artistas y artesanos, que de todo existe en Sigüenza, mantienen encendida la vela de la tradición en una ciudad castellana donde el hecho cultural sigue siendo su verdadero brillo. No debemos echar en olvido que estamos hablando de una de las pocas ciudades españolas que contó con Universidad casi desde sus inicios, y que durante siglos ha sido uno de los focos culturales más importantes de nuestro país.        
            No es la primera, ni será la última vez que ando por aquí sin una misión concreta, sin nada en particular que me atraiga hacia la ciudad medieval aparte de su vejez tan honrosa como olvidada. Las ciudades, como los seres vivos, nacen, crecen, tienen su momento de esplendor, su decadencia, y mueren al fin. Sigüenza, la ciudad, ha pasado por todas ellas menos por la que atañe a su desaparición. Sigüenza no muere; va renovando sus células cada cuanto tiempo, y de ahí su admirable variedad según los barrios. Pero, uno no sabe por qué, venera devotamente sus calles más antiguas, donde vivieron sus hijos ilustres, los sabios, los artesanos, los guerreros, los labriegos y los hortelanos, los mendigos que pedían limosna en la puerta de la Catedral, de esta catedral-castillo que la distingue, que es la verdadera estrella de la ciudad y la que, como corazón del casco antiguo, aporta el mayor interés y casi toda la nombradía que bien tiene y que bien merece desde sus inicios como sede episcopal.