jueves, 26 de noviembre de 2009

PASTRANA, UNA VISITA AL MUSEO FRANCISCANO


La visita al Museo Franciscano la había prometido al padre Víctor y la promesa la acabo de cumplir en fechas todavía recientes. Tenía que ver despacio, muy despacio, los bellísimos tesoros del Museo y la ocasión se presentó en la tarde gris de un domingo del mes de Enero, cuando la Natura­leza toda, y también los huertos de la vega del Arlés, esperan adormilados que la graciosa primavera de la Alcarria se acerque cargada de vida cuando llegue su tiempo. Las vegas del Arlés, vegas de granados y de hojas de laurel, revientan como revientan los claveles cuando el invierno se va. Para mí que los versos más hermosos de su "Cántico Espiri­tual" los escribió San Juan de la Cruz precisamente aquí, desde estos solitarios mirado­res que dan hacia los campos tras las tapias del convento, y en un manso atardecer de primave­ra.
Ocupa la que muy bien pudiéramos llamar "Exposición permanen­te de arte sacro conventual de la villa de Pastrana" las estancias de lo que antes fue iglesia del convento, así como los cuatro pasillos del viejo claustro carmelita, ahora cerrados en un cuadro casi perfecto, iluminados convenientemente y ambienta­dos con un canalillo sutil de música barroca, muy en consonancia con el ciento o más de obras de arte que cuelgan de los muros. El perso­naje principal de una gran parte de las pinturas expuestas es Santa Teresa de Jesús, con bellísimas referen­cias a su estancia en la ciudadela alcarreña, e imágenes de primera mano correspon­dientes a persona­jes memorables de su tiempo, relacionados con la doble fundación carmelita por parte de la Santa en esta Pastra­na de sus dolores, donde, naturalmen­te, no pueden faltar doña Ana de Mendoza y su esposo Ruy Gómez de Silva, príncipes de Éboli y duques de Pastrana, con detalles de sus rostros, tal vez los más reales y auténticos que se conocen.
Las obras que allí se conservan -casi todas ellas restaura­das e impeca­bles-, aparte de ser un muestrario simpar de pintura religiosa de los siglos XVII al XIX, llevan consigo en buena medida el estimable sobrevalor de la nota documental o histórica, verdaderos puntos de apoyatura que informan, luego de los siglos, tanto o mejor que los documentos escritos, acerca de los primeros pasos de la actividad carmelitana por estos lares, tan unidos, como bien sabemos, a la historia de la Orden reformada.
Cuenta el padre Víctor con su gracejo franciscano, que a él le gusta iniciar el recorrido por el museo siguiendo la dirección que Santa Teresa parece indicar a los visitantes desde un cuadro, de la Escuela Madrileña del XVII, que aparece colgado al fondo del primer pasillo en el antiguo claustro. La estupenda pintura representa al Príncipe de Éboli entregando a la santa Fundadora la ermita de San Pedro, primer edificio que los religiosos poseye­ron en la colina donde ahora está el convento, en presencia de dos monjes de la Orden; fray Juan de la Miseria y fray Ambrosio Mariano, con varias religiosas en comitiva.
En los cuatro pasillos es mucho lo que hay que admi­rar, ordenado y perfectamente iluminado a derecha e izquierda, donde van apareciendo algunas firmas conocidas -italianas sobre todo y otros trabajos anónimos- tales como la del propio fray Juan de la Miseria, Alonso del Arco, Juan Carreño, Paulus de Matthei, Fran­cis­co Rizi, y algunas imágenes en talla o piezas de valiosa orfebre­ría como pudiera ser una escultura, menudita en tamaño, de Luis Salvador Carmona, en la que se representa a San Pedro de Alcánta­ra. De la obra pictórica expuesta en los muros del claus­tro, son muy de destacar la serie dedicada a Santa Teresa y Pastrana, anónima del siglo XVII; la bellísima colección de santos (San Cirilo, San Dionisio, San Espiri­dión...), como los anteriores de la Escuela Madrileña y del mismo siglo; la entrañable reliquia que sobre viejos lienzos dejó por allí fray Juan de la Miseria, fraile cofundador, contemporáneo y pintor de la Madre Teresa; un Cristo atado a la columna, regalo personal de la Fundadora; un retrato antoló­gico de "Santa Teresa escrito­ra", y, en fin, una joyita en lienzo del XVII, obra de Francisco Rizi, en donde aparece representada la escena histórica, bien conocida por todos, en la que el duque de Gandía -luego San Francisco de Borja- prome­tió solemnemente, ante el cuerpo muerto y corrompi­do de la infanta Isabel, que jamás serviría a señor alguno que pudiera morir. Muchas de estas obras, como tantas más que se guardan en el museo, llevan escritos al pie textos explicativos que son, a la vez, auténticos documentos del ya lejano siglo de la fundación, al tiempo que verdaderas obras de arte ante las cuales bien merece la pena detenerse.
La iglesia del convento -ya se ha dicho- fue converti­da en sala de exposición, pieza fundamental del Museo Francisca­no. En ella los temas son más variados y diferentes. Aquí aparecen pinturas de escuelas más dispares, y algunos de los cuadros hacen referencia a temática franciscana, como pueden ser el "San Fran­cisco de Asís en oración" de autor anónimo del siglo XVIII, la "Crucifixión de los primeros mártires del Japón", anónimo también del siglo XVIII, o los "Niños Mártires" de José Nogué, pintado en Roma el año 1913. Pero destacan sobremanera las pinturas de Luca Giordano, las de Regino Páramo y algunas piezas curiosas, tales como "La Santa Faz" del siglo XVII, pintada al óleo sobre alabastro, y un magnífico "Cristo Yacente" en talla tres veces centenaria salida de los talleres de Gregorio Fernández.
Luca Giordano, pintor napolitano a quien sus contempo­ráneos conocían por "Luca fa presto", debido a la rapidez con la que terminaba sus obras, cuelga aquí un par de trabajos sencillamente admirables: uno de ellos representa a San Pedro en la noche tremenda de las negaciones; el otro nos muestra al Cireneo, ayudan­do a Cristo a levantarse en una de las tres caídas. Se trata, sin duda, de una réplica de otro similar pintado por Tiziano.
Regino Páramo, pintor del siglo XIX, tiene en la interesante pinacoteca del Convento Franciscano un "Via Crucis" incomparable. Cada una de las escenas del Camino del Calvario ocupa, como mínimo, la superficie total de un metro cuadrado, y está completo, es decir, catorce cuadros, que vienen a repre­sentar en su conjunto otro más de los importantes tesoros del museo. Del mismo autor se luce una bella representación de "La Santa Cena", en tamaño 2,35 x 1,64 metros, pintada en 1872 por encargo de este convento para presidir el salón del refectorio.
En fin, relatar con detalles la importancia y el interés de esta visita, a fin de cuentas y como siempre fugaz, llevaría un tiempo, y sobre todo un espacio del que no se dispone. Sirva la escueta referencia como crónica de apremio sobre este remanso de bienestar, estanque de gozos y de sorpre­sas increíbles, abierto a la admiración de quienes deseen disfrutar cualquier fin de semana probando el riquísimo cóctel que, en los espacios del antiguo convento, se ha conseguido al fin, mezclando la Historia y el Arte, la evocación y la religio­sidad en su medida justa, precisamente en aquel lugar, en uno de los rincones más emotivos de la Alcarria.
(Guadalajara, Febrero de 1994)

lunes, 23 de noviembre de 2009

BONAVAL EN EL ALTO JARAMA


Si algún día, amigo lec­tor, alguien te exigiera opinar acerca de los pueblos más pin­torescos de esta tierra en que vives; pueblos que el gran pú­blico desconoce, pero que ahí están como una realidad viva, puedes decir sin miedo a equi­vocarte que, escondidos en las solanas, en el fondo de los valles o en la cumbre misma de montículos y altiplanos de cua­lquier comarca, estos se pueden contar por centenares.
Hoy, aprovechando el as­pecto óptimo del día a la hora de la sobremesa, he decidido viajar hacia una de esas comar­cas escondi­das y sorprendentes que oculta como oro en paño la geografía guadalajareña. Vamos, pues, hacia las altas corrien­tes del Jarama buscando el halo bajomedieval de un monasterio derruido, el de Bonaval en las serrezuelas de Tamajón, a cua­tro pasos camino adelante del pueblecito de Retiendas, un lugarejo de sufridos pastores y de honrados campesinos, bello como pocos antes y después de las obras de pavimentación de sus calles. La imagen del puen­te de tres ojos sobre el arro­yo, con las casas escalona­das al fondo, recibiendo sobre las lomas de matorral los últimos tornasoles del sol de febrero, es una estampa que al fino ob­servador le suele quedar impre­sa en la retina para siempre.
Estamos en las orillas de Retiendas, al lado del puente. El camino que nos ha de llevar hasta el monasterio es un cami­no de herradura, un buen sende­ro para viajar a pie aunque nos obstine­mos en atravesarlo sobre el vehículo. Al final todo es posible. Robles, chopos, álamos enfermizos, encinas de tupido plumaje color de plomo, algún que otro nogal todavía desnudo en el fondo de la inmensa cal­dera por donde están las ruinas del monasterio, nos van acompa­ñando mientras pisamos la piel descarnada del camino.
Abajo, por las praderas que limitan con el tapial del monasterio, entre los matojos, se sienten las esquilas de un rebaño de ovejas. El pastor lleva terciada al hombro una manta que se ata a la espalda con un cordel, y las manos las tiene ocupadas por un bastón de madera de olmo y un aparato de radio. Cuando alguna res se pierde entre los brezos, el mastín se encarga de llevarla al orden a fuerza de mordiscos en el calcañal de las patas traseras. El pastor contempla la escena con pasivi­dad.
- Buenas tardes -le digo.
- Qué, a ver el convento -me responde.
- Sí señor. Por el aspecto de las piedras debió ser muy bonito. Da pena verlo hecho una ruina.
- Siempre lo hemos visto así. Cuando lo moros dicen que vivían frailes ahí dentro, y todo esto era huerta.
Por la explanada en la que pasta el rebaño hay grupos de piedras en círculo, encerrando montones de cenizas y de tron­cos a medio quemar. Los silla­res, perfectos, todavía en pie de la fachada, se ven a estas horas de la tarde como teñidos de oro viejo con los rayos del último sol que los alumbra en oblicuo. Sorprenden los artís­ticos capiteles que se alinean sobre las columnillas en haz de la portada. El arco principal, como todos los demás arcos que se ven sobre las ventanas del monasterio, cierra en punta, guardando por lo demás todos los detalles del arte románico de finales del siglo XII en que se construyó con la ayuda in­condicional del rey Alfonso VIII de Castilla.
Unas cuantas higueras lar­guiruchas de tanto estirarse para buscar el sol que apenas se deja ver por encima de los muros, es lo único que hay en la seria oquedad del monaste­rio. Por el suelo humedecido andan los cascotes de escombro, las latas de refresco, los pa­litroques que alguien tiró, y alguna que otra mata de zarza­mora y de jaramago, las espe­cies más comunes de los lugares en ruina. La yedra, el apretado chal de la yedra, se cuela de fuera a dentro por los rasgados ventana­les en ojiva que dan al norte, luego se pega de raíz en la nervada cúpula de un ábside.
- En verano vienen muchos turistas por aquí -grita el pastor desde lejos-. Se zambu­llen en cualquier poza del río, igual que los cochinos. Casi todos son de Madrid, por lo que se explican.
El río al que se refiere el pastor es el Jarama, limpio aún, que arrastra su caudal a un tiro de piedra del monaste­rio.
Estar en Bonaval y pasar de largo por su historia es poco menos que una irreveren­cia. Queda escrito que fueron unos monjes cistercienses veni­dos de Palencia en 1170 sus primeros moradores, acompañados de un tal Nuño que sirvió como su primer abad. Y allí estuvie­ron hasta el año 1821 en que lo abandonaron definitivamen­te, comenzando en aquel momento lo que, poco a poco, habría de convertirse en este montón de piedras malamente ordenadas, que aplana el espíritu y con­mueve los sentimientos de qui­en, por propio deseo o dejado llevar de la corriente, se ace­rca por aquí.
Me he atrevido, al fin, a subir hasta lo más elevado de los muros. El juego de los es­calones de caracol es una fina obra de ingeniería, pese a los precarios medios con los que debieron contar los artesanos que le dieron forma.
Encima del ábside central de lo que fue la iglesia, uno se deleita oteándolo todo. Las agujas afiladas de los ventana­les ponen sobre el abandonado recinto una nota de lejana so­lemnidad. Ni qué decir que los cantos de los monjes que allí vivieron se escapan por entre las rendijas de la sillería, a poco que uno se concentre en escucharlos. Aquí una columna roida por el peso de los si­glos, allá un hermoso capitel desportillado por el soplo de la barbarie, en la húmeda pared de la sacristía el nicho donde doscientos siglos antes guarda­ron los frailes sus útiles dia­rios para la ceremonia. Por el ventanuco en ajimez que se alza sobre la fachada, se cuela el sol de las cinco estrellándose al momento contra los sillare­jos de la bóveda que cubre el presbiterio.
Al cabo de mirarlo todo, de subir y luego bajar las es­cale­ras de caracol, el silencio se ha hecho completo. La tarde enmudeció sin que apenas se distingan en la distancia los campanillos del rebaño, el cho­car del viento contra las jam­bas de piedra moviendo débil­mente las hojas de yedra, el rumor del río, la paz del cam­po.
En Bonaval, los atardece­res del mes de febrero toman, sin que nadie sepa el porqué, un cariz distinto, se tornan en todo un símbolo. El frío es cada vez más intenso a la espe­ra de una noche sin esperanza; silencio sepulcral que hiela la sangre en un escalofrío largo, sin principio ni fin; sopor de muerte en medio de una natura­leza que invita a la vida. Es­to, sobre todo lo demás, es el augusto valle de Bonaval, donde quedan las ruinas de un monas­terio que hace casi dos siglos abandonaron los últimos monjes de la Orden del Císter.
(Guadalajara, 1995)

martes, 17 de noviembre de 2009

LA LEYENDA DE LA PRINCESA ELIMA


Si hemos de admitir -y no hay nada especial que se oponga a ello- que la leyenda queda a mitad de camino entre la historia y la fábula, el hecho que hoy nos ocupa, por estar en el ánimo de las gentes desde tiempo inmemorial, por ir, además, adornado todo él de nombres conocidos y circunstancias muy concretas, arrancados de una época muy particular de la vida real y en momentos cruciales, por no decir álgidos, del pasado de la villa alcarreña en donde aconteció; el hecho, repito, aunque ande lo sobrenatural de por medio -o precisamente por ello-, está más cerca de la historia real que de la ficción, fruto, en este caso inviable, de alguna pía imaginación a la que eran tan dados los hombres de la Baja Edad Media, quizá para justificar una fe de la que carecían.
Es sabido de todos que el rey castellano Alfonso VI, al verse privado por su hermano Sancho del reino de León, acudió a Toledo para buscar cobijo al amparo del moro amigo Almamún, quien, en un alarde afectivo muy propio de la raza agarena, le regaló la villa de Brihuega para siempre en testimonio de amistad, así como muchas de las tierras de sus contornos y la quinta de su propiedad que por entonces poseía, bien orientada al sol de la Alcarria, balconada sobre la vega por la que corre el ríoTajuña.
Ocurrido el magnicidio de Zamora, Alfonso, hermano del rey muerto, recuperó su reino leonés al que habría de unir el de Castilla y más tarde Galicia. Por tales razones tuvo que abandonar la ciudad de Toledo que conquistaría después en 1085, una vez fallecido el moro amigo. Pero, lejos de estas tierras bajas de la Meseta, el joven monarca jamás pudo olvidar sus horas de la Alcarria, la serena tranquilidad del mirador de Brihuega, el encanto de su quinta que le regaló Almamún en contacto permanente con los rumores de las aguas que vierten al Tajuña. De ahí que pusiera especial interés en repoblarla con gentes traídas de sus reinos; pero no pudo ser; los castellanos viejos se negaron a plantar sus reales a perpetuidad en lejanas tierras que, no ha tanto, habían sido centro importante de un estado musulmán. Ante le dilema de razas y de credos planteado al rey por sus súbditos de León y de Castilla, hubo de decidirse, a falta de mejor solución, por traer una numerosa colonia mozárabe desde Córdoba, la capital del califato, que no dudó en instalar en aquel escogido lugar de la Alcarria, y de cuya sangre, carácter festivo, jocoso y bullanguero, los brihuegos son una pura muestra; si bien, el sentido cosmopolita de la vida en los últimos tiempos, el trato continuo con otras gentes vecinas, y la afición al viajar, está suavizando sensiblemente aquella manera tan personal de ejercer su conducta.
Se cuenta que, pasado el tiempo, la familia del rey moro de Toledo recordaba con nostalgia su antigua residencia estival en los valles de Brihuega, y que como guardasen a nivel familiar una buena amistad con el rey de Castilla, eran frecuentes las visitas de esparcimiento durante largas temporadas a la que más tarde se le habría de llamar, no sin razón "Villa de los Jardines".
En uno de aquellos períodos veraniegos que las princesas moras, hijas de Almamún, pasaron en la que en otro tiempo hubo sido quinta de los suyos, debió de ocurrir el hecho extraordina­rio de la aparición de la Virgen de la Peña, venerada Patrona de Brihuega, cuya leyenda, más o menos resumida, pudiera ser así:
La princesa Elima, o Zelima, había nacido, lo mismo que su hermana Casilda -luego Santa Casilda- de una esclava cristiana, cuyos principios en la religión se supone que debería de conocer aprendidos de su propia madre. Es el caso que en las serenas noches estivales de la Alcarria, la princesa, alma sensible y soñadora, acostumbraba a pasar muchas horas contemplando por las aspilleras de la torre mayor y desde los adarves del castillo, el placido panorama de la vega, adormeciendo su espíritu cada trasnochada con el murmullo de las aguas cantarinas que se despeñaban en el abismo, observando con admiración el fulgor nítido de los miles de estrellas que en las noches claras se asoman desde la bóveda celeste, centelleantes unas, inmóviles otras, a velar desde la altura el sueño en paz de aquel tranquilo retazo del campo de Castilla. Escenario ideal para escuchar de labios de sus hayas -cristianas a la sazón- los grandes misterios de su fe y los aleccionadores episodios de la vida de Cristo y de su Santísima Madre, mitad rigor evangélico, mitad fruto de la imaginación o del deseo. Un criado, Ponce de nombre, que con el apodo de Cimbre ha cruzado el umbral de los siglos al lado de su protegida o pupila, fue uno de los cristianos distinguidos que, en calidad de servidor, tanto tuvo que ver en la formación primera y en la subsiguiente conversión de la princesa Elima.
Cuenta la tradición que en una de aquellas noches de vela, cuando la princesa se encontraba sola, alimentando su alma con el silencio de los valles, levemente contrastados y de aspecto fantasmal a la luz de la luna, vio en la pequeña oquedad de unas rocas la imagen fulgurante de la Virgen María con su Hijo en brazos. Corrió al instante a dar la noticia a sus servidores que -añaden-, bajaron hasta el lugar exacto en donde la princesa había tenido la visión y, después de apartar cuidadosamente las breñas y los zarzales que cegaban la boca de la cueva, hallaron, efectivamen­te, una imagen sencilla de la Madre de Dios con el Niño sobre los brazos, la cual, bajo la advocación de "Virgen de la Peña", nueve siglos después, el pueblo honra y venera como Reina y Señora de Brihuega.
La iglesia -única parroquia que en la actualidad tiene la villa- queda enclavada sobre el mismo lugar de la roca en que la tradición asegura que ocurrieron los hechos, junto al castillo de la Peña Bermeja y mirando a la vega, que se extiende de saliente a poniente a sus pies profunda, rumorosa e infinita. Al fondo del ancho recinto ajardinado que llaman el Prado de Santa María, se encuentra el referido templo dedicado a la Virgen de la Peña, con origen en el último cuarto del siglo XII, como los de San Miguel y San Felipe, siendo también construido a instan­cias del arzobispo toledano don Rodrigo Ximénez de Rada, otro más de los lejanos personajes que honraron con su presencia y engrandecieron con sus dádivas a la villa de Brihuega, conocida hoy más por sus famosos jardines que por su historia y por su leyenda.
(En la fotografía: aspecto actual de la cueva de la aparición)

Guadalajara, febrero 1998

sábado, 14 de noviembre de 2009

EL CRIMEN DEL ERMITAÑO


Hace algunos meses apareció en esta misma sección un trabajo con motivo de mi última visita al paraje y caserío cifontino que conocemos por la Cueva del Beato. Un buen amigo del periódico, maestro de periodistas, al que admiramos y del que siempre procuramos aprender, don Luis Monje Ciruelo, me comentó días después que, a su modo de ver, había incurrido en una omisión importante a la hora de dar cuerpo al referido escrito, pues no tuve en cuenta, ni siquiera había hecho velada referencia al famoso "crimen del ermitaño", cometido por aquellos alrededores, y que tanto dio que hablar y que escribir en los periódicos españoles, ya va para cien años. Se lo agradecí infinitamente al veterano maestro, y me prometí tapar esa laguna por cuanto se refiere al conocimiento de la Provincia lo antes que me fuera posible. Creo que ya estoy en condiciones de hacerlo. Lo dejó escrito el doctor Layna Serrano en la generosa fuente de su producción, donde me he acercado a beber, precisa­mente por el caño que tituló "Historia de la villa de Cifuentes" y que no ha mucho reeditó magníficamente la editorial Aache, bajo la dirección y control del doctor Herrera, quien, a su vez, abordó el tema con amplitud en su libro de 1993 dedicado a Cifuentes.
Ocurrió por aquellos años (hablamos de 1904) que atendía como ermitaño los servicios del santuario un vecino del pueblo al que llamaban El Pastor. El sitio, bien por tratarse de un rincón apacible de viejas piedades, o por la excelencia del paraje en la solana, dando vista a las variopintas veguillas alcarreñas que desde allí se divisan, contaba con el pláceme de los comarcanos, que a menudo acudían hasta él en cualquier época del año.
Es razón de fe para los cifontinos que un buen día se presentó ante el párroco de la villa y arcipreste de la comarca un hombre de extraño porte, de mediana edad y estatura, ataviado con todos los cordones, hábito y capucha, propios de la Orden de San Francisco, y que iba provisto de un documento extendido por el obispo Minguella, en el que se autorizaba al extraño persona­je, de nombre Bibiano Gil, a residir en el santuario como ermitaño, a cuidar de las instalaciones y a recoger limosna destinada al sostenimiento del mismo. Ello significaba el cese del Pastor en su oficio de santero, usurpado por aquel desconoci­do; si bien, el nuevo inquilino le ofrecía la oportunidad de seguir ocupando la vivienda, y de poderlo sustituir como ermitaño siempre que decidiera marchar a lejanas tierras a pedir limosna, lo que, como luego se vio, solía poner en práctica con bastante frecuencia.
Dicen que a partir de entonces la limpieza y el orden en el santuario mejoraron de manera increíble; que la iglesia comenzó a verse limpia y las imágenes sin polvo como no lo habían estado nunca. Revistió los altares con sabanillas y llenó los cajones de la sacristía de modestos ornamentos. Todo, fruto de las limosnas que el bueno de Bibiano Gil iba recogiendo en pueblos y villas de provincias lejanas, a las que solía caminar a golpe de cayado apenas la bonanza del tiempo lo hacía aconsejable.
Luego serían los bancales abandonados de alrededor los que se favorecerían del trabajo personal del nuevo ermitaño: recogió el agua de los diferentes canalillos que brotaban en la ladera para formar un estanque, trazó pasadizos, allanó tablares para poder cultivar un huerto, incluso colocó algunos bancos, al sol o a la sombra de los árboles, para que la gente se pudiera sentar. Bibiano Gil salía a los pueblos próximos solamente para ayudar a quienes necesitaran de él, nunca a pedir limosna, a oir misa y ayudar al párroco tanto en la iglesia del Salvador como en el convento de monjas. Si algún día le sobraba tiempo, lo empleaba en visitar o acompañar junto al lecho a los ancianos y a los enfermos.
Nadie supo jamás quién era ni de dónde había venido aquel personaje tan singular, que en tan sólo unos meses se había ganado la amistad y el afecto de las gentes de la comarca. Su educación esmerada, y la más que supuesta buena relación con personas distinguidas en tantos lugares de España, dieron pie a pensar que su origen no andaría muy lejos de ser, como entonces se decía, de los de alta alcurnia. Se indagó mucho para saber algo de él, se le vigiló y hasta se le siguieron los pasos para conocer algo de su vida en tiempo anterior al de su llegada a Cifuentes; pero todo fue inútil, nadie pudo averiguar detalle alguno de su pasado, y cuando se le preguntaba de modo discreto cambiaba de conversación dejando madurar la incógnita y haciendo crecer el misterio entre la gente en torno a su persona, hasta dar lugar a suposiciones de lo más extrañas y pintorescas, tales como que era hijo de un acaudalado señor que no quiso reconocerlo hasta la hora de su muerte en que le dejó en herencia todos sus bienes, hecho inesperado que movilizó a los supuestos herederos y lo buscaban para darle muerte, razón por la cuál vino a refugiarse, disfrazado de monje, al tranquilo rincón de la Alcarria en donde transcurre nuestra historia.
Los cifontinos y las buenas gentes de aquellos pueblos se extrañaron cuando, después de haber regresado de una larga gira pidiendo limosna, dejaron de ver al ermitaño ayudar a misa cada mañana como en él era costumbre y no aparecer por el santuario cada tarde ni en el resto del día. Cundió la opinión de que había sido asesinado a causa de la herencia, si bien, eran más los que pensaban que, efectivamente, había sido asesinado, pero no por personaje desconocido alguno, sino por El Pastor, el ermitaño anterior a él, que como todos sabían nunca le perdonó que el quitara el puesto.
El pueblo denunció al Pastor como asesino ante la autoridad judicial. La acusación, sin otras pruebas más que el simple decir, dio con él y con su mujer en la cárcel. Ambos se negaron de manera tajante a reconocer los hechos de los que se les inculpaba. Varios vecinos acudieron al juez manifestando que el cadaver pudo haber sido arrojado al fondo de un pozo profundo que queda a quince minutos de camino del santuario. Pasaron los días, y sin prueba alguna que siguiera manteniendo la acusación, el juez pensó poner en libertad a los detenidos. La noticia había tomado sitio en la prensa diaria de todo el país y era seguida por los lectores con interés. Las rondas de mozos cantaban coplas basadas en el suceso. El pueblo insistía un día y otro en que se explorase la sima donde suponían podría encontrarse el cadáver de Bibiano.
Por fin se dio orden de explorar el fondo de la sima valiéndose de un cabrestante que llevaron desde las minas de plata de Hiendelaencina, a cuyo extremo se ató por la cintura convenientemente al albañil Perfecto García. La expectación por parte de los vecinos de cifuentes, de los periodistas y de las autoridades que asistieron al comprometido espectáculo, fue grande. Durante varios minutos el silencio fue total entre la gente. Al rato, oyeron como salida de ultratumba, la voz trémula de Perfecto García pidiendo que lo volvieran a subir, porque había dado con el cadáver a más de cuarenta metros de profundi­dad.
El cuerpo destrozado de Bibiano Gil, envuelto en su hábito franciscano y con la cabeza aplastada a golpes de piedra, venía sujeto, casi podrido, en la punta del cabrestante. El suceso había concluido al fin. Cuando la multitud que presenció el hallazgo regresaba de nuevo a Cifuentes, se encontró con algunos hombres del pueblo que venían hasta ellos, para anunciar a las autoridades que El Pastor había dicho la verdad, acababa de confesar su crimen en la cárcel.
Desde entonces (año 1905, según consta), ante el altar mayor de la ermita en la cueva del Beato, donde fue enterrado su cuerpo, se lució una lápida de piedra ofrecida como muestra de gratitud por "El pueblo de Cifuentes a su ermitaño". El origen, no obstante, de Bibiano Gil, sigue siendo un misterio.


Guadalajara, 2001

martes, 3 de noviembre de 2009

EN EL PAÍS DE LA MIEL


No es la Alcarria, como bien sabemos quienes vivimos aquí, la comarca de la Provincia que acapara en exclusiva todas las bendiciones y esencias de las tierras de Guadalaja­ra. Para los que apenas nos conocen de oídas o se han paseado alguna vez por nuestro paisaje a vuelo de autobús o como viajeros en el ferrocarril que atraviesa de Este a Oeste nuestra tierras, nada debe extrañarnos que sea así; mas quede claro, tanto para unos como para otros, que a Guada­lajara en su conjunto la integran otras tres comarcas, bien definidas las tres, y tan cargadas de encantos por lo menos como la propia Alcarria; pero menos representativas como imagen al exterior de lo que es lo nuestro; circunstancia ésta que queda ahí sin que nadie la mueva, avalada por la tradición y por la costumbre, y a la que cualquier guadalajareño, campi­ñés, serrano o molinés, deberá atenerse y aceptar, pues tampoco hay una razón de peso que lo impida, cuando al medirle fuera de casa con el mismo patrón que a todos se nos mide, alguien ose en considerarle alcarreño.
Pues, bien; algo tendrá el agua cuando la bendicen. Algo tendrá la Alcarria para merecer, aunque sea por parte de mentes alejadas a nuestro medio, una identificación a su manera con las tie­rras todas de una provincia determinada de la que solamente ocupa una cierta porción, en tanto que la Alcarria como comarca natural se extiende en superfi­cies considerables por algunas provincias más en las que sus habitantes se autodenominan, con el mismo derecho que los nuestros, alcarreños a mucha honra. Pues sabido es que la Cuenca de Priego, de Huete, de Villar del Infantado, de Casti­llo de Alvaráñez, de Villarejo del Espartal, de Valdeolivas, tiene tanto sabor a Alcarria como las vegas del Tajuña o los ásperos llanos del río Cifuentes; realidad ésta que se extiende así mismo a diversas villas de Madrid: Estremera, Loeches, Campo Real, Chinchón, aunque a cualquier lector poco formado le pueda sonar a disparate.
Uno piensa que la Alcarria viene a ser como un sello natural que asegura la realidad geográfica -e histó­rica en buena parte- de una comarca sonora y de universal renombre, entrañable como pocas, que acoge sin distinción pedazos de tres provincias con características comunes induda­bles, aunque el reconocimiento como tal haya venido a inclinar la balanza sobre esta porción guadalajareña, sobre la Alcarria de más acá de los valles del Tajo y del Guadiela, en lo que una vez admitidas y hechas constar las correspondientes salve­dades, todos parecemos estar de acuerdo.
Campos áridos y de estampa siniestra; tierra de contras­tes climáticos y de hoscas maneras en su particular orografía; desierto, páramo, vallejuelo, huerta, aliagar o tomillera, la Alcarria gozó siempre, sin razones de tiempo ni de espacio, del privilegio de atraer hacia su rala piel a lo más selecto de las alcurnias al uso dentro de la sociedad española en cada momento. También le cupo, en suerte o en desgracia, ser esce­nario de acontecimientos contradictorios, de hechos que marca­ron los caminos del futuro, y de los cuales de manera fugaz y a título de mero recordatorio, intentaremos a renglón seguido dar cumplida noticia.

Con sólo echar un rápido vistazo a los antiguos legajos de la Alcarria, y con ello quisiera referirme a los que guar­darán entre dunas de polvo las historias particulares de sus villas más sobresalientes: Brihuega, Pastrana, Cifuentes, Alcocer, Zori­ta..., habrá material bastante para confeccionar, sin esforzarse apenas, toda una nómina de personajes distin­guidos que, por una u otra razón, prefirieron la adusta Alca­rria como sede en sus horas de solaz al amparo de la tranquila naturaleza. Y ahí tendríamos que poner necesartiamente a los tres Alfonsos de Castilla, el Sexto, el Octavo, y el Décimo al que se apellidó el Sabio; a la desdichada doña Mayor Guillén; al influyente arzobispo Ximénez de Rada; a las diferentes ramas de la familia Mendoza, con la extraña flor en una de ellas de la Princesa de Eboli, que en la Alcarria nació y a ella vino a morir, dejando para la posteridad un reguero ingente de opiniones acerca de su personalidad y de sus con­ducta; Teresa de Jesús, la reformadora; los reyes de la nueva dinastía, Felipe V, Carlos III y Fernando VII; Juan Martín, el Empecinado, que en varias ocasiones de su ofensiva al invasor francés montó en estas tierras su cuartel general; el autor neoclásico Moratín, el poeta León Felipe, entre algunos más, sin entrar para nada en el mundo de los vivos, cuya relación acabaría por desbordar lo que en este trabajo escueto se pretende.
Y siguiendo con la infinidad de motivos en un intento de sacar a esta tierra de su secular anonimato, se me ocurre pensar que en una de las roídas laderas de matorral que tapi­zan los oteros de la Alcarria, hundido e irrecuperable, queda a la vista del viajero que viene o que va hacia las empantana­das riberas del Tajo, el venerable convento de La Salceda, donde vivió e hizo milagros San Diego de Alcalá, y salió un buen día para marchar a la Corte y ser confesor de la reina Isabel la Católica fray Francisco Jiménez de Cisneros, regente después de las Españas.
Los altos de Brihuega y de Villaviciosa fueron testigos, allá por el invierno de 1710, cuando España se encontraba huérfana de rey tras morir sin descendencia el último de los Austrias, de una batalla decisiva que trajo como consecuencia el trasplante al trono de una nueva familia real, la de los Borbones, originaria de la Francia del Rey Sol; pues bien, así consta en los anales de la historia nacional, y así se recuer­da en un monolito que alguien tuvo a bien colocar junto a la carretera en el lugar de los hechos. Mas no es eso todo por cuanto al protagonismo bélico que han tenido estas tierras en la negra historia de la Humanidad, y para ello concluyo con aquel párrafo tajante, sacado con pinzas de las crónicas de guerra de Ernest Hemingway, cuando en el año 1937 anduvo por aquí como corresponsal de uno de los periódicos de su país en pleno conflicto. El ilustre autor, refiriéndose a la Batalla de Guadalajara, y más concretamente a los terribles enfrenta­mientos de tropas que él sitúa en las proximidades del palacio de Ibarra, publicó a principios de mayo de aquel año en "The New Republic" un completo artículo acerca de los hechos, del que me limito a transcribir sólo lo siguiente: «sin reservas afirmo que Brihuega tendrá un lugar entre las batallas decisi­vas de la historia militar del mundo.»
Estamos en la Alcarria. La Naturaleza -breña sin control, ribazos garduños de chaparro, solanillas de poca monta donde dentro de muy poco comenzarán a elaborar las abejas en el interior de algún tronco hueco, rumor silente de los arroyos- entona por todas partes el solemne canto de los olvidados, de las almas dejadas de la mano de Dios. La primavera hará que todo cambie.

La Alcarria es tierra de viaje, lugar de paso. Campos de miel y de aguijón que conviene tratar con el debido respeto y con la correspondiente sabiduría. Aquí la gente viene, pero luego se va, dejando todas las cosas como estaban, en su lugar y en orden. Para mí es el orden uno de los eternos valores sin descubrir que tiene la Alcarria.
Guadalajara, 2000