jueves, 29 de junio de 2017

ANDAR POR CASTILLA (XXVIII): MOLINA DE ARAGÓN (Guadalajara)

                                                   

            Henos hoy, al cabo del tiempo y la distancia, en la nobilísima ciudad cabecera del Señorío. Son cientos de veces las que por éste o por aquel otro motivo tuvimos ocasión de ver como ahora vemos las torres almenadas y las murallas de su castillo dibujadas entre la neblina de la vega que, paso a paso, conduce al caminante hasta sus aledaños. Ahí, en los restos magníficos del pasado que se extienden cerro abajo hasta las mismas puertas de la ciudad, se guardan, asidos a sus piedras centenarias, el vivir y la historia grande de las gentes de Molina.
            El hecho fue así de sencillo. Un rey de Aragón que lo libera del poder sarraceno; un acuerdo entre dos por el que las tierras reconquistadas pasan a pertenecer a la corona de Castilla, y una entrega en calidad de Señorío a don Manrique de Lara, que era a su vez vasallo del rey castellano Alfonso VII, y que pasaría a ser su primer señor. Estamos en el siglo XII. Un fuero personal para aquel inmenso legado de tan duro enclave, al margen después de las ordenanzas castellanas y aragonesas durante un largo periodo de su historia, dieron lugar a un pueblo de característi­cas especiales y muy marcadas: amante de lo suyo, afable y respetuoso, leal, sobre cuya piel curtida por los siglos resbala la garra de la desunión y del menosprecio que da carácter en tantos casos a las gentes de nuestros días.
            De nuevo he vuelto a clavarme de codos en la barandilla que sirve de mirador hacia el puente románico que hay sobre el río Gallo, cuyas aguas, igual que las del Mesa, se me antoja que corren en dirección opuesta a como deberían correr. A un lado el altivo Giraldo del convento de San Francisco, negro y quieto como la muerte porque la mañana también está tranquila. Luego la moderna avenida que los molineses titulan Paseo de los Adarves, su calle principal, bulliciosa y repleta de comercios, de restaurantes y de entidades bancarias como una pequeña Wall Street. Los ancianos, viejos zorros de la paramera, de Gallocanta o de la Serranía de Cuenca, con su característica cadencia molinesa en el decir, buscan un poquito de sosiego y de conversa­ción sentados a la sombra mientras que la gente bulle de un lado para otro.

            -Yo soy de La Yunta -dice uno
            -Y yo de Tortuera -explica otro después.
            -Casi vecinos, pues -les digo.
            -Ya lo creo. Y buenas mozas las que había entonces por allí. Todas éstas que andan ahora medio en cueros, nada de nada, ni chicha ni limonada, que decía un boticario que hubo en mi pueblo.
            -Yo soy de Poveda -dice un tercero. Seguro que ni le suena.
            -Sí, que me suena. También conozco aquello. El pueblo de don Segundo.
            -Ahí está la cosa. Algo primo mío era el Segundo. Que si la guitarra, que si no, hizo carrera. Fue un personaje el Segundo.
            Ahora la calle del Chorro, la de las Tiendas, la Plaza de San Pedro, estrechas y sombrías en donde parecen desvanecerse o revivir aquellos años grises de primeros de siglo. Calles en las que comparten vecinazgo los escudos de armas de las fachadas con la pescadilla fresca de los escaparates, con los artículos de regalo, con las prendas de vestir y con los cestos de fruta.
            La Plaza de España se asoma a estas antiguas callejuelas capitalinas con la gracia evocadora de sus rejas y de sus ventanales, orlada en cuadro por acacias moñudas de recortada fronda.
            Con la amurallada fortaleza siempre por montera, que como es sabido comanda la llamada "Torre de Aragón" al norte de la ciudad vieja, uno deambula de acá para allá, de un lado para otro, conmovido por la intimidad de sus rejas, por el silencioso embrujo de sus calles enlosadas. Rincones donde se respira el pasado envuelto en la penumbra que proyectan los aleros sobre el pavimento humedecido, frío e intransitado. En un azulejo prendido en la cara trasera de una esquina se lee:"Calle de Quemadales". Uno piensa que el apelativo tendrá su porqué, parejo tal vez con la antigüedad de aquellos vericuetos.

            El hecho simple, pero muy significativo, de que en pleno siglo XVII viviesen en Molina nada menos que 286 familias distinguidas, entre nobles e hidalgos, nos pone en antecedente de que esta ciudad, alejada por situación de cualquier urbe, con todos los riesgos e inconvenientes que ello suele llevar consigo, es ante todo una ciudad señorial casi por naturaleza, aparte de las singulares prerrogativas que la historia medieval hiciese recaer sobre ella. En Molina de Aragón, Molina de los Caballeros, Molina la Grande, vamos a acostumbrar nuestras retinas a la esbeltez venerable de sus palacetes, de sus casonas solariegas en las que se lucen, cargados de mensaje, los escudos de armas pertenecientes a familias ilustres que moraron en ellas.
            Henos pues aquí, apenas atravesar el puente románico, en la plazuela que dicen de Trespalacios, porque son tres, uno a cada lado, los que al pequeño coso de junto al Gallo asoman sus fachadas. Es la plazuela romántica y cautivadora a la que en hermosos versos cantó no ha mucho el poeta Suárez de Puga. Luego nos habremos de perder por callejas enrevesadas en las que nos sorprenderán muchas más casonas notables, como la del Virrey de Manila, con su escudo magnífico, que sale a la calle de Quiñones; la del Marqués de Villel; la casona familiar de los Arias, la de los Marqueses de Embid, la de los Garcés de Mancilla, la del obispo Díaz de la Guerra, sin contar ésta y aquella otra, que con su arco adovelado como reseña llaman la atención e invitan a la curiosidad en lugares tan importantes para la vida molinesa como la Calle de las Tiendas o la mismísima Plaza de España, donde, ahora recuerdo, queda desierta y fuera de culto la iglesia de Santa María del Conde, una más de las seis u ocho que tuvo, y que fue templo de la nobleza molinesa, mandada construir por su primer señor don Manrique de Lara.
            A la hora del paseo el público se sale a los Adarves. Es una calle ancha y moderna, con bulevar y bancos donde sentarse a la sombra de los árboles. Por los Adarves suelen verse en las mañanas del fin de semana gentes de muchos de los pueblos del Señorío, diversas entre ellas porque el terreno es extenso y diferente; pero que coinciden en ciertos rasgos comunes de los que siempre se destacaron la afabilidad, la hospitalidad y la cordura para con quienes vienen de fuera.
            Hace tiempo, en un establecimiento chiquito de la calle de las Tiendas se podían comprar las "patas de vaca". El estableci­miento aquel ya no existe, y es preciso proveerse de esa especialidad gastronómica en una moderna pastelería del Paseo de los Adarves. las "patas de vaca" son una especie de pasteles de gran tamaño, con forma a veces de media luna, que cuentan, no sin mérito, como enseña de la rica y variada repostería molinesa.
         

viernes, 9 de junio de 2017

ANDAR POR CASTILLA (XXVII) AYILLÓN (Segovia)



            Salgo de las tierras de Guadalajara por los páramos de Villacadima, allá por el alto de la Rivilla en la Sierra de Grado. La tarde se presenta oscura en las vegas del Aguisejo y es casi seguro que comenzará a llover de un momento a otro. A la altura de Grado del Pico comienza a descargar después de un trueno la nube de verano. Minutos más tarde el cielo queda limpio. En Grado hay una hermosa iglesia de origen románico, con atrio cegado, media docena de arcos que no se lucen, entre los que se deja ver parte de unos capiteles que son puro modelo. Por Santibáñez, Estebanvela y Francos, la gente no sabe si salir a pasear por la carretera o esperar un rato más a que el campo se oree. Santibáñez de Ayllón, con su elevada torre dieciochesca por encima de la arboleda, se me antoja al pasar un bello motivo para estampa de calendario. En Estebanvela andan de preparativos pensando en la romería a la ermita del Padre Eterno, la más popular y multitudina­ria de toda la comarca, que cada año se celebra el domingo de la Santísima Trinidad. Más campos de frutal, más veguillas de mies sin sazonar y de arboledas a lo largo del río, y luego Ayllón. 
            Fue esta villa cabecera de comunidad, con más de veinte pueblos de su contorno, en la antigua federación de Segovia. La conocí hace un cuarto de siglo, cuando el azote del despoblamien­to sacudía con fuerza irresistible a todos -sin excepción- los enclaves castellanos del medio rural. Veinte años después descubro que la villa ha resistido con garbo, y hasta con elegancia, el tirón de las últimas décadas. Hoy es Ayllón una ciudadela elegante, acogedora, señorial, en donde a uno se le antoja que su escaso millar de habitantes debe vivir a gusto.
            Rodeo la zona céntrica y me llego hasta la antigua portada de la muralla cortando por una desviación que llaman travesía de Los Adarves. De hecho voy a entrar al pueblo bajo el doble arco de la muralla, estampado de escudos, que da paso al magnífico palacio de los Contreras, con su artística fachada isabelina, salpicada de enseñas heráldicas, con imposta a manera de alfiz labrada con oficio, y arquitos de diferentes trazados en cada una de las ventanas. Recuerdo que hace años, aún no sé cómo, alguien me llevó al palacio de don Juan Contreras; guardo de él en la memoria la imagen de una habitación empapelada con materiales pintados a mano algo más que centenarios, y algunas tallas importantes en algún lugar, de entre las que quise ver una Virgen del Rosario de la escuela castellana de los Carmona. El dueño era un señor elegante, alto de estatura, entrado en edad, que me enseñó todo lo que allí había y de lo que pasado el tiempo recuerdo muy poco.
            La Plaza Mayor aparece plagada de vehículos. Bajo los soporta­les de la Plaza Mayor están los bares y una buena parte de los reconocidos establecimientos comerciales de los que se abastece la villa y varios de los pueblos de su contorno. La imagen grandiosa de la Plaza Mayor es una de esas que difícilmen­te desaparecen de la memoria. La fachada del ayuntamiento es de doble arquería, restaurada, pero guardando su línea primitiva y su vieja elegancia. A mano derecha del ayuntamiento, según lo miro desde el centro de la plaza, se alza el esbelto campanario de la parroquial de Santa María, con sus múltiples vanos para las campanas calando en lo más alto la enorme paleta de sillería. A mano izquierda del ayuntamiento queda la más importante nota medieval de toda la villa: la iglesia de San Miguel, con bella portada románica de transición y ábside del mismo estilo y época sobre la alta espadaña de la iglesia de San Miguel, la cigüeña machaca el ajo en un castañoleo que resuena por toda la plaza.

            La iglesia de Santa María está precedida por sombrío jardini­llo en cuyo centro se alza una cruz de piedra. El interior de la iglesia es de nave única con crucero. Bellísimo el retablo mayor de impecables dorados, en el que distingo una imagen de San Cristobal y otra de la Madre de Dios en lugar destacado, como corresponde a la titular de la parroquia. Un cumplido coro con tramado de cancela y órgano de tubos, anoto en mi cartera como detalles más interesantes de cuanto vi en los escasos minutos que estuve en el interior del templo.
            Un grupo de chiquillos se divierten chapoteando el agua de la fuente redonda de la plaza. Por la calle de San Miguel uno se pierde oteando los rincones de la villa. Las calles de Ayllón son limpias, homogéneas, señoriales, muchas de ellas franqueadas con escudos como las calles de Atienza, de Pedraza o de Santiago de Compostela. Las calles de Ayllón se llaman de San Juan, del Ángel del Alcázar, del Dr.Tapia, de Manuel de Falla, de Pellejeros, del Obispo de Vellosillo... En la plazuela del Obispo de Vellosillo está el Museo de Arte Contemporáneo y la Biblioteca Pública. El edificio es uno de los más representativos de la pasada nobleza de la villa. La fachada es toda ella un escaparate de motivos palaciegos: una portada elegante que encuadran en perfecta simetría cuatro balcones y siete escudos de piedra con diferentes motivos y tamaños. En su interior se distingue una sólida escalinata que sube desde la primera planta hasta la galería del piso alto en donde está la biblioteca.
            De las iglesias más viejas y olvidadas, justo será hacer referencia a los restos románicos de la de San Juan, y a la escasa señal del siglo XII en la ermita de San Sebastián. Por un momento alcanzo a ver las ruinas del viejo convento de San Francisco, o del ex-convento, como lo reconocen en el pueblo. Se ha dicho que el convento franciscano de Ayllón lo fundó en persona el propio Francisco de Asís, tal vez en uno de los viajes que el santo hizo por España como peregrino a Compostela. Lo que sí parece hasta documentalmente cierto es que en el convento vivió alguna temporada el que fue regente de Castilla, y luego rey de Aragón, don Fernando de Antequera, quien con el condesta­ble don Álvaro de Luna -cada uno en su época-, desterrado aquí después de su primera derrota por parte de los nobles, convirtió a la villa durante el tiempo que en ella estuvo en el lugar más cortejado de Castilla, por encima incluso de la misma ciudad de Segovia. No parece pasar del turbio campo de la leyenda, pero también se ha escrito que en esta villa pasó los días de Cuaresma del año 1304 doña María de Molina, madre del rey Fernando IV, por ser uno de los pocos lugares del reino donde no le faltaría pescado para comer durante las fechas de abstinencia de carne que señalaba la Santa Madre Iglesia.

            El sol de las ocho reaviva el espíritu emprendedor de la villa. Los patos navegan de un lado para otro bajo los puentes en las tranquilas aguas del río Aguisejo, que atraviesa el pueblo canalizado y solemne, transparente y limpio como mandan los cánones de la buena compostura. Un matrimonio de avanzada edad pasea por los jardines de junto al río, mientras que un grupito de adolescentes contemplan desde el barandal el nadar suave de los patos que se van de retirada a la caída del sol.
            No es día de mercado en Ayllón. Ignoro si aún lo son, pero hace años, los días de mercado eran días de excepcional movimien­to; horas señaladas de compraventa que solían rematar -y esa fue su fama- con los jugosos asados, de los que don Dionisio Ridruejo dejó escrito en cierta ocasión que era éste «el punto de la geografía castella­na donde ese producto llega a las cimas de la sublimi­dad».

            Por mi parte celebro el reencuentro con el pueblo amigo tomando cerveza fresca en un bar de los soportales. Luego dejo Ayllón con el ambiente propio de los atardeceres de un fin de semana; con su Plaza Mayor soportalada; con sus casonas ilustres, sus iglesias y sus recuer­dos, hasta otra nueva oportunidad que preveo llegará pronto.