lunes, 20 de junio de 2016

ANDAR POR CASTILLA (IX): MEDINACELI (Soria)


 «Medinaceli le pareció un pueblo frío, de alrededores pelados, con montes a lo lejos de extrañas siluetas. Hacía día de viento seco y polvoriento. Álvaro vio el arco romano que la gente llama el Portillo; la torre de la parroquia, convertida en baluarte, y en el cmenterio, restos de una fortaleza, con grandes muros exteriores y matacanes (…)Luego pasó por delante del Humilladero y recorrió el paseo de la Luneta, contemplando el paisaje.» (Pío Baroja, “La nave de los locos”)

            No es preciso andar mucho. Apenas salimos de nuestro mapa por la general de Zaragoza, pasado Alcolea, ya estamos allí. La distancia es breve y la repercusión de la vieja villa con el devenir de los tiempos posee algún que otro reflejo en la verdadera historia de esta provincia de Guadalajara, allá en la persona de sus duques, que también aquí sentaron plaza dejando perpetua señal en nuestra arquitectura, y, si no, ahí está el palacio de Cogolludo para demostrarlo, como rememoranza en piedra de platería que se empeñaron en alzar la familia de la Cerda -estirpe que fundaron el Conde Foix y su mujer, Isabel de la Cerda, nieta ésta del Rey Sabio-, tan vinculados todos ellos a las familias más hidalgas de esta tierra, precisa­mente en las épocas de mayor gloria.
            La vieja Ocilis de los árabes se airea al soplo de todos los vientos sobre el leve altiplano que aún en tierras de Soria dibuja, a no mucha distancia del valle del Jalón, la Sierra Ministra. El Jalón y el Henares son dos ríos con diferente destino que, uno al sureste y otro al noroeste, vienen a nacer casi juntos a cuatro pasos de Medinaceli.
            La Medina-Ocilis de los cristianos se quedó sin gente porque a sus habitantes les dio por bajarse a vivir al barrio de la Estación, y con ellos las instituciones, las autoridades locales y los funcionarios. Las tierras bajas y más productivas de la vega, la proximidad a la autovía y al llano de las salinas, pudieron como lugar de asentamiento con más de veinte siglos de historia, lo que ha supuesto dejar al antiguo burgo alzado allá arriba, sobre su peana, a título de exposición permanente, de museo, de reliquia de otros tiempos, de residencia para artistas, soñadores y otras raras variedades de la especie humana asidas de raíz a las más nobles inclinaciones del espíritu.
            Entro en Medinaceli en tarde fría de finales de otoño. Había visto a distancia la silueta imprecisa del arco romano en otras ocasiones, pero nunca tuve la oportunidad de subir hasta sus mismas piedras. Al fin llegó el momento y he aquí que uno cuenta en su haber de caminante con una nueva experiencia, con un nuevo y fortísimo elemento de apoyo sobre el que hacer descansar su pasión por esta Castilla de nuestras dichas y de nuestros pecados.

            Había leído algunas cosas acerca de la histórica villa de Medinaceli. La consideraba como una vieja ciudadela cargada de recuerdos, pero un poco dejada de la mano de Dios y más todavía de la mano de los hombres; un burguillo medieval de casonas destartaladas y palacetes que apenas si podrían sostener el peso de las cubiertas sobre la piedra tambaleante de sus cuatro muros; de mansiones señoriales selladas por encima de los dinteles de sus puertas con escudos de nobleza que han sabido burlar tan guapamente el peso de los siglos y el zarpazo impío y prolongado de la desconsideración. Ahora he visto que no es así, que la gente se volcó en favor de su pueblo con obras de restauración hasta conseguir de él una nueva imagen, quizá demasiado nueva al contraste con la realidad de su pasado y con lo que Medinaceli representa como solar de las más antiguas civilizaciones; pues consta que el primer caserío o castro levantado sobre el soberbio balcón fue obra de las tribus celtíberas; que romanos, visigodos y árabes anduvieron por allí atraídos por su situación estratégi­ca como lugar de paso.
            Estamos a 1014 metros de altura sobre el nivel del mar. Abajo, como a un par de kilómetros de nosotros y separados por una carreterilla estrecha de asfalto serpenteante, queda el barrio de la Estación, la nueva Medinaceli de los hotelitos, de los restaurantes y de las tiendas. Aún mas allá las famosas salinas . Del arco romano de Marcelo, similar en estilo y en compostu­ra a los de Septimio Severo y Constantino en la ciudad de Roma, y único en la Península con triple arcada, se llega hasta las murallas de poniente atravesan­do el pueblo. En el maltrecho lienzo de muralla se abre una portona medieval que los vecinos reconocen por la Puerta Arabe. Agujero de entrada y de salida para nobles y campesinos, para clérigos y guerreros, por donde nadie pasa y por donde -a uno se le ocurre pensar- saldría a bienconocer Castilla el juglar que compuso, nada menos, que el "Poema de Mio Cid", la más vieja muestra de la literatura nacional que se conoce a título de obra argumentada y seria y cuyo autor, anónimo, por supuesto, era natural de allí.

            En el centro mismo de la villa se abre su Plaza Mayor, flanqueada por el añoso palacio de los duques y por el edificio sobre arcos y soportales de la vieja alhóndiga. En esa plaza se corrió hasta hace muy poco el "toro jubilo o jubillo", preparado con dos bolas de estopa y de pez encendidas sobre la cornamenta, y con el cuerpo recubierto de barro líquido para librarse de la quema, coincidiendo con las fiestas otoñales de los Cuerpos Santos, que no eran otros que los de San Arcadio, Pascasio, Eutiquiano, Probo y Paulino, martirizados en tiempos del bárbaro Genserico, y que al decir de las gentes se guardaban allí, tal vez en la colegiata de Santa María, cuya torre cuadrangular sobresale por encima de los soportales, de los arcos y de los tejados que rodean a la plaza.
            Me cuenta un hombre anciano, que atraviesa la plaza embozado en su tapabocas, que por aquellos campos de Medinaceli murió el moro Almanzor, cosa que ya nos cuenta la Historia. El hombre vacila al final, se mueve en medio de un mar de confusiones. Nadie sabe -dice- donde está enterrado; aseguran unos que en el patio de la alcazaba que ahora sirve de cementerio, otros que en todo lo alto del Cuarto Cerrillo, fuera de las murallas. Vaya usted a saber. El que lo escucha, tampoco se encuentra en condiciones de opinar si es en un sitio o es en otro, o tal vez, quizá lo más probable, en ninguno de los dos.

            Todavía quedan algunos detalles más, registrados con fatal caligrafía, en el cuaderno de notas que llevé a Medinaceli. La falta de espacio aconsejan omitirlos. A la cámara de fotos, en cambio, sí que le hice trabajar dirigiendo el objetivo ahora hacia los dilatados campos del entorno, ahora hacia el estrecho callejón que castiga el viento, ahora hacia el arco romano o hacia los restaurados soportales de la plaza...No obstante, puedo asegurar que el acercarse a la histórica villa nunca es tiempo perdido, que es imbuirse en la España de hace un montón de siglos, y un magnífico motivo de gozo para los sentidos y para el espíritu. 

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