domingo, 12 de junio de 2016

ANDAR POR CASTILLA (VIII): CUÉLLAR (Segovia)


          «El castillo de Cuéllar corona el cerro sobre el que se levanta el pueblo, y desde él se ven, con buena vista y cielo limpio, las torres de Segovia, a naciente, y las de Olmedo, a poniente. El castillo de Cuéllar es fortaleza roquera, con planta cuadrilonga, de fábrica de mampostería y flanqueado por cubos que parecen cada cual de su padre y de su madre, con arco árabe defendido por garitas y sólida torre cuadrada. El castillo de Cuéllar levantó pendones por la Beltraneja, en su guerra contra Isabel» (C.J.CELA: “Judíos, moros y cristianos”)  

            La villa de Cuéllar, allá en los rayanos de las tierras de Segovia, llamando a tiro de piedra en el picaporte a los campos de Valladolid por las riberas del Cega, es uno de los enclaves castellanos de renombre con mayor contenido. Quiere ello decir que el tiempo y el espacio a tratarla debieran ser extraordina­rios, lo que en esta serie de trabajos dedicados a prensa no es posible por razones obvias. No obstante, nunca es peor que la tal advertencia quede marcada en su lugar y a su debido tiempo; más si el lector da en advertir que las referencias a esta completí­sima villa llegan a él de manera concisa, comprimida, a modo de torrente en cuyos contenidos sería conveniente entrar con mayor detalle. En todo caso, y pensando en el lector más interesado, queda el remedio de acercarse por allí, de emplear un día de su vida a mirar por el nítido celofán de los siglos el alma de Castilla, puesta al día, eso sí, pero que en pocos lugares de nuestro entorno se vislumbra con la autenticidad y la pureza conque puede palparse, y hasta vivirse al amparo de la imagina­ción, en la villa de Cuéllar.
            Es ésta una de las más reconocidas y más visitadas de las viejas ciudades castellanas. Sus vecinos, y sus autoridades sobre todo, se preocupan porque así los sea. Los acertados folletos anuales que publican para darla a conocer, y las atenciones que el forastero encuentra al tratar con sus gentes, colaboran de modo eficaz en la popularidad de Cuéllar. Para su uso, y también para el uso de quienes a menudo caen por allí, los cuellaranos dividen los intereses más notables de la villa de cara al visitante en una serie de apartados diferentes, pero que son a manera de escaparate en el que se expone todo cuanto en el pueblo puede verse; a saber: el Castillo, el arte Mudéjar, las tres culturas, el pinar, los encierros, el Henar y la Gastronomía. Todo ello es interesante, todo ello completa la oferta que la villa posee para dar de cara al público.
            Como "Isla Mudéjar" y "Mar de Pinares" gusta a la gente de allí mostrarse de cara al mundo. Uno no entra ni sale en los slogan que la gente considera como más convenientes para darse a conocer. Cuéllar es, efectivamente, tierra de pinares; y es también un muestrario variadísimo del arte musulmán de los sometidos, del arte pobre, presente nada menos que en once de sus iglesias; pero es mucho más; es historia, es costumbrismo, es castellanía puro sobre todo, que el visitante descubre apenas se introduce en los entresijos del casco urbano y respira los aires viejos que llegan del campo, con olor a mies, a resina, a tierra húmeda según la época del año.
            El castillo queda en lo  más alto del pueblo. A partir del siglo XII al castillo de Cuéllar lo han ido completando, poco a poco, con detalles propios de cada momento: mudéjar, renacimien­to, barroco, neoclásico, casi todos los estilos que cuentan en nuestra cultura occidental desde entonces aparecen en él. El dato más importante de toda su historia es, sin duda, la concesión por parte de Enrique IV a Beltrán de la Cueva, primer duque de Alburquerque, de aquella recia fortaleza a finales del XV, con lo que comienza su crecimiento, desarrollo y madurez. Pocos edificios españoles, por muy cargados de siglos y de avatares, fueron lugar de estancia a lo largo de la historia, de tantos personajes de renombre como lo fue esta inmensa casona solar de los Alburquerque: María de Molina, el infante Don Juan Manuel, Fernando IV, Pedro I el Cruel, Juan II, Espronceda, Wellington y el general Hugo, Beltrán de la Cueva, Enrique IV, Doña Mencía, Doña María de Velasco, Doña Isabel de Girón, entre una lista interminable de nombres a los que hay que unir acontecimientos tan importantes como la boda del rey Pedro I con Doña Juana de Castro, o la defensa por parte de Doña María de Molina de los derechos de su hijo Sancho IV a la corona de Castilla. Es original, y extrañísimo en su forma según lo dicho, el castillo de Cuéllar.

            Estamos en el parque de San Francisco; tal vez lo más actual y saludable de la villa en donde todo es antiguo. Atrás queda, desmantelada sobre su propio esqueleto, la iglesia convento del Santo de Asís; a mano derecha el de Santa Isabel, y a nuestra izquierda el de la Concepción; todo en la parte baja de la villa. La gente camina, conversa y descansa a placer por el Paseo de San Francisco, junto a la fuente redonda y al monumento en bronce a los encierros.
            Los encierros de Cuéllar son los más antiguos de España, por lo menos de los que se tiene noticia; no son los más sonoros ni los más universales, que para eso están los pamplonicas de San Fermín, pero sí los más antiguos. Datan del siglo XV, y bajo documento que lo acredite desde el año 1546, edición aquella en la que los regidores de la villa hicieron constar el evento en las ordenanzas municipales. Los cuellareños, a los que se suele unir por aquellas fechas una buena parte de la juventud de la comarca, tienen para sí sus encierros como una liturgia sobre la que descansa con fuerza el peso de la tradición. El monumento a los encierros, sobre pedestal elevado y en sitio bien visible, muestra la figura en tamaño natural de un toro de lidia y la de un mozo que corre delante de él, casi al alcance de las afiladas astas. Las gentes de Cuéllar se sienten honradas con la escena inamovible y, sobre todo, con lo que es y con lo que representa.
            Como pueblo castellano de añosa tradición y de activo pasado, es éste cuna de hombres que durante su vida se hicieron notar, y mal que mal el tiempo va borrando su memoria. Ignoro si en el pueblo se les honra con el nombre de alguna calle o plaza que haga perpetuo su recuerdo, y sirva de enseña para los que ahora son y para las generaciones que habrán de venir más tarde; supongo que sí. Diego Velázquez de Cuéllar nació en este lugar el año 1465. Fue desde 1511 gobernador de la isla de Cuba, y en 1514 fundó la ciudad de La Habana. Otro personaje, coetáneo del anterior y sobrino de aquel por vía directa, fue Juan de Grijalva, nacido en Cuéllar en 1488, capitán de la segunda expedición que exploró los litorales del golfo de México, después de haber participado activamente en la conquista de Cuba. Murió a mano de los indios en la villa de Olancho en 1527.

            Nombres y situaciones que bien atestiguan por sus calles las piedras de los palacetes e iglesias, como el que hoy ocupa el ayuntamiento en la Plaza Mayor, o la iglesia de San Miguel en la misma plaza, simple botón de muestra de cuanto se ha dicho.
            Pero habremos de acabar, y jamás debiéramos hacerlo pasando por alto su gastronomía. Cuéllar es la tierra de la achicoria -se llegaron a contar en tiempo pasado hasta diez fábricas de aquel popular sustituto del café por toda la villa-, de las endibias, y del lechazo churro asado al horno. Sus embutidos caseros gozan de justa fama, y los bollos (duros y blandos) se siguen ofrecien­do al visitante como estrella de su repostería. A partir de ahí, ya sabe el caminante, el viajero o el turista, a qué atenerse.

            A tope dicen que raya la fuerza de la costumbre y la piedad popular en la romería a la ermita de El Henar a mediados de septiembre. La imagen morena, románica del XII, de la celestial patrona de los resineros y de la ciudad de Cuéllar, protagoniza cada año aquella fiesta masiva desde su santuario a una legua del pueblo. Sostén para unos, memorial para otros, de vieja castella­nía.

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