jueves, 21 de julio de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XI). PEDRAZA (Segovia)

                                              


          
            -¿Sabrá usted lo de la americana aquella; la amiga de don Ignacio?
            -Sí; alguien me lo contó la primera vez que pasé por aquí.
            El pintor Zuloaga, que vivió largas temporadas en el castillo de Pedraza, había advertido a su admiradora Mrs. Lydig, que Pedraza era el único pueblo del mundo al que no se podía entrar pasadas las diez de la noche. La hacendada norteameri­cana vino a tierras de Segovia con el fin de comprobarlo. Llegó al pueblo bien entrada la noche, y el pintor, que sabía de aquel viaje, hubo de acudir en persona a abrir el portón de la muralla, paso único de entrada y de salida que tienen quienes van allí.
            Pedraza se balancea movida por todos los vientos sobre la muela pétrea en que la colocaron sus primeros moradores. Se trata de un pueblo antiguo, con su primera raíz clavada seguramente en la cultura de los arévacos cuya capitalidad fue Numancia. Se llamó Petracia durante la dominación romana, y en ella parece ser que vivieron su madre Aurelia y varios familiares de Trajano; allí sufrió martirio San Entridio, sobrino del emperador romano, y hay quienes aseguran -Alfonso el Sabio entre ellos- que Trajano nació en Pedraza y no en Itálica como la gente ha llegado a creer.
 Pueblo rico en el siglo XVII debido a las carnes y, sobre todo, a la buena calidad de la lana de sus merinas, reclamada con insistencia por los telares de Segovia y por otros más lejanos de Brujas y de Florencia. Varios de los escudos heráldicos que aún vemos lucir sus relieves mate sobre las fachadas de las antiguas casonas de Pedraza, proceden de aquella época, y no son otros que los de algunas de aquellas familias de hidalgos y ricoshombres. La rejería que adorna tantas de aquellas añosas mansiones, es otra más de las características propias de la villa.

            La Plaza Mayor, como siempre ocurre a quienes desconocen un pueblo, es el destino primero de los viajeros que llegan a Pedraza. Pero antes hay que pasar, entre aquel revoltillo de calles estrechas y sombrías, por la "Casa de Pilatos", con su balcón esquinero recortado en ojiva que de algún modo nos recuerda -quizá éste aún sea más llamativo- aquel otro de la Plaza del Mercado en la villa de Atienza. Más adelante las casonas solariegas que fueron de los Bernaldo de Quirós, de los señores marqueses de la Floresta y de Lozoya, de los Ladrón de Contreras, todas con sus escudos de piedra sobre el dintel, y alguna de ellas, ¡vaya por Dios!, convertida en restaurante como parachoques al fortísimo boom turístico que se volcó sobre la villa en los últimos veinte años. Y al cabo la Plaza Mayor.
            La Plaza Mayor de Pedraza, rodeada casi toda ella de antiquísimas columnas de soportal, de galerías y balcones oscurecidos por el sol y por las lluvias, de escudos y de leyendas por cualquier rincón, intenta conservar aquel sabor multicentenario que guardó hasta hace media docena de años o poco más, y que hoy entorpecen los anuncios y las puertas de los establecimientos abiertos a su sombra. Tras uno de los ángulos destaca altiva la torre de la iglesia de San Juan, con sus parejas de arcadas románicas a la altura del campanario, situadas en cada frente. Debió de conservar su estilo medieval la iglesia de Pedraza hasta finales del siglo XVII, tiempo de renovación -y de posibilidades económicas para el pueblo- que prefirió adaptar su decoración a los nuevos tiempos, con el gusto barroco como enseña:«Mi casa es casa de oración», recuerdan las desgastadas letras de molde sobre la piedra. Y justo al pie mismo de la torre, mirando a la plaza, todavía existe el que las gentes del lugar conocen por "el balcón verde", con su correspondiente escudo heráldico en el muro interior, y una leyenda sobre el dintel de la puerta de acceso en donde está escrito: «Este sytio y Balcón es de Don Juan Pérez de la Torre deste Orden caballero». Lo mandó instalar su dueño -santiaguista por la cruz inscrita a mitad de leyenda- para tener un palco en lugar de privilegio desde donde poder ver las corridas de toros, en otro tiempo tan famosas en aquella plaza.


            Y sobre la triple grada de la plaza del Ganado el tronco muerto de la olma concejil; la vieja olma bajo cuya sombra se cerraron miles de tratos en días de mercado y expusieron su mercancía de barro y de cristal a vista del público los ferian­tes. Y no muy lejos la Calle Mayor que lleva hacia el castillo, al fondo de la explanada. Cuentan que hace un siglo eran todo casonas hidalgas en ambas aceras. Restos quedan aún de todo aquello que uno se esfuerza en imaginar. Al fondo, alzado en el mismo canto que asoma al precipicio, el castillo que rescató el pintor Zuloaga. Del castillo dicen que se reconstruyó a mediados del siglo XVI, sobre los terrenos en donde había existido un castro romano. La portada de gruesa sillería esta trazada en ojiva, y las hojas que la cierran son de álamo negro, claveteadas con pinchos de hierro en mitad de dos garitones sobre peanas escalonadas. El escudo que aparece sobre la piedra clave es el de don Pedro Fernández de Velasco, cuarto condestable de Castilla. La fortaleza estuvo al servicio del rey cuando la guerra de las Comunidades. La torre del homenaje fue restaurada y convertida en vivienda -creo que muy elegante y acogedora- por don Ignacio Zuloaga, y todavía se encuentran en su interior, no sólo recuerdos y utensilios personales, sino algunas estupendas telas del pintor vasco. Ni qué decir que hubiera deseado verlo por dentro; pero, al menos en la hora que yo estuve allí, y creo que siempre, las puertas permanecen cerradas a calicanto, con la impenetrable seguridad de un castillo.
            Unamuno, sensible siempre ante toda imagen o novedad de las tierras de la Meseta, lo llamó "castillo castellano, no alcázar morisco". Una de sus dos torres, considerada por muchos como la más inexpugnable de España -seguro que ni uno sólo de esos muchos llegó a ver la molinesa del castillo de Zafra- fue cárcel de Francisco de Valois, delfín de Francia, y de su hermano el duque de Orleans, don Enrique, que sería rey más tarde.
            Aparte de la de San Juan, la iglesia de altiva torre que hay junto a la plaza y que domina con su esbeltez al resto de los edificios pedraceños, hubo en el pueblo seis iglesias más. Casi todas han desaparecido. Queda de entre ellas como templo con leyenda la de las Vegas, advocación mariana de la Patrona de la villa. Prevalece en el sentir de las gentes con respecto a la iglesia de la Virgen de las Vegas, románica del siglo XII, la creencia como dogma de fe de que en ella fueron bautizados los siete infantes de Lara. En el atrio tiene siete arcos laterales sobre dobles columnas sosteniendo los capiteles. Aseguran que bajo cada uno de esos arcos ingresaron los infantes en los brazos de sus respectivas nodrizas. La leyenda resulta hermosa como tal leyenda, y muy en la línea del creer medieval que ha llegado a nosotros roído e increíble como la piedra de los viejos templos.
            -Oiga. No ha dicho nada de los asados que preparan por aquí. Ni de don Jaime de Armiñán; ni del señor don Torcuato Luca de Tena, ni de otros famosos que hicieron casa en nuestro pueblo.
            -Es verdad. Usted lo ha dicho. Pedraza es mucho Pedraza para resumir en tan poco espacio. Otra vez será.

                     



No hay comentarios:

Publicar un comentario