Salgo de las tierras de Guadalajara por los páramos de
Villacadima, allá por el alto de la Rivilla en la Sierra de Grado. La tarde se
presenta oscura en las vegas del Aguisejo y es casi seguro que comenzará a
llover de un momento a otro. A la altura de Grado del Pico comienza a descargar
después de un trueno la nube de verano. Minutos más tarde el cielo queda
limpio. En Grado hay una hermosa iglesia de origen románico, con atrio cegado,
media docena de arcos que no se lucen, entre los que se deja ver parte de unos
capiteles que son puro modelo. Por Santibáñez, Estebanvela y Francos, la gente
no sabe si salir a pasear por la carretera o esperar un rato más a que el campo
se oree. Santibáñez de Ayllón, con su elevada torre dieciochesca por encima de
la arboleda, se me antoja al pasar un bello motivo para estampa de calendario.
En Estebanvela andan de preparativos pensando en la romería a la ermita del
Padre Eterno, la más popular y multitudinaria de toda la comarca, que cada año
se celebra el domingo de la Santísima Trinidad. Más campos de frutal, más
veguillas de mies sin sazonar y de arboledas a lo largo del río, y luego
Ayllón.
Fue esta villa cabecera de comunidad, con más de veinte
pueblos de su contorno, en la antigua federación de Segovia. La conocí hace un
cuarto de siglo, cuando el azote del despoblamiento sacudía con fuerza
irresistible a todos -sin excepción- los enclaves castellanos del medio rural.
Veinte años después descubro que la villa ha resistido con garbo, y hasta con
elegancia, el tirón de las últimas décadas. Hoy es Ayllón una ciudadela
elegante, acogedora, señorial, en donde a uno se le antoja que su escaso millar
de habitantes debe vivir a gusto.
Rodeo la zona céntrica y me llego hasta la antigua
portada de la muralla cortando por una desviación que llaman travesía de Los
Adarves. De hecho voy a entrar al pueblo bajo el doble arco de la muralla,
estampado de escudos, que da paso al magnífico palacio de los Contreras, con su
artística fachada isabelina, salpicada de enseñas heráldicas, con imposta a
manera de alfiz labrada con oficio, y arquitos de diferentes trazados en cada
una de las ventanas. Recuerdo que hace años, aún no sé cómo, alguien me llevó
al palacio de don Juan Contreras; guardo de él en la memoria la imagen de una
habitación empapelada con materiales pintados a mano algo más que centenarios,
y algunas tallas importantes en algún lugar, de entre las que quise ver una
Virgen del Rosario de la escuela castellana de los Carmona. El dueño era un
señor elegante, alto de estatura, entrado en edad, que me enseñó todo lo que
allí había y de lo que pasado el tiempo recuerdo muy poco.
La Plaza Mayor aparece plagada de vehículos. Bajo los
soportales de la Plaza Mayor están los bares y una buena parte de los
reconocidos establecimientos comerciales de los que se abastece la villa y
varios de los pueblos de su contorno. La imagen grandiosa de la Plaza Mayor es
una de esas que difícilmente desaparecen de la memoria. La fachada del
ayuntamiento es de doble arquería, restaurada, pero guardando su línea
primitiva y su vieja elegancia. A mano derecha del ayuntamiento, según lo miro
desde el centro de la plaza, se alza el esbelto campanario de la parroquial de
Santa María, con sus múltiples vanos para las campanas calando en lo más alto
la enorme paleta de sillería. A mano izquierda del ayuntamiento queda la más
importante nota medieval de toda la villa: la iglesia de San Miguel, con bella
portada románica de transición y ábside del mismo estilo y época sobre la alta
espadaña de la iglesia de San Miguel, la cigüeña machaca el ajo en un
castañoleo que resuena por toda la plaza.
La iglesia de Santa María está precedida por sombrío
jardinillo en cuyo centro se alza una cruz de piedra. El interior de la
iglesia es de nave única con crucero. Bellísimo el retablo mayor de impecables
dorados, en el que distingo una imagen de San Cristobal y otra de la Madre de
Dios en lugar destacado, como corresponde a la titular de la parroquia. Un
cumplido coro con tramado de cancela y órgano de tubos, anoto en mi cartera
como detalles más interesantes de cuanto vi en los escasos minutos que estuve
en el interior del templo.
Un grupo de chiquillos se divierten chapoteando el agua
de la fuente redonda de la plaza. Por la calle de San Miguel uno se pierde
oteando los rincones de la villa. Las calles de Ayllón son limpias, homogéneas,
señoriales, muchas de ellas franqueadas con escudos como las calles de Atienza,
de Pedraza o de Santiago de Compostela. Las calles de Ayllón se llaman de San
Juan, del Ángel del Alcázar, del Dr.Tapia, de Manuel de Falla, de Pellejeros,
del Obispo de Vellosillo... En la plazuela del Obispo de Vellosillo está el
Museo de Arte Contemporáneo y la Biblioteca Pública. El edificio es uno de los
más representativos de la pasada nobleza de la villa. La fachada es toda ella
un escaparate de motivos palaciegos: una portada elegante que encuadran en
perfecta simetría cuatro balcones y siete escudos de piedra con diferentes
motivos y tamaños. En su interior se distingue una sólida escalinata que sube
desde la primera planta hasta la galería del piso alto en donde está la
biblioteca.
De las iglesias más viejas y olvidadas, justo será hacer
referencia a los restos románicos de la de San Juan, y a la escasa señal del
siglo XII en la ermita de San Sebastián. Por un momento alcanzo a ver las
ruinas del viejo convento de San Francisco, o del ex-convento, como lo
reconocen en el pueblo. Se ha dicho que el convento franciscano de Ayllón lo
fundó en persona el propio Francisco de Asís, tal vez en uno de los viajes que
el santo hizo por España como peregrino a Compostela. Lo que sí parece hasta
documentalmente cierto es que en el convento vivió alguna temporada el que fue
regente de Castilla, y luego rey de Aragón, don Fernando de Antequera, quien
con el condestable don Álvaro de Luna -cada uno en su época-, desterrado aquí
después de su primera derrota por parte de los nobles, convirtió a la villa
durante el tiempo que en ella estuvo en el lugar más cortejado de Castilla, por
encima incluso de la misma ciudad de Segovia. No parece pasar del turbio campo
de la leyenda, pero también se ha escrito que en esta villa pasó los días de
Cuaresma del año 1304 doña María de Molina, madre del rey Fernando IV, por ser
uno de los pocos lugares del reino donde no le faltaría pescado para comer
durante las fechas de abstinencia de carne que señalaba la Santa Madre Iglesia.
El sol de las ocho reaviva el espíritu emprendedor de la
villa. Los patos navegan de un lado para otro bajo los puentes en las
tranquilas aguas del río Aguisejo, que atraviesa el pueblo canalizado y
solemne, transparente y limpio como mandan los cánones de la buena compostura.
Un matrimonio de avanzada edad pasea por los jardines de junto al río, mientras
que un grupito de adolescentes contemplan desde el barandal el nadar suave de
los patos que se van de retirada a la caída del sol.
No es día de mercado en Ayllón. Ignoro si aún lo son,
pero hace años, los días de mercado eran días de excepcional movimiento; horas
señaladas de compraventa que solían rematar -y esa fue su fama- con los jugosos
asados, de los que don Dionisio Ridruejo dejó escrito en cierta ocasión que era
éste «el punto de la geografía castellana donde ese producto llega a las cimas
de la sublimidad».
Por mi parte celebro el reencuentro con el pueblo amigo
tomando cerveza fresca en un bar de los soportales. Luego dejo Ayllón con el
ambiente propio de los atardeceres de un fin de semana; con su Plaza Mayor
soportalada; con sus casonas ilustres, sus iglesias y sus recuerdos, hasta
otra nueva oportunidad que preveo llegará pronto.
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