Estas viejas ciudades castellanas, como a la que hoy acabo de llegar a media
mañana, después de varias horas de viaje sin salirme ni un solo centímetro de
la ancha Castilla, me merecen, en su conjunto y en particular cada una de ellas,
el título de señoras porque realmente lo son. Toro, amigo lector, sin que haya
perdido ni mucho menos el tren de la vida moderna, es una de esas ciudades; una de esa
media docena de villas selectas que tanto han tenido que ver en la formación y
consolidación del Reino de Castilla, y por extensión de España como país desde
el tiempo de los Reyes Católicos, que haciendo uso inteligente del buen
entendimiento, consiguieron unir por vías de matrimonio los dos grandes reinos
existentes en la década fina del siglo XV, los de Casilla y Aragón, dando lugar
en consecuencia a la nación única e indivisible de la que somos y nos sentimos
ciudadanos. Pudo ser aquí, y de hecho lo fue, donde se dio uno de
los primeros pasos hacia la unidad nacional en la llamada Batalla de Toro; pues
en estas vegas de uno y otro lado del caudaloso Duero, que tan gratamente nos
sorprenden desde el que los torensanos conocen por El Espolón, a la altura de
la Colegiata, se solventó el problema de Sucesión Castellana, a favor de la
reina Isabel frente a los partidarios de coronar como soberana del reino a doña
Juana, la que en la Historia se conoce por La Beltraneja, acontecimiento de
singular relieve, del que tanto se ha hablado y tanto se ha escrito. En la
villa de Toro, hijo de Enrique III el Doliente, y de doña Catalina de
Lancaster, nació en el año 1405 el que después pasaría a ser Juan II de
Castilla, un rey de escasa valía, al que sacó las castañas del fuego en su
enfrentamiento contra los nobles castellanos, insaciables de poder, el condestable
don Álvaro de Luna, a quien por capricho de su segunda mujer, la portuguesa
Isabel de ojos azules, mandó degollar en la Plaza Mayor de Valladolid,
estremecedor espectáculo público, que los castellanos contemplaron con
verdadero horror. Su mayor mérito ante la Historia, al menos para mí que he
procurado estudiar su vida con cierta profundidad, fue el de haber sido el
padre de Isabel la Católica.
Historia, monumentos, paisaje, son
los tres aspectos que enaltecen a la ciudad de Toro, a los que hay que añadir
un cuarto que da a toda la comarca una importancia extraordinaria; me
refiero al cultivo y elaboración de uno de los más acreditados vinos del país,
con denominación de origen y con justa y merecida fama.
Se sabe que
esta villa fue una de las primeras que se plantearon el problema de su
repoblación con mayor premura. Este hecho se fija en el año 899, y lo llevó a
cabo el infante don García con gentes de las regiones vecinas: vascones,
asturianos y navarros en su gran mayoría. Se refundó con el mismo nombre que
todavía conserva, al parecer debido a una antiquísima estatua en piedra, que la
ciudad guarda con veneración en una plazuela destacada, a la que la gente
conoce por El verraco, figura de muy primitivo aspecto, pareja en su forma a los
conocidos Toros de Guisando y también en su antigüedad, considerada como el
principal icono de la ciudad.
Desde las
primeras décadas del siglo XII, Toro se convirtió, tal vez pos su situación
estratégica, en un importante centro de poder no sólo en lo político, sino
también en el aspecto religioso y militar, de ahí que entre sus monumentos más
importantes destaque la iglesia colegiata de Santa María la Mayor, levantada
durante la segunda mitad de aquel siglo. Una más de las joyas arquitectónicas
del medievo, de las que puestos a distinguir, yo lo haría haciendo referencia
al llamado Pórtico de la Majestad, comparable, al menos para mí y con cierta
inclinación en su favor, con el famoso Pórtico de la Gloria de la catedral
compostelana; si bien con la ventaja añadida de conservar en más que
aceptable estado la pintura original sobre la piedra después de nueve siglos,
debido a encontrarse en recinto cerrado, libre del efecto pernicioso, lento
pero eficiente, de la intemperie. Algo grandioso y como tal único.
Son varias
en la ciudad de Toro las iglesias dignas de ser conocidas, de las que por
haberlas visto y admirado, sólo me referiré a éstas: la del Santo Sepulcro, la
de San Lorenzo, el monasterio de Santi Spíritu, y la de San Julián de los
Casballeros. Los monumentos no de carácter religiosos, como es fácil suponer,
también son abundantes: palacios, casonas señoriales, torres, miradores, y un
monumental puente sobre la Vega del Duero, van marcando la fisonomía de la
ciudad que, según alguien me contó, llegó a ostentar alguna vez la categoría de
capital de provincia. Como símbolo urbanístico, no quiero pasar por alto la que
en Toro se conoce como la Torre del Reloj, con cuatro cuerpos sobre arco al
fondo de la Calle Mayor, en pleno centro de la ciudad. Se dice que en la
construcción de la Torre del Reloj se empleó vino en lugar de agua para
preparar la argamasa, con lo que se dan dos ideas a la vez: la abundancia de
vino en toda la zona y la dificultad que en su tiempo debería suponer el subir
hasta la ciudad el agua del Duero. “Si non e vero e ben trovato”, dirían los
italianos.
Y ahora, al
hablar de Toro no puedo olvidar el hecho de hacer mención a la principal de sus
producciones y, como consecuencia, a la más conocida de sus industrias: la del
vino, ya apuntada antes. El cultivo de la vid le viene a toro y a toda su
comarca desde tiempos anteriores a la romanización. El vino que le da fama es
conocido desde muy antiguo no sólo en la Literatura -Góngora, Quevedo, Lope de
Vega, y antes aún el Arcipreste de Hita, nos hablan de él-, sino también en la
Historia, pues hay constancia de que en la expedición colombina que descubrió
el Nuevo Mundo, no faltaba el prestigioso elixir de esta tierra. Derivados de
este producto sin par, los frailes del convento de PP. Mercedarios elaboran
licores muy reconocidos y variados. Será cosa de hacerles una vista si alguna
vez pasas por esta ciudad zamorana, que estoy seguro te llegará a impresionar.
Cuanto
aquí se ha dicho, y otro tanto como todavía se podría decir de esta magnífica
villa castellana, lo avala el hecho de que en el año 1963 se le otorgara de
manera oficial el título de Conjunto Monumental histórico-artístico, pienso que
sobradamente conocido. Como muy pocas ciudades y villas de nuestro país, Toro
se nos ofrece como un importante reclamo para hacerle una visita si surge la
ocasión. Yo lo he hecho en dos ocasiones, y estoy dispuesto a repetir llegado
el momento.
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