martes, 11 de abril de 2017

ANDAR POR CASTILLA, (XXIV) T O R O (Zamora)


            Estas viejas ciudades castellanas, como a la que hoy acabo de llegar a media mañana, después de varias horas de viaje sin salirme ni un solo centímetro de la ancha Castilla, me merecen, en su conjunto y en particular cada una de ellas, el título de señoras porque realmente lo son. Toro, amigo lector, sin que haya perdido ni mucho menos el tren de la vida moderna, es una de esas ciudades; una de esa media docena de villas selectas que tanto han tenido que ver en la formación y consolidación del Reino de Castilla, y por extensión de España como país desde el tiempo de los Reyes Católicos, que haciendo uso inteligente del buen entendimiento, consiguieron unir por vías de matrimonio los dos grandes reinos existentes en la década fina del siglo XV, los de Casilla y Aragón, dando lugar en consecuencia a la nación única e indivisible de la que somos y nos sentimos ciudadanos.  Pudo ser aquí, y de hecho lo fue, donde se dio uno de los primeros pasos hacia la unidad nacional en la llamada Batalla de Toro; pues en estas vegas de uno y otro lado del caudaloso Duero, que tan gratamente nos sorprenden desde el que los torensanos conocen por El Espolón, a la altura de la Colegiata, se solventó el problema de Sucesión Castellana, a favor de la reina Isabel frente a los partidarios de coronar como soberana del reino a doña Juana, la que en la Historia se conoce por La Beltraneja, acontecimiento de singular relieve, del que tanto se ha hablado y tanto se ha escrito. En la villa de Toro, hijo de Enrique III el Doliente, y de doña Catalina de Lancaster, nació en el año 1405 el que después pasaría a ser Juan II de Castilla, un rey de escasa valía, al que sacó las castañas del fuego en su enfrentamiento contra los nobles castellanos, insaciables de poder, el condestable don Álvaro de Luna, a quien por capricho de su segunda mujer, la portuguesa Isabel de ojos azules, mandó degollar en la Plaza Mayor de Valladolid, estremecedor espectáculo público, que los castellanos contemplaron con verdadero horror. Su mayor mérito ante la Historia, al menos para mí que he procurado estudiar su vida con cierta profundidad, fue el de haber sido el padre de Isabel la Católica.
         Historia, monumentos, paisaje, son los tres aspectos que enaltecen a la ciudad de Toro, a los que hay que añadir un cuarto que da a toda la  comarca una importancia extraordinaria; me refiero al cultivo y elaboración de uno de los más acreditados vinos del país, con denominación de origen y con justa y merecida fama.
         Se sabe que esta villa fue una de las primeras que se plantearon el problema de su repoblación con mayor premura. Este hecho se fija en el año 899, y lo llevó a cabo el infante don García con gentes de las regiones vecinas: vascones, asturianos y navarros en su gran mayoría. Se refundó con el mismo nombre que todavía conserva, al parecer debido a una antiquísima estatua en piedra, que la ciudad guarda con veneración en una plazuela destacada, a la que la gente conoce por El verraco, figura de muy primitivo aspecto, pareja en su forma a los conocidos Toros de Guisando y también en su antigüedad, considerada como el principal icono de la ciudad.
         Desde las primeras décadas del siglo XII, Toro se convirtió, tal vez pos su situación estratégica, en un importante centro de poder no sólo en lo político, sino también en el aspecto religioso y militar, de ahí que entre sus monumentos más importantes destaque la iglesia colegiata de Santa María la Mayor, levantada durante la segunda mitad de aquel siglo. Una más de las joyas arquitectónicas del medievo, de las que puestos a distinguir, yo lo haría haciendo referencia al llamado Pórtico de la Majestad, comparable, al menos para mí y con cierta inclinación en su favor, con el famoso Pórtico de la Gloria de la catedral compostelana; si bien con la ventaja añadida de conservar en más que aceptable estado la pintura original sobre la piedra después de nueve siglos, debido a encontrarse en recinto cerrado, libre del efecto pernicioso, lento pero eficiente, de la intemperie. Algo grandioso y como tal único.
         Son varias en la ciudad de Toro las iglesias dignas de ser conocidas, de las que por haberlas visto y admirado, sólo me referiré a éstas: la del Santo Sepulcro, la de San Lorenzo, el monasterio de Santi Spíritu, y la de San Julián de los Casballeros. Los monumentos no de carácter religiosos, como es fácil suponer, también son abundantes: palacios, casonas señoriales, torres, miradores, y un monumental puente sobre la Vega del Duero, van marcando la fisonomía de la ciudad que, según alguien me contó, llegó a ostentar alguna vez la categoría de capital de provincia. Como símbolo urbanístico, no quiero pasar por alto la que en Toro se conoce como la Torre del Reloj, con cuatro cuerpos sobre arco al fondo de la Calle Mayor, en pleno centro de la ciudad. Se dice que en la construcción de la Torre del Reloj se empleó vino en lugar de agua para preparar la argamasa, con lo que se dan dos ideas a la vez: la abundancia de vino en toda la zona y la dificultad que en su tiempo debería suponer el subir hasta la ciudad el agua del Duero. “Si non e vero e ben trovato”, dirían los italianos.
    
     Y ahora, al hablar de Toro no puedo olvidar el hecho de hacer mención a la principal de sus producciones y, como consecuencia, a la más conocida de sus industrias: la del vino, ya apuntada antes. El cultivo de la vid le viene a toro y a toda su comarca desde tiempos anteriores a la romanización. El vino que le da fama es conocido desde muy antiguo no sólo en la Literatura -Góngora, Quevedo, Lope de Vega, y antes aún el Arcipreste de Hita, nos hablan de él-, sino también en la Historia, pues hay constancia de que en la expedición colombina que descubrió el Nuevo Mundo, no faltaba el prestigioso elixir de esta tierra. Derivados de este producto sin par, los frailes del convento de PP. Mercedarios elaboran licores muy reconocidos y variados. Será cosa de hacerles una vista si alguna vez pasas por esta ciudad zamorana, que estoy seguro te llegará a impresionar.
         Cuanto aquí se ha dicho, y otro tanto como todavía se podría decir de esta magnífica villa castellana, lo avala el hecho de que en el año 1963 se le otorgara de manera oficial el título de Conjunto Monumental histórico-artístico, pienso que sobradamente conocido. Como muy pocas ciudades y villas de nuestro país, Toro se nos ofrece como un importante reclamo para hacerle una visita si surge la ocasión. Yo lo he hecho en dos ocasiones, y estoy dispuesto a repetir llegado el momento.              

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