No hace todavía
demasiado tiempo que anduve por Uclés. Al atravesar las tierras de Cuenca por
aquellos rápidos llanos de la autovía, la silueta estilizada del elegante
monasterio invita a llegarse hasta sus muros. No sabría decir si la última en
que lo hice, fue la tercera o la cuarta vez que he subido al leve altiplano que
sirve de peana al severo edificio. En esta ocasión no he necesitado guía.
Uclés se hizo para ser visto, pero más todavía para sentirlo una vez que se
conocen medianamente las principales vicisitudes del monasterio y de su entorno
a lo largo de la Historia. Piedra callada a las puestas del sol, en unas horas
en las que el arte acrecienta su dulzura, en un instante en el que el pasado
vuelve a la vida con toda su balumba de impresiones, de nostalgias, de
recuerdos.
El elegante cenobio de a orillas del arroyo Bedija, aquel
que alzado sobre un leve roquedal sirvió de cárcel a Quevedo y de sala de
espera hacia la eternidad al más profundo de nuestros poetas del Renacimiento,
Jorge Manrique, es uno de esos paraísos en los que el tiempo se detuvo y se
durmió la Historia. Uclés, cabecera que fue de la Orden de Santiago y sede de
sus comendadores y maestres durante décadas y siglos, se tuesta bajo el
clemente sol de la primera Mancha a una hora escasa de automóvil desde el
corazón de Madrid.
No es el de Uclés, por mucho que los conquenses nos empeñemos
en catalogarlo para nuestro uso como "El Escorial de la Mancha", uno
de esos monasterios castellanos de raigambre, por lo menos como pieza destacada
dentro del catálogo de los monumentos españoles en el mundo de la popularidad.
Y no será ello porque le reste interés la calma de los campos de trigal que
envuelven su paisaje; ni porque su pasado carezca de raíz asida con fuerza al
núcleo mismo de los grandes acontecimientos de la Historia de España; ni
porque al monumento como tal, le falten motivos para agradar por sí mismo a
quienes lo ven, o por el mérito de tantos enseres y ornamentos de singular
hechura que muestra en sus patios, en sus celdas, en sus salones... El
monasterio de Uclés, amigo lector, lo tiene todo, hasta el amoratado color de
sus piedras al caer de la tarde como enseña y memorial de un pasado sangrante,
luctuoso, violento, que malamente consiguen disimular las bellas formas
arquitectónicas del XVI y de siglos posteriores, que hacen de él una de las
más sonoras maravillas de esta región.
En el siglo XVI se comenzó a construir el monasterio sobre
las ruinas de una vieja fortaleza medieval que en tiempo pasado fuera testigo
de batallas memorables, como aquella que se dio durante el invierno del año
1108 en la que perdió la vida el joven infante don Sancho, hijo predilecto del
rey Alfonso VI y de la princesa Zaida, en la que murieron además siete condes
castellanos, y que los moros triunfadores dieron en llamar por esa misma razón
de los "Siete Puercos", nombre que los comendadores santiaguistas
tornaron por el de la "Batalla de los Siete Condes", con el que
habría de atravesar los umbrales de la Historia.
Las formas recargadas que adornan con suntuosidad las
portada principal del monasterio son una imagen antológica de lo que fue capaz de
alcanzar el arte barroco por tierras de Castilla. En el patio interior, obra
del siglo XVII, todo se ajusta en torno a su soberbio brocal de un pozo
principesco con el escudo real como enseña. Treinta y seis son los arcos que
cierran el patio interior, y otros tantos los ventanales que lo engalanan por
encima de los arcos, uno por cada maestre de la Orden que pasaron por allí y de
los que se tiene memoria.
Hay quien dice que lo más valioso, o por lo menos lo más
original que guarda en su interior el edificio, es la escalera regia, que sube
desde la primera planta hasta el claustro alto en donde se alinean las aulas
del Seminario y algunas dependencias administrativas del mismo. La escalera es
todo un acontecimiento que bien merece ocupar un sitio de honor en los anales
de la arquitectura clásica, destacando los arcos laterales y la bifurcación tan
peculiar que presenta a partir del segundo tramo.
El refectorio lo emplean de comedor los seminaristas durante
el curso. Se cubre con uno de los más bellos artesonados del siglo XVI que se
conocen en España. Entornando el sublime juego de arabescos, aparecen a modo de
cenefa lateral una serie de medallones con magníficos relieves en madera noble;
son en total treinta y seis, y en ellos se adivinan los bustos de otros tantos
maestres y priores santiaguistas entre los que se cuentan el Emperador Carlos I
y el Condestable de Castilla don Álvaro de Luna, aquel que en vida se burló de
la muerte, aparece aquí solo en su osamenta revestido con manto y corona propia
de su condición.
La iglesia -ignoro si acabada de restaurar- es la pieza más
noble de todo el monasterio. Es obra de un conquense algo dejado al olvido,
Francisco de Mora, discípulo predilecto de Herrera y hombre de confianza de su
maestro durante las obras de El Escorial. Mide la iglesia, así consta,
doscientos veintinueve pies de larga por cuarenta y dos de ancha. La cúpula que
se alza sobre la vertical del crucero es obra magnífica de Antonio de Segura,
de la que sale al exterior un orondo chapitel con vistoso bolón de cobre. Por
debajo de las capillas laterales se da por seguro que yacen enterrados los
restos del maestre don Rodrigo de Manrique, y los de su hijo Jorge, el autor de
las Coplas, sin que se sepa el sitio exacto donde reposan sus huesos, lo
que rodea su delicada personalidad de un mayor misterio. En una celda próxima
al panteón de personalidades, ya casi en la sórdida cripta de los
enterramientos de priores, obispos y otras dignidades de la Orden, estuvo preso
durante medio año el más inspirado y ocurrente de los escritores barrocos de
nuestra Literatura, don Francisco de Quevedo y Villegas, quien dio allí durante
larga temporada con su carne mortal por haber dirigido, al parecer de una
manera impía y desconsiderada, los dardos de su ingenio contra don Francisco de
Acevedo, a la sazón arzobispo de Burgos. Esto ocurrió en la primera mitad del
año 1621.
De los tormentos y horrores sufridos por el pueblo de Uclés
durante la Guerra de la Independencia -complemento inseparable de la historia
del monasterio-, se podrá hablar llegado el momento en una segunda entrega.
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