No está Loeches tan lejos de nosotros como para que, al
menos para mí, haya sido hasta hoy una villa desconocida. Había pasado muchas
veces por sus orillas, cruzando desde Alcalá de Henares a la Nacional III por
Arganda, pero jamás saqué un minuto de tiempo para conocerla, para andar por
ella.
Loeches es pueblo de paso por su situación, asentado en un
terreno árido y de poca fortuna. Después de haber estado en él, pienso además
que es un pueblo adormilado, escondido un poco en el refugio de su propia
identidad como el buen paño, pero que, también como el buen paño, corre el
riesgo de su deterioro por inacción, por falta de ese oxígeno vitalizador que
necesitan las cosas, y que deben tomar, claro está, con la debida cautela y en
dosis justas.
La villa de Loeches es un lugar de contrastes: calles planas
y cuestudas; viviendas cómodas de moderna estampa y recias casonas encaladas de
primeros del siglo XX; viejitas silenciosas sentadas a la sombra de los
portales y niños que gritan al sol y corren en bicicleta; pueblo y ciudad; el hoy
y el ayer sobre un mismo tapete; balcones floreados de colorines y paredones
roídos sosteniendo algún escudo de piedra; terraza de bar y chapitel de
monasterio.
Acabamos de estrenar el otoño y en Loeches aún hace calor.
El hombre del quiosco, bajito él y de escueto parlamento, me ha dicho que no
tiene postales para vender, que vaya al estanco.
-¿Y dónde es el estanco?
-Allí.
El allí del hombre del estanco está justo al otro lado de la
plaza. La señora del estanco es más expresiva, más servicial, más amable. Se
nota que la señora del estanco está acostumbrada a tratar con el público y a
que le pregunten qué es lo más interesante que tiene el pueblo.
-El convento. Lo más interesante que hay en Loeches es el convento.
Mucha gente viene a verlo aposta desde muy lejos. No siempre se puede ver,
porque las monjas son de clausura y la mujer que lo enseña no tiene un horario
fijo. A veces hay que avisarle para que suba.
-¿Queda cerca de aquí?
-Sí; aquí no hay nada lejos. Pueden ir en coche; y a pie
subiendo por aquellas calles de enfrente. Enseguida se ve la torre.
Efectivamente, desde la plaza de Loeches, se llega en
seguida al convento de Dominicas, cuyo majestuoso chapitel plomizo se alcanza a
ver muy pronto, apenas subir las primeras calles. Luego es el sentido común el
que te va acercando hasta el sorprendente edificio barroco, copia exacta o
reproducción, por lo menos en la fachada, del convento de la Encarnación de
Madrid, obra maestra, como tantas más que aún testifican su calidad de
magnífico arquitecto, de Juan Gómez de Mora y de su discípulo Alonso Carbonell.
Este bello monumento que tengo frente a mí, y al que
procuraré entrar si me fuera posible, lo fundó don Gaspar de Guzmán y Pimentel,
valido de Felipe IV, y su esposa doña Inés de Zúñiga, condeduques de Olivares,
duques de San Lucar la Mayor, de Medina de las Torres y marqueses de Eliche. Lo
mandó edificar para su propio enterramiento y para el de los suyos, y quiso que
fuera regentado por Dominicas por ser don Gaspar descendiente de Santo Domingo.
Un largo corredor acolumnado nos lleva hasta la estancia
sombría y silenciosa en la que se encuentra el torno de las religiosas. A
través del torno, las madres sirven postales, recuerdos y cajitas de golosinas
o repostería conventual en cuyo arte son maestras.
-Fotografías no se pueden hacer en el panteón. Los señores
duques lo tienen prohibido.
Los fundadores colmaron el convento y el palacio anexo de
pinturas extraordinarias de Rubens, de Tiziano, de Tintoretto y no sé de
cuántas maravillas más que ahora son historia. Se las llevaron los franceses
cuando la Guerra e la Independencia con un enorme cargamento de candelabros de
plata, de orfebrería y de ornamentos sagrados. Los lienzos de Rubens han sido
sustituidos por frescos, bellísimos también, de Fernando Calderón, sobre los
motivos religiosos que representaban aquellos robados y de cuyo paradero nadie
sabe nada.
La casa de Olivares pasó a ser panteón de la casa de Alba
tras el matrimonio de don Francisco Álvarez de Toledo, décimo duque, con doña
Catalina de Haro y Guzmán, duquesa de Olivares. El nuevo panteón ocupa parte
del antiguo palacio; lo mandó construir en memoria de sus padres el
decimoséptimo duque, don Jacobo Fitz-Stuart y Falcó, y asistió a la primera
misa la Emperatriz Eugenia de Montijo. Se trata de una sala poligonal,
simétrica, de gran capacidad, con friso, cúpula, y ventanales con vistosas
vidrieras de color azul. Allí está enterrado el Condeduque de Olivares y su
esposa doña Inés de Zúñiga, en un enterramiento discreto y vertical. El
panteón guarda cierta semejanza con el de los Reyes de El Escorial y con el
maltrecho de los Mendoza en el antiguo convento de San Francisco de
Guadalajara. Pero conviene anotar que el mausoleo principal, el más vistoso e
importante de todo el panteón es el de doña Francisca de Montijo, esposa del
decimoquinto duque de Alba, con bellísima estatua yacente sobre el túmulo, para
la que posó su propia hermana, nada menos que la Emperatriz Eugenia. Es obra,
según me contaron, del escultor inglés Juan Bautista Clésinger, a la sazón
yerno de la escritora George Sand, la amante y compañera en su retiro balear
del músico Federico Chopín.
El convento de las M.M..Dominicas de Loeches está
desprovisto de su antiguo tesoro, de las muchas y valiosas riquezas con las que
lo dotaron sus fundadores. Dijo de él Marañón que su verdadero tesoro todavía
prevalece y que jamás le podrá ser arrebatado, el tesoro de su Historia. Sí, el
recuerdo desvaído del pasado entre aquellos magníficos salones que se encargan
de cuidar unas cuantas religiosas apartadas del mundo; a la espera de servir de
urna sepulcral a los miembros de la noble familia de los de Alba, donde la
tierra caliza de aquellos campos desangelados les aguarda como sala de espera a
la eternidad.
Merece la pena darse un paseo hasta Loeches. Un pueblo
activo de nuestros contornos en el que, como de lo antedicho puede deducirse,
siempre hay algo que ver.
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