jueves, 29 de abril de 2010

CHINCHÓN, EL DE LA HISTÓRICA PLAZA

Desde la barbacana de la Plaza Palacio, junto a la torre del Reloj, el pueblo de Chinchón rezuma historia a todo lo largo y a todo lo ancho. Había leído acerca de este pueblo situado en la Alcarria de Madrid; conocía las fotografías habidas y por haber de los monumentos y de los rincones más representativos que esconde por sus calles y por sus orillas; guardaba en la memoria la imagen de tantas escenas y planos tomados en su personalísima Plaza Mayor; pero nunca pude imaginar la realidad de Chinchón de no haberlo visto.
No puede considerarse a la Muy Noble y Muy Leal Villa de los Condes bajo uno o dos de sus aspectos solamente, que es lo que la mayor parte del público anda buscando por allí, según he podido constatar en mi reciente viaje. El pueblo de Chinchón tiene algo más que una plaza espectacular; algo más que una estupenda gastronomía; algo más que el recuerdo perenne de grandes personajes del pasado que lo prefirieron como lugar de encuentro o de estancia; algo más que una magistral pintura de don Francisco de Goya; algo más que el rico -así lo aseguran los entendidos- anís que sale de sus destilerías; algo más, en fin, que un nombre sonoro, rayano al mito, que tan a menudo quienes no lo conocen le suelen aplicar.
Es preciso ir a Chinchón, patear sus cuestudas calles, observar con los ojos de la cara y con los del espíritu, escuchar en el silencio sepulcral de la historia lo que el pueblo es y cómo desea mostrarse ante nosotros. Por la singulari­dad indecible de la antigua villa, anduvieron con el corazón arrastras infinidad de hombres famosos, y por ella misma se engolfan en un mar de impresiones que intentan buscar acomodo en las celdillas de la memoria tantos personajes, conocidos o no, como a lo largo del año pasan por allí.
Conviene conocer medianamente cuando se llega a Chinchón lo que hay debajo de las mortecinas piedras de sus calles para entrar en él; echarse luego a imaginar desde la barbacana de la Plaza Palacio -pongamos por caso- junto a la torre del Reloj, miles de peripecias y situaciones de las que fue escenario, acontecimientos y paradojas, como paradoja es mirar a un lado y a otro y encontrarse, casi juntas las dos, con una torre sin iglesia y con una iglesia sin torre. Es verdad, y, como todo allí, tiene su porqué enredado en la trama novelesca de su pasado.
La villa ha sido maltratada en repetidas ocasiones por los caprichos de la Historia, y mimada siempre o casi siempre también. A lo lejos, poco en la distancia y mucho más en el tiempo, parecen como dejarse ver por encima de los muros de piedra y los torreones esquineros de su castillo, las llamas devoradoras con que los franceses vengaron la oposición del pueblo a la pretendida conquista de Napoleón, cuando años antes había sido saqueado, primero por los comuneros y después por las tropas del Archiduque Carlos en plena Guerra de Sucesión; pues, conviene saber que en 1706, el 3 de agosto de aquel año, el pueblo de Chinchón proclamó como rey de España a Felipe de Anjou en su Plaza Mayor, cuando los altercados, sangrientos, gravísi­mos, por la posesión de la Corona, tendrían que durar todavía cuatro años más, hasta diciembre de 1710, tiempo en el que las batallas de Brihuega y Villaviciosa se inclinaron definitiva­mente a favor del primero de los Borbones que habría de sentarse en el trono español.
El antiguo convento de San Agustín, famoso centro de formación humanística durante los siglos diecisiete y dieciocho, luego cárcel, y juzgado después, es ahora parador de Turismo, situado muy cerca de la plaza, en el centro del pueblo, con la Casa de la Cadena a cuatro pasos, caserón en el que el futuro rey Felipe V recibiera atenciones sin cuento repetidas veces durante las largas guerras que acabaron sentándole en el trono.
Y detrás de nuestro puesto vigía en la Plaza Palacio, en terna de monumentos históricos con la torre del Reloj, y con la iglesia parroquial en cuyo retablo mayor la gente puede admirar a diario el cuadro de "La Asunción de la Virgen" pintado por Goya para aquella iglesia -de la que su propio hermano, Camilo, fue sacerdote-, queda el teatro Lope de Vega, construido en 1891 sobre lo que fuera el viejo Palacio de los Condes, casona solar de sonoras hidalguías en donde el Fénix de los Ingenios escribió y firmó alguna de sus obras, lo que le valió el nombre, con una capacidad, tras la última remodelación, para cuatrocien­tas personas. Y algo más allá, con dirección a la abierta vega y a los declives de olivar aún lejanos, otro convento, el de las Clarisas, fundado en 1653. Pero habremos de bajar hasta la Plaza Mayor, todo el tiempo a nuestros pies, separada por un zig-zag de callejuelas pinas, de arquillos pintorescos y de placetuelas, en donde parecen sentirse si uno está atento, los movimientos arrítmicos de sístole y diástole del corazón de la villa.
En la Plaza Mayor de Chinchón se encuentra, no sólo la mayor actividad, sino la vida del pueblo. Viene a ser -con su planta irregular un tanto ovalada como base, pero anchísima en capacidad y ligeramente inclinada-, algo así como la inmensa cazuela de un teatro antiguo, rodeada por galerías de dos y tres pisos, homogéneas, con columnatas y barandales de madera pintados de un oscuro tono verde, donde se han instalado, desde hace varios años a hoy, media docena o más de restaurantes, de bares, de tiendas de regalos, en las que destaca el lujo y el señorío propios de una villa cuyos pobladores se han planteado en buena parte vivir de las prometedores posibilidades que en la vida moderna aporta el turismo.
En el viejo coso tiene lugar cada año cuando menos un festival taurino, allá por el mes de octubre cuando se cierra la temporada; y en algunas de las paredes del entorno pueden verse referencias, sobre placas o azulejos, a ciertas celebridades del mundo de la torería, como al mítico Frascuelo, quien justamente allí, en la antigua posada del Tío Tamayo, convaleció de una grave cogida que sufrió en julio de 1863 en aquella misma plaza; o el recuerdo a Marcial Lalanda, más próximo a nosotros, sobre una placa bien visible de mármol blanco en la que se puede leer: "Peña taurina El Tentadero. Homenaje póstumo a D.Marcial Lalanda. Chinchón, 19.10.1991". En la mente de los más maduros del lugar, de las buenas gentes que de ello fueron testigos, queda vivo el recuerdo de aquellos graciosos capotazos y desplantes de Cantinflas durante el rodaje de la película "La vuelta al mundo en ochenta días", experiencia única en la vida del célebre actor mejicano Mario Moreno, pues, fuera de lo previsto en el guión, la gente pudo ver cómo se le cayeron los pantalones en pleno representación. Consta que la plaza se estrenó como real coso taurino en el año 1502, con una corrida a la que asistió el primer rey Felipe que tuvimos en España, el Hermoso, yerno a la sazón de los Reyes Católicos y aficionado, como parece ser, al recio arte de la Tauromaquia.
Como recuerdo antes de abandonar el pueblo, una botella de anís comprada en cualquiera de sus tres destilerías -antes fueron siete-, una horca de ajos como segundo producto típico de la tierra, y fotografías, muchas fotografías para las que en Chinchón jamás faltarán motivos.
En Chinchón, 1998

sábado, 24 de abril de 2010

EN UN LUGAR DE LA MANCHA



No uno, sino dos o más, son los lugares de la Mancha que a pocos kilóme­tros de distancia se pueden visitar en el corto espacio de un fin de semana. Uno desconoce si las tierras manchegas tienen o no tienen corazón, como tienen alma; pero, de tenerlo, estoy seguro de que anda por aquí, por este ángulo de campos rayanos con tres de las provincias manchegas (Cuenca, Toledo y Ciudad Real). No es la primera vez que quien ahora escribe anduvo por estos pagos, y confía en que tampoco será la última que lo haga; sabe muy bien que el viaje a tierras de la Mancha es un viaje diferente y no falto de sorpresas. Se puede venir a la llanura manchega como turista, como aventurero, como investigador, dispuesto en todo caso a descubrir algo nuevo, pero siempre con los ojos de la cara y con los del corazón abiertos.
Henos sobre el alto de las eras de Mota del Cuervo. La colina de Consue­gra, la sierra de Criptana y el suave altiplano de Mota del Cuervo, son las tres exposiciones de molinos de viento más reconocidas de toda la Mancha. El paisa­je se enriquece de forma extraordinaria con su presencia coronando los ocres, los azules, y los blancos de cal de sus villas respectivas.
Siete molinos de viento han sido restaurados en Mota del Cuervo. Los siete saludan con los brazos abiertos al pueblo que tienen a sus pies y a la llanu­ra inmensa de vides y de cereal que se extiende al otro lado. Los camiones de carga viajan en línea recta por el desvío haciendo sonar la fuerza de sus moto­res. El último sol del verano restalla sobre el blanco volumen de los molinos y sobre el cristal de los automóviles que suben a los turistas. Dos señoritas con pantalón corto entran a comprar algún souvenir al único molino que hay abier­to: el molino tienda. Por el alto de las eras no corre una brizna de aire.
Hay que atravesar el pueblo por el camino viejo y seguir adelante. Muy pronto, digamos que en los aledaños de la Mota, se anuncia a un lado y al otro de la carretera el límite de provincias. Las tierras de Cuenca y las de Toledo se juntan o se separan aquí. La Venta de Don Quijote avisa los caminos del Tobo­so. Como dejó escrito Miguel de Cervantes -el hombre que inmortalizó estas tierras- la torre del Toboso destaca sobre el campo de vides. Es para mi uso el pueblo cervantino, y quijotes­co, sobre todos los demás. Al Toboso lo hicieron los hombres y lo eternizó la literatura. Ignoro si todos los toboseños son cons­cien­tes de esa realidad. Deberían serlo; aprovechar esa circunstancia feliz, ya histórica, y hacer lo posible en su favor como primer escenario que es de la obra de Cervantes. El nombre del Toboso va unido de modo inseparable al de Dulcinea, y el de Dulcinea al de Don Quijote, y el del famoso hidalgo al de su creador, a Cervantes, es decir, al padre y señor de la literatura española. Es una gran cosa.
De este compromiso con la historia en tan afortunada comarca, y con el importante reclamo de la literatura que a toda la Mancha eligió para sí, el pueblo del Toboso se ha comenzado a responsabilizar poco a poco, y de esa manera, también al mismo ritmo, al público de fuera le ha dado por corresponder pasando por allí de tarde en tarde. La iglesia de San Antonio Abad; el convento de Trinitarias que data del tiempo de los Austrias; la biblioteca cervantina, con algunos ejemplares curiosos del Quijote; la glorieta y monumento a García Sanchiz al lado de otro convento, el de Franciscanas; la Casa de Dulcinea, muestrario latente de un caserón manchego del siglo XVI..., todo converge sobre un punto común, sobre lo que el Toboso es y significa a partir de la inmortal obra de Cervantes: lugar de encuentro para estudiosos y amigos de El Quijote, que en España y en el mundo los hay, y que son muchos.
Atenta a esa necesidad nació hace poco tiempo -quizá dos años- la Casa de la Torre. Su fin no es otro sino el servir de alojamiento y ser sede obligada de todos los acontecimientos literarios y turísticos en torno a El Quijote y a la figura de su autor. Las condiciones que la Casa ofrece son inmejorables para cumplir con esa delicada misión, precisamente en el lugar más idóneo. Todo allí está orientado a influir de manera eficiente en el ánimo de quien llegare, trasladándole a la Mancha de cuatro siglos atrás, pero con las comodidades y el confort, también con la elegancia, de los mejores alojamientos de nuestro tiempo.
He pasado unas horas en el Toboso empapándome del ambiente manchego y cervantino que rezuma la Casa de la Torre. Me acompañaron el Ama, Isabel, y el Amo, Antonio. Con ellos he visto todos los rincones de la casa: la buhardilla, el corredor, las ocho alcobas, el patio interior con su aljibe al gusto de la época, la cocina, el comedor, la fuente de alfarería moteña..., y pendiente de los muros una exposición valiosísima de ilustra­ciones, pinturas, fotografías, todas en torno a la figura de Don Quijote o a escenas y rincones escogidos de la villa del Toboso, tanto actuales como retrospectivas.
Un punto y aparte, casi final, para la gastronomía manchega. Uno se pierde entre la riqueza de nombres y de sabores que la Mancha tiene como suyos y que en la Casa de la Torre se ofrecen al visitante como viandas en su más completa variedad: mojete de la Molinera, guiso de las bodas de Camacho, tiznao, caldereta de cordero, duelos y quebrantos, arrope, queso en aceite, mistela. ¿Hay algo más acorde con la tierra que pisamos que esos nombres y que esos sabores para caminar sobre un imaginario rocín por los campos de la Mancha? ¿Algo mejor que las humildes, pero sabrosí­simas, patatas con conejo que comimos en familia junto al brocal del pozo, a la sombra de un toldo de aspillera?
La Mancha, como El Quijote, amigo lector, se hicieron para andar por ellos, para dedicarles el tiempo necesario, o un poco más si fuera posible, hasta conseguir entrar en su médula, en su personal embrujo, en su alma labriega y universal. Toda una pasión que atrajo y que marcó durante siglos a literatos y artistas, a soñadores y a gentes que andan con los pies en el suelo en busca, quien sabe si del último entuerto que desfacer o de una ínsula Barataria prendida entre los pliegues del corazón; qué más da. La Mancha es la Mancha, y con eso sobra.

(En la imagen, monumento a "El Quijote" en la Plaza de El Toboso)

lunes, 19 de abril de 2010

EN LA LAGUNA NEGRA


Un amable lector de nuestro periódico, natural de la ciudad de Soria y vecino de Guadalajara desde hace más de un cuarto de siglo, me rogó, creo que con razón, que dedicara este trabajo semanal a descubrir para sus convecinos alcarre­ños cualquiera de los infinitos valores paisajísticos, artís­ticos, culturales o costumbristas que tiene su tierra natal. Que son muchos los sorianos -aclaró- que residen entre noso­tros, y verían con buenos ojos una fugaz referencia a la provincia colindante.
He escrito en varias ocasiones sobre las tierras y las gentes de Soria, y a ello volvemos otra vez atendiendo el ruego de nuestro amable lector. Las tierras de Soria son, para quien esto dice, un paraíso ideal donde perderse en sueños de leyenda. Muchos de los más grandes autores del siglo XX pusie­ron los ojos en ella, algunos con verdadera pasión, como lo hicieron Bécquer, Antonio Machado y Gerardo Diego, por nombrar sólo a tres; otros, al cabo de los años, viajan por la "Soria pura" de páramos y pinares, de roquedales y de campos de cultivo, en busca de la musa inspiradora que por las sierras de Urbión y los valles del Duero dejaron aquellos poetas inolvidables.
Suelo ir a Soria muy de tarde en tarde. Regreso a casa agotado cada vez, por querer abarcar en el corto espacio de cuatro o seis horas toda la Soria de los Poetas, de los viejos hidalgos castellanos, de los inspiradores del arte medieval, lo que resulta imposible por mucho que uno se esfuerce en conseguir­lo. Soria precisa de más tiempo, de mucho más tiempo, para penetrar en el fondo de su entraña hasta enamorarse de ella perdidamente, como a tantos ocurrió, cuyos nombres son hoy felices alusiones para el recuerdo.
En esta ocasión el viaje a Soria tiene un objetivo muy concreto: los Picos de Urbión, y precisando más, aquella laguna de misterio que queda a sus pies, cuya memoria aseguró Machado en una leyenda que no hace mucho he vuelto a leer: "La tierra de Alvargonzález", aquel hidalgo ricachón que asesina­ron sus hijos para heredar de él antes de tiempo, arrojando su cuerpo muerto a la Laguna Negra, en la creencia de que no tenía fondo.

Cuenta la hazaña del campo
el agua clara corriendo,
mientras los dos asesinos
huyen hacia los hayedos.
Hasta la Laguna Negra,
bajo las fuentes del Duero,
llevan al muerto, dejando
detrás un rastro sangriento.
La ciudad de Soria quedó hace rato a nuestra espalda. Hasta llegar a Urbión se asciende por montaraz carretera de asfalto, que se abre entre pinares de exquisito corazón. Los viajeros y los campistas han tomado por suyos los montes de Covaleda y de Vinuesa. Para subir a la Laguna Negra es preciso llegar hasta las mismas puertas de la villa de Vinuesa, y luego seguir con cuidado la indicación que señala la flecha. Al final se llega a una explanada en la que hay una fuente, algunos automóviles, y dos o tres autocares estacionados a la sombra de los pinos. No está permitido subir en vehículo propio hasta la laguna, que viene a caer a dos kilómetros monte arriba por buena carretera de asfalto. Se puede subir a pie o tomando un autocar que va y viene cada media hora por un precio módico.
Estamos a más de dosmil metros de altura sobre el nivel del mar. Faltan todavía doscientos para llegar arriba; distan­cia que a la sombra de los pinos y de las hayas hay que subir a pie. Al cabo aparece, oscura, gélida, impensable, la Laguna Negra. Su forma es ligeramente ovalada, con ciento cincuenta metros de diámetro mayor según los cálculos del recién llega­do. La gente se va situando a la sombra de los pinos a lo largo de su contorno, o se sube a lo alto de las peñas con una caña de pescar. Los más atrevidos se meten en el agua y la cruzan nadando de parte a parte. El agua a esas alturas está exageradamente fría.
En la Laguna Negra nace el arroyo Revinuesa, una de las más importantes melenas que, a los pies del Pico de Urbión, darán lugar más tarde al padre Duero. Los pinos y las hayas que hay alrededor del barranco, regalan sombra y misterio a aquel magnífico rincón. Arriba, la corona rocosa, el circo glacial que cierra con murallas naturales de vértigo el reman­so plomizo de las aguas.
Los árboles se contemplan a distancia por encima de los crestones que marca la tremenda ladera de Urbión. Se ven enormes bloques de piedra oscura al otro lado, de piedra gris que, a consecuencia de algún desprendimiento, vino a parar a los mismos bordes de la laguna. El agua, mansa, pura como el silencio y como los vientos que azotan con suavidad las copas de los pinos, duerme al fondo con su transparencia infinita mirando al cielo, al cielo soriano sobre el que aún -y ha pasado mucho tiempo- se adivina flotando en tules el espíritu del poeta sevillano:

agua clara donde bebe
las águilas de la sierra,
donde el jabalí del monte
y el ciervo y el corzo abrevan;
agua pura y silenciosa
que copia cotas eternas,
agua impasible que guarda
en su seno las estrellas.
Estos parajes de agua y roca, donde la Naturaleza se enseñorea mostrando su descarada prepotencia sobre los demás elementos de la Creación, fueron durante siglos para los leñadores y los campesinos de la tierra, lugares malditos a los que había que temer, minados de simas y de pasadizos que al decir de las gentes conducen hasta las mismas puertas del infierno. Todo es fruto de la imaginación de nuestros bisabue­los, aquellos castellanos de alma limpia a los que apabullara la realidad del campo que tenían por vecino, furtiva leyenda tramada y aderezada en noches de lobos al amor de la lumbre, pero que encaja en el ambiente de estas cumbres cargadas de misterio.
Todo por allí es más que impresionante, increíblemente hermosos y sobrecogedor, romántico y sereno, viejo como la piel de sus orillas que se abre en venas durísimas a flor de tierra, y que no son otra cosa que las raíces de las hayas que añoran las noches crudas de nieve y de cellisca, y de los pinos viejos, curtidos en su tronco y en su ramaje de tanto luchar contra los vientos y las tempestades de la sierra.

Guadalajara, año 2000

jueves, 15 de abril de 2010

ALMANSA, CON VOCACIÓN LEVANTINA


La ciudad de Almansa, en los llanos levantinos de la provincia de Albacete, es por situación una de las más alejadas de nosotros en el mapa general de las tierras castellanomanche­gas, según su concepción actual. Con su castillo templario sobre las peñas y los históricos campos del llano alrededor, Almansa viene a ser como la puerta a través de la cual se ponen en contacto las tierras de Castilla y del viejo reino de Valencia. Tierras de paso, y, como tal, punto estratégico en ciertos momentos del pasado de los que se ocupan con amplitud las páginas de la Historia.
No suele ser frecuente que gentes de estos pagos mesetarios de junto al Henares se pierdan por aquellos parajes tan lejanos y tan distintos a los que estamos acostumbrados a ver. Pasé por allí hace sólo unos días con ocasión de un viaje a la Xátiva de los Borja, y decidí hacer un alto en la ciudad de Almansa atraído por la solemne estampa de su castillo que, como ocurre con Atienza en nuestra serranía, es como una llamada de atención al caminante para visitar el pueblo y un dato, casi siempre inequívoco, que garantiza el interés de lo que habrá dentro.
Almansa queda a 80 kilómetros de distancia más allá de la capital de su provincia y sólo a 12 del límite de nuestra región con el reino de Valencia. Tierra inmejorable en el llano y áspera en las serrezuelas que la circundan a cierta distancia. El cultivo de cereales, la vid y los olivos, son sus medios de vida tradicionales, si bien, las industrias del calzado y la fabrica­ción de muebles son hoy, aparte del comercio como capitalidad de comarca, las fuentes de ingresos más importantes. Su población supera los veinte mil habitantes.
No es demasiado lo que se puede contar a la vista de una ciudad en viaje de paso, aunque en Almansa la primera visión deberá ser la única y definitiva sin pararse en meticulosidades por falta de tiempo: una ciudad activa, considerada como tal desde el año 1778 en que el rey Carlos III le otorgó ese título, y cuyas calles y plaza rodean en sus cuatro direcciones a la solemne roca caliza sobre la que se alza el castillo. Luego, como en todas las ciudades antiguas -Almansa lo es por su origen desconocido, que algunos fijan en la remota España de los iberos- todo se ha de centrar en su historia y en la riqueza monumental que, al cabo de siglos, ha conseguido llegar hasta nosotros en condiciones mejor que aceptables.
Almansa figura en los libros de texto debido a la famosa batalla que cuando la llamada Guerra de Sucesión se libró en sus inmediaciones. Fue aquella la primera de una serie de tres que, definitivamente, colocaron a los Borbones de origen francés en el trono de España (las otras dos se dieron en la Alcarria: los campos de Brihuega y Villaviciosa saben mucho de ello). Tuvo lugar el 25 de abril de 1707, y con su victoria sobre el archiduque Carlos de Austria, permitió a Felipe de Anjou la toma de los reinos de Valencia y Aragón poco más tarde.
Una avenida con amplio bulevar nos lleva a una plazuela que luce en mitad la estatua, monumento en bronce, que la ciudad dedica al zapatero remendón, personaje popular en la historia de Almansa.
Estamos en la Plaza de Santa María; para nuestro uso el centro de la ciudad por diversas razones. Una fuente surtidor huérfana de agua hay instalada en el centro. Los tres monumentos más representativos de la ciudad los tenemos a mano; los tres se dominan desde este lugar en corto espacio, a saber: la Iglesia de la Asunción, el Palacio de los Condes de Cirat, y el Castillo Templario como fondo, rompiendo el azul de la mañana al final de una calle corta.
De la Iglesia de la Asunción, cerrada en aquel momento, sólo hemos podido ver la torre barroca, altísima, construida a base de ladrillo con caprichosas formas, y la magnífica portada renacentista bajo un gran arco. La portada consta de dos cuerpos. Más imperfecto el superior que el que tenemos al pie. En cada uno de los cuerpos nos interesan las dos parejas de columnas que lo adornan y sostienen; las dos parejas de orden distinto: dóricas las primeras, y jónicas las del cuerpo superior que guardan en mitad un altorrelieve con la escena de la Asunción de la Virgen bajo una gran venera.
Otra portada impresionante se ve a muy escasa distancia exponiendo sus relieves y sus ricas formas al sol en la misma plaza. Se trata del Palacio de los Condes de Cirat, más conocido en Almansa por la Casa Grande. También consta de dos cuerpos su fachada manierista; el primero, de cargado barroco al gusto de los palacios italianos, entorna la puerta de madera oscura con poderosa clavetería; el segundo, muestra como motivo principal un enorme escudo de piedra en relieve, con niños tenantes que lo sostienen y dos figuras de mayor tamaño, hombre y mujer, de traza y ropaje mitológicos.
El verdadero contenido histórico de la ciudad se concentra, hecho piedra noble, en su castillo roquero. Iberos, árabes, romanos, caballero de la Orden del Temple, el infante don Juan Manuel, el marqués de Villena, son nombres que aparecen escritos en los anales cuando se trata del castillo de Almansa; fortaleza señero hoy en toda la comarca y principal emblema de la ciudad, que a principios del pasado siglo se pensó en volar sus ruinas antes que mantenerlas en pie, pero que, al final, triunfó el sentido común ante el dilema y se optó por su restauración, en 1919 primero, y en 1952 después, sobre la estructura definitiva que en la segunda mitad del siglo XV le dio el marqués de Villena, y que es la misma que ahora deja ver en la distancia señalando el centro mismo de la llanura de Almansa.
Una vez que el movimiento pendular de los tiempos nos ha unido en lo administrativo a tierras tan distantes, haciéndonos participar de las ventajas y de los posibles inconvenientes que conlleva la vida autónoma -sobre todo por lo que supone la distancia, que bien se refleja en la diversidad de caracteres personales y en los matices culturales de cada comarca-, bueno es reconocer que "ancha es Castilla", que también en aquella franja, la más meridional de las tierras de la Meseta, el espíritu castellano se airea con profusión en incontables fortalezas que sirven de remate a tantos cerrucos y oterillos, a veces solita­rios, de la gran llanura manchega. Alguien dijo que la verdadera "tierra de castillos" era la Mancha, y a fe que en buena parte no le faltaba razón: Almansa, Chinchilla de Monteara­gón, Alcalá del Júcar, Alhambra, Bolaños de Calatrava, Montiel, Calatrava la Nueva, Garcimu­ñoz, Belmonte, Alarcón, Consuegra, y un etcétera larguísimo lo confirman. Fortalezas todas ellas, por otra parte, que siguen siendo testimonio de la apretada Historia de Castilla.

(Guadalajara, 2007)

viernes, 9 de abril de 2010

CARMONA: LUCERO DE EUROPA



Por la Sevilla de los Alcores, en pleno valle del Guadalquivir, hay una ciudad que hasta hace muy poco la gracia y la poesía de los andaluces conoció como Lucero de la Aurora, sin duda por el blanco intenso de sus casas y de sus barrios encima del alcor, sobre los que destaca una Giralda menor colocada en lo más alto del triple campanario de una torre afilada, la de San Pedro, y que por toda aquella espléndida comarca le dicen La Giraldilla, y a fe que lo es como su hermana mayor, la de la catedral de Sevilla, cuando gira de un lado para otro movida por el viento. La ciudad no es otra que la monumental Carmona, a la que por extensión, y también por mérito, han cambiado su apelativo aquel por el de Lucero de Europa. Premio Andalucía de Turismo, ¡Casi na, mi arma! que diría el carmonense que hay sentado a la sombra de un naranjo, fumando y hablando sin quitarse el cigarrillo de la boca, en la plaza de San Fernando.
He pasado por allí hace sólo unos días. El tiempo invita a viajar. No conocía Carmona. Nunca llegué a imaginar que en una ciudad andaluza, fuera de las grandes estrellas conocidas por todos: Córdoba, Granada, la propia Sevilla y alguna más de conocido rango, pudiera existir un lugar tan sorprendente en monumentos e historia como éste de Carmona que acabo de ver.
Sorprendente, sí; porque allí te encontrarás con una necrópolis romana, descubierta hace poco más de cien años, de la que han sacado al exterior hasta ochocientas tumbas, que son toda una lección de sistemas y de rituales funerarios que datan de la España romana, cuando Carmona fue Carmo, una de las más importante ciudades andaluzas del Imperio al lado de Hispalis (Sevilla) y de Itálica, cuna de emperadores. Cámaras subterráneas de enterramientos colectivos, tal vez de carácter familiar, y en los pequeños nichos, como a un metro de altura desde el suelo, las urnas de cerámica donde se guardaban las cenizas de los difuntos, porque en muchos de los casos ya se empleaba la incineración (siglos I y II d. C), que se llevaba a efecto colocando el cadáver sobre una pila de leños superpuestos a la que se le hacía arder en los quemaderos abiertos en las peñas, y ahora descubiertos después de tantos siglos.
La Tumba de Servilia, una mujer, sin duda de la alta sociedad romana en la vieja Carmo, es toda una mansión cavada en la roca, con un patio central rodeado de columnas, un tanto al gusto griego, que compite a su favor en interés con la que llaman Tumba del Elefante, por haber encontrado allí la escultura de un animal de la especie como símbolo de eternidad, y que no fue otra cosa que un santuario en honor de las divinidades Attis y Cibeles.
Los hallazgos del periodo romano aparecen en Carmona por todas partes, de ahí que en no pocas viviendas y en patios particulares sea frecuente encontrarse con piezas completas o fragmentos de mosaicos aparecidos allí mismo, al hurgar en el suelo. El más completo y más bello se encuentra a la vista de todos sobre el suelo, perfecto, impecable, en el patio interior del ayuntamiento, con las cuatro estaciones y la cabeza de Medusa, en el centro de un festín de formas geométricas bellísimas.
En la Puerta de Sevilla, abierta en la muralla, adentrados ya en los barrios más antiguos de la monumental Carmona, se pone ante los ojos una de las piezas más emblemáticas de la ciudad: la del Alcázar, restaurado en 1975, pero que en sus piedras más antiguas aparecen vestigios de los siglos XIV y XII antes de Cristo. Según Hernández Díaz y Corbacho se trata del ejemplar español más valioso en puertas romanas. Se puede recorrer el Alcázar en todas sus dependencias, desde la oficina municipal de turismo por donde se entra, hasta lo más alto de la llamada Torre del Oro, a la que cuesta trabajo subir salvando escalones, pero que compensa ampliamente aunque sólo sea por las vistas que ofrece alrededor, tanto de la ciudad vestida de riguroso blanco, como de la inmensa vega que le queda al pie y se extiende hasta perderse de vista en todas direcciones.
Mas se impone salir y apresurarse a dar una vuelta por la ciudad sorpresa. Tan extraña en pleno corazón de Andalucía, y con veintitrés mil habitantes de hecho y de derecho, hay que decir aunque suene a disparate que en Carmona no hay plaza de toros: Años atrás se pensó en construirla en uno de sus barrios, pero todo quedó en proyecto y la plaza de toros no llegó a efecto, allí queda su espacio circular del tamaño más o menos de la Maestranza sevillana, pero sin arena en el ruedo ni tendidos ni gradas, sino con modernas viviendas alrededor guardando la forma.
Iglesias, museos, rincones envueltos en poesía, una plaza del mercado al gusto castellano, pero con sus arcadas y soportales de color blanco, nos pueden entretener durante horas y horas sin que con ello hayamos conseguido penetrar en los misterios del alma de Carmona. De sus iglesias, al alcance del turista ocasional que va de paso, nos quedamos con la airosa torre ya dicha de San Pedro, y con el interior de la prioral de Santa María que tiene pretensiones de catedral, donde los carmonenses veneran a su Patrona la Virgen de Gracia, allá en su hornacina encendida de luz al fondo de la primera nave. Un patio de naranjos previo a la entrada, un San Cristóbal descomunal pintado sobre el muro, y girola por donde se comunican las naves laterales por el trascoro, son algunos detalles más que dejé anotados en mi libreta de apuntes.
Y a cuatro pasos de la iglesia de Santa María llegamos al museo de la ciudad, instalado en la casa palacio del Marqués de las Torres. En Carmona se cansaron de enviar sus hallazgos al Museo Arqueológico de Sevilla y decidieron, al fin, crear su propio museo. Allí guardan restos fosilizados con millones de años, pero predominan los tartesios, los romanos, los del periodo andalusí, saltándonos por encima curiosas muestras del paleolítico y todo el Museo de la Necrópolis, no por falta de interés, que sí que lo tiene, sino de espacio.
Al pensar en Carmona a uno le asalta la memoria el recuerdo de sus casas blancas y de sus calles estrechas, tanto que los conductores tienen que doblar el visor de los espejos al pasar por ellas, y aun así, todavía se advierten marcadas sobre las paredes las rozaduras de quienes no lo hicieron. Y a la hora de comer, que todo cuenta, dice uno de los trípticos de turismo que dan por allí que se puede elegir entre la Ruta de las Tapas y la de la Buena Mesa. Yo elegí la segunda. De postre te podrás servir según tu deseo, pero un buen consejo será que pruebes los dulces del convento de Santa Clara o de la Concepción, en donde las monjas sacan de su cocina verdaderas obras de arte, imposibles de encontrar en ningún otro sitio.
Es tiempo de viajar. Si dispones de unos días y de humor para hacerlo, toma el volante de tu coche o cualquiera de los medios tan rápidos y tan cómodos como ahora existen, y vete a Andalucía. España, amigo lector, es una caja de sorpresas a la que nos cuesta echar mano, unas veces por pereza y otras por ignorancia. Andalucía -y valga la ciudad de Carmona como botón de muestra- es siempre una provocación para los que pisando su suelo alguna vez le han tomado el gusto, una tentación en la que vale la pena caer.
Durante el viaje, año 2003

sábado, 3 de abril de 2010

HUETE, LA PEQUEÑA FLORENCIA


Es muy posible que no llegue a los dos mil habitantes, como población de hecho, la que antes fue cabecera de un alfoz al que estaban incorporados nada menos que ochenta y cinco municipios de las provincias de Guadalajara y Cuenca. Huete, la antigua Opta de los romanos, conserva en la piedra labrada de sus monumentos y en la tinta de antiguos legajos, la memoria fiel de lo que antes fue: solar donde la planta del pie por parte de los hombres, se detuvo desde los tiempos más remotos, anteriores a la Historia, como se ha ido comprobando en yacimientos próximos, y en monumentos admirables de épocas posteriores que han merecido que hoy se aproximen hasta ellos las páginas de nuestro periódico.
De las ciudades históricas de nuestra Comunidad Autónoma, tal vez sea ésta, fuera de las de nuestra provincia, la que nos queda más cercana. Desde Guadalajara no es mucho más que un paseo llegar hasta Huete, sin necesidad de salir siquiera de la comarca alcarreña; pues ésta es, sin ninguna otra que se lo pueda discutir, la capitalidad de la Alcarria de Cuenca, título que la villa ostenta con absoluto merecimiento, y de qué manera.

Había estado en Huete una sola vez, y de esto hace ya mucho tiempo. Debo confesar que cuando he vuelto varios años después, la pequeña ciudad de la Alcarria Conquense me ha resultado desconocida. Por una de las principales calles he conseguido llegar de buena mañana hasta el Arco de Almazán, al pie mismo de la Torre del Reloj, señera de la villa, y que es uno de los tres arcos que quedan de la antigua muralla, de los ocho que tuvo. Más allá, y como fondo al poniente a cuyas faldas se extiende la villa, el Cerro del Castillo, con las ruinas de la antigua fortaleza en piedra desmoronada, la antena de teléfonos, y la monumental escultura del Sagrado Corazón en piedra blanca bendiciendo desde la altura a personas y haciendas. Abajo la histórica ciudad, la solemne urbe renacentista y barroca, Huete, de piedra sillar y escudos nobiliarios sobre las fachadas de antiguas heredades, de casas solariegas y de palacetes por cualquiera de sus calles; de sorpresa en sorpresa, sin que uno pueda distinguir a fin de cuentas cuál de ellas fue la que más le impresionó. La cámara fotográfica no debe faltar, amigo lector, si haces un viaje a Huete.
He dejado atrás la Torre del Reloj y sigo por una calle estrecha hasta el primero de los monumentos que tengo previsto visitar. Me acompaña un anciano del pueblo que camina en la misma dirección por la que yo voy. El buen hombre lamenta con nostalgia el otro Huete, el de su juventud como trabajador del campo. Le importa su ciudad como monumento, pero le preocupa el que se vaya quedando sin gente por no ofrecer un futuro más o menos halagüeño para la juventud. Al cabo de un par de minutos o poco más nos decimos adiós. El anciano me ha dejado frente a la portada manierista de la iglesia del Cristo y me ha indicado por dónde debo bajar después hasta el convento de la Merced.

El verdadero nombre, o dedicación, de esta iglesia que en Huete llaman del Cristo, es el de Iglesia y Convento de Jesús y María. Los altorrelieves de su portada, representando con todo realismo y todo detalle la escena de la Adoración de los Magos, es algo de lo más perfecto con lo que uno se puede encontrar en esta Castilla de incomparables artífices del cincelado en piedra. Se atribuye su diseño al jienense Andrés de Vandelvira, aquel que llenó de bellísimos monumentos las ciudades de Úbeda y Baeza durante las décadas medias del siglo XVI. Esta portada sur de la iglesia del Cristo no sólo es digna de tan extraordinario autor, sino una muestra a perpetuidad de lo mejor de su obra.
La distancia no es demasiado larga entre la Plaza del Cristo y la Plaza de la Merced, donde se encuentran las respectivas iglesias y monasterios de su mismo nombre. El espacio entre una y otra se puede cubrir a pie en cinco minutos. El Monasterio de la Merced es el mayor en tamaño de todos los monumentos que hay en Huete. Dentro de este antiguo edificio, que se asoma al exterior por unas setenta ventanas en línea, luciendo en todas ellas una magnífica rejería, se encuentran el Ayuntamiento, la oficina de Turismo que atiende una amable señorita, y los museos de Arte Sacro, Etnográfico, y el de Arte Contemporáneo “Florencio de la Fuente”, pudiéndose ver en este último obras de Picasso, Dalí, Corot y Vázquez Díaz, entre otros muchos autores, casi todos ellos del siglo XX. El Monasterio de la Merced es parte obligada en la visita a Huete.

Y así, callejeando por esta noble ciudad de la Alcarria, ahora en busca del ábside de la antigua parroquia de Santa María de Atienza, nos sale al paso otra iglesia de aspecto notable, la que en tiempos pasados perteneció al extinto monasterio de Santo Domingo de Guzmán, obra del siglo XVII y hoy propiedad particular. Y a cuatro pasos otra portada llamativa, es ahora la de la Real Parroquia de San Nicolás de Medina, antiguo colegio de Jesuitas, cuyas obras concluyeron en 1705 bajo la dirección del arquitecto Juan de Palacios.
Llegamos al fin frente al ábside de Santa María de Atienza, tal vez el más original, y sin duda el más antiguo de los edificios notables de Huete. Su estilo es el gótico-normando, bastante difícil de encontrar por estas latitudes. No pude entrar hasta su mismo pie por no ser hora de la visita guiada; pero sí que desde la corta distancia me fue posible tomar alguna fotografía general de lo que queda del monumento, y que me ha permitido imaginar, por la magnificencia de sus columnas y ventanales, lo que antes fue, una muestra exquisita del arte europeo del siglo XIII, al que pertenece.
Regreso hasta la Torre del Reloj, Plaza de la Constitución, donde un par de horas antes había dejado el coche. Como obsequio final para tan interesante paseo, he podido contemplar al paso las fachadas de otros dos edificios harto interesantes: la Casa de los Amoraga (siglo XVIII), con un magnífico escudo de piedra sostenido por tenantes, y la del Pósito Real, donde se luce otro bello escudo en piedra, en este caso el de Castilla y León sostenido por el águila imperial.

Huete es una ciudad antigua. No faltan quienes aseguran que la provincia de Cuenca se formó a partir de Huete, opinión nada fácil de demostrar aunque se basa en razones cuando menos respetables. Cuando Alfonso VI la conquistó, los habitantes que allí había siguieron ocupando sus respectivos barrios: los judíos el barrio de Atienza, y los moriscos el barrio de San Gil. Al obligarles a hacerse cristianos, cada uno de ellos eligió un patrón a su gusto sacado del santoral, que pasados los siglos habría de servir para señalar acrecentadas las diferencias entre una y otra etnia.
Juanistas y quiterios convivieron juntos, pero como ocurre con el agua y el aceite, sin revolverse ni llegar a mezclar sus sangres. No hace mucho tiempo que la regla, por otra parte insostenible, que dictaba aquella extraña manera de vivir en sociedad, acabó por romperse. Unos y otros conviven hoy en total normalidad y se casan entre ellos; pero cuando llega la fiesta del barrio, cada cuál celebra la suya, sin que haya forma de que un quiterio intervenga en la fiesta de los juanistas y viceversa. Las dos fiestas son muy parecidas, tanto en devociones como en contenidos. San Juan tiene lugar el primer fin de semana del mes de mayo, y Santa Quiteria dos semanas después. La procesión con la imagen del santo suele ser el momento clave de cada celebración. Saludos, loas, cantos, incluso danzas, ambientan los respectivos desfiles. Casi todo igual, tan sólo les diferencia que los juanistas bailan con los brazos levantados y los quiterios lo hacen con las manos caídas. ¡Ah!, y otra diferencia más: en la procesión, San Juan va a hombros de sus devotos, mientras que Santa Quiteria lo hace subida en carroza.
Son detalles vitales de la más arraigada tradición castellana, que poco a poco el tiempo se encarga de limar, cuando no de lograr que desaparezcan, sin distinguir entre lo inconveniente y lo que a toda costa convendría conservar como parte de nuestra cultura, incluso, como en este caso, forzada en su origen; pero que con el pasar de los siglos ha ido dejando un poso de profunda raíz en los terrenos de su majestad la Tradición.

(En la foto: frontis manierista de la iglesia del Cristo y ábside del viejo templo de Santa María de Atienza)