jueves, 2 de septiembre de 2010

TORRECIUDAD EN EL SOMONTANO ARAGONÉS


Entre las ciento y más imágenes de la Virgen que se guardan en el muestrario de advocaciones de Torreciudad, se echa en falta la de Nuestra Señora de la Salud de Barbatona, que en el mes de mayo del año 1992 anduvo por allí como pere­grina, con más de dosmil guadalajareños y el obispo de la Diócesis, por entonces Monseñor Pla y Gandía, al frente de la nutrida peregri­nación. El santuario queda a cuatrocientos kilómetros de nuestra capital, allá por el Somontano Aragonés, pasada la ciudad de Barbastro.
De todas las regiones de España y de muchos países ex­tranje­ros, aparecen allí representaciones de la imagen patro­nal de cada uno de los sitios, y que en su día presidió los actos de culto del santuario en honor a su advocación y en reconocimiento a sus devotos, que, en el caso de Guadalajara, viajaron hasta aquellos parajes pirenaicos de forma masiva.
Es cierto que se llevó a Torreciudad la imagen auténtica, la verdadera y única imagen de Nuestra Señora de la Salud, y que, naturalmente, no se iba a dejar allí; pero así lo han hecho otras expediciones romeras que tuvieron a bien dejar como recuerdo una réplica en tamaño menor que ahora ocupa, junto a todas las demás, su lugar correspondiente en los pasillos del santuario con la carteleta explicativa al pie. No es denuncia el que se saque a colación la tal deficiencia después de tanto tiempo; se trata de una falta enmendable que a quien corresponda se le debe plantear, y hacer que llegue por el medio que se considere más oportuno la imagen de la Virgen de la Salud, si no en pequeña reproducción escultórica, sí en fotografía debidamente enmarcada, para que conste donde tiene que constar, y Guadalajara figure por derecho en donde le corresponde.
He vuelto a Torreciudad hace sólo unos meses, después de aquella romería memorable con las gentes de nuestra tierra. Dudo que existan muchos lugares tan impresionantes, tan admi­rables, tan tranquilos como aquel, a pesar de su situación en medio de una naturaleza bravía y de los cientos de visitantes que llegan a diario.
Las gentes del Somontano conocen muy bien la historia de una devoción que data de 1084, nada menos, un año antes de la reconquista de Guadalajara por Alvar Fáñez, pero que, por razones que explicaremos con brevedad, ha adquirido durante los últimos veinticinco años dimensiones universales como lugar de romerías.
La historia de Torreciudad toca tan de cerca los terrenos de lo sobrenatural, que a veces se confunde con ellos. Diga­mos que todo comenzó un día cualquiera de 1904, cuando una buena señora de Barbastro, doña Dolores Albás, acudió en peregrinación a la pequeña ermita, colocada sobre una escarpa rocosa a la vera del Alto Cinca, ahora embalse del Grado, para pedir la curación y ofrecer a la Virgen a su hijo Josemaría, de dos años de edad y desahuciado por los médicos: «Me traje­ron mis padres —solía recordar más tarde Mons. Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei—. Mi madre me llevó en sus brazos a la Virgen. Iba sentada en la caballería, no a la inglesa, sino en silla, como entonces se hacía, y pasó miedo porque era un camino muy malo».
Fue Mons. Escrivá de Balaguer quien en el año 1956 pensó en la construcción del santuario; idea en la que le secundaría un importante grupo de personas. Las obras, llevadas a cabo con el apoyo y la aportación económica de un número grande de personas, comenzaron en 1970 bajo la dirección del arquitecto Heliodoro Dols, y concluyeron cinco años más tarde. El templo se abrió al culto en el mes de julio de 1975, precisamente con el solemne funeral por el hoy Beato Josemaría, fallecido en Roma dos semanas antes.
El santuario está construido todo él con ladrillo de barro cocido puesto de manera magistral. Una torre rectiforme de treinta metros, eleva el campanario hacia las alturas. A su pie queda el templo, sin una sola columna en su interior; las capillas de los confesionarios; los pasillos abiertos en arcos hacia el paisaje de agua y montaña, con artística azuleje­ría sobre el muro en donde están representa­dos los quince misterios del rosario. A un lado el Centro de Formación Social, y al fondo, al otro lado de la amplia expla­nada, la Oficina de Información. No hay bares en todo el recinto, ni en sus alrededo­res, tampoco tiendas de objetos religiosos ni vendedores ambulantes, que de alguna manera pudieran romper el ambiente de recogimiento con el que se concibió el santuario.
Destaca en el interior del templo el magnífico retablo esculpido en alabastro, obra de Juan Mayné, cuyas dimensiones son catorce metros de alto y casi diez de ancho, y se compone de ocho grupos escultóricos divididos en tres calles, en el que se ven representadas otras tantas escenas de la vida de la Virgen. En la calle central comparten espacio preferente el óculo donde está el Sagrario, y el bellísimo camarín de Nues­tra Señora de Torreciudad rodeada de ángeles. En los montan­tes, aparecen sobre sus peanas varios patronos e intercesores del Opus Dei: Santo Tomás Moro, San Pío X, San Nicolás de Bari, el Santo Cura de Ars, Santa Catalina de Siena, San Pedro y San Pablo, además de los tres arcángeles y del Ángel Custo­dio, de los cuales era singular­mente devoto el Beato Josema­ría.
Su escasa antigüedad, pues se trata al fin y al cabo de un santuario construido durante la segunda mitad del siglo XX, justifica el que no sea demasiado conocido por el gran públi­co, como otros lo son con antigüedad de siglos. No obstante, al encontrarse situado más o menos a mitad de camino entre dos centros marianos de vieja tradición: Zaragoza y Lourdes, sí que éste de Torreciudad que hoy nos ocupa, ha servido para establecer una ruta factible de recorrer durante un fin de semana, de hito en hito, de casa en casa, bajo el amable hospedaje de la Madre de Dios.
Y para que recuerde quien, o quienes de verdad competa, insisto en que se echa en falta la imagen de Nuestra Señora de la Salud de Barbatona, entre el ciento y más de advocaciones marianas que hasta el momento completan aquel muestrario variadísimo, que tanto interesa y llama la atención de los miles de visitan­tes que cada año pasan por allí.

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