martes, 9 de febrero de 2010

EN LOS PUEBLOS MÁS ALTOS DE ESPAÑA



Esto era dicho, pienssan de cabalgar,
e cuanto que pueden, non fincan de andar.
Troçieron Santa María e vinieron albergar a Francha­les
e el otro día vinieron a Molina pasar.
(Poema de Mio Cid).

Es difícil contar con elementos fidedignos acerca de cuales son o no son los pueblos más altos de España. Después de haber consultado datos, me atrevo a colocarlos por este orden, siempre con el debido riesgo: primero Trevélez, en las Alpujarras granadinas, cuya altitud anda en torno a los 1700 metros sobre el nivel del mar; segundo Gúdar, junto al río Alfambra en la sierra turolense de su nombre, a 1632; y tercero Griegos, también en la provincia de Teruel, con 1612 en la puerta de su iglesia, seguido de algunos otros de la comarca por añadidura y que le andan a la par: Bronchales, Noguera, Tramacastilla, Guadala­viar, todos ellos con su encanto infinito y su leyenda, en donde ahora estoy.
Carmelo, amigo y eficiente cicerone de la comarca, me llevó desde Orea, su pueblo natal, a la fuente de la Jícara, en pleno pinar, en donde puede ver un ejemplar curioso de la especie que, a poco más de un metro de altura desde el suelo, el tronco se abre en seis ramas diferentes, paralelas y rectas como velas, para cerrar en una frondosa copa común con una altura superior a los veinte metros. Al lado la fuente de la Jícara, abundante y fría por sus dos chorros, el río Cabrillas al poco de nacer, y el cerro Caballo, con la mejor madera, dicen, de la Península, que en su día hubo de servir para cerrar la cubierta del real monasterio de El Escorial, arrastrados los troncos río abajo por expertos gancheros de aquella serranía.
Estamos en Bronchales. Después de Albarracín, o quizás antes, Bronchales es el pueblo con mejores ofertas paisajísticas y hoteleras de todo el Bajo Aragón y de los Montes Universales. El pueblo, con su término municipal en conjunto, es un escaparate inmenso de interés de cara al verano. De ello saben muy poco, sabemos muy poco, las gentes de tierra adentro, y conocen casi palmo a palmo los que vienen del Levante, valencianos de las tres provincias que de alguna manera tienen por suyo, y de ellos precisamente se sostienen a lo largo del año las instalaciones hoteleras que por allí hay. Los 450 habitantes de derecho que totalizan el censo de Bronchales, se aproximan a los 5000 de hecho cuando llega el verano, y sus bosques se convierten en un hervidero de visitantes atraídos por la excelencia de su clima, el gozo de sus sombras, lo saludable de su ambiente, y la inmejorable condición del agua de sus fuentes que, sólo en el término municipal de Bronchales, hay más de veinte con nombre propio, de las que es justo destacar la fuente del Canto, orgullo de los bronchaleros, con propiedades curativas y un cómodo merendero alrededor, cuyo contenido suele viajar en vasijas que la gente llena por cualquiera de los dos chorros y se lleva en cantidad para su uso doméstico. La fuente del Canto es el origen del segundo río molinés en importancia, el de la Hoz Seca, afluente del Tajo, que en su origen lleva más agua que aquel. Las peñas que llaman del Fraile y de la Monja, poco más arriba de los chalés en las mismas orillas del pueblo, son hitos importantes de la identidad del pueblo, como lo puede ser la ermita de Santa Bárbara que sobresale entre un roquedal por encima de las casas, con visibles detalles románicos que definen su antigüedad, o la piedra gris, tallada por expertos albañiles de la zona, que viene sirviendo como material base para las sólidas construcciones del nuevo Bronchales.
ES singularmente amable y acogedora la gente de la comarca. Jesús, el auxiliar del ayuntamiento, se ofreció a proporcionarme toda clase de datos que de antemano sabía que no habría de necesitar, como la estupenda guía de don Ignacio Carrau, presidente que fue de la Diputación de Valencia y casi vecino de Bronchales; los dueños del Hostal Suiza me enseñaron las magníficas instalaciones del hotel (130 camas, que ya es decir); y Leoncio, desde el otro lado del mostrador en su estupendo bar del centro del pueblo, que nos regaló amistad y nos preparó al instante un sustancioso muestrario gastronómico a la hora de comer, a base de morteruelo extra (más completo en sabores que el de Cuenca), jamoncillo de la tierra y otras delicias de buen recuerdo que consumimos con prudencia y con la ayuda de un excelso Cariñena servido en jarra de barro. El hilo de la tradición lo conserva, con su antigua tienda convertida en pequeño supermercado con arreglo a los tiempos, el establecimien­to comercial "Casa Lucas", ejemplo luminoso de lo que están haciendo en tantos lugares del mapa rural las tiendecillas familiares, si bien, en este caso, con la ventaja de estar instalada en un pueblo vivo.
No llegué a ver por dentro la iglesia parroquial cercana a la plaza. Estaba cerrada. Me interesó, no obstante, la línea renacentista de su fachada y la solidez del recio campanario, creo que excepcionalmente más al gusto castellano que al aragonés, según lo poco que uno ha podido detectar en la zona. Creo que en su interior pocas cosas merecen la pena. Tiene una sola nave, y en el muro frontal del presbiterio se echa en falta el retablo mayor del XVII desaparecido cuando la guerra civil; aunque cuenta con algunas imágenes interesantes, tales que la dieciochesca de Cristo en la Cruz, dramática en el porte, que ocupa el centro de su propia capilla. En la plaza estaban instalados los tenderetes ambulantes del día de mercado.
En Griegos estaban de boda la mañana que anduve por allí. Se casaba una chica del pueblo con un muchacho de Orihuela del Tremedal. En los cruces de carretera habían colocado cartelinas blancas sobre los indicadores, alusivas a la simpar condiciones de las gentes de ambos pueblos. Una parte de la serranía estaba de fiesta y a la plaza de Griegos iban acudiendo puntuales los coches de los invitados. El pueblo queda en la solana. Frente al caserío hay una vega, y al otro lado el famoso cerro de la Muela de San Juan, a cuyos pies tiene su nacimiento el río Guadalaviar; no lejos de allí el Tajo, y a poca distancia el Júcar y el Cabriel; aguas que nacen en el cuadro de un pañuelo y, debido a la singular distribución del terreno, van a desembocar en mares distintos.
Alguien me contó que casi todos los pueblos de la serranía están separados unos de otro por distancias exactas de ocho kilómetros. No sé si eso es verdad ni conozco la razón por la que lo sea. La excepción se presenta yendo a Guadalaviar. Sólo tres kilómetros separan a Griegos de Casas de Bucar, y otros tantos a Guadalaviar poco más adelante. Este último es otro de los pueblos a destacar en aquella sierra. Lo rodean los pinares y las extensas praderas en vertiente en las que pastan los rebaños de ovejas. De Guadalaviar me quedo, tras lo poco que pude ver, con el sublime entorno de los campos que lo rodean, y, desde luego, con su bello campanario de pináculo octogonal y con la portada renacentista de la iglesia, magníficamente adornada con relieves y con una esculturilla maltrecha del Apóstol Santiago a caballo, dentro de la hornacina que se esconde bajo el arco del pórtico.
Hoy, excepcionalmente, hemos viajado demasiado lejos para lo que es costumbre. Sirva al lector de recordatorio, y de invitación para viajar con mayor o menor detenimiento, por estos pueblos que en su conjunto pueden considerarse los más altos de España. El tiempo lo permite, y quien anduvo por allí lo aconseja.
(Guadalajara, 1997)

1 comentario:

  1. Conozco la zona y es maravillosa la comarca de Teruel con Bronchales hasta Guadalaviar.
    Preciosa recopilación de los montes turolenses

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