martes, 28 de octubre de 2014

RECORDANDO LA VILLA DE HORCHE


No es la corta distancia que la separa de la capital, ni tampoco el abierto carácter de sus gentes, lo que permite contar a la villa de Horche entre la media docena de pueblos más importantes de la Provincia. Todo podría influir, qué duda cabe, pero es preciso hurgar en los plie­gues de la Historia, en la singular condición de sus morado­res, y en esa apretada nómina de personajes de renombre que salieron de allí, para dar con una explicación más o menos acorde con la realidad de lo que es la villa.
            Hace algunos años que el pueblo de Horche se tomó como una pequeña ciudad residencial, y bien que lo parece. Desde la entrada por la ermita de la Soledad hasta la otra ermita, la de San Roque, ese es todo su aspecto; sin contar, desde luego, con los modernos barrios de casas blancas, el nuevo pueblo, el Horche residencial del que antes hablábamos. Una placa de artística azulejería pegada sobre un enorme peña al desnudo que invita a leer: "Aquí nació el 5 de marzo de 1692 Juan Talamanco, autor de la Historia de Orche. La asociación cultural Juan Talamanco en su trescientos aniversario (1692-1992). Horche 1992."
            La calle que viene hasta el pueblo desde la ermita de la Patrona, es ancha y sombreada; con los hotelitos y los chalés de uno y otro lado recuerda aquellas largas avenidas de los viejos balnearios, que en tiempos dieron la impresión de ser residencia de reyes -algunos lo fueron-, y de los que en tierras de la Alcarria hubo por lo menos dos, a saber: el balneario de Mantiel y los baños de La Isabela. Uno y otro, en diferente pantano, corrieron la misma suerte.
            Desde la bajada de la calle de San Roque, por una calle­juela estrecha en flanqueada de bodegas subte­rrá­neas, se va hasta la plaza de toros. Horche tiene en las afueras una plaza de toros de moderna estampa, luminosa y bien ventila­da, una plaza de toros que sirve de mirador sobre el pueblo y sobre el magnífico valle que forman a la caída las vegas del Ungría y del Tajuña, dos de nuestros ríos, alcarreños donde los haya.

            A la Plaza Mayor se baja enseguida por una calle muy pina del barrio del Albaicín, junto con el de San Sebastián uno de los más antiguos entre los ba­rrios de Horche; se ha dicho que el Albaicín se pobló con familias de moros rebeldes traídos desde las Alpujarras, y de cuyo paso por aquí después de tantos siglos, quedó a perpetuidad el nombre del barrio, y tal vez un remoto no sé qué en el carácter de sus pobladores, de los de siempre, de los que nacieron y vivieron allí.
            La Plaza Mayor es cuadrada. Como final de la calle de San Roque y principio de la calle Mayor, las dos en vertiente, la plaza queda ligeramente inclinada. Un grupo de jubilados conversa animadamente sentados sobre un banco bajo los soportales del ayuntamiento. La Plaza Mayor, soportalada y céntrica, lleva en su estructura a pesar de las reformas el sello de las viejas plazas castellanas, y en sus calles adyacentes prevale­ce la impronta personal de las antiguas mansiones de la Alca­rria, con sus aleros salientes, sus ventanucos expresivos, sus rincones de leyenda y sus artísticas rejas y balcones de buena forja. La Plaza Mayor de Horche goza de un carácter muy personal, su fuente en mitad, frente a la balconada del ayuntamiento, ha experimentado durante los últimos años algunos ligeros cambios, pero siempre la misma y en el mismo lugar..
            Por la calle de la Iglesia hace esquina con la cuesta de San Sebastián el taller de los herreros. La calle de la Igle­sia, y sus paralelas, escaleras arriba o escaleras abajo, son el cogollo del Horche de pasados siglos, del Horche personal y diferente. La alta cúpula de la iglesia de la Asunción se distingue al fondo. La iglesia de Horche es de las más capaces y mejor cuidadas de toda la diócesis. En el silencio interior de la iglesia de Horche palpita el ser y el estar de las imágenes en los retablos como algo vivo, acallado en la más estricta soledad de la tarde por el tic-tac del reloj que se deja sentir sobre una de las columnas del presbiterio. En esta iglesia ejer­ció su ministerio pastoral durante dos años don José Mora Velasco, beatificado en 1992, y del que probablemen­te ni aun los más viejos del lugar guarden memoria; como tampoco, qui­zás, la guarden de don Ignacio Calvo y Sánchez, nacido allí en 1864, "curam de misae et ollae", traductor del Quijote al latín macarrónico cuando fue seminarista en Toledo, y coautor con su paisano don Tomás Bravo y Lecea de una novela de carác­ter local a la que titularon "La flor de la Alcarria; silueta de una predestinada", a nado entre el realismo de la época y el tremendismo  que después se pondría en moda.


            Pese a lo harto conocido que fue el origen de la villa, o tal vez por ello, los horchanos no se dan por conformes si no se pone en singular estima lo que es suyo y solamente suyo, a saber: el antiguo lavadero y la fuente vieja de los cuatro caños con su pilón anexo; sus bodegas subterráneas, algunas con varios siglos de existencia, que durante los últimos años han ido tomando una importante notoriedad; la grandeza de su pasado, anterior a la reconquista; los tonos festivos de sus rondas de guitarras, laudes y panderetas, y la calidad insuperable del pan de sus hornos. Con el tiempo -de hecho ya cuenta entre sus actuales méritos- habrá que añadir la gran importancia de su factoría artesanal de escultura religiosa, magníficamente trabajada, que ha llegado a conquistar mercados más allá de nuestras fronteras nacionales, lo que no es poco decir; y, sin duda, la importancia y nombradía de sus fiestas locales con el empeño de los horchanos por que no decaigan, sino porque vayan a más.
            Desde un improvisado mirador, caminando por sus calles, contemplo con admiración el panorama que ponen delante de los ojos en la media distancia los nuevos barrios, el movimiento y vitalidad de un pueblo que ha hecho frente a los nuevos tiempos no sólo con acierto y sabiduría, sino incluso hasta con cierta elegancia.    
            La tarde se nos va. El sol se ha tiñendo de un rojo sanguino a medida que cae sobre el horizonte, al otro lado de los llanos que ocultan a la capital por el poniente. Un avión a reacción parte en dos el cielo de la Alcarria de un intenso color azul. Con los mil ojos de sus ventanas mirando a la vega, la villa se dispo­ne a entrar en la anochecida. Una bandada de chiquillos juegan y gritan junto a la antigua iglesia de San Sebastián.         


miércoles, 29 de enero de 2014

UNA VISITA A NUEVO BAZTÁN


Ocurre a veces que el exceso de material del que se dispone excede a las posibilidades del escritor a la hora de enfrentarse con la media docena de cuartillas que tiene previstas para el trabajo que piensa realizar; lo normal suele ser que ocurra lo contrario. Pues a la vista de las notas que tomé en mi libreta de apuntes y de los folletos que me facilitaron en el Centro de Interpretación, pienso que tengo información suficiente como para escribir un libro -bastante interesante, por cierto-, lo que no es mi propósito. Así que me encuentro en la complicada situación de tener que resumir, después de un corto viaje a un lugar, cercano a nosotros, que bien vale la pena conocer.
            Nuevo Baztán, nuestro protagonista de hoy, viene a caer a unos quince kilómetros de distancia de Mondéjar y a veinte de Alcalá en direcciones distintas. Se trata de un palacio del siglo XVIII, con una iglesia anexa, fundados y mandados construir por un navarro insigne, don Juan de Goyeneche y Gastón, con la participación personal por cuanto a lo artístico de otro notable de su tiempo, don José Benito de Churriguera. La finalidad inicial de su fundación no fue otra que la de llevar a efecto, por primera vez en España, las teorías económicas de la Francia del XVII en aquel lugar, amplísimas en contenido como proyecto, pero que han pasado a la historia como un fracaso debido a las tendencias socioeconómicas que le siguieron y que acabarían con que aquel complejo fabril en poco más de medio siglo. Muy pronto fue apareciendo en torno a estos monumentales edificios, lo que sería el primer poblado de trabajadores y empleados del naciente Nuevo Baztán, así como toda la serie de fábricas que completaban el qué y el porqué de tan grandiosas las instalaciones. Fábricas de de sombreros, de paños, de jabón, de vidrios finos, de papel, de munición, de aguardientes, y de tantos productos más, como correspondía a tan admirable complejo, cuyo funcionamiento pudo durar desde el año 1715, en el que se instalaron las fábricas de sombreros, de munición y textiles, hasta el 1778 que fue cuando se produjo el cierre de las últimas fábricas de papel, sombreros y aguardientes.
            El personaje central de toda esta historia, don Juan de Goyeneche, nacido en Arizcun, Valle de Baztán. Ejerció en vida como Tesorero de las reinas mariana de Neoburgo, esposa de Carlos II, y de María Luisa de Saboya e Isabel de Farnesio, esposas de Felipe V: Fue señor de Belzunce en Navarra, y de Illana, Saceda, La Olmeda y Nuevo Baztán, asentista de la Marina y fundador de “La Gaceta de Madrid”, que más tarde pasaría a ser el “Boletín Oficial del Estado”. Su palacio en la madrileña calle de Alcalá es ahora la sede de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. En memoria de su tierra natal fue cofundador de la Real Congregación de San Fermín de los Navarros, encargada de organizar cada año la Javierada en Nuevo Baztán. Falleció en su palacio del Nuevo Baztán en 1735 y fue enterrado en la cripta de su iglesia.

            Al margen de la bellísima estampa de la iglesia y del palacio, obra magnífica en único conjunto, montados en piedra berroqueña bajo el soplo y la inspiración artística de José de Churriguera, el resto de lo que pudiéramos considerar como poblado residencial e industrial, señorial también del siglo de la Ilustración; al margen, digo, quedan solamente las viviendas tricentenarias y unas calles de añejo señorío en donde apenas vive gente -sesenta habitantes, me dijeron-, contando algún bar-restaurante, un surtidor de gasolina en la carretera y muy poco más. La plaza jardín, frente a la iglesia, donde he podido ver el pino más voluminoso que conozco, da a este noble lugar un ambiente propicio. El Centro de Interpretación y Museo queda en un lateral del Palacio, con la estatua en bronce del Fundador junto a la puerta de entrada.
            Tres torres se alzan sobre la magnífica portada barroca de la iglesia que preside desde su hornacina central una estatua en piedra de San Francisco Javier. Las tres torres rematan en artísticos chapiteles recubiertos con placas de pizarra. No me fue posible -y bien que lo sentí- conocer su interior, pues sólo se abre la puerta durante los actos de culto que coincidieron con mi estancia allí., ni era día de visita guiada, ya que entendí que las hay. Para evitar que esto ocurra conviene informarse previamente a través del Centro de Interpretación cuyo teléfono es el 91 873 6238. No obstante, puedo adelantarte que consta de una nave central con crucero, presbiterio y coro elevado con amplia balconada orientada hacia el altar mayor. El retablo, igual que la portada exterior está dedicado a San Francisco Javier, cuya imagen de exquisita concepción barroca lo preside. En el subsuelo de la iglesia existen dos criptas de distinto tamaño dedicadas a enterramientos. En la cripta menor se encuentra enterrado don Juan Goyeneche y otros miembros de su familia; la cripta mayor estuvo destinada a enterramiento de personas distinguidas de la población.
           
Del palacio sólo es posible ver la parte exterior, en fachada común con la iglesia y un torreón esquinero coronado con bolones de piedra. El arquitecto supo distinguir para su ejecución, entre servicio religioso y función civil en el aspecto de la fachada, dentro de un mismo conjunto. Conviene advertir que ambos edificios están comunicados por dentro, de tal manera que el palacio carece de capilla u oratorio, función que en su momento desempeño la propia iglesia. El patio del palacio, con portada en arco de medio punto sometida ahora a restauración es espacioso, tiene forma rectangular y se le conoce como Plaza de Fiestas. Según he podido saber fue en su momento el origen del poblado, donde empezaron a funcionar las primeras fábricas; ahora en evidente estado de semiabandono.
            Tan sólo me resta hacer una breve referencia final al Centro de Interpretación, puesto al servicio del visitante. Lo atendían cuando pasé por allí dos mujeres y un hombre; personas atentas, serviciales, y encantadas de que el visitante no se marche de allí sin un conocimiento más o menos completo de lo que antes fue y de lo que ahora es Nuevo Baztán. Enseguida me aconsejaron, junto con Andrés mi acompañante, que dedicásemos quince o veinte minutos a ver el audiovisual preparado para mejor conocer el sitio y lo más importante de su pasado. Ciertamente me gustó: riqueza de imágenes y un cumplido guión que van desarrollando dos buenos actores, vestidos de época, representando a don Juan de Goyeneche y a don José Benito de Churriguera. Sencillamente magnífico.

            En el museo se expone un buen surtido de instrumental y productos de los que allí se fabricaron, así como un pulcro maniquí ataviado al detalle con el uniforme de fusilero del Regimiento de Infantería de Lombardía, de 1718.

(En las fotografías: Iglesia, palacio, y estatua en bronce del fundador José de Goyeneche)   

sábado, 9 de febrero de 2013

EN LOS VIEJOS BARRIOS DE SIGÜENZA


            Me gusta viajar hasta Sigüenza. Lo hago siempre que tengo que resolver algún asunto, real o provocado ex profeso, y procuro que no sea demasiado el tiempo transcurrido entre una y otra vista; pues Sigüenza, lo mismo que Pastrana, se han convertido al cabo de los años para quien esto dice en una necesidad. Sigüenza, amigo lector, es una ciudad vieja con un enorme contenido, con demasiada historia adormilada en sus piedras oscuras, y con demasiado arte en sus capillas y conventos como para dejarla olvidar. Una ciudad antigua, sí, pero como tantas antiguas ciudades castellanas más, ha procurado no perder el ritmo de los nuevos tiempos, y a fe que ha conseguido su propósito con largueza. Sigüenza, por su historia, por su monumentalidad y por su atractivo, es una de las ciudades más interesantes de España; de ahí que, con un motivo concreto, o sin él, a uno se le ocurra deleitarse escribiendo sobre Sigüenza, como es el caso de hoy.  
            Pocas experiencias debe de haber tan placenteras y sedantes, tan gratificantes y aleccionadoras, como un paseo a pie en día de otoño, en tarde de verano o en mañana de invierno, por las calles de la vieja ciudad de Sigüenza; por ese trozo de ciudad que se extiende entre la Catedral y el Castillo, desde la Casa del Doncel hasta el arquillo romántico del Portal Mayor en la muralla, donde uno ha de esforzarse cada vez que sube en atar corta la imaginación para que no vuele hacia épocas lejanas teniendo tan allí, siempre en su sitio, la realidad palpable, no sé si viva, pero en ningún caso muerta o moribunda, de lo que tiempos pasados nos dejaron a perpetuidad como regalo. Pisar sus piedras, vagar por la sombra de los añosos edificios que delimitan sus calles, es algo así como viajar por no sé que extrañas artes al corazón mismo de la Castilla de nuestros bisabuelos, a la Castilla de nuestros clásicos poblada de malandrines, de artesanos y clérigos de cara blanca, hechos a vivir en la penumbra de cualquier esquina, en el obrador de un convento o en la sacristías de alguna catedral.
             En Sigüenza, la Calle Mayor y su paralela que rotulan de Arcedianos, se empinan al subir entre los cruces de las dos Travesañas. Todavía quedan en los húmedos portales de las casas en este barrio antiguo de Sigüenza, recuerdos turbios de aquellas pequeñas mercaderías de los siglos de penuria, de cuando había muy pocas cosas que ofrecer y el pueblo llano contaba aún con menos medios para conseguirlas.
            Una anciana sube la calle jadeante con la cesta de la compra que llenó en el mercadillo de la Puerta del Toril. Es sábado y los aledaños de la Plaza Mayor son durante la mañana un mercado abierto para los seguntinos y para los forasteros que acuden puntuales desde los pueblos vecinos.
            Ahí, más arriba, luce su arcada románica la iglesia de San Vicente Mártir, la iglesia de los barrios altos, la que después de su restauración se muestra a quienes pasan por allí con tanto esplendor como el que tuvo en el glorioso siglo de don Cerebruno, el obispo que en la Alta Edad Media sembró la ciudad de joyas arquitectónicas según el estilo al uso: el románico, naturalmente, como la triple arcada de la Catedral o la no menos artística de la iglesia de Santiago en plena cuesta.
            Uno se ha dado cuenta al subir por estos laberintos de que la gente de Sigüenza siente un respeto profundo por las calles que piso, y que el viajero de ocasión prefiere perderse por estos rincones de piedra desgastada y de silencio, donde todo tiene algo importante que decir: las torres remozadas del Palacio del los Obispos convertido en Parador Nacional, la Plazuela de la Cárcel, la Casa del Doncel, el escueto arquillo del Portal Mayor cargado de misterios, el Hospital de San Mateo, donde hubo una botica con el más artístico botamen de Talavera que jamás se haya podido conocer, y que para mal suyo y de toda Sigüenza se tragó el demonio en tiempos de la Guerra Civil, el primitivo Ayuntamiento, la Posada del Sol de la que se habla en El Quijote apócrifo de Avellaneda, los cubos maltrechos de la muralla, las portadas de las iglesias adornadas con florituras y con bellísimos entrelazados de piedra, el silencio anodino de sus rincones adornados con farolas a imitación de aquellas que iluminaron las noches con el aromático crepitar de la resina, luego con el acetileno y más tarde con el filamento incandescente de la lámpara de Edison que acrecienta el silencio, el misterio, y la soledad en cada esquina.
 
            ¿Quién es capaz de ofrecer a la vista y al corazón algo más atractivo que estas calles de Sigüenza en un espacio tan pequeño como el suyo? Abajo, como fondo a las hileras de casas blasonadas y de balcones con magnífico herraje, las torres almenadas de una catedral que fue iglesia y que fue fortaleza. El maestro Ortega que hoy encabeza nuestro trabajo, escribió ante la misma visión que ahora tengo ante las pupilas de la imaginación, frases como estas: «…tuvo que ser a la vez castillo; sus dos torres cuadradas, anchas, recias, brunas, avanzan hacia el firmamento, pero sin huir de la tierra, como acontece con las góticas. No se sabe qué preocupaba más a sus constructores: si ganar el cielo o no perder la tierra.»
             Y las calles se alzan de puntillas, desparramadas sobre la cuesta, a concurrir en la Plaza del Castillo. La Calle Mayor es la única que no cambia de nombre en toda su longitud, es Calle Mayor desde que empieza hasta que termina. No ocurre lo mismo con sus paralelas, que aun siendo la misma calle su nombre se parte en dos, como la de Villegas y la de Arcedianos, una a continuación de otra; o en tres, como la de Comedias, San Vicente y Jesús, cortadas en perpendicular a distinta altura por las dos Travesañas: la Baja y la Alta. Entre unas y otras se entrecruzan callejones sombríos, con casonas deshabitadas algunos de ellos, pero que ponen ante la vista de quienes las quieran mirar la seriedad de sus piedras ennegrecidas y la filigrana de sus rejas y balcones, comidos de orín, pero con el sello de las viejas herrerías de Sigüenza.
             Perdona lector que haga memoria de una experiencia personal que revivo casi siempre que paso por Sigüenza. Tuve amistad en vida con su familia de pintores, pues ya han muerto los tres: Fermín Santos y sus hijos Antonio y Raúl, que en alguna ocasión dedique minutos a contemplar su obra y su trabajo en la calle de San Roque. Los pintores de Sigüenza, principalmente don Fermín, se han convertido, al menos para mí, en iconos de la ciudad. Y Mariano Canfranc, el cincelador, el artista de la imagen valiéndose del metal que él convierte en maleable -cobre, plata, oro- y transforma en imágenes irreproducibles que a veces superan el trabajo a pincel sobre el lienzo; uno de los pocos, muy pocos, menos de diez que existen en España. A veces, cuando dispongo de tiempo para ello, me gusta visitar a Mariano en su estudio-taller de la calle Seminario. Unos y otros, artistas y artesanos, que de todo existe en Sigüenza, mantienen encendida la vela de la tradición en una ciudad castellana donde el hecho cultural sigue siendo su verdadero brillo. No debemos echar en olvido que estamos hablando de una de las pocas ciudades españolas que contó con Universidad casi desde sus inicios, y que durante siglos ha sido uno de los focos culturales más importantes de nuestro país.        
            No es la primera, ni será la última vez que ando por aquí sin una misión concreta, sin nada en particular que me atraiga hacia la ciudad medieval aparte de su vejez tan honrosa como olvidada. Las ciudades, como los seres vivos, nacen, crecen, tienen su momento de esplendor, su decadencia, y mueren al fin. Sigüenza, la ciudad, ha pasado por todas ellas menos por la que atañe a su desaparición. Sigüenza no muere; va renovando sus células cada cuanto tiempo, y de ahí su admirable variedad según los barrios. Pero, uno no sabe por qué, venera devotamente sus calles más antiguas, donde vivieron sus hijos ilustres, los sabios, los artesanos, los guerreros, los labriegos y los hortelanos, los mendigos que pedían limosna en la puerta de la Catedral, de esta catedral-castillo que la distingue, que es la verdadera estrella de la ciudad y la que, como corazón del casco antiguo, aporta el mayor interés y casi toda la nombradía que bien tiene y que bien merece desde sus inicios como sede episcopal.
 

martes, 22 de mayo de 2012

ZARAGOZA, CAPITAL DE ARAGÓN


        Zaragoza es una de las ciudades más importantes de España, una de las más queridas y de las que ofrecen al visitante un mayor interés de todo el país. El origen de Zaragoza es antiquísimo. En tiempos de los emperadores romanos se llamo Cesaraugusta, en honor al emperador, de donde procede su nombre actual. Ya por entonces contaba como una de las ciudades más importantes de todo el Imperio. De aquella época todavía quedan restos a escasa distancia de su plaza del Pilar. Zaragoza es la quinta ciudad española en número de habitantes, y la podemos considerar como una urbe completa, activa y moderna, con infinitos motivos de interés que nos lleven a conocerla y a vivirla.
        Al margen de su historia, espléndida no sólo durante los siglos de la romanización, sino también después; durante la dominación árabe se consideró como uno de los reinos de taifas más importantes de la Península Ibérica. Presente en la Historia como víctima heroica por su famoso “sitio” en la guerra de la Independencia contra el ejército francés de Napoleón; y así, hasta hoy, como cabecera y capitalidad de la región aragonesa, y norte durante siglos de la religiosidad del pueblo español y de una veintena de países americanos, que creen y rezan a la Virgen del Pilar, estrella de fe para España y para toda Hispanoamérica, de la que es Patrona y protectora.

        En un viaje rápido, de sólo un par de días de duración, como el que en fechas recientes acabo de hacer con un grupo de amigos, yo recomendaría a los posibles visitantes conocer los tres monumentos más representativos y más interesantes que tiene Zaragoza; a saber: la basílica del Pilar, la catedral de la Seo, y el palacio de la Aljafería, éste último, aunque menos conocido a nivel popular que los otros dos, fue declarado monumento historico-artístico de interés nacional en el año 1931.
        Hemos dicho que la Estrella de Zaragoza, del antiguo Reino de Aragón y de toda España es la Virgen del Pilar, cuya imagen se venera en su capilla de la Basílica. Una imagen de origen impreciso, que desde tiempo inmemorial recibe el cariño y la veneración del pueblo español, colocada sobre la columna o pilar de jaspe en la que se apareció al Apóstol Santiago para darle ánimos en la evangelización de España, al tiempo que le advertía que esta tierra, tan dura al principio para aceptar la nueva doctrina, sería privilegiada en las querencias de su corazón. Según lo que sabemos por la tradición, esto ocurrió el día 2 de enero del año 40. La Virgen vivía por entonces en la casa de San Juan, en Éfeso; de ahí que su aparición junto al Ebro en Zaragoza, a diferencia de lo que ha venido sucediendo en otras apariciones en posteriores siglos, lo fue en carne mortal como la nuestra. Desde entonces y por este motivo, se ha dado en considerar a España como “Tierra de María”.

        La Basílica del Pilar está situada en la margen derecha del río, en el lugar exacto donde se produjo la aparición de la Virgen. Sus torres son la principal enseña de la ciudad, y su interior es un entrar y salir constante de fieles desde las primeras horas del día hasta bien cerrada la noche.
        El edificio es grandioso. Se construyó sobre otro anterior románico de finales del siglo XIII. Ordenó su construcción el virrey de Aragón Juan José de Austria en el año 1670, si bien las obras no comenzaron de manera eficiente hasta diez u once años después. Sus primeros diseñadores fueron dos aragoneses, Felipe Busiñac y Felipe Sánchez. Trabajos de diseño de los que se haría cargo después Francisco Herrera el Mozo, con posteriores reformas de Ventura Rodríguez, quien en 1750 proyectó la capilla de la Virgen. De sus decoradores conviene destacar como más reconocidos a los Bayeu, y sobre todo al más grande pintor de todos los siglos: Francisco de Goya.
        El retablo mayor, dedicado a la Asunción de la Virgen, según el gusto aragonés y en clara imitación al gótico de La Seo, es un excelente trabajo en alabastro debido a Damián Forment, tallado durante la segunda mitad del siglo XVIII.

        La Catedral de La Seo, magnífica, luminosa después de la limpieza a fondo a la que fue sometida a finales del pasado siglo, es el segundo en importancia de los monumentos religiosos de todo el reino de Aragón, y el primero quizás por cuanto a sus valores artísticos y arquitectónicos se refiere. Está dedicada al Salvador, y su arte -dice en el tríptico que nos dieron a la entrada- se convierte en el lenguaje de la fe.
        Es, sí, un compendio de la fe, pero también de la historia y del arte de Aragón. Se construyó a partir de la segunda mitad del siglo XII. Todavía se conservan algunos elementos arquitectónicos de aquella primera época, sobre todo en dos ábsides exteriores. El grandioso templo, de estructura gótica por esencia, se comenzó a construir en la segunda mitad del siglo XIV, siendo casi dos siglos después cuando se le añadieron las dos naves laterales y algunas de sus capillas.
        Después de la reciente restauración, como antes se ha dicho, puede considerarse a La Seo como el más aragonés de todos los monumentos de la región, en donde se pueden ver reflejados los cuatro estilos tradicionales del arte cristiano: románico, gótico, renacentista y barroco.


        La basílica del Pilar y la catedral de La Seo se encuentran a no más de cien metros de distancia una de otra. No así el palacio islámico y cristiano de la Aljafería, que queda de estas dos a una distancia considerable, y que en nuestro caso recorrimos a pie (media hora de andar a buen paso). Se trata de un monumento al gusto mudéjar, levantado para su uso y disfrute entre los años 1047 y 1081, por el reyezuelo de aquella taifa zaragozana Almed al Muqtadir. En siglos posteriores se empleó como palacio cristiano por los Reyes Católicos parte del edificio, cuyos emblemas e inscripciones figuran en varios de los artesonados que cubren algunas de las principales estancias. Se usó además en las más dispares ocupaciones a lo largo de los siglos y de las particulares circunstancias de cada momento, como pudo ser el haberse utilizado en el siglo XVIII como cárcel de la Inquisición.
        Hemos de anotar como final que una parte determinada de este palacio la ocupa en la actualidad el principal órgano de gobierno de la comunidad aragonesa, las Cortes de Aragón. Obras de adaptación éstas últimas que fueron dirigidas por los arquitectos Franco y Pemán, dentro de las corrientes arquitectónicas propias de nuestros días.
        La UNESCO declaró Patrimonio de la Humanidad en el año 2001 todo el mudéjar aragonés, del que el Palacio de la Aljafería es su principal exponente.

(En las fotos podemos ver una vista general de la Basílica del Pilar, el retablo mayor de La Seo, y un salón de columnas de la Aljafería)        

miércoles, 1 de febrero de 2012

PÓLVORA, CRUZ Y MEDIA LUNA - VALVERDE DE JÚCAR


            Vaya usted a saber cuál es su origen. Suposiciones, todas las que se quieran, pero sin base documental alguna en la que apoyarse respecto al año en que las dos compañías (moros y cristianos) salieron a la calle por primera vez. No obstante, es lo cierto que no muy lejos de nosotros el ciclo anual se abre con una de las fiestas más coloristas y estruendosas que uno pueda imaginar. Hablamos de Valverde de Júcar, una antigua villa situada en la margen izquierda del río -ahora pantano de Alarcón- sobre la línea divisoria de la Baja Serranía y de la Manchuela Conquense.
            Quien esto escribe lo hace con un poco de rubor, dejando patente su propia culpa, pues, siendo natural de aquellas tierras y habiendo vivido en ellas tanto tiempo, ha sido la presente edición, la del mítico año 2000, la primera en su vida que se ha perdido por allí en fechas tan señaladas y con un significado tan íntimo, no sólo para los valverdeños, sino por extensión para todas las gentes de la comarca.
            ¿Se imaginan ustedes doscientos trabucos disparando a la vez al mismo grito de ¡fuego!? Es una experiencia hermosa de vivir en la mañana de cada 8 de enero, a lo largo de las tres horas que dura el festejo matinal y que los nativos conocen como el "Día del Santo Niño", eje central de la fiesta, que comenzó el día 4 con la Misa ofrecida por la Compañía de Cristiano, y terminará el día 10 con una comida de hermandad.
            Sólo sé de la fiesta de Moros y Cristianos de Valverde de Júcar lo que vi allí hace unas semanas. Alguien en el pueblo me habló veladamente de su institución por uno de los señores de Valverde a raíz de las guerras contra los moros de Granada. Si ello fuera cierto, el acontecimiento festivo lo arrastra la tradición desde la última década del siglo XV. Como producto de un simple comentario, así lo expongo. Los "dichos" -larguí­simo relato de motivos encontrados entre los dos capitanes, el moro y el cristiano, desde lo alto de sus caballos a la vista de ambas Compañías- son estrofas con un inequívoco aire román­tico, como sacadas de la hábil pluma de don José Zorrilla, maestro en estas artes, o de alguno de sus imitadores contem­poráneos, pero muy en la línea de la lírica castellana de a mediados del siglo XIX, con algunos retoques posteriores bastante notorios. «Refrena esa lengua impía/ o yo sabré ¡vive Dios!/ formular entre los dos/ una nueva cortesía.» La redon­dilla, una de las casi trescientas que componen los "dichos" ¿No te parece, amigo lector, arrancada con todo cuidado del drama de Don Juan?


            A media mañana se reunen en la Plaza Mayor los componen­tes de ambas compañías, vestidos con trajes guerreros de época y preparados cada uno con sus respectivos trabucos. Los gene­rales ostentan el bastón de mando, y los generales de Dichos se presentan montados a caballo.
            Sale de la iglesia la procesión, con la imagen del Santo Niño en andas que va cubierto con el gorro de caballero cris­tia­no. En la plaza aneja se produce el primer encuentro entre los guerreros de las dos compañías. La imagen del Niño, segui­da de autoridades y público queda en mitad. Los generales de dichos desde el lomo de sus caballos se increpan con largas peroratas, se desafían con razones de fe y se declaran la guerra. Los disparos al aire por uno y otro bando son inconta­bles. El suelo retumba. Al público, que sigue la escena con tapones de algodón en los oídos, se le aconseja no ponerse cerca de las paredes para evitar accidentes por algún posible desprendimiento. Gana la primera batalla la compañía mora. A la imagen del Santo Niño le quitan el gorro con el que salió de la iglesia y le ponen un turbante musulmán hecho a su medida. Los moros se lo llevan en andas hacia otra plazuela en el barrio alto donde se produce el segundo encuentro. Todo es allí muy similar al primer enfrenta­miento; tal vez más fuerte la lucha dialéctica entre los capitanes de los dos bandos. En esta ocasión son los cristianos quienes salen vencedores tras el estruendo de la pólvora. Quitan a la imagen el turbante musulmán y le colocan de nuevo el suyo.
            En la Plaza Mayor, junto a la puerta de la iglesia, se da el tercer encuentro con todos los efectivos, cristianos y moros, situados en riguroso orden alrededor de la plaza. Aquí se produce el arrepentimiento del general de los moros con toda su escuadra, que se manifiesta en un centenar de versos encendidos de renuncia a su fe y de abrazo sin condiciones a todo el credo de la religión cristiana: Para que veas que nada/ me arredra en mi nuevo amor/ y que soy merecedor del Sacramento que pido,/me ofrezco reconocido/ a tu divino Crea­dor... Concluye el tercer encuentro con el abrazo estrecho entre los dos generales de Dichos y los disparos correspon­dientes, mientras que la imagen del Santo Niño, acompañada por los componentes de las dos compañías, pasa al interior de la iglesia donde tendrá lugar el acto litúrgico de la Misa solem­ne, compartida.
            Acabada la ceremonia religiosa, llegará en la Plaza Mayor lo que los festeros conocen por "descarga general". Por espa­cio de una hora los disparos son incesantes. Se corre la bandera de los cristianos y la enseña de la media luna, que de un lado y otro celebran sus correligionarios haciendo sonar los trabucos al mismo tiempo. El Presidente de ambas compa­ñías, cuyo cargo a perpetuidad ostenta el párroco, invita a fumar un puro a los cuatro generales. Se gritan los "vivas" de rigor en honor de sus Majestades los Reyes de España, del Obispo de la Diócesis, del presidente de la Diputación, de todos los hijos del pueblo presentes o ausentes, de los foras­teros que aquel año les honran con su presencia, y todo con­cluye con la descarga general. Los trabucos de unos y de otros se disparan al mismo tiempo, y en varias ocasiones, siguiendo la orden que desde el centro de la plaza les manda el general cristiano.
            Minutos después, valverdeños y forasteros se reunen en un edificio público para probar el "moje del Santo Niño" y a beber en jarras de barro, siempre con la debida consideración, del rico vino de la tierra que costea el Ayuntamiento.

            En cifras, la fiesta anual de Moros y Cristianos en la villa conquense, anda en torno a los cuatrocientos varones inscritos en cada compañía, de los que suelen participar con el debido ropaje aproximadamente la mitad. La pólvora que se gasta durante los cinco días que dura la fiesta, supera los dos mil kilos de un año para otro, mientras que la población de hecho se duplica por aquellas fechas, es decir, que los mil quinientos habitantes con los que cuenta el pueblo se tornan en tres mil en pleno mes de enero.

jueves, 8 de septiembre de 2011

UNA ESCAPADA A LA EUROPA CENTRAL



Hace años que el español medio -inmenso grupo al que pertenecemos la mayor parte de compatriotas- puede permitirse el lujo, y de hecho se lo permite, de saltar por encima de nuestras fronteras y lanzarse al ruedo de los mil mundos con el sencillo propósito de conocer nuevas tierras, nuevos ambientes, deseando ampliar como en el más didáctico de los libros su cultura y sus conocimientos. Las gentes de la Alcarria, jóvenes y menos jóvenes, andamos muy a la cabeza del resto de los españoles en este saludable ejercicio de meter la nariz en los más insospechados rincones del Planeta, como una vez más hemos podido comprobar en este viaje reciente a dos de los más importantes países del centro de Europa: la República Checa y Polonia. El viaje estuvo organizado por la parroquia de San Juan de Ávila, y el grupo de treinta y seis estaba compuesto por personas de la capital y de la provincia, siendo la participación más nutrida por localidades de fuera de la capital la correspondiente a Sauca, formada por siete viajeros en conjunto inseparable.
Viaje de extraordinario provecho, de fuertes impresiones y de sorpresas varias, que tuvieron principio apenas tomar tierra en el aeropuerto de Praga, donde la gente no daba crédito a lo que veían sus ojos, al comprobar que el expresidente Aznar había viajado con nosotros en el mismo vuelo, sin que hubiese sido descubierto por nadie hasta el momento de pisar tierra. No es preciso decir que las mujeres se apresuraron a posar junto a don José María en repetidas fotos de familia que él aceptó con la paciencia y la calma que le caracteriza.

La ciudad de Praga es un muestrario inmenso de motivos que requiere para conocerlo días completos de estancia, muchas más horas de las que pasamos allí. La mujer que nos sirvió de guía no era un portento en el manejo de nuestro idioma, pero estaba entrenada en el ir y venir por las calles de la ciudad mostrando y explicando los monumentos y otros lugares de interés, que recorrimos a pie en las horas y minutos que da de sí un día del mes de septiembre. El Castillo, la catedral de San Vito, el relevo de la guardia, las artísticas plazas de la capital checa repletas de tiendas y de visitantes, el puente de Carlos sobre el río Moldova con una importante colección de estatuas en ambas márgenes y cientos de vendedores de arte manual a cada paso, la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria en la que se venera al más ilustre y milagroso paisano nuestro en todo el continente: el Niño Jesús de Praga, llevado desde España en el siglo XVI como regalo de una noble señora, doña María Manrique de Lara, probablemente con raíces en la villa de Atienza. Quién sabe.
Con el recuerdo grato de una de las ciudades más bellas del mundo, de los tranvías que deambulan sin cesar por sus calles y de las vacas estáticas, pintadas por artistas del país que en Praga se encuentran por cualquier esquina, a la mañana siguiente salida en autocar hacia Polonia. Siete horas de autobús descubriendo pueblos y paisajes muy diferentes a los nuestros.

Cracovia es una de las ciudades que los primeros pobladores de Europa decidieron levantar a orillas del Vístula. El hecho de haber ejercido allí su ministerio como arzobispo el actual Pontífice, le ha dado una importancia que antes no tenía, pero, ahora igual que en siglos atrás, la ciudad de Cracovia es una provocación debido a sus magníficos monumentos entre los que destacan, ambos a un lado y al otro de la Plaza del Mercado, la iglesia de Santa María y la que allí conocen por la Lonja de los Paños, donde, tanto en el exterior como en el interior del largo pasadizo que hay detrás de los arcos, los puestos de recuerdos y de antigüedades son incontables, y a un precio que todavía no esta demasiado mal. Los artículos de joyería, iconos, y enseres propios del país, son los que abundan y los que poco a poco fueron dejando vacío el bolsillo de los viajeros. Desde lo más alto de la torre de Santa María se oye cada hora el sonido de una trompeta tocada por un experto, que repite las mismas notas cuatro veces, una hacia cada punto cardinal. Se hace en recuerdo de un hecho memorable que ocurrió en tiempos en los que Cracovia estaba invadida por las tropas del ejército tártaro. Un soldado desde la torre dio la alarma a toque de trompeta, pero con tan mala fortuna que una flecha enemiga le traspasó el corazón. No pudo terminar, pero gracias a ese aviso la ciudad consiguió defenderse.
Cracovia, con su magnífica catedral sobre la colina de Wawel, en la que destaca -por lo menos si se toma como referencia a lo que estamos acostumbrados aquí- el orden, el respeto a las cosas, la limpieza y la tranquilidad, aun tratándose de un enclave importante para la vida bohemia, nido de artistas en cualquiera de sus manifestaciones que tocan los instrumentos con auténtica pericia en las esquinas pidiendo alguna moneda, de pintores que exponen y venden sus pinturas en plena calle. Eso sí, buscando siempre el ansiado euro de los turistas, como bien demuestra el hecho de que a nuestro paso un grupo de nativos ataviados con la indumentaria típica del país, hicieron sonar el “Que viva España”, que Carolina se marcó a ritmo de pasodoble un poco aflamencao y que causó sensación a propios y a extraños. En una palabra, Cracovia es una ciudad respetada afortunadamente por las guerras, donde se vive en paz, pero con demasiadas estrecheces (trescientos euros, o mil trescientos slotis, que es lo mismo, gana en Polonia cada mes un trabajador medio no incluido en la lista fatal del paro, que en aquel país alcanza la alarmante cifra del veinticinco por ciento).
Y a quince minutos de viaje, la mina de sal de Wieliczka, con más de mil años de antigüedad y varios cientos de estatuas en piedra de sal realizadas por mineros escultores a lo largo de los siglos, y que culminan con toda una catedral situada a más de trescientos metros de profundidad, donde las imágenes, los muros, el retablo, los altares y el pavimento, son piedra de sal labrada dentro de la propia mina. En su interior se celebran bodas, conciertos y otros actos de tipo religioso o cultural. La mina de Wieliczka es Patrimonio de la Humanidad, como no podía ser menos, y desde hace varios años cesó en sus actividades de extracción y se dedica sólo al turismo, que, según nos explicaron y pudimos comprobar, durante los meses de primavera y verano acude desde todo el mundo en cantidades impensables, habiendo pasado a ser algunos de los antiguos trabajadores o sus descendientes activos guías para atender a los turistas durante el recorrido.

El día siguiente lo dedicamos a conocer Wadowice, el pueblo natal de Juan Pablo II, donde conocimos la casa en que nació convertida hoy en un cumplido muestrario de fotografías y de objetos personales del Pontífice. Entramos en la iglesia del lugar, donde se conserva la pequeña pila en la que fue bautizado. Y en un lateral de la misma plaza en la que está la iglesia, puede verse la fachada del colegio al que el pequeño Karol Wojtyla se formó durante sus años de infancia y convertida hoy en ayuntamiento. A lo largo de la fachada del edificio hay un cartel en el que, traducido a nuestro idioma, dice literalmente: “Wadowice. El ayuntamiento será siempre fiel a Juan Pablo II” ¡Qué mejor homenaje de sus paisanos! A escasos kilómetros se encuentra el escenario en donde tuvo lugar uno de los mayores crímenes colectivos de todo el siglo XX: Auschwitz.

En Auschwitz nos encontramos con algunos chicos y chicas de Guadalajara que habían viajado también por estos días a conocer aquellas tierras. Varios de los que formábamos el grupo no pudieron soportar la visita al campo de exterminio nazi y apenas entrar se volvieron al autobús. Auschwitz no es sino un sangrante grito de protesta contra la depravación humana, un referente diabólico de lo que el hombre es capaz de hacer cuando, lejos de cualquier elemental valor, se convierte en bestia. Allí murieron millones de seres inocentes (millones, en plural, muy en plural, porque jamás se llegará conocer el número exacto de las víctimas) por el simple hecho de ser judíos, o de pertenecer a la raza gitana, entre otras razones de similar calado. Los testimonios que allí se pueden ver son horribles. Desde niños de pecho hasta ancianos venerables, pasando por la juventud y por la edad madura, enfermos y lisiados, perdieron la vida en uno de los holocaustos más estremecedores que se registran en la historia de la humanidad. Omito todo detalle por respeto al lector. Esperemos que quienes dirigen el mundo aprendan la lección que nos enseña la Historia que es maestra de la vida, aunque no siempre estemos dispuestos a obedecer sus enseñanzas.
Y el viaje de este nutrido grupo de alcarreños concluyó en Czestochowa, el santuario mariano donde se venera la histórica imagen de la Patrona de Polonia. Allí pudimos comprobar la religiosidad profunda de un pueblo que ha sufrido mucho a lo largo de los últimos siglos, del fervor de la gente joven que contrasta con lo que solemos ver en países del primer mundo, entre ellos el nuestro. Czestochowa es para el pueblo polaco la luz misteriosa que ilumina a toda la nación, y en donde tienen puestos sus sueños y sus esperanzas. Bien merece este noble pueblo que los vientos del azar comiencen a soplar en favor suyo. Los polacos están en ello.

"En las fotografías, Plaza del Mercado de Cracovia y Paseo de los Barracones de Auschwitz"

martes, 26 de julio de 2011

LA GRAN VALERIA



Hemos viajado a un pueblo notable por su antigüedad y por los restos que allí quedan a la vista de todos. Más de veinte siglos de existencia testimonian las excavaciones llevadas a cabo en torno al pueblo, si bien, conviene reseñar que una buena parte de lo que todavía se ve nunca quedó sepultado bajo tierra, sino que siempre estuvo a la vista, soportando todo tipo de efectos dañinos a la intemperie, hasta hace muy pocos años en que a expensas de los organismos oficiales se han ido descubriendo nuevos restos y ampliando el recinto de la que en otro tiempo fue la ciudad romana de Valeria, una de las tres que asientan en la actual provincia de Cuenca. Las otras dos serían Segóbriga y Ercávica.
La ciudad de Valeria estuvo situada en lo alto de un cerro al que rodea la hoz espectacular que tajó el arroyo Gritos, junto a la carretera que va desde Cuenca a la villa de Valverde del Júcar. Un paraje muy particular al que nunca se le dio la importancia histórica y paisajística que merece.

Se necesitaría, como es fácil suponer, todo un tratado para dar mediana cuenta del pasado de esta ciudad romana, lo que está completamente fuera de nuestro propósito. Documentos hay, escritos por responsables investigadores, en los que uno se puede informar debidamente de lo que hasta los primeros años del siglo VIII pudo ser la que ha llegado hasta nosotros con el rotundo apelativo de la Gran Valeria.
Todo apunta a que la ciudad fue fundada hacia el año 82 antes de Cristo por el pretor Valerius Flacus. Se sabe que Roma le concedió el derecho del Lacio y la incorporación al Convento jurídico Cartaginense. Durante la España visigoda alcanzó el rango de sede episcopal, sufragánea de la metropolitana de Toledo. Ya en el año 589 aparece documentado el nombre de su primer obispo, de nombre Juan, uno de los asistentes al Tercer Concilio de Toledo, aquel en el que, renunciando al arrianismo, el rey visigodo Recaredo se convirtió a la fe católica con todo su pueblo. Los sucesivos obispos valerienses asistieron a todos los concilios toledanos, hasta el punto de que el último de ellos, llamado Gaudencio, participó en el decimoprimero y en todos los demás hasta el decimosexto, siendo en éste en el que suscribió las actas en primer lugar por tratarse del obispo más antiguo entre los allí presentes. De la sede valeriense, y aun de la propia ciudad, se dejó de tener noticia a partir de la segunda década del siglo VIII, a cuya decadencia y posterior desaparición debió de contribuir la invasión musulmana de la Península iniciada en el año 711.
A diferencia de otras ciudades romanas, Valeria nunca ha ofrecido dudas en su localización; pues ha conservado su nombre latino hasta nuestros días, si bien salvando algún periodo de la historia reciente en el que se llamó Valera de Arriba, hasta recobrar de nuevo su denominación primitiva a mediados del pasado siglo. De ahí que las referencias han sido continuas en los tratados de los más importantes historiadores, sobre todo a partir del siglo XVI. Martín del Rizo la llama Quemada, por haber sido incendiada por los romanos en su lucha contra los cartagineses, nombre que antes había empleado al referirse a ella el Padre Mariana. Marcos Burriel, el Padre Florez, Ponz, Cean Bermúdez, y muchos más en épocas recientes, se han ocupado de recopilar datos y de descubrir inscripciones en sus piedras. Las excavaciones, llevadas a cabo no con demasiado empeño, comenzaron en el año 1974.

Lo más interesante que hay a la vista entre lo descubierto en las ruinas de Valeria, es el “ninfeo” o fuete gigante a la que en su tiempo bajaban las aguas desde los grandes aljibes situados en la parte superior. Tanto la recogida de aguas como su distribución a la ciudad por los diferentes canales que se iban alineando uno junto al otro, abasteciéndose del contenido de los aljibes a través de una galería abovedada en conexión con las diferentes salidas, debieron ser la nota más sobresaliente de la ciudad; pues los 85 metros de longitud que tiene la galería abovedada, solo fue superada en cuatro metros más por el “Splizonium” de Septimio Severo en la ciudad deRoma, destruido hacia el año 500. De la grandiosidad de esta obra, nos da hoy una idea bastante aproximada lo que en estado de ruina todavía se conserva.
Dejamos aparte cuanto se refiere a numismática, pequeños tesoros, bronces, cerámicas y esculturas, descubiertos en las todavía recientes excavaciones, para hacer mención, con el espacio que creo que merece, al hecho de haber sido Valeria, según autorizadas opiniones, lugar de nacimiento de un Papa de la Iglesia, Bonifacio IV, no considerado español por falta de documentación contundente, pero que un investigador con fortuna, el Padre Argaiz, desveló hace casi un siglo, y sacó a la luz, en un estudio publicado el 1 de octubre de 1926, el cronista Álvarez del Peral en “El Día de Cuenca”, titulado “Bonifacio IV, el Papa que salió de Valeria”, que por su interés creo conveniente reproducir íntegro y que dice así:

“Bonifacio IV, el papa que salió de Valeria”
Sumo pontífice, natural de Valeria, hoy Valera de Arriba.
El descubrimiento de que este papa fuera español y de la actual provincia de Cuenca, se debe al benedictino P.Argaiz, que en su obra “Soledad laureada”, dedica todo el capítulo III del Teatro de Valeria en su segundo tomo, a tan interesante y curiosa investigación.
Fue su padre Juan, médico en Toledo y su madre se llamaba Ildibilda; llegó a ser presbítero de la iglesia de Valeria (hacia 593) y sirviendo en ella varios años pasó a Toledo, donde tomó el hábito de benedictino en el monasterio de San Julián Agalliense. No juzgando sitio apropiado para la perfección de su vida religiosa hallarse en su patria y cerca de sus padres, decidió irse a Roma, donde ingresó en uno de los monasterios que allí había, quizás el de San Andrés o San Erasmo, o tal vez en San Juan de Letrán. Fue el ejemplo de los demás monjes por su austeridad y penitencia, así como por sus conocimientos en materias eclesiásticas, y cuando en el año 606 murió Bonifacio III, fue elegido Pontífice con el nombre de Bonifacio IV, después de una vacante de diez meses. Fócas le regaló el Panteón, templo pagano levantado por Mario Agripa, que el Papa dedicó a la Virgen y a los mártires y aún se conserva con el nombre de Nuestra Señora de la Rotonda. Murió en 614, sucediéndole San Deo¬dato.
Las dos referencias en que apoya el P.Argaiz sus argumentos, son dos noticias dadas, la una, por Humberto en su Chrónica, que dice: «Anno 606. Bonifacius, prius Presbyter in Ecclesia Valeriensi in Carpetania pot Monbehus Agalliensis creatur Papa. Fuit filius Medici Toletani et Idibildae uxoris eius. La otra es de Anastasio, el Bibliotecario, monje de San Benito, que dice: «Bonifacius ex Valeria civitate Marsorum Joannis Medici filius, ex Presbytero, sius nominis quartus Pontifex creatur. Die six Septembris: statum domun suam in monasterium erexit reditibus locupietavit.
Ambos cronistas vivieron doscientos años después de muerto Bonifacio IV, y aunque ambos coinciden en dar el nombre y profesión de su padre, uno le hace natural de Valeria en la Carpetania (hoy Valera de Arriba) y el otro de Valeria de los Marsos en Italia. A esta discrepancia contesta el P.Argáiz diciendo que la ciudad de Valeria de los Marsos estaba destruida y despoblada hacía 550 años cuando vivió Bonifacio, mientras que la Valeria de España era una ciudad próspera e importante, residencia de un obispado, por lo que se inclina a hacerle de esta última. Termina el P.Argáiz diciendo: «Conózcale la Santa Iglesia de Cuenca por natural de su Obispado Valeriense, pues en él nació y en Valeria sirvió como sacerdote y en el Monasterio Agalliense de Toledo».

(La fotografía adjunta representa un aspecto del ninfeo de Valeria)