sábado, 29 de abril de 2017

ANDAR POR CASTILLA (XXV): A L M A G R O (Ciudad Real)

                                               
         Ancha es Castilla; pero mucho más ancha, más luminosa, más fértil, más infinita, lo es aún por estas llanuras manchegas donde el campo no tiene fin y los caminos se alargan en carrete­ras rectas que dan la impresión de no acabar nunca. Es difícil andar por tierras de la Mancha sin caer en los tópicos ni en los lugares comunes que la atenazan desde que Cervantes escribió “El Quijote” y que, para bien suyo, a pesar de su sol ardiente y de su inenarrable monotonía, o quizá por eso, se ha convertido en la más universal de las comarcas españolas.
         No es mal momento éste de principios de primavera para andar por la Mancha. Los agricultores de Herencia, de Pedromuñoz, de Puerto Lápice, de Valdepeñas, sueñan con aplicar la cuchilla a la cosecha de cereal en ciernes, mientras que los racimos, todavía en embrión, buscan acomodo bajo la cruz de las cepas. Cuarteles planos sembrados de girasol, de cebada, de olivar en las laderas suaves que a menudo dibuja el campo, de vid en los grandes espacios de majolar reservados para ello, y de tarde en tarde, los molinos de viento alineados a lo largo de las colinas. Esto es la Mancha, amigos. La llanura es inmensa. Tras los campos de vid, cruzados por caminos que acaban perdiéndose en la distancia, surgen otra vez los viñedos al pie del oterillo leve de olivar que ondula el horizonte; y abajo, salpicando los campos entre los majuelos y la barbechera, las casillas blancas de guardar los aperos durante la noche, de mantener el hato a la sombra hasta la hora de la comida. Luego, otra vez la carretera recta, la autovía, el ferrocarril, y siempre la inmensa plataforma manchega que las gentes de esta tierra saben cultivar como verdaderos maestros.
         Los pueblos de la Mancha son grandes; aparecen lejos unos de otros, aunque todos se dejan ver desde lo alto de los campana­rios. Por donde ahora voy, casi todos los pueblos tienen como sobrenombre el de la orden militar a la que pertenecieron, la de los calatravos: Calzada de Calatrava, Moral de Calatrava, Bolaños de Calatrava..., y a cuya cabecera, la histórica villa de Almagro, estamos a punto de llegar.
         Ya estamos en Almagro. Desde fuera de sus límites es ésta una ciudad manchega conocida por sus famosas berenjenas adereza­das, por la gracia y el arte sin par de sus encajes hechos a mano por expertas mujeres, y por la reliquia de su Corral de Comedias que es en su género único en el mundo. Son éstos, qué duda cabe, tres de los atractivos más importantes que tiene Almagro, pero no los únicos; pues cuando uno alcanza con toda la fuerza del sol los primeros edificios, y se pone la villa entera delante de los ojos, se da cuenta de que ante todo y sobre todo Almagro es una ciudad monumental, morada retrospectiva de una raza de hidalgos manchegos al estilo de don Alonso Quijano el bueno, cuyo recuerdo convertido en piedra heráldica sobre las fachadas de sus casonas y palacios -se aproxima al centenar-, dejando a un lado la media docena de iglesias y conventos memorables, además de la magnífica plaza acristalada que tanta fama le dio, muestra de la inimaginable diversidad del urbanismo español, en este caso con claras reminis­cencias nórdicas, debido, según me contaron, a los señores condes de Fuggfer, banqueros del emperador Carlos V, que desde el propia Almagro administraron las minas de mercurio de Almadén hace más de cuatro siglos.


         Bajo los soportales de la Plaza Mayor están abiertas al público las tiendas de objetos de regalo, donde se muestran, algunos de ellos colgados de las columnas de piedra, los finos encajes de manufactura local, los platos de cerámica, los más variados objetos que la habilidad de los hombres y mujeres de la Mancha han sido capaces de imaginar y de convertir en utensilio o pieza de adorno doblando el mimbre. En uno de los extremos de la plaza, como elemento ornamental ocupando el centro de un sombrío jardín, la estatua ecuestre del adelantado de Chile don Diego de Almagro, detalle evocador en el que sus paisanos no escatimaron medios.
         Pero vamos a perdernos sin un orden previsto desde la Plaza Mayor por las calles y por los vericuetos del lugar al amparo de los últimos soles del mes de abril; un sol que en los pueblos de la Mancha ya se deja sentir. Los escudos arrastran la sombra de sus relieves por el blanco encendido de las fachadas en los diferentes palacios. Las rejas vienen a ser a veces una original exposición de formas, trabajadas artísticamente en las viejas ferrerías manchegas, tal vez de la propia Almagro. Varias de las fachadas son todas ella una filigrana visual, un deleite para la vista y para la imaginación. Los palacios de los condes de Valparaíso, del señor marqués de Torremejía, de Rosales, la Casa del Prior, y otras casonas más en las que habitaron cuando la España Imperial otros tantos caballeros, son en Almagro el sello perdurable de sus grandezas ya idas. Algunas de estas fachadas manchegas encontraron réplica, cuando no sirvieron como punto de referencia, para bastantes edificios coloniales de la América descubierta por Colón, donde nombres sonoros de estas tierras tuvieron tanto que ver y que decir en asuntos de fundación y de primer urbanismo.

         Hace tiempo que anduve por Almagro. Los turistas se dejaban ver de forma esporádica y en muy pequeños grupos por las tiendas de souvenirs de la Plaza Mayor. A mediados de agosto, cuando allí tenga lugar otra nueva edición de los Festivales de Teatro Clásico, el pueblo se llenará de ellos. Cuando los turistas recorren el pueblo cámara en ristre, gafas de sol y sombrero de lona, se detienen ante la puerta del Corral de Comedias bajo los soportales de la plaza que suelen encontrar cerrado; luego se marchan hacia la iglesia tardogótica de la Madre de Dios; hacia la de San José de estilo jesuítico, muy cerca del antiguo colegio de la Compañía de Jesús; hacia la iglesia de San Agustín del siglo XVII, y hacia el convento de la Encarnación de monjas dominicas, para acabar la ruta, bien como clientes o como meros visitantes, en el de San Francisco, que después de una restaura­ción a fondo se convirtió en Parador Nacional de Turismo, uno de los más importantes establecimientos hoteleros de toda la región manchega. Hay visitantes que se acercan hasta la ermita de las Nieves, en las afueras, fundada por decisión testamentaria de don Alvaro de Bazán, famosa por ser una muestra extraordinaria de azulejería talaverana, y por la plaza de toros anexa al santuario con el cortijo del marqués de Santa Cruz en un mismo conjunto.
         Es tarde. El sol ha teñido de color sangre el horizonte y los tejados de Almagro. Los muros de cal viva reflejan la luz vespertina con resplandor de fuego. Las piedras de San Bartolomé y de la Madre de Dios parecen de oro viejo que acabará brillando por encima de las cúpulas. A medida que la tarde se va, la llanura manchega se adormece; aparecen las luces eléctricas en las esquinas de los pueblos, y se dejan ver al acercarse a ellos los letreros luminosos de los escaparates. Una ráfaga de viento sopla sobre las tierras llanas. Enseguida anochece.


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