(A mi hijo José Antonio, pastranero de por vida)
Señora y bien señora lo es de
las Alcarrias. Pastrana. La Villa de los Duques; la que se introdujo en las
páginas de la Historia enmarcada por dos nombres de mujer: Ana y Teresa. Aún
recuerda Pastrana en la encrucijada de calles cuestudas por cualquiera de sus
barrios, aquellos tiempos viejos como ella misma, en los que se vieron
envueltos, dentro del complicado juego de la vida diaria, hombres y mujeres de
distinta procedencia, de diferente credo, de raza dispar, todos con un empeño
común, el de engrandecer la villa al amparo de sus señores duques.
Ana y Teresa. Ana de Mendoza, la de
Éboli, un carácter de bronce irresistible, una mujer marcada que había nacido
para sembrar la discordia por donde pisaran sus pies y, sobre todo, para
sufrir, para ser víctima de las circunstancias y de su personal manera de ser
desde que fue niña. Y Teresa de Jesús, la Teresona de Ávila, demasiada Teresa
para ser mujer y para ser santa; maestra de espiritualidad donde las haya,
insigne doctora de la Iglesia, renovadora eficiente de la Orden del Carmelo,
fémina inquieta y andariega, y mujer de Dios sobre todas las cosas. La sombra
de estas dos damas, a las que la casualidad decidió enfrentar, precisamente
aquí, se mece día y noche sobre Pastrana como latido de su cansado corazón de
Señora de la Alcarria.
Por las angostas calles de Pastrana
se respira al andar los añosos aires de la España del Renacimioento. “Pastrana
recuerda, de una manera imprecisa, a Toledo, y algunas veces a Santiago de
Compostela” escribió como impresión de urgencia C. J. Cela. Son tres, contados
y diferentes, los barrios que recuerdan al visitante la vida española del siglo
XVI, tal como en realidad lo fue o tal como nosotros nos la imaginamos:
Albaicín, Palacio, y el viejo barrio cristiano de San Francisco, que tiene como
enseña la ingente fábrica de la Colegiata.
En el barrio de Palacio, queda
abierta al mediodía, a todos los soles de la Alcarria, la “Plaza de la Hora”,
con solo tres caras y una potente barbacana que sirve de balcón a la vega del
Arlés, la vega de las huertas, de los granados y de los laureles. El nombre -lo
saben bien las gentes de aquí- le viene dado por haber sido una hora cada día
el tiempo que a la desdichada princesa se le permitió contemplar el mundo a
través de una reja que asoma por una de las torres, y así durante los largos
años de prisión que cerraron su vida en su propio palacio, y que hubo de
cumplir inexcusablemente por mandato expreso del rey Felipe II.
El Albaicín, como es fácil de
adivinar por su nombre, fue el barrio morisco, en el que residieron los
granadinos traídos por los Primeros Duques para instalar en Pastrana la
industria de la seda. Era éste del Albaiciín el barrio de los tejedores y de
los artesanos, cuya producción hasta bien entrado el siglo XVIII gozó de justa
nombradía en los mercados de toda la Península y de Ultramar. No faltan quienes
aseguran que “Las Hilanderas” de Velázquez representan un telar del barrio
morisco de Pastrana. El Albaicín se encuentra separado del resto de la villa
por la carretera que baja hacia la vega. Al volver de una curva, con su galana
faz de sillería orientada al saliente, se encuentras la recia mansión de la
Casa de Moratín. El autor de “La Comedia nueva” pasó largas temporadas en
Pastrana. Su abuela paterna, doña Inés González Cordón, dama bellísima e hija
de humildes labradores, era natural de Pastrana. Se dice que Leandro Fernández
de Moratín escribió en esta su casa de la Alcarria “La Mojigata” y una buena
parte del “Sí de las Niñas”. Razones éstas muy posibles pero que, como tantas
cosas, no es fácil demostrar.
En el barrio de San Francisco
destaca como principal monumento la iglesia Colegiata. Es el barrio con más
sabor antiguo que tiene la villa. Muy cerca de la plazuela de la Colegiata se
encuentra la de los “Cuatro Caños”, nombre que le presta una fuente en forma de
copa estriada de la que penden cuatro chorros, sobre un pilón octogonal de
piedra labrada, construido en 1588. Cuenta la tradición que en una de las
viviendas que sirven de entorno a esta plaza, recoleta y popular, habitó
durante algún tiempo la reina doña Berenguel de Castilla, madre del rey
Fernando III el Santo.
Después callejones perdidos en plena
cuesta, aleros que casi se dan mano, dejando entre su oscuro maderamen un
estrecho firlacho de luz por el que se advierte el cielo de la Alcarria, sin
permitir que el sol bese las piedras del suelo. Esquinas faroladas, o con la
señal acaso de candilejas que alumbraron las noches de otros siglos, alguna
cruz de madera ennegrecida, o nicho sombrío que los antiguos colocaron a
devoción, como protector de sus vidas y de sus hogares, con la imagen de algún
bienaventurado. En la calle de La Palma, aflora en su portada de dovelas la
Casa de la Inquisición, en la del Heruelo la Casa de los Canónigos, y algo más
arriba la del Deán, mientras que el Callejón del Toro desciende como encajado
desde los barrios altos a desembocar junto al Palacio en la Plaza de la Hora.
Aguas abajo del río Arlés, o camino
delante de la calle de Santa Teresa -“La Castellana” le llaman aquí-,
como a un kilómetro de distancia de las últimas casas, en plena vega, uno se
encuentra con el complejo conventual de lo que hasta hace medio siglo fue
Seminario de Padres Franciscanos y hoy hostería. Todo son por allí recuerdos de
sus ilustres moradores de otro tiempo cuya señal todavía prevalece. Es
interesante, y muy completo, el museo de pintura de los frailes; evocadoras las
cuevas y las ermitas de la huerta, recuerdo vivo del pasar por estos lugares de
Santa Teresa de Jesús, de San Juan de la Cruz, y de los primeros carmelitas
descalzos con los que se llevó a cabo la fundación. Desde los alrededores del
convento, las vistas son diferentes hacia una y otra vega. Se ha dicho, y es
materia de fe para los hijos de esta villa, que por aquellos altos de cara a la
vega, se inspiró San Juan de la Cruz y llevó al papel muchos de sus mejores
versos:
“Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura,
y yéndolos mirando,
con sola su figura,
vestidos los dejó de su hermosura.”
Pero Pastrana no es sólo eso. A la par de su riqueza
artística y monumental, documental y artesana, está la villa del confort, de la
comodidad y de las nuevas maneras de vivir. Ahí quedan para demostrarlo las
diversas y estupendas construcciones de los últimos tiempos, los chalés que
salpican sus alrededores, las instalaciones deportivas de última hora, el boom
cultural en tantas de sus manifestaciones, el hecho en sí de haber sabido
despertar perdidas tradiciones como contribución a esa Pastrana total, a la
Pastrana grande.
Se ha hecho famosa, a pulso y por
mérito propio, la Feria Apícola Internacional del mes de abril. Media docena de
años fueron suficientes para lanzar el interés de la feria más allá de los
límites del municipio, de la provincia, y de tantas regiones de España. Un
mérito sobre el que los pastraneros, agobiados en apariencia por el peso de la
Historia, por la ramplona condición de su campo -hecha la debida excepción de
la vega-, se deben de sentir protagonistas.
Me quedo junto a la barra de un bar
en la Plaza de la Hora con la fachada del Palacio de los Duques como testigo,
después de haber rendido la debida pleitesía al enterramiento de los de Éboli
en la cripta de la Colegiata, y de haberme encontrado una vez con sus famosos
“Tapices” de Alfonso V de Portugal, en su nueva e ideal instalación. Tomo un
vaso de cerveza y pienso en Pastrana. Hay mucha historia escondida entre sus
piedras, mucho arte recogido y muchos enseres personales de célebres personajes
en el “Museo”. Muchos hijos de la villa a los que referirse -al pintor Maino,
por ejemplo-, a cuya memoria, a manera de lección magistral, prefiero seguir
atento. Pastrana, amigo lector, es un mundo aparte, un mundo que conviene
conocer.
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