El haber sido durante veinte años (de 1598 a 1618) la capital del
Estado más poderoso de la Tierra, adorna a esta bellísima villa burgalesa de
una importancia histórica que rara vez se le suele dar. A esa misma situación
con la que la Historia quiso marcarla a partir del siglo XVII, se debe añadir
el poso que dejó sobre ella para la posteridad la tal circunstancia, y que ha
llegado hasta nosotros en una docena de monumentos que la España turística de
los últimos cincuenta años ha dado en descubrir y en dedicarle el interés y la
importancia que merece.
Fue don Francisco de Rojas y Sandoval, más conocido en los
primeros tiempos de la llamada decadencia española como el Duque de Lerma, su
verdadero impulsor; digamos que algo así como el creador y padre de la villa
moderna, de esta villa situada sobre una colina que domina el valle del
Arlanza, y de la que todavía no he conseguido sacudir del paño de mis recuerdos
la gratísima impresión que me produjo. Diría que el español medio, abierto más
o menos al arte y a la historia de nuestro país, es deudor de un detalle de
reconocimiento y desagravio con la villa de Lerma. La gente suele (solemos)
hacer un giro a sus mismos pies, y dejarla a un lado como hito en el camino,
cuando viaja por la ancha Castilla hacia aquellos otros motivos de atracción
que la comarca esconde por allí, algo más adelante. A Silos y a Covarrubias me
refiero; sobre cuyo interés pensando en el visitante resulta innecesario
insistir.
Lerma -chapiteles, pináculos, espadañas al aire de
sus conventos e iglesias- se está dando a conocer con todos los méritos del
mundo. Durante los meses de verano, sobre todo, es un deambular constante de
turistas -españoles en su inmensa mayoría- los que andan por allí recorriendo
sus calles, los que se sorprenden a diario ante aquel rosario de monumentos, de
nombres famosos de personajes que pasaron por allí y que cualquier rincón nos
mueve a recordar; de gentes que vienen y van, que compran baratijas de recuerdo
en sus establecimientos, que almuerzan en la media docena de restaurantes
abiertos al público durante los últimos años a la vista del despertar masivo de
gentes interesadas por entrar, con los ojos y con el corazón, en aquellos
lugares, casi míticos, que a poco les suena como un rescoldo de los viejos
textos de bachiller, a punto de apagarse en los pliegues de la memoria.
Lerma -chapiteles, pináculos, espadañas al aire de sus conventos e iglesias- se está dando a conocer con todos los méritos del mundo. Durante los meses de verano, sobre todo, es un deambular constante de turistas -españoles en su inmensa mayoría- los que andan por allí recorriendo sus calles, los que se sorprenden a diario ante aquel rosario de monumentos, de nombres famosos de personajes que pasaron por allí y que cualquier rincón nos mueve a recordar; de gentes que vienen y van, que compran baratijas de recuerdo en sus establecimientos, que almuerzan en la media docena de restaurantes abiertos al público durante los últimos años a la vista del despertar masivo de gentes interesadas por entrar, con los ojos y con el corazón, en aquellos lugares, casi míticos, que a poco les suena como un rescoldo de los viejos textos de bachiller, a punto de apagarse en los pliegues de la memoria.
Lerma -chapiteles, pináculos, espadañas al aire de sus conventos e iglesias- se está dando a conocer con todos los méritos del mundo. Durante los meses de verano, sobre todo, es un deambular constante de turistas -españoles en su inmensa mayoría- los que andan por allí recorriendo sus calles, los que se sorprenden a diario ante aquel rosario de monumentos, de nombres famosos de personajes que pasaron por allí y que cualquier rincón nos mueve a recordar; de gentes que vienen y van, que compran baratijas de recuerdo en sus establecimientos, que almuerzan en la media docena de restaurantes abiertos al público durante los últimos años a la vista del despertar masivo de gentes interesadas por entrar, con los ojos y con el corazón, en aquellos lugares, casi míticos, que a poco les suena como un rescoldo de los viejos textos de bachiller, a punto de apagarse en los pliegues de la memoria.
Hemos llegado a Lerma a media mañana. La parte nueva de la
villa, que coincide con ambos arcenes de la carretera que nos introduce, está
dedicada de manera casi exclusiva al servicio del turista. Es allí donde se han
ido instalando, uno a continuación de otro, los restaurantes, con sus toldos y
veladores sobre la acera. Arriba destaca el solemne torreón, al gusto
herreriano, de la colegial de San Pedro, el más llamativo a primera vista de
los legados que el Duque dejó como recuerdo a la villa que fue cabecera de su
casa y territorios.
Se sube hacia la ciudad vieja bajo un arco inmenso, situado
entre dos cubos de torreón cilíndricos que fueron puerta de acceso a la
primitiva villa medieval y luego sirvieron de cárcel. Al instante el barrio
antiguo, anterior al Lerma ducal del siglo XVII, donde quedan, entre otras, la
calle de José Zorrilla, en la que tuvo casa propia el célebre poeta romántico
autor del Tenorio y que todavía se conserva. Cuenta la villa -no podía ser menos-
con su buen nombre y tratamiento distinguido en la literatura española del
Siglo de Oro, el siglo del Duque. La escogió Lope de Vega como escenario para
una de sus obras más recordadas: "La burgalesa de Lerma", en la que
reconoce a la villa de su tiempo con el apelativo de La Galana.
Pero sigamos calles arriba. La Plaza de Santa Clara, en la
que se encuentra el convento de religiosas franciscanas Clarisas, es casi toda
ella un cuidado jardín que tiene en mitad, no como en otras partes el monumento
a su memoria, sino la tumba de don Jerónimo Merino Cob, el “Cura Merino”,
famoso guerrillero de la Guerra de la Independencia contra la francesada,
cuyos restos mortales se guardan allí protegidos por rejas, desde la primavera
del año 1968. Al fondo de esa misma plaza, los arcos del pasadizo volandero que
sirve de mirador (espectacular visión) sobre la ancha vega del Arlanza.
No lejos de la Plaza Mayor, cuadrada, extensa, soportalada
en una de sus cuatro caras, con el palacio ducal como motivo de fondo. La Plaza
Mayor, como había de ser la Plaza Ducal de todo un estado, se trazó y se
construyó a gusto del Duque. El palacio anda por estas fechas en obras de
restauración. Quieren devolverle toda la prestancia y la elegancia primitiva
que le dio don Francisco de Rojas Carvajal cuando fue valido del rey Felipe
III. Domina la fachada del palacio la plaza entera. La superficie total del
edificio supera los tres mil metros cuadrados, y de lo que pudo ser su interior
nos dan idea las doscientas diez ventanas y los treinta y cinco balcones
exteriores que tuvo. Los escudos de armas de Sandoval y Rojas figuran en lugar
preferente sobre la portona principal del edificio; también en tantos muros
nobles de iglesias y conventos repartidos por todo el casco antiguo de la villa.
Fue erigido el palacio entre los años 1601 y 1617 por Francisco de Mora, sobre
el solar de un castillo en ruinas.
Es mucho más, y todo ello digno de ser visto, lo que ofrece
al visitante la villa de Lerma. Por supuesto damos que esta especie de crónica
viajera no pretende ser una guía de turismo, ni siquiera una invitación
interesada a nuestros lectores para que tomen su vehículo y se pasen por allí;
no. Creo, más bien, que estas tierras nuestras -y en ellas se incluye de manera
muy especial todo el centro de España- fueron médula de nuestra historia común,
y hoy, querámoslo o no, las vemos un poco echadas al olvido por parte de todos;
más en lo que se refiere al medio rural por toda Castilla. Y la tenemos ahí,
galana y magnífica, como la propia Lerma, como Pastrana, como Medinaceli, o
Chinchón, o Campo de Criptana, o Arévalo, o Belmonte, cuentas de ese rosario
interminable de pueblos y villas castellanas en las que (la frase suena a
pensamiento del noventa y ocho) uno siente latir, vivo pero cansado, el corazón
de España.
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