“Señor, respondió Sancho, en cada tierra su uso; quizá
se usa aquí, en el Toboso, edificar en callejuelas los palacios y edificios
grandes,; y así suplico a vuesa merced me deje buscar por estas calles o
callejuelas que se me ofrecen, pudiera ser que en algún rincón topase con ese
alcázar, que le vea yo comido de perros, que así nos trae corridos y
asenderados.”
(De “El Quijote”)
Es muy poco lo que se sabe del aspecto urbanístico del
Toboso en el siglo XVI, tiempo casi mítico en el que lo conoció Cervantes, si
bien es fácil imaginarlo como el que debió corresponder a una ciudadela
castellana habitada por honestos labradores y por impenitentes hidalgos,
valiéndose de los datos que se desprenden de “El Quijote” y del conocimiento
sociológico de la época, condicionado por el lugar de su emplazamiento y por
las características climatológicas de la Mancha. No ocurre así con la noticia
documental de esta villa referente ahora a una centena de años atrás; pues
sabido es que el maestro Azorín dedica un par de capítulos de su obra «La ruta
de don Quijote» a contarlo con meticulosidad, con la palabra justa,
milimétrica, de su prosa. Nos habla el maestro alicantino de un pueblo dañado en
su entraña por el desinterés, decrépito y ruinoso, sin movimiento apenas en su
condición de estrella de la Mancha. Muy lejos queda hoy, por fortuna, de
aquella visión lóbrega que nos dejó Azorín. El Toboso es un pueblo limpio,
aseado mimosamente, que ha vuelto a levantar, con el empeño por delante de sus
pobladores, la enseña de sus pasados señoríos, de sus años de hidalguía, que
como en ningún otro lugar o circunstancia, se advierte sin el menor esfuerzo al
andar por sus calles.
Acabo de recorrer –con menos tiempo del que fuera preciso
para conocerlas a fondo- muchas de las calles y algunas de las plazas más
representativas del Toboso. El pueblo, sobre el mantel sin final de los campos
manchegos, más de doce kilómetros de calles en las que uno descubre a cada paso
el remoto encantamiento de lo que pudo ser en un tiempo para nosotros tan
lejano.
A El Toboso, como a casi toda Castilla, lo han ido haciendo
los hombres, el paisaje y la literatura. Para cualquier autor resulta
comprometido escribir acerca de las tierras manchegas, y sobre todo acerca de
este retazo de llanura sin fin sobre el que hemos dado en pisar después de un
largo viaje. Los ojos del cuerpo apenas advierten el impacto fortísimo, casi
cegador, de los albos encalados, muchos de ellos centenarios, sobre los muros
de cualquier rincón o de cualquier callejuela; los del alma se empañan de
místicos pudores, pensando a cada paso que sobre el mismo empedrado, y con la
mirada sobre idénticos horizontes, posó sus plantas el padre y señor de nuestro
idioma patrio, ídolo inamovible a perpetuidad de escritores y de gentes de la
Mancha.
Estoy en el centro de la Plaza Mayor bajo un sol de
justicia. Las piedras labradas de la iglesia de San Antonio Abad se alinean
delante de nosotros, dando lugar a un espectáculo de sillería deslumbrador. Las
sombras de los aleros bajan sobre el pavimento de la plaza. En ángulo con la
iglesia alinea sus formas y sus ventanales el remozado edificio del
ayuntamiento. Discretamente alejados de nuestra vista quedan, frente a frente
sobre sus peanas de granito pulido, las siluetas en hierro forjado de don
Alonso Quijano y de Aldonza Lorenzo, la sin par Dulcinea, ante cuya figura de
labradora se ve a don Alonso postrado de rodillas. La Plaza Mayor se abre a
partir de aquí en cuatro, en seis bocacalles distintas, una en cada dirección.
Sobre algunas de las esquinas se ven escritas con oscuros caracteres metálicos
asidos a la pared, escogidas frase del Quijote.
Por la calle que rotulan como de Ana Zarco, se baja en un
instante hasta la Casa de Dulcinea, una vieja mansión reconstruida que ahora
dedican a guardería y a exposición de recuerdos, enseres, aperos e instrumental
de labranza, muy al uso de la Mancha campesina de los cuatro últimos siglos. No
lejos, se encuentra casi por sorpresa al recoleto paraíso que llaman Plaza de
Don Federico, con el busto como fondo, pensativo el semblante, del insigne
académico don Federico García Sanchiz, tan ligado en su vida, y más aún en su
muerte, al pueblo del Toboso. “España fue su Dulcinea”, se lee escrito con
letras de molde sobre la piedra, al lado de su estatua de bronce. En un ala de
esta romántica plazuela queda el convento de Clarisas, uno de los dos -el otro
será el de Trinitarias- que compiten a la hora de manifestar, con la línea
severa de sus fechas, el fervor de siglos y la religiosidad de la gente de esta
villa.
Las calles del Toboso, en cualquier dirección y a cualquier
hora del día, ofrecen al visitante la imagen que por aquellos lugares esperaba
y deseaba encontrar. Riqueza y variedad en rejería que contrasta con el blanco
luminoso de las paredes; portadas a mitad de camino que lucen sobre la piedra
labrada de sus dinteles, siempre visibles, la fecha de su construcción allá por
los años centrales del siglo XVI, con el sello acreditativo de un blasón de
piedra a la sombra del alero; arcos a cuyo través se deja ver la maravilla de
una calle recta, luminosa, infinita. Como fondo a estas largas rúas nos se
vislumbran en la lejanía las aspas de los molinos manchegos, sencillamente
porque jamás se contó en sus alrededores con el altillo oportuno en donde
colocarlos.
Andando a través de ellas, uno se da cuenta de que las
calles del Toboso se
enmarcan con viviendas de altura comedida, con casonas y
palacetes uniformes de una o de dos plantas solamente. Este, como casi todos
los pueblos de la Mancha, prefiere crecer en superficie, que para eso la tienen
llana y abundante a todo lo largo y ancho, y no en altura. Tan sólo el
campanario de la iglesia rompe la norma. Las calles del Toboso se llaman de
Dulcinea, de Ramón y Cajal, de Miguel de Cervantes, calle del Arco, calle de
los Bancos…En la calle de los Bancos está la sociedad Dulcinea Humanitaria, un
casino antiguo con una sala espaciosa, elegante, evocadora, donde los lugareños
de más edad emplean sus hora de ocio jugándose la consumición al truque, al
dominó, al tute por parejas, o hablando por hablar de las gracias y desgracias
de los viñedos.
En el Parque Municipal tiene la villa su refrigerio. A falta
de otro sitio mejor en donde colocarlo, el pueblo plantó de manera testimonial
su propio molino de viento en un ángulo del parque. Con la fuente surtidor que
lo engalana y los bien cuidados arbustos del jardín a la sombra de la arboleda,
el Parque Municipal es todo un lujo que enriquece no poco el ambiente, monótono
de por sí, de los pueblos manchegos.
A distancia, no sólo en el espacio sino también en el
tiempo, uno echa en falta sus horas del Toboso. Por fortuna me ha sido posible
contemplar con los ojos y con el corazón, una puesta de sol en tarde calinosa
desde el solitario ventanal del Centro Cervantino –aquella especie de museo en
donde se guarda la más larga colección de “Quijotes” que yo conozco. Con los
tejados de las casas desparramados en graciosa anarquía por debajo de nosotros,
casi al alcance de la mano; con la luz cárdena del crepúsculo apagando la tarde
allá por los horizontes sin fin; con el pueblo en místico recogimiento, a punto
de recibir la noche…, uno comprendió e hizo suya la locura de don Quijote, y en
algún momento deseó tirarse a la aventura por los cielos manchegos como
defensor de entuertos a lomo de un Rocinante etéreo, rondador, inquieto y
sentimental, volando entre dos luces por la inmensa plataforma de los campos
del Toboso.
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