viernes, 25 de febrero de 2011

O C A Ñ A


Hasta hace sólo unas fechas que anduve por allí, oteando monumentos y buscando impresiones de un lado para otro, la villa de Ocaña apenas había significado para mí una leve referencia que sólo aportaba a la imaginación acaso una idea turbia, fugaz, imprecisa, sin un punto de apoyo sobre el que mantenerse en pie. Era hasta entonces la villa en la que el comendador don Rodrigo de Manrique encontró la muerte, según las famosas "Coplas" de su propio hijo; era la villa cuya picota dio pie a uno de los mejores artículos de G.A.Bécquer, y que su hermano Valeriano ilustró con un dibujo magistral; era, en fin, con referencia a tiempos más actuales, la villa toledana del famoso "penal".
La Mesa de Ocaña, comarca de la que la villa es cabecera, se extiende como una prolongación de la última Alca­rria a la que se asemeja por la condición natural del terre­no, en tanto que, por la altura, y por la climatología de la que suele gozar a lo largo del año, es tierra manchega, y así la podemos tomar en cuenta, como la inmensa portona que abre cara a las tierras del sur los campos de la Mancha.
En Ocaña, como en cualquiera de las ciudades históricas repartidas por ambas Castillas, hay que buscar meticulosamente la huella del pasado, que irá apareciendo a trechos oculta entre el sedimento de la modernidad, entre el olor a asfalto, los semáforos y el murmullo de las cafeterías. El palacio de los Duques de Frías, de estilo Isabel, que mandó construir don Gutierre de Cárdenas, aquel prohombre que negoció la boda de los Reyes Católicos, es sólo un dato a tener en cuenta a la hora de considerar la importancia de la villa; y otro lo hubo en el camino de Aranjuez, donde se hospedó siempre que pasó por Ocaña la Reina Católica, y usaron después en sus frecuen­tes viajes los reyes de la Casa de Austria; y de la época imperial, o ligeramente posterior, lo es la fábrica de la Fuente Nueva, situada en un ligero valle de extramuros.
Pero nos habremos de detener un instante en la Plaza Mayor; en una de las plazas castellanas más sonoras, mejor dispuestas, notorio monumento por sí sola a la par, y sin salvar en exceso las distancias, con las plazas mayores de Madrid o de Salamanca, por hacer referencia a dos de las más representativas de las que pueden servir de modelo sin salir de nuestra patria. Es ésta una plaza cuadrada, simétrica, señorial, soportalada, de trazado barroco, mandada construir por el rey Carlos III en 1777 y acabada cuatro años después a expensas de los fondos públicos. En dos de los lados laterales del cuadrilátero perfecto que tiene por planta, se alinean 18 arcos, y 17 en los otros dos. Como fondo a una de sus caras se levanta el edificio del ayuntamiento, con balconaje y carillón de voluminosa campana, que en algo nos recuerda al del mítico reloj madrileño de la Puerta del Sol.
Y no lejos de la Plaza Mayor, medio escondida en el centro de una plazuela que se abre a mitad de la calle de Lope de Vega, frente al teatro del mismo nombre que fue convento de Jesuitas antes de la Desamortización, continúa por los siglos la famosa picota, para mi uso, con la de Villalón de Campos en Valladolid y con la de Fuentenovilla en Guadalajara, la más monumental y artística que hay en España. A la picota de Ocaña va unido de modo inseparable aquel artículo de Bécquer que la inmortalizó como monumento: «Es alto como una mediana torre, y esbelto y delgado como una palma; el arte ojival trazó su silueta, reuniendo al más puro y ligero de sus contornos góticos los rasgos más sencillos y característicos de su graciosa ornamentación. El tiempo ha completado la obra del artista, prestando la riqueza de color y la variedad de tonos que los años dan al granito; las mutilaciones propias de las injurias de la edad contribuyen a hacerlo pintoresco». Todo sigue siendo lo mismo que cuando pasó por allí el poeta sevi­llano, con siglo y medio a sumar de deterioro, pero digna y monumental como se desprende de las líneas transcritas, dema­siado encerrada quizás, en medio de una placita que el ayunta­miento dedicó a José María de Prada, cuando pudo haberlo sido al propio Bécquer en testimonio de gratitud.
A la vera de la Calle Mayor, Avenida del Generalísimo o Carretera de Cuenca, queda en un rinconcito sombrío el conven­to de Carmelitas Descalzas de San José. Es de estilo renacen­tista con pequeño claustro y una sola nave. El cumplido epita­fio de un enterramiento que hay en el interior de la iglesia conventual, habla sobradamente de su importancia:«Aquí yacen los restos mortales de don Alonso de Ercilla y Zúñiga, caba­llero del hábito de Santiago y gentil-hombre de cámara del emperador Carlos V. Los de su hermana doña Magdalena de Zúñiga y los de su mujer, la señora doña María de Bazán, fundadora en el año 1595, de este convento de San José de la Orden de Carmelitas Descalzas de esta villa de Ocaña. Falleció en Madrid el 10 de marzo de 1603. R.I.P.». Hoy, más por la impor­tancia de quien allí está enterrado, autor de "La Arauca­na"y conquistador de Chile, que por mérito propio, el modesto convento de Carmelitas es Monumento Histórico Nacional, con todos los beneficios y consideraciones que ello le haya podido aportar. En el exterior, un juego de azulejería adosado al muro, recuerda con hermosos versos de Lope de Vega la talla humana y literaria de don Alonso de Ercilla.
Es mucho lo que todavía queda por ver y por decir de la Vicus Cuminarius romana; plaza que no fue recuperada a los árabes por las armas, sino como regalo de bodas del emir Aben-Abed al rey Alfonso VI, parte de la dote que entregó al monar­ca castellano al casarse con su hija, la princesa Zaida.
En torno a los cuatro o cinco mil habitantes debe de contar en su censo la villa de Ocaña; sin duda una de las más importantes de la Mancha toledana, en donde, a pesar de todo, y sin perder el nivel que a finales de siglo los nuevos tiem­pos señalan y requieren, aún se advierte en sus calles y rinco­nes el recio sabor de la nobleza española del XVII.
Con sus torres y sus campos de mies en la llanura, compo­nen­tes inseparables de la conocida Mesa de Ocaña, el pueblo queda allí, como cirio encendido de un pasado que no conviene olvidar.

jueves, 17 de febrero de 2011

SANTO DOMINGO DE SILOS


El arte y la historia, su influjo en el nacimiento de nuestra lengua, el canto coral en las esencias más puras y delicadas del viejo gregoriano, las torres y el claustro del monasterio, hasta su famoso ciprés, llevan cada año millares de turistas al monasterio de Silos. Santo Domingo de Silos es pueblo, como San Lorenzo del Escorial también lo es salvando las distancias, pero es sobre todo monasterio, viejo foco de cultura y de piedad con casi diez siglos sobre sus piedras nobles.
Son dos con ésta las ocasiones en las que fui a Silos. De una a otra acaso haya podido mediar una docena de años de diferencia en el tiempo. Por fuera, la imagen del pueblo ha cambiado sensiblemente; han mejorado las carreteras a su alrededor -sólo a su alrededor-, y los establecimientos de atención al turista se han duplicado por lo menos. En temporada punta, a pesar de todo, aún puede darse el caso de tener que guardar turno para conseguir plaza en los restaurantes. La fama, ahora universal, del coro de monjes del monasterio, es sobre todo lo demás un potente reclamo para llegarse a él, atravesando en cualquier dirección las tierras de Castilla. La primera vez llegué por Lerma y Covarrubias (ruta memorable); la última lo hice por Aranda de Duero en viaje de ida y vuelta en un solo día, apresurado quizás, pero posible si se toma de sol a sol una jornada de verano.
Santo Domingo de Silos es un pequeño lugar burgalés en las riberas del Arlanza con una población exigua. Sólo asistían dieciséis niños a la única escuela del pueblo cuando estuve allí. El monasterio lo es todo. El solemne edificio es de origen medieval, aunque la fábrica que en nuestro tiempo podemos ver fue reconstruida casi toda ella por Ventura Rodríguez a mediados del siglo XVIII, según el estilo de la época. Apenas el muro derecho del crucero en la iglesia abacial, y su famoso claustro, pertenecen a la primera época, al antiguo monasterio que amparó el conde Fernán González y en el que Santo Domingo fue ermitaño, abad y restaurador. Allí murió el santo taumaturgo, y allí fue enterrado en el año 1088, dentro de la iglesia iniciada y terminada por él pocos años antes. En 1835, el monasterio fue desafectado por la famosa Ley de Desamortización, y vuelta a poblar cuarenta y cinco años más tarde, es decir, en 1880, por un religioso francés llamado don Guépin, quien un buen día se hizo presente con monjes de la Orden a ocupar de nuevo el convento. Se sabe que el restaurador francés trabó amistad muy pronto con la flor de la intelectualidad de su tiempo, y que fueron varios los hombres de letras que a primeros de siglo, y hasta más tarde, pasaron por sus celdas. Ahí queda como señal perdurable de aquellas estancias el bellísimo soneto de Gerardo Diego inspirado en su famoso ciprés: "Enhiesto surtidor de sombra y sueño".
Resulta imposible -al menos para mí lo es en extremo- hacer una descripción minuciosa de la abadía tras una visita que apenas pudo durar dos horas, aun con los ojos bien abiertos y con los oídos a punto para no perder detalle de cuanto el guía suele explicar de corrido. Puesta, por tanto, la idea a reposar durante algún tiempo, es la primera impresión la que prevalece; los detalles concretos, tan fáciles de olvidar, será preciso recogerlos de aquellos apuntes tomados a vuelapluma en el cuaderno de notas, auxiliar éste de gran valor, que uno, desde antiguo, tiene por costumbre llevar siempre consigo como compañero de viaje.
El claustro del convento es de lo más perfecto que en su especie podría imaginarse. Se rodea de cuatro andares y sesenta arcadas de columnas doble, o sea, noventa y seis arcos en total con sus correspondientes capiteles, distintos todos ellos, lo que viene a ser todo un muestrario en altorrelieves, un museo completo de escultura medieval de la mejor calidad artística y en un estado de conservación prácticamente impecable. Una incidencia rara -al decir de los críticos- en el estilo románico; pues en el maravilloso aleteo de capiteles en ambas galerías del claustro, aparecen temas entrelazados de diversos motivos: de fauna fantástica, de motivos vegetales y geométricos, de escenas bíblicas, con un efecto final inimaginable; a lo que habría que añadir los relieves esquineros de las galerías: Pentecostés, la Ascensión, el sepulcro de Cristo, la incredulidad de Santo Tomás..., que en tantas ocasiones nos suelen ofrecer los tratados de arte medieval como ejemplos modélicos. Y en medio del cuidado jardín de bojes y rosales, el gigantesco ciprés, enseña centena­ria del monasterio, que a la distancia se deja ver clavado en los cielos desde todo el valle.
En los roídos arcones frailunos de la abadía aparecieron hace tiempo las famosas Glosas Silenses, magnífico punto de apoyatura para los estudiosos acerca de los orígenes de nuestro idioma; lo que invita a referirse, sólo de pasada, a la grandiosa biblioteca de Silos, con más de sesenta mil volúmenes, entre los que se cuentan algunos manuscritos de Gonzalo de Berceo, el cantor en román paladino de la vida de Santo Domingo de Silos, de San Millán de la Cogolla, de Santa Oria, títulos punteros hoy de nuestra literatura del Nuevo Mester, y monumentos de las viejas letras castellanas en cuaderna vía, que fue el estilo al uso de los monjes del siglo XIII.
La singular botica monacal fue centro de especial interés hasta hace poco, hasta hace tan sólo unas décadas en que un incendio acabó con ella. Fue sin duda una de las más importantes boticas de origen medieval de toda Europa.
Y a todo ello, a todo lo dicho y por decir que es mucho, debe añadirse en la visita a Silos el canto en vivo de los monjes benedictinos del convento; seguramente que se trata del coro más reconocido de interpretación gregoriana que hoy existe, debido a las grabaciones en disco que hace dos o tres años se hicieron célebres en todo el mundo. El público los suele aguardar puntual dentro de la iglesia para escucharlos en silencio a las horas justas del Oficio Divino, que son varias a lo largo del día. Los monjes ocupan sus escaños en el coro llegado el momento, cantan durante unos minutos y se retiran en silencio. Es el complemento a lo ya visto, lo que con un poco de imaginación, como ayuda precisa para retroceder en el tiempo, se hace imprescindible en la vista a Silos.

martes, 8 de febrero de 2011

CUENCA: PATRIMONIO DE LA HUMANIDAD


«Salimos los tres y nos dirigimos por la Carretería hasta un vetusto puente sobre el río llamado Huécar, el cual une la ciudad vieja con los arrabales. Como poseo un gran sentido topográfico, andando me enteraba de la estructura de aquella ciudad celtíbera, visigoda, arábiga o no sé qué, asentada en varios montículos rocosos. El conjunto del viejo caserío escalonado en diferentes anfiteatros, donde al parecer los cimientos de unas casas pisaban las techumbres de las otras, era de lo más pintoresco que yo había visto en mi vida».
("
De Cartago a Sagunto" Pérez Galdós)

Parecen escritas esta misma tarde las palabras del autor de los "Episodios Nacionales". Don Benito conocía Cuenca, como la conocieron después don Miguel de Unamuno, don Pío Baroja, don Eugenio D´Ors, don Camilo J. Cela , y tantos autores señeros del pasado siglo, sin contar a los de la propia Cuenca.
Hace años que los caprichos del destino arrancaron de mí el cordón umbilical que con candores de juventud me unía a la ciudad de Cuenca. Suelo andar por ella con asiduidad, no obstante. A Cuenca no es posible olvidarla. La costumbre se ha convertido en una necesidad vital para la retina y para el corazón. Acabo de llegar de Cuenca en un viaje fugaz, más rápido de lo acostumbra­do, que apenas me permitió gozar por unas horas de aquella singulari­dad suya que, pasado el tiempo, ha venido a colocarla sobre el pedestal de honor que sólo consiguen por mérito propio las ciudades más bellas del Planeta, y Cuenca lo es. Ha sido desde siempre una de las ciudades más hermosas de la Tierra, esa es la verdad, aunque ahora se le está comenzan­do a reconocer universal­mente en razón de estricta justicia.
Ocurre a veces que los pueblos, lo mismo que las personas, llevan consigo la señal de su sino como parte fundamental e inseparable de su propia esencia. Cuenca -lo saben bien los conquenses- es una ciudad marcada desde el amanecer del mismo día en que comenzó a existir, una ciudad carismática sobre la que se ha de volcar la mirada, cuando no los ojos del espíritu, que también son precisos para compren­derla; una ciudad urbanística­mente disparatada, pero sublime, un sueño de locos; novedosa donde las haya en cuanto a su trazado, y quimérica por sus rincones irrepetibles, por la situación y por la estructura de sus edificios, tantos de ellos convertidos en mito. Cuando en el resto del mundo -incluidas las grandes ciudades de los países más adelantados- el hábitat no iba más allá de las viviendas familiares de dos o tres plantas a los sumo, en algunos barrios de Cuenca la gente vivía en rascacielos, en casas superpuestas sobre las peñas con abierto desprecio al vértigo. Ahí están aún para comprobarlo, y bien que valdría la pena hacerlo.
La leyenda dice que a Cuenca la fundo Hércules en persona, único viviente capaz de imaginar y de llevar a término semejante maravilla. Aseguran otros que fue fundada el mismo día y a la misma hora que la ciudad de Roma, sin que haya podido saberse quién fue en realidad su verdadero artífice. La Historia, más rigurosa en sus apreciaciones y más difícil de convencer, parece no estar en todo de acuerdo con el origen mitológico que, de una manera u otra, le atribuye la fábula. Se cree que fueron los moros los primeros que se establecieron entre las hoces de una forma estable y organizada, dando lugar a aquella primera Cunca que nos presentan los estudiosos situada en las alturas, y que a medida que iba avanzando la Reconquista, crecía de arriba hacia abajo partiendo del cerro del Castillo.
Debido a su peculiar situación, y a toda esa serie de encantos adheridos que la entornan: aire, agua y piedra, y de los que jamás habrá que considerar extraño al paisaje, sino por el contrario muy principal, Cuenca es una ciudad naturalmente hermosa. La princesa Zaida, hija del moro Almutamid, prisionera, concubina, y esposa después del rey Alfonso VI, tuvo a Cuenca -no falta de razón- como el más valioso tesoro de su dote.
Han pasado los siglos, ocho o más desde que Cuenca tomó categoría de ciudad importante. En ella siguen comandando sobre vidas y haciendas los soberbios crestones de piedra, los violentos roquedales de su contorno, las aguas verdes de sus ríos con olor a sierra, en perfecta simbiosis con el ser y el hacer de la ciudad vieja; no podía ser menos. Los conquenses de muchos siglos atrás fueron moldeando la metrópoli con arreglo al abstracto escenario de sus hoces y a la espina pedregosa que quedaba entre ellas, lomera informe sobre la que Cuenca se fue derramando, siglo a siglo, hasta caer, ya en su final, sobre el valle del Júcar, donde encontraron sitio -ancha es Castilla- las modernas industrias y los barrios discordes surgidos al amor del progreso durante los últimos cincuenta años. Siempre, eso sí, con la ciudad histórica y monumental sobre los hombros que amparan, a un lado y a otro, los cortes vertiginosos abiertos bajo los farallones de caliza que salvaguardan desde la altura, como testas de sus dioses penates, los cauces de los ríos.
A distancia, sobre el arracimado caserío de la Cuenca mora, judía, medieval, renacentista y barroca, de los añosos callejones en cuesta, destaca el emblemático torreón de Mangana, desde donde en tiempos lejanos rezó a gritos el muecín, y más tarde fue contando, una por una, las horas en calma de la ciudad el reloj más familiar y más reconocido de los conquenses, cuyas campanadas se multiplican por dos, o por diez, al restallar en el silencio de la noche su son metálico contra las peñas de la hoz para que el eco las devuelva y juegue con ellas.
A paso lento, pero pisando sobre la base firme de sus visiones irrepetibles, la vieja Cuenca ha comenzado a despertar de aquel letargo que le duró siglos. El escondido joyel de la Castilla de leyenda, donde el pasado y el presente se combinan maravillosamente, prevalece intacto, como si el tiempo no hubiera corrido, atenién­dose siempre con rigor a la primera condición con la que fue creada: los caprichos de la madre Naturaleza, principal razón de la Cuenca única; hoy, patrimonio de todos los hombres.