lunes, 31 de enero de 2011

CAMPO DE MONTIEL: VILLANUEVA DE LOS INFANTES



El motivo principal de este periplo por tierras manchegas, no ha sido otro que el de aportar un capítulo más a ese importante volumen que a lo largo del año se viene completando en todo el país, con ocasión del cuarto centenario de la publicación de la primera parte de la principal de cuantas obras narrativas se hayan escrito en el mundo: “El Quijote” de Miguel de Cervantes. El viaje por tierras manchegas de más de un centenar de escritores de viajes, organizado por la Federación Española de Periodistas y Escritores de Turismo, procedentes de varios países, incluido China, ha venido a ser, debido a su posterior repercusión, un sonoro aldabonazo en favor de la más universal de las novelas escritas hasta el día de hoy, de su autor, y sobre todo de la tierra que éste tomó como escenario.
El Campo de Montiel es una de las comarcas más representativas que tiene La Mancha. A medida que uno se va adentrando en el Campo de Montiel, la llanura manchega se comienza a ondular, se agría, empiezan a aparecer las primeras estribaciones que alcanzarán como remate la mismísima Sierra Morena poco más allá, donde el Hidalgo Manchego vivió algunas de sus aventuras más curiosas. Y entre los campos de viñedo en plena recolección, salpicando con sus torres galanas y sus paredes blancas el augusto paisaje, los pueblos manchegos famosos no sólo por sus buenos vinos -que de verdad lo son-, sino por su historia, su elegante señorío, y por la repercusión que de una manera u otra tuvieron en la literatura nacional desde tiempos muy antiguos: Valdepeñas, Ossa de Montiel, Villanueva de los Infantes, Ruidera, son algunos de los lugares que, durante los tres días que duró el Congreso, hemos podido visitar el nutrido grupo de asistentes, partiendo siempre de la histórica villa de Almagro, donde en horario de mañana tuvieron lugar las sesiones.

La Cueva de Montesinos, a cinco kilómetros de distancia de Ossa de Montiel, es uno de los lugares mejor marcados de la obra cervantina. Se encuentra en medio de un bosque claro de encinar y de sabinas, perfectamente socorrida por indicadores, paneles ilustrativos y toda clase de motivos relacionados con la sorprendente aventura, que según la novela tocó vivir en su mundo de alucinaciones al bueno de don Alonso Quijano.
Se nos dio la oportunidad de bajar en grupos de veinte hasta el fondo de la cueva. Su profundidad puede estar en torno a los treinta metros desde la entrada hasta el sitio al que está permitido bajar, caminado lentamente en un incómodo zig-zag ayudados con linternas. Temperatura bajísima, centenares de murciélagos asidos a las paredes húmedas, y en el ambiente, al que no es ajena la imaginación, la memoria del Hidalgo bajando pendiente de una cuerda, y del sabio Merlín, aquel que en aquella cerrada oscuridad encanto a “la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora en el mundo de los vivos y en la provincia de La Mancha las llaman las Lagunas de Ruidera”. No todo el mundo se aventuró a bajar hasta el fondo de la cueva de los encantamientos. Resulta difícil. Los demás lo hicimos por poder decir, si alguna vez se presenta la ocasión, que no sólo hemos estado en la Cueva de Montesinos, sino que hemos bajado a ella, lo que, además, supone una nueva visión de la lectura de “El Quijote” en esos dos capítulos de la segunda parte en los que se da cuenta de la tal aventura. A la salida comenzaba a anochecer; un sol carmesí teñía el horizonte sobre las copas de las encinas.
Las Lagunas de Ruidera tuvimos que conformarnos en avistarlas de paso, entre dos luces por la ventanilla del autobús. La tarde no dio para tanto. El paraje en torno a las quince lagunas es otro de los muchos paraísos que, dentro de su variedad, se reparten a todo lo largo y ancho de la región castellano-manchega. La chica que nos sirvió de guía dijo que estaban desconocidas, que la brutal sequía sufrida durante los últimos meses comenzaba a hacer estragos.

Esta villa manchega, situada al este de la provincia de Ciudad Real, es la capital del Campo de Montiel desde el año 1573 en que le otorgó dicho título el rey Felipe II; pero antes se llamó Jumila, a partir de que unas cuantas familias judías la volvieran a levantar después de haber sido destruida por los árabes la primitiva Anticuaria Augusta, fundada por un liberto romano llamado Marco Ulpio Gregario. Los Infantes de Aragón la independizaron de la villa de Montiel en el siglo XV, siendo esa la razón por la que se le llamó Infantes, con el apelativo de Villanueva una vez conseguida su independencia.
Sería mucho lo que habría que hablar del pasado de esta importante ciudad de la Mancha, y del que son testimonio vivo los muchos palacios, iglesias y conventos que todavía conserva, y de los que apenas contaríamos con espacio suficiente para decir sus nombres, rehusando detenernos en su Plaza Mayor y hacer referencia, aunque breve, de los cuatro o cinco más importantes de ese par de docenas que se pueden contar.
Es clave entre los monumentos de Villanueva de los Infantes el convento de Santo Domingo, hoy magnífica hospedería. Se fundó en 1526 y se desamortizó en 1844. En este convento se conserva, y se muestra al público que lo desee, la celda en la que pasó la última etapa de su vida y murió Francisco de Quevedo el 8 de septiembre de 1645.
Villanueva de los Infantes ha sido siempre famosa por su Plaza Mayor, que sin duda es una de las más bellas que hay en España. Al amparo de una generosa iluminación en los edificios que la circundan, destaca su extraordinaria grandiosidad de manera diferente a otras plazas de la comarca manchega. Nobles edificios de piedra ocre, balcones y galerías corridas, soportales de arcadas neoclásicas, rodean la fachada principal de la iglesia de San Andrés de estilo herreriano. Y a partir de la plaza, caminado siempre en línea recta por la calle de Cervantes -la Gran Vía de los monumentos, que alguien le dio en llamar-, palacios y más palacios en una y otra acera: el de Rebuelta; el de Melgarejo; la que fuera casa-cuartel de los caballeros de Santiago; el palacio del Marqués de Camacho; la Casa del Caballero del Verde Gabán, descrita por Cervantes en el capítulo XVIII de la segunda parte del Quijote; y por otras calles más en torno a la plaza: la Alhóndiga o Casa de Contratación, que también sirvió de cárcel; el palacio de los Ballesteros; la Casa del Arco; y otras muchas más, todas con magníficas portadas y los correspondientes escudos, que harían la lista más larga de lo que ya lo es.
Si algún día decides darte una vuelta por allí, amigo lector, cosa que te aconsejo, dedica unos minutos de tu visita en el viaje de regreso a conocer la extraordinaria plaza porticada y la iglesia del Cristo en el pueblo de San Carlos del Valle; bellísimo conjunto barroco de principio del siglo XVIII, declarado Monumento Nacional, y detalle muy a tener en cuenta a la hora de conocer las mil maravillas de nuestra región en su conjunto, cosa que, cuando menos, deberemos empezar, pese a la distancia, a considerar como algo nuestro.
Después de la muerte de Francisco de Quevedo, sus restos permanecieron enterrados en la iglesia de San Andrés de Villanueva de los Infantes durante casi dos siglos, hasta que, revueltos con otros huesos de varios personajes allí enterrados, se enviaron a Madrid metidos en un cajón de tablas de la Tabacalera pintado de rojo, con el fin de ser enterrados en sitio mejor, en el Panteón de Hombres Ilustres anexo a la Basílica de Atocha; pero por falta de presupuesto para un entierro digno, el cajón permaneció abandonado durante varios años encima de un armario en el Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, que los había mandado llevar. Pasado ese tiempo se pensó devolverlos a su lugar de origen, como así se hizo. Nuevo olvido del cajón que contenía los restos, ahora en el interior de un armario, hasta que un funcionario municipal lo comunicó a las autoridades de Infantes que decidieron volverlos a enterrar en la misma iglesia. Al segundo entierro asistieron dos de los miembros del cabildo de la iglesia de San Andrés y sólo tres personas más como acompañantes: don Nicolás Verdaguer, notario de Barcelona; su padre, que antes lo fue notario de Villanueva de los Infantes, y un hermano suyo. Era el año 1920 cuando Quevedo, o lo que se suponía que en el cajón habría de él, fue enterrado por segunda vez en una humilde sepultura dentro de la misma iglesia de la que habían salido.

2 comentarios:

  1. Amigo José como siempre un gran post, por cierto me ha encantado tu artículo sobre los políticos publicado en un Diario guadalajareño.

    Un saludo cordial desde Valencia.

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  2. Muchas gracias, Oscar. Resulta grato contar con amigos que siempre miran con buenos ojos.

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