martes, 28 de septiembre de 2010

ORIHUELA DEL TREMEDAL



Orihuela del Tremedal es un pueblo blanco, con aire andaluz o valenciano, con bastantes calles y la plaza con una fuente en medio. En un cerro próximo se alza un famoso santuario, quemado por los franceses en tiempo de la guerra de la Independencia. Los tremedales o tembladeras son lugares cenagosos de turbas, que tiemblan y engañan, pues parecen firmes, y en ellos puede desaparecer a veces hasta un hombre a caballo.
(Pío Baroja, "La nave de los locos")

Acabo de dejar atrás la provincia de Guadalajara y el campo sigue igual, montañoso y abrupto. Las últimas propiedades del pueblo de Orea, el nacimiento del río Cabrillas y la Peña de la Gallina -el punto más elevado de estos confines del Señorío- se han quedado al margen cuando, consciente y seguro de adonde voy, sigo adelante por esta Sierra del Tremedal, una de las más pintorescas e interesantes del Sistema Ibérico, y no sé si también una de las más desconocidas, por lo menos para las gentes del centro peninsular. En este momento piso, por terreno boscoso a un lado y a otro, tierras de Teruel. Noguera, 18; Albarracín, 40, se puede leer en los indicadores de carretera que aparecen a la entrada del pueblo, de esta estupenda villa que cuenta por mérito propio como una de las más significativas e importantes del Bajo Aragón.
Orihuela del Tremedal presenta desde la entrada por la carretera de Orea una vista singular y solemne. A mano derecha, un murillo a modo de barbacana separa al pueblo de las huertas; a mano izquierda las primeras viviendas encaladas, con artística y rica rejería en las ventanas; y al fondo, arriba, tocando las nubes con su orondo chapitel de campanario aragonés, la iglesia de San Millán, que, según he sabido, se construyó bajo diseño del turolense José Martín de Aldehuela, uno de los más insignes arquitectos del siglo del barroco, y llevada a cabo por otros dos notables de su tiempo, Manuel Gilaberte y Juan Cavarría. Se comenzó en el año 1770 y cerró obras cinco años después. Estaba cerrada la puerta de la iglesia cuando subí hasta ella; treinta o más escalones de piedra de granito hasta alcanzar el pórtico. Mereció la pena. Me consta que posee un valioso retablo mayor de a finales del XVII, y un púlpito del XVIII, trabajo del escultor Manuel Collado, del que el pueblo y la feligresía se sienten orgullosos.
-Pues hombre; estando arriba, podía haber buscado al cura para que se la enseñe. Vive allí al lado. Le hubiera abierto la puerta con mucho gusto.
El río cruza por los bajos del pueblo paralelo a la calle Mayor. Pasa canalizado, y de una parte a otra se puede atravesar por medio de puentes; de tres o cuatro puentes separados no más de cien metros.
Las calles de Orihuela del Tremedal se muestran superpues­tas, como paralelas una encima de otra, dibujando perfectamente la inclinación de la ladera al mediodía sobre la que lo fueron construyendo. En el barrio alto se alza majestuosa la fábrica de la iglesia. Es en la primera de las calles a partir del río en donde quedan los establecimientos públicos, los bancos, los comercios, los bares, y un colegio de anchuroso patio al otro lado del río. En una especie de jardinillo, minúsculo y coquetón, frente por frente de la casona solar de los Franco Pérez de Liria, -la de las magníficas rejas, hoy convertida en estableci­miento bancario y en tienda de muebles-, hay una fuente con pilón abarrocado y orondo monolito que remata en un gallo de bronce. La imagen del gallo es muy frecuente en Orihuela. Aparece el gallo en el escudo municipal y lo tienen como enseña por cualquier parte. He preguntado cuál era la razón, y me han respondido que es por el nombre del río, el Gallo, el nuestro del Señorío Molinés, que, según las amables gentes de Orihuela, nace por aquellos pagos de la Sierra del Tremedal y, escondiéndose aquí, volviendo a aparecer allá, pasa a la provincia de Guadala­jara para morir en el Tajo, a la altura del Puente de San Pedro, como todos sabemos.
El gentil caballero al que pregunté por la casona de los Franco Pérez de Liria, sentía deseos de contarme más cosas. Seguro que hasta le hubiera gustado servirme de cicerone durante las dos o tres horas que anduve por el pueblo. No caí en la cuenta, pero seguro que me hubiera servido de mucho.
-¿Será usted periodista, por lo que veo? -pregunta.
-Bueno. Más o menos -le respondo.
-De aquí es un periodista muy conocido, ¿sabe?
-Tengo idea.
-Se llama Federico Jiménez Losantos.
-A quien yo admiro, leo y escucho a veces. ¿Viene mucho por aquí?
-No; no tiene tiempo. Cuando viene, enseguida se va.
- Es verdad. Yo creo que trabaja demasiado.
- ¿Usted sabe cuánto ofrecieron, pago en mano, por esa reja?
-Eso sí que no lo sé; ni me lo imagino.
-Dos millones de pesetas. No se la quisieron dar.
-Hicieron bien.
He subido hasta el santuario de la patrona de todas aquellas sierras. La información por cuanto a la distancia que me sirvió mi amigo de la calle Mayor no fue muy exacta; me habló de un kilómetro o poco más, cuando en realidad anda en torno a los cuatro, luego de un zig-zag continuo hasta llegar a él. Antes hay que pasar junto a una magnífica residencia de verano que llaman del Padre Polanco. Se encuentra el santuario sobre un tremendo peñascal, rodeado de pinos, y tiene alrededor una explanada despejada en suave ladera y un mirador desde el que se divisa, creo que sin exagerar, una gran parte de las sierras orientales del la provincia de Guadalajara y todo el Bajo Aragón hasta la mítica laguna de Gallocanta. Es difícil, salvo a mar abierto y desde la cubierta de un barco, encontrarse con un panorama tan completo, luminoso y lejano, como el que desde allí se ve. Orihuela queda en primer término, con sus tejados paralelos y de color rojizo, con sus casas blancas, con sus miles de ventanas recibiendo de frente el sol del medio día, con la iglesia de San Millán que aun en la distancia impresio­na su tamaño. El santuario de la Virgen del Tremedal data del siglo XII, si bien, el edificio que hoy podemos ver es obra de finales del XIX. Está enjalbegado de blanco todo él, salvo la piedra de la portada (tal vez del XVII) que queda a cara vista. La puerta está cerrada. Sopla el viento que sube desde los pinares de Orea; un viento frío con olor a resina. Por entre los pinos de al otro lado de la explanada se oye el canto de cien clases de pájaros. El murmullo del depósito del agua suena cuando te acercas a él, no lejos de los asaderos y de las barbacoas hechos de grandes aros concéntricos. El depósito del agua recuerda, por su forma piramidal en toscos redondeles, a la torre de Babel de las viejas enciclopedias escolares, o un panteón oriental de familia modesta.
El hotel "Los Pinares" queda en las afueras del pueblo, por donde las serrerías y la estación de servicio. Es un estableci­miento cómodo, limpio, elegante, donde sirven buen café a un precio módico y un ambiente acogedor. Sobre las paredes del salón principal hay algunas cabezas disecadas de jabalí y cuadros en madera con relieves de gran tamaño representando escenas locales, como el complejo hotelero "Montes Universales" o la aparición de la Virgen del Tremedal sobre los cielos de su santuario. Estamos a 7 kilómetros de Orea, a 51 de Molina y a 205 de Guadalajara, de donde salí de buena mañana y ahora regreso con el sol colándose por el parabrisas.

martes, 21 de septiembre de 2010

GALICIA AL OTRO LADO DEL CRISTAL


No hace mucho tuve ocasión de pasar unas jornadas en Galicia con un centenar de periodistas y escritores de turismo, miembros de la FEPET, que tuvo a bien celebrar su congreso nacional en aquella región de nuestras costas. Éramos profesionales de todas las regiones de España los que compartimos aquellas jornadas de estudio y de contemplación directa con la ciudad de Pontevedra, sorprendente, injustamente desconocida, como cuartel general de sesiones y de hospedaje.
Galicia -por lo menos para los que somos de tierra adentro- tiene la virtud de sorprender a cada paso. Las ciudades y los pueblos gallegos, sus gentes y sus rincones infinitos y diferentes; sus costumbres, vividas con la autenticidad del alma gallega como parte de la historia y del paisaje, son en aquella entrañable región toda una mística ante la que no queda otro remedio que descubrirse. Es esa Galicia para soñar, en contraste con esta tierra nuestra, tan distinta dentro del marco general de los pueblos que en cualquier dirección integran el puzle de la Península.
Lo más normal sería por mi parte hablar aquí de sus grandes ciudades: Compostela, Vigo, La Coruña, la propia Pontevedra, que, después de haberla conocido, ha cambiado en mí de manera favorable la idea que tenía de Galicia como consecuencia de otros viajes. Pero no; por el respeto que también merece lo desconocido, lo que no suele entrar en los planes del viajero, y bien que valdría la pena contar con ello, hablaré de dos lugares muy concretos que vislumbro como al otro lado del cristal, rebosantes de interés, en los que la gente no se suele detener y en los que nunca piensa. Uno de ellos, la isla de San Simón, entraba en los programas del Congreso; el otro, la pequeña ciudad de Allariz, la encontraríamos casi por casualidad en el viaje de regreso.

El pequeño paraíso de San Simón
Esta de San Simón y su vecina de San Antonio son dos islas ínfimas, unidas la una a la otra como hermanas siamesas por un puente de no más de cien metros construido en 1838. Se encuentra al fondo de la Ría de Vigo y es parte del concello de Redondela desde 1977. Le llaman la “Isla de los poetas”, porque ya en la más remota antigüedad fue cantada por Mendinyo, y porque muchos escritores y poetas han ido sucumbiendo después al encanto de su misterio. La historia, unida al paisaje, son los dos pilares sobre los que se apoya esta isla sorprendente, nunca más intensa y comprometida que la que allí se vivió a lo largo de los siglos.
Con una superficie inferior a medio kilómetro cuadrado, sombreada de eucaliptos y de boj, la isla de San Simón conoció en el siglo XII a los caballeros templarios que construyeron en ella una ermita. Durante el periodo de peste sufrido en aquellas costas a finales del siglo XVI, allí encontraron refugio los monjes del no lejano monasterio de Poio. San Simón sufrió saqueos por parte de moros y de vikingos; por allí anduvieron haciendo de las suyas los corsarios de Francis Drake, y poco después sería la armada inglesa la que convertiría las serenas aguas de su entorno en un cruzar incesante de disparos durante el hundimiento de los galerones de Rande.
Leprosería, cárcel, albergue de vacaciones, la isla ha sido escenario de las más dispares tragicomedias que a veces suele proporcionar el correr diario en la vida de los pueblos. Ahora, en horas de calma por fin, se va a dedicar a espacio eminentemente cultural. Lo que fue leprosería y prisión, será un lujoso hotel una vez acondicionados los edificios, y el resto de las construcciones, rehabilitadas también, se dedicarán a congresos y a estudios relacionados con el mar, a biblioteca y a museo. Para mi uso, se trata del más preciado paraíso de toda Galicia.

Allariz, toda un monumento
La ciudadela de Allariz, cabecera de un dilatado concello a la vera del río Arnoia, nos salió al paso, ya en la provincia de Orense, en el viaje de vuelta. Desde 1971 Allariz es Conjunto Histórico Artístico, un pueblo que muestra al que anda por sus calles la impronta de su recia personalidad. Fueron los suevos los que la fundaron con el nombre de Vila Aliarici, que gozó de los privilegios de un fuero concedido por Alfonso VII, y que Sancho IV nombró como “Llave del Reino de Galicia”, al mismo tiempo que extramuros iba tomando cuerpo una importante colonia judía.
Palacetes, casonas solar; fue en el siglo XVII cuando se levantaron los principales monumentos civiles y la mayor parte de las viviendas en piedra sillar que flanquean sus calles. Las nuevas maneras de hacer frente a la vida han convertido a la antigua villa de cultivadores y artesanos del lino con más de cincuenta talleres, de curtidores como oficio hasta épocas bien cercanas a la nuestra, en un importante enclave para el turismo, completo y variadísimo: iglesias románicas, un parque etnográfico con sus museos de tejidos y de cueros; otro de juguetes; otro de iconos con un interesante contenido en piezas únicas de carácter religioso de los siglos XII al XIX; el llamado Ecoespacio de Rexo en la parroquia de Requeixo de Valverde, con la intervención del artista vasco Agustín de Ibarrola en pinturas y esculturas sobre la roca; y en fin, su exquisita gastronomía especializada en dulces, licores y quesos, que la hacen famosa en toda la comarca. Era día de fiesta, cuando en compañía de nuestras respectivas esposas, el Dr. Herrera Casado y yo entramos en Allariz. “Festa do boi” se anunciaba en los carteles dentro de los escaparates. Fiesta del toro, conseguimos traducir, y lo hicimos bien.
La fiesta del toro se celebra en Allariz durante los diez días anteriores a la festividad del Corpus. Cientos de hombres y de mujeres de todas las edades, ataviados con ropajes de época (de judíos y de cristianos de la Baja Edad Media) organizan una procesión pagana por las principales calles del pueblo precedida de un grupo de gaiteiros, a la que siguen nutridos grupos de diferentes comisiones gremiales según el oficio de sus antepasados: tejedores, panaderos, taberneros, curtidores, llevando en andas a un muñeco de tamaño natural al que “veneran” tras de él con bailes y cantos burlescos. Una vez terminada la procesión será un toro enmaromado el que haga el recorrido por el mismo itinerario.
Se cuenta que en el siglo XIV vivía en Allariz una importante colonia judía, pudiente en lo económico, que residía confinada fuera de la ciudad en el barrio de San Esteban. Cuando llegaba la festividad del Corpus, cada año la población cristiana salía a la calle engalanada con los mejores tejidos, portando en piadosa procesión bajo palio la custodia con el Santísimo Sacramento, y viéndose en la necesidad de entrar cada año al recinto judío antes de entrar al convento. Era aquel el instante esperado por la población judía para desahogar su odio contra la manifestación cristiana, gritando e insultando a los que iban en la procesión. Un hidalgo de la villa, Xan de Ardua, hombre de profundas convicciones religiosas, decidió acabar para siempre con aquella situación de ofensa y de desorden, para lo cual se puso al frente de la procesión en el año 1317 montado a lomos de un toro enmaromado y de cumplida cornamenta, al que seguían varios de sus criados portando sobre los hombros sacos llenos de hormigas. Dicen que cuando aparecieron los judíos al otro lado de la muralla para reventar la procesión, entre cornadas y lluvia de hormigas, la población rebelde puso pies en polvorosa, sin que los enfrentamientos en fecha tan señalada se volviesen a repetir.
Con la Guerra Civil, dejó de celebrarse la “Festa do boi”, que fue recuperada muchos años después con mayor entusiasmo, pues según un importante autor gallego “El buey vive escondido en el corazón de los alaricanos”.
Ni qué decir, que a pesar de la distancia, si la ocasión se presenta, es esta villa uno de los principales enclaves de la Galicia callada, que aconsejamos anoten en su agenda.

(En la fotografía, un aspecto de la isla de San Simón)

jueves, 16 de septiembre de 2010

AYLLÓN


Salgo de las tierras de Guadalajara por los páramos de Villacadima, allá por el alto de la Rivilla en la Sierra de Grado. La tarde se presenta oscura en las vegas del Aguisejo y es casi seguro que comenzará a llover de un momento a otro. A la altura de Grado del Pico comienza a descargar después de un trueno la nube de verano. Minutos más tarde el cielo queda limpio. En Grado hay una hermosa iglesia de origen románico, con atrio cegado, media docena de arcos que no se lucen, entre los que se deja ver parte de unos capiteles que son puro modelo. Por Santibáñez, Estebanvela y Francos, la gente no sabe si salir a pasear por la carretera o esperar un rato más a que el campo se oree. Santibáñez de ayllón, con su elevada torre dieciochesca por encima de la arboleda, se me antoja al pasar un bello motivo para estampa de calendario. En Estebanvela andan de preparativos pensando en la romería a la ermita del Padre Eterno, la más famosa y multitudina­ria de toda la comarca, que cada año se celebra el domingo de la Santísima Trinidad. Más campos de frutal, más veguillas de mies sin sazonar y de arboledas a lo largo del río, y luego Ayllón. Fue esta villa cabecera de comunidad, con más de veinte pueblos de su contorno, en la antigua federación de Segovia. La conocí hace un cuarto de siglo, cuando el azote del despoblamien­to sacudía con fuerza irresistible a todos -sin excepción- los enclaves castellanos del medio rural. Veinte años después descubro que la villa ha resistido con garbo, y hasta con elegancia, el tirón de las últimas décadas. Hoy es Ayllón una ciudadela elegante, acogedora, señorial, en donde a uno se le antoja que su escaso millar de habitantes debe vivir a gusto.
Rodeo la zona céntrica y me llego hasta la antigua portada de la muralla cortando por una desviación que llaman travesía de Los Adarves. De hecho voy a entrar al pueblo bajo el doble arco de la muralla, estampado de escudos, que da paso al magnífico palacio de los Contreras, con su artística fachada isabelina, salpicada de enseñas heráldicas, con imposta a manera de alfiz labrada con oficio, y arquitos de diferentes trazados en cada una de las ventanas. Recuerdo que hace años, aún no sé cómo, alguien me llevó al palacio de don Juan Contreras. Guardo en la memoria la imagen de una habitación empapelada con materiales hechos a mano algo más que centenarios, y algunas tallas importantes en algún lugar, de entre las que quise ver una Virgen del Rosario de la escuela castellana de los Carmona. El dueño era un señor elegante, alto de estatura, entrado en edad, que me enseñó todo lo que allí había y de lo que pasado el tiempo recuerdo muy poco.
La Plaza Mayor aparece plagada de vehículos. Bajo los soporta­les de la Plaza Mayor están los bares y una buena parte de los reconocidos establecimientos comerciales de los que se abastece la villa y varios de los pueblos de su contorno. La imagen grandiosa de la Plaza Mayor es una de esas que difícilmen­te desaparecen de la memoria. La fachada del ayuntamiento es de doble arquería, restaurada, pero guardando su línea primitiva y su vieja elegancia. A mano derecha del ayuntamiento, según lo miro desde el centro de la plaza, se alza el esbelto campanario de la parroquial de Santa María, con sus múltiples vanos para las campanas calando en lo más alto la enorme paleta de sillería. A mano izquierda del ayuntamiento queda la más importante nota medieval de toda la villa: la iglesia de San Miguel, con bella portada románica de transición y ábside del mismo estilo y época. sobre la alta espadaña de la iglesia de San Miguel, la cigüeña machaca el ajo en un castañoleo que resuena por toda la plaza.
La iglesia de Santa María está precedida por sombrío jardini­llo en cuyo centro se alza una cruz de piedra. El interior de la iglesia es de nave única con crucero. Bellísimo el retablo mayor de impecables dorados, en el que distingo una imagen de San Cristobal y otra de la Madre de Dios en lugar destacado, como corresponde a la titular de la parroquia. Un cumplido coro con tramado de cancela y órgano de tubos, anoto en mi cartera como detalles más interesantes de cuanto vi en los escasos minutos que estuve en el interior del templo.
Un grupo de chiquillos se divierten chapoteando el agua de la fuente redonda de la plaza. Por la calle de San Miguel uno se pierde oteando los rincones de la villa. Las calles de Ayllón son limpias, homogéneas, señoriales, muchas de ellas franqueadas con escudos como las calles de Atienza, de Pedraza o de Santiago de Compostela. Las calles de Ayllón se llaman de San Juan, del Ángel del Alcázar, del Dr.Tapia, de Manuel de Falla, de Pellejeros, del Obispo de Vellosillo... En la plazuela del Obispo de Vellosillo está el Museo de Arte Contemporáneo y la Biblioteca Pública. El edificio es uno de los más representativos de la pasada nobleza de la villa. La fachada es toda ella un escaparate de motivos palaciegos: una portada elegante que encuadran en perfecta simetría cuatro balcones y siete escudos de piedra con diferentes motivos y tamaños. En su interior se distingue una sólida escalinata que sube desde la primera planta hasta la galería del piso alto en donde está la biblioteca.
De las iglesias más viejas y olvidadas, justo será hacer referencia a los restos románicos de la de San Juan, y a la escasa señal del siglo XII en la ermita de San Sebastián. Por un momento alcanzo a ver las ruinas del viejo convento de San Francisco, o del ex-convento, como lo reconocen en el pueblo. Se ha dicho que el convento franciscano de Ayllón lo fundó en persona el propio Francisco de Asís, tal vez en uno de los viajes que el santo hizo por España como peregrino a Compostela. Lo que sí parece hasta documentalmente cierto es que en el convento vivió alguna temporada el que fue regente de Castilla, y luego rey de Aragón, don Fernando de Antequera, quien con el condesta­ble don Alvaro de Luna -cada uno en su época-, desterrado aquí después de su primera derrota por parte de los nobles, convirtió a la villa durante el tiempo que en ella estuvo en el lugar más cortejado de Castilla, por encima incluso de la misma ciudad de Segovia. No parece pasar del turbio campo de la leyenda, pero también se ha escrito que en esta villa pasó los días de Cuaresma del año 1304 doña María de Molina, madre del rey Fernando IV, por ser uno de los pocos lugares del reino donde no le faltaría pescado durante las fechas de abstinencia que señalaba la Santa Madre Iglesia.
El sol de las ocho reaviva el espíritu emprendedor de la villa. Los patos navegan de un lado para otro bajo los puentes en las tranquilas aguas del río Aguisejo, que atraviesa el pueblo canalizado y solemne, transparente y limpio como mandan los cánones de la buena compostura. Un matrimonio de avanzada edad pasea por los jardines de junto al río, mientras que un grupito de adolescentes contemplan desde el barandal el nadar suave de los patos que se van de retirada a la caída del sol.
No es día de mercado en Ayllón. Ignoro si aún lo son, pero hace años, los días de mercado eran días de excepcional movimien­to; horas señaladas de compraventa que solían rematar -y esa fue su fama- con los jugosos asados, de los que don Dionisio Ridruejo dejó escrito en cierta ocasión que era éste «el punto de la geografía castella­na donde ese producto llega a las cimas de la sublimi­dad».
Por mi parte celebro el reencuentro con el pueblo amigo tomando cerveza fresca en un bar de los soportales. Luego dejo Ayllón con el ambiente propio de los atardeceres de un fin de semana; con su Plaza Mayor soportalada; con sus casonas ilustres, sus iglesias y sus recuer­dos.

jueves, 9 de septiembre de 2010

ALMAGRO



Ancha es Castilla; pero mucho más ancha, más luminosa, más fértil, más infinita, lo es aún por estas llanuras manchegas donde el campo no tiene fin y los caminos se estiran en carrete­ras rectas que no acaban nunca. Es difícil andar por tierras de la Mancha sin caer en los lugares comunes que la atenazan desde que Cervantes escribió El Quijote y que, para bien suyo, a pesar de su sol ardiente y de su inenarrable monotonía, o quizá por eso, se ha convertido en la más universal de las comarcas españolas.
No es mal momento éste de principios de primavera para andar por la Mancha. Los agricultores de Herencia, de Pedromuñoz, de Puerto Lápice, de Valdepeñas, sueñan con aplicar la cuchilla a la cosecha de cereal en ciernes, mientras que los racimos, todavía en embrión, buscan acomodo bajo la cruz de las cepas. Cuarteles planos sembrados de girasol, de cebada, de olivar en las laderas suaves que a menudo dibuja el campo, de vid en los grandes espacios de majolar reservados para ello, y de tarde en tarde, los molinos de viento alineados a lo largo de las colinas. Esto es la Mancha. La llanura es inmensa. Tras los campos de vid, cruzados por caminos que acaban perdiéndose en la distancia, surgen otra vez los viñedos al pie del oterillo leve de olivar que ondula el horizonte; y abajo, salpicando los campos entre los majuelos y la barbechera, las casillas blancas de guardar los aperos durante la noche, de mantener el hato a la sombra hasta la hora de la comida. Luego, otra vez la carretera recta, la autovía, el ferrocarril, y siempre la inmensa plataforma manchega que las gentes de esta tierra saben cultivar como verdaderos maestros.
Los pueblos de la Mancha son grandes; aparecen lejos unos de otros, aunque todos se dejan ver desde lo alto de los campana­rios. Por donde ahora voy, casi todos los pueblos tienen como sobrenombre el de la orden militar a la que pertenecieron, la de los calatravos: Calzada de Calatrava, Moral de Calatrava, Bolaños de Calatrava..., y a cuya cabecera, la histórica villa de Almagro, estamos a punto de llegar.


Ya estamos en Almagro. Desde fuera de sus límites es ésta una ciudad manchega conocida por sus famosas berenjenas adereza­das, por la gracia y el arte simpar de sus encajes, y por la reliquia de su Corral de Comedias que es en su género único en el mundo. Son éstos, qué duda cabe, tres de los atractivos más importantes que tiene Almagro, pero no los únicos; pues cuando uno alcanza con toda la fuerza del sol los primeros edificios, y se pone la villa entera delante de los ojos, se da cuenta de que ante todo y sobre todo Almagro es una ciudad monumental, morada retrospectiva de una raza de hidalgos manchegos al estilo de don Alonso Quijano el bueno, cuyo recuerdo convertido en piedra heráldica sobre las fachadas de sus casonas y palacetes, se aproxima al centenar, dejando a un lado la media docena de iglesias y conventos memorables, y, desde luego, la magnífica plaza acristalada que tanta fama le dio, muestra de la gran variedad del urbanismo español, en este caso con claras reminis­cencias nórdicas, debido, según me contaron, a los señores condes de Fuggfer, banqueros del emperador Carlos V, que desde la propia Almagro administraron las minas de mercurio de Almadén hace más de cuatro siglos.
Bajo los soportales de la Plaza Mayor están abiertas al público las tiendas de objetos de regalo, donde se muestran, algunos de ellos colgados de las columnas de piedra, los finos encajes de manufactura local, los platos de cerámica, los más variados objetos que la habilidad de los hombres y mujeres de la Mancha han sido capaces de imaginar y de convertir en utensilio o pieza de adorno doblando el mimbre. En uno de los extremos de la plaza, como elemento ornamental ocupando el centro de un sombrío jardín, la estatua ecuestre del adelantado de Chile don Diego de Almagro, detalle evocador en el que sus paisanos no escatimaron medios.
Pero vamos a perdernos sin un orden previsto desde la Plaza Mayor por las calles y por los vericuetos del lugar al amparo de los últimos soles del mes de abril; un sol que en los pueblos de la Mancha ya se deja sentir. Los escudos arrastran la sombra de sus relieves por el blanco encendido de las fachadas en los diferentes palacios. Las rejas vienen a ser a veces una original exposición de formas, trabajadas artísticamente en las viejas ferrerías manchegas, tal vez de la propia Almagro. Varias de las fachadas son todas ella una filigrana visual, un deleite para la vista y para la imaginación. Los palacios de los condes de Valparaíso, del señor marqués de Torremejía, de Rosales, la Casa del Prior, y otras casonas más en las que habitaron cuando la España Imperial otros tantos caballeros, son en Almagro el sello perdurable de sus grandezas ya idas. Algunas de estas fachadas manchegas encontraron réplica, cuando no sirvieron como punto de referencia, para bastantes edificios coloniales de la América descubierta por Colón, donde nombres sonoros de estas tierras tuvieron tanto que ver y que decir en asuntos de fundación y de primer urbanismo.
Hace un mes que anduve por Almagro. Los turistas se dejan ver de forma esporádica y en muy pequeños grupos por las tiendas de souvenirs de la Plaza Mayor. A mediados de agosto, cuando allí tenga lugar otra nueva edición de los Festivales de Teatro Clásico, el pueblo se llenará de ellos. Cuando los turistas recorren el pueblo cámara en ristre, gafas de sol y sombrero de lona, se detienen ante la puerta del Corral de Comedias bajo los soportales de la plaza que suelen encontrar cerrado; luego se marchan hacia la iglesia tardogótica de la Madre de Dios; hacia la de San José de estilo jesuítico, muy cerca del antiguo colegio de la Compañía de Jesús; hacia la iglesia de San Agustín del siglo XVII, y hacia el convento de la Encarnación de monjas dominicas, para acabar la ruta, bien como clientes o como meros visitantes, en el de San Francisco, que después de una restaura­ción a fondo se convirtió en Parador Nacional de Turismo, uno de los más importantes establecimientos hoteleros de toda la región manchega. Hay visitantes que se acercan hasta la ermita de las Nieves, en las afueras, fundada por decisión testamentaria de don Alvaro de Bazán, famosa por ser una muestra extraordinaria de azulejería talaverana, y por la plaza de toros anexa al santuario con el cortijo del marqués de Santa Cruz en un mismo conjunto.
Es tarde. El sol ha teñido de color sangre el horizonte y los tejados de Almagro. Los muros de cal viva reflejan la luz vespertina con resplandor de fuego. Las piedras de San Bartolomé y de la Madre de Dios parecen de oro viejo que acabará brillando por encima de las cúpulas. A medida que la tarde se va, la llanura manchega se adormece; aparecen las luces eléctricas en las esquinas de los pueblos, y se dejan ver al acercarse a ellos los letreros luminosos de los escaparates. Una ráfaga de viento sopla sobre las tierras llanas. Enseguida anochece.

jueves, 2 de septiembre de 2010

TORRECIUDAD EN EL SOMONTANO ARAGONÉS


Entre las ciento y más imágenes de la Virgen que se guardan en el muestrario de advocaciones de Torreciudad, se echa en falta la de Nuestra Señora de la Salud de Barbatona, que en el mes de mayo del año 1992 anduvo por allí como pere­grina, con más de dosmil guadalajareños y el obispo de la Diócesis, por entonces Monseñor Pla y Gandía, al frente de la nutrida peregri­nación. El santuario queda a cuatrocientos kilómetros de nuestra capital, allá por el Somontano Aragonés, pasada la ciudad de Barbastro.
De todas las regiones de España y de muchos países ex­tranje­ros, aparecen allí representaciones de la imagen patro­nal de cada uno de los sitios, y que en su día presidió los actos de culto del santuario en honor a su advocación y en reconocimiento a sus devotos, que, en el caso de Guadalajara, viajaron hasta aquellos parajes pirenaicos de forma masiva.
Es cierto que se llevó a Torreciudad la imagen auténtica, la verdadera y única imagen de Nuestra Señora de la Salud, y que, naturalmente, no se iba a dejar allí; pero así lo han hecho otras expediciones romeras que tuvieron a bien dejar como recuerdo una réplica en tamaño menor que ahora ocupa, junto a todas las demás, su lugar correspondiente en los pasillos del santuario con la carteleta explicativa al pie. No es denuncia el que se saque a colación la tal deficiencia después de tanto tiempo; se trata de una falta enmendable que a quien corresponda se le debe plantear, y hacer que llegue por el medio que se considere más oportuno la imagen de la Virgen de la Salud, si no en pequeña reproducción escultórica, sí en fotografía debidamente enmarcada, para que conste donde tiene que constar, y Guadalajara figure por derecho en donde le corresponde.
He vuelto a Torreciudad hace sólo unos meses, después de aquella romería memorable con las gentes de nuestra tierra. Dudo que existan muchos lugares tan impresionantes, tan admi­rables, tan tranquilos como aquel, a pesar de su situación en medio de una naturaleza bravía y de los cientos de visitantes que llegan a diario.
Las gentes del Somontano conocen muy bien la historia de una devoción que data de 1084, nada menos, un año antes de la reconquista de Guadalajara por Alvar Fáñez, pero que, por razones que explicaremos con brevedad, ha adquirido durante los últimos veinticinco años dimensiones universales como lugar de romerías.
La historia de Torreciudad toca tan de cerca los terrenos de lo sobrenatural, que a veces se confunde con ellos. Diga­mos que todo comenzó un día cualquiera de 1904, cuando una buena señora de Barbastro, doña Dolores Albás, acudió en peregrinación a la pequeña ermita, colocada sobre una escarpa rocosa a la vera del Alto Cinca, ahora embalse del Grado, para pedir la curación y ofrecer a la Virgen a su hijo Josemaría, de dos años de edad y desahuciado por los médicos: «Me traje­ron mis padres —solía recordar más tarde Mons. Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei—. Mi madre me llevó en sus brazos a la Virgen. Iba sentada en la caballería, no a la inglesa, sino en silla, como entonces se hacía, y pasó miedo porque era un camino muy malo».
Fue Mons. Escrivá de Balaguer quien en el año 1956 pensó en la construcción del santuario; idea en la que le secundaría un importante grupo de personas. Las obras, llevadas a cabo con el apoyo y la aportación económica de un número grande de personas, comenzaron en 1970 bajo la dirección del arquitecto Heliodoro Dols, y concluyeron cinco años más tarde. El templo se abrió al culto en el mes de julio de 1975, precisamente con el solemne funeral por el hoy Beato Josemaría, fallecido en Roma dos semanas antes.
El santuario está construido todo él con ladrillo de barro cocido puesto de manera magistral. Una torre rectiforme de treinta metros, eleva el campanario hacia las alturas. A su pie queda el templo, sin una sola columna en su interior; las capillas de los confesionarios; los pasillos abiertos en arcos hacia el paisaje de agua y montaña, con artística azuleje­ría sobre el muro en donde están representa­dos los quince misterios del rosario. A un lado el Centro de Formación Social, y al fondo, al otro lado de la amplia expla­nada, la Oficina de Información. No hay bares en todo el recinto, ni en sus alrededo­res, tampoco tiendas de objetos religiosos ni vendedores ambulantes, que de alguna manera pudieran romper el ambiente de recogimiento con el que se concibió el santuario.
Destaca en el interior del templo el magnífico retablo esculpido en alabastro, obra de Juan Mayné, cuyas dimensiones son catorce metros de alto y casi diez de ancho, y se compone de ocho grupos escultóricos divididos en tres calles, en el que se ven representadas otras tantas escenas de la vida de la Virgen. En la calle central comparten espacio preferente el óculo donde está el Sagrario, y el bellísimo camarín de Nues­tra Señora de Torreciudad rodeada de ángeles. En los montan­tes, aparecen sobre sus peanas varios patronos e intercesores del Opus Dei: Santo Tomás Moro, San Pío X, San Nicolás de Bari, el Santo Cura de Ars, Santa Catalina de Siena, San Pedro y San Pablo, además de los tres arcángeles y del Ángel Custo­dio, de los cuales era singular­mente devoto el Beato Josema­ría.
Su escasa antigüedad, pues se trata al fin y al cabo de un santuario construido durante la segunda mitad del siglo XX, justifica el que no sea demasiado conocido por el gran públi­co, como otros lo son con antigüedad de siglos. No obstante, al encontrarse situado más o menos a mitad de camino entre dos centros marianos de vieja tradición: Zaragoza y Lourdes, sí que éste de Torreciudad que hoy nos ocupa, ha servido para establecer una ruta factible de recorrer durante un fin de semana, de hito en hito, de casa en casa, bajo el amable hospedaje de la Madre de Dios.
Y para que recuerde quien, o quienes de verdad competa, insisto en que se echa en falta la imagen de Nuestra Señora de la Salud de Barbatona, entre el ciento y más de advocaciones marianas que hasta el momento completan aquel muestrario variadísimo, que tanto interesa y llama la atención de los miles de visitan­tes que cada año pasan por allí.