jueves, 2 de diciembre de 2010

LA RODA


Es tan ancha Castilla, que del uno al otro de sus extremos, los campos, las gentes, y más aún las ciudades, parecen estar contrastadas, dispares, casi como si fuesen campos y gentes de un país distinto. He visitado durante los últimos tiempos dos ciudades castellanas en las que se da esa circunstancia: Alba de Tormes en el campo de Salamanca, y La Roda, en la Mancha albaceteña del Júcar.
Uno, que hasta hace muy poco -sólo el tiempo en el que ha procurado andar por la Mancha con los ojos abiertos, seriamente y fuera de toda impresión preconcebida- creyó que las tierras de Don Quijote, y con ellas sus ciudades y pueblos más representati­vos, eran mero producto de la literatura, un acopio de tópicos y de lugares comunes donde no se podría prescindir de los molinos de viento, de los rocines huesudos y rucios bonachones, llevando a lomos de unos y de otros a caballeros y escuderos, tales cuales tomaron forma y nombre en la gloriosa mente del autor. Uno, digo, se ha dado cuenta de que los campos y los pueblos de la Mancha guardan algo de eso, y mucho más tan fuera del alcance de todos; de que no son pueblos anodinos en los que nunca ocurre nada, en los que no hay sino calles encaladas, rectas como velas, con algún que otro escudo de piedra bajo los aleros, testimonio de viejos hidalgos que de algún modo todavía dan fe de haber sido aquel, y no otro, el escenario de la inmortal novela cervanti­na.
Ahora, casi a finales de siglo y de milenio, La Roda se ofrece delante de los ojos de quien la quiera ver, como una ciudad hermosa y llena de vida, como una ciudad emprendedora y capaz que sabe afrontar de manera elegante el reto de los nuevos tiempos, echando mano a su situación, a sus posibilidades, a la más que completa serie de valores heredados que no intenta ocultar, que gusta tener a la vista, dando todo ello lugar a lo largo de los años y de los siglos a la ciudad moderna cuyos pormenores, a raíz de la última visita, guardo frescos aún en la memoria.
Estamos en la Plaza Mayor del pueblo de La Roda. Casi catorce mil son las almas que alberga su casco urbano. Es ésta una plaza informe, amplia, con una fuente en mitad y una estrella de calles que parten en todas direcciones hacia lo que fue la ciudad vieja, y por extensión hacia el pueblo nuevo, el de las industrias y los almacenes. Una de estas calles sube hacia la iglesia parro­quial de la Transfiguración, dejando a un lado la augusta fachada esquinera de los Alcañavate, obra de a finales del XVI que, según los más viejos del lugar cambiaron de sitio, piedra a piedra, cuando levantaron el nuevo edificio que tiene al otro lado de la calle; y lo hicieron tan bien, que ni siquiera se nota.
La iglesia está poco más arriba. Alguien contó que allá, por las primeras décadas del siglo XVI, se comenzó a levantar el edificio según el gusto renacentista imperante, sobre la base de un castillo medieval (el de Robda), que en 1476 mandaron demoler los Reyes Católicos. Tiene tres naves la iglesia en su interior. Su estilo sería el columnario, si es que como tal se puede admitir dentro de los clásicos estilos arquitectónicos, debido a las suntuosas columnas que sostienen los techos del edificio, al tiempo que lo tajan en naves, y en la iglesia de La Roda son tres. Un cuadro del napolitano Lucas Jordán que representa la Adoración de los Reyes, una cúpula en hemisferio llamativa por encima del crucero, y un curioso museo en las sacristías, con piezas sobre todo rescatadas de los saqueos y profanaciones de la guerra civil, se distinguen dentro del templo como motivos más justificados que reclamen una visita. En una de las capillas laterales, el rayo de luz que sale de una cornisa ilumina el rostro de un cuadro de la Virgen; es Nuestra Señora de los Remedios la que se ve representada en aquella imagen, marcada en la mejilla con un cardenal que la leyenda atribuye al impacto del cayado que le lanzó un pastorci­llo, impresionado quizás por el fuerte resplandor en el instante de su aparición, entre La Roda y el vecino lugar de Fuensanta a la vera del Júcar.
Se precian los rodenses de la extraordinaria calidad de los "miguelitos", la estrella de la repostería local. Los miguelitos son unos pasteles azucarados, de hojaldre con crema pastelera y un sabor exquisito. Cuentan que es una especialidad relativamente moderna, por lo menos tal como se presentan y con ese nombre. No hace muchos fue un pastelero de la localidad quien comenzó a elaborarlos en su pequeña industria familiar; ahora son once las fábricas que los trabajan y que se encargan de distribuir por toda España. Es posible que el nombre de La Roda sea hoy más conocido lejos de sus fronteras por los famosos miguelitos que por el resto de los valores que el pueblo tiene para ofrecer: monumentos, vinos, plazas y calles ajardinadas, industrias en activo y en proyecto...
En la Posada del Sol, que ocupa uno de los edificios más emblemáticos y más antiguos de La Roda en plena zona centro de la ciudad, dicen que Cervantes se inspiró para situar la aventura del retablo de Maese Pedro, una de las más conocidas con las que nos encontramos en su obra inmortal. Los rodenses, amantes de lo suyo como no podía ser menos, maldicen la mano despiadada que desde los estrados del poder intentan apartar a su pueblo de la imaginaria Ruta del Quijote, tal vez la más importante a escala universal de cuantas rutas literarias existen en nuestra cultura occidental, y aun en la de todo el mundo.
Uno de los bulevares que tiene en sus barrios más distingui­dos la ciudad de La Roda, se abre con un arco en el que se recuerda a uno de los más ilustres de sus hijos, el académico don Tomás Navarro Tomás; digamos que el padre de la fonética y de la dialectología españolas. Viajó a los Estados Unidos de América por sinrazones de exilio, y allí murió, en Nortampton (Massachus­sets), a la edad de noventa y cinco años, el 17 de septiembre de 1979. No es mal momento éste de la reciente visita a su pueblo natal, para rendir nuestro pequeño tributo de gratitud al autor del "Manual sobre la pronunciación española" y del "Sentimiento literario de la voz", pues, presiento que, salvo una docena de estudiosos de nuestra lengua, día llegará en el que muy pocos más lo recuerden.
El viajero, que goza paseando de aldea en aldea, de ciudad en ciudad por las anchas tierras de Castilla, encontró en La Roda un motivo excepcional para señalarla harta de contenido entre las ciudades más importantes y variadas de las muchas que asientan, desde muy lejanos tiempos, sobre la rugosa piel de la Meseta. Por extramuros, al margen de la autovía que une Madrid con alicante, y que le corre al pie, las interminables llanuras de la Mancha: trigales acabados de rasurar, vides prometedoras cuyo fruto habrá de nacer con calidad reconocida, y de vez en cuando el tapete amarillo real de los pétalos en los girasoles.

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