lunes, 1 de marzo de 2010

ALMAZAN, EN LA CASTILLA MÍSTICA Y GUERRERA


Almazán es una de las importantes ciudades castellanas de nuestro entorno a las que es posible ir y regresar de nuevo en el mismo día después de haberla visto, y bien que vale la pena. Conocía Almazán de haber cruzado alguna vez por sus orillas camino de Soria.
Cuenta la villa actualmente con una población de hecho superior a las seis mil almas. Se nota apenas entrar que es una ciudad viva, una ciudad en movimiento que cambió durante las últimas décadas aquel otro aspecto de pueblo grande de agricultores y ganaderos, por el que ahora presenta, mucho más dinámico y cosmopolita. Como "Ciudad del mueble" la anuncia un cartel en las afueras. Cuando uno se adentra, cruzando bajo el primer arco ojival en la muralla, se da cuenta de que la otra Almazán, la de las iglesias y los palacios de junto al Duero, la real villa de tan rancio abolengo en siglos pasados, también está allí, conviviendo en cordial entendimiento -porque con buena voluntad y un poco de sentido común todo es posible- con la ciudad al día, con la de las megafonías y los ordenadores, y el asfalto, y las velocidades vertiginosas, como corresponde a una plaza de su categoría donde el peso de la historia se deja sentir.
Se ve que Almazán es una ciudad de origen antiguo. Es una ciudad mora, según avisa su nombre (Al-Mahsan, el fortificado) y asegura la Historia. La repobló en 1128 el rey Alfonso el Batallador.
Acabo de pasar al centro de la ciudad bajo el arco ojival de la muralla. Estoy en la Plaza Mayor: una iglesia, un palacio, un edificio magnífico de a finales del pasado siglo con reloj concejil, otro arco en la muralla. En medio, presidiendo el espacioso y ajardinado recinto de la plaza, la estatua en bronce del más insigne de los hijos de Almazán, el jesuita teólogo en Trento Diego Laynez. La iglesia está dedicada a San Miguel y es románica, construida en el siglo XII; el palacio es el de los Hurtado de Mendoza, luego de los condes de Altamira, terminado de levantar en 1590 en su actual estructura y dentro del gusto renacentista de la época; el edificio es el del Ayuntamiento, tal vez de finales del XIX, con un balcón corrido que ocupa toda la fachada y una torreta con carillón para dar las horas, bajo la esfera del reloj aparece escrita en letras de forja la fecha de 1886 en que se debió instalar; el arco lateral en la muralla es una más de las cuatro puertas de la villa, y por la que se baja a la iglesia de Santiago, o de Jesús, que veré más tarde, y a las alamedas del Duero. A la sombra de los soportales, sentados sobre los bancos, los ancianos y los más jóvenes se resguardan del fuerte sol de la media tarde. Tras la estatua de Diego Laynez se recorta en el azul la artística torre de San Miguel, con sus ocho caras y sus ocho vanos del campanario. En el primitivo palacio de los Mendoza estuvieron durante tres meses del año 1496 los Reyes Católicos, las infantas y el príncipe don Juan que alargó la estancia por siete meses más.
La calle de Palacio es una calle antigua, limpia, evocadora. a mitad de la calle de Palacio viene a caer la portada de la iglesia románica de San Vicente, dedicada en la actualidad, según indica una placa asida al muro, a Aula de Cultura del Ayuntamiento. La encuentro cerrada a cal y canto. El ábside de la iglesia de San Vicente me ha recordado los de la Trinidad y San Gil de las iglesias de Atienza.
Por las callejas próximas doy ahora en caer en otra iglesia en servicio. Tiene todo el aspecto exterior de las iglesias castellanas del siglo XVIII. Luce, bajo el campanario y bajo la portada, un escudo episcopal en relieve. Se trata, me ha dicho el párroco, de la iglesia de San Pedro, en realidad la primera y principal parroquia de la villa. Hay en su interior un bellísimo retablo barroco, con dorados de la mejor factura y en el mejor estado de conservación.
Todavía me he quedado sin ver algunas iglesias más, como la de Santa María y el convento de la Merced. En este convento de mercedarios murió en 1648 el poeta y dramaturgo del Siglo de Oro Tirso de Molina, aquel que se formó en Alcalá y profesó en el convento de la Merced de Guadalajara, el mejor de nuestros dramaturgos en el conocimiento y tratamiento de caracteres, con un montón de obras famosas legadas gratuitamente a las gentes de su tiempo y a los que vendríamos después.
Aún he tenido tiempo para bajar, con un poco de prisa, a la iglesia octogonal de nave única que en el pueblo conocen por la de Jesús, cuando en realidad es su titular el apóstol Santiago. Tiene un curioso campanario blanco, con linterna de azulejos y de maderas deterioradas, y una magnífica portada de forja que da paso. Dentro hay ocho altares, uno en cada cara. En el altar del fondo hay una imagen de Jesús Nazareno, algo parecida al Jesús de Medinaceli, aunque no igual, y al que el pueblo profesa desde antiguo gran devoción.
De nuevo en la Plaza Mayor uno se da cuenta de que Almazán es una ciudad hermosa, con mucho que ver sin que para ello sea preciso adentrarse en los entresijos de su pasado. Detrás de la iglesia de San Miguel, en un lateral de la plaza, hay un mirador la más de oportuno que da vistas a la vega, al Almazán de las arboledas espesas "que lame el Duero" y que, inevitablemente, nos hacen recordar a don Antonio Machado, el poeta de Soria y de Castilla. Más abajo el puente sobre el río, con el contraste del intenso tráfico que aguanta sobre sus pilastras a esas horas de la tarde. Y al otro lado del puente, la Playa Artificial, la que reaviva los veranos de la villa, la playa en las aguas del Duero plagada de bañistas hasta que cierra la noche.
A la salida es aconsejable comprar, en cualquiera de los establecimientos que las anuncian, sus famosas yemas, una variedad exquisita de la repostería conventual, yemas huecas y azucaradas, que tiene su sede y asiento en la vieja Castilla, y Almazán, y Soria, no se nos olvide, quedan en su núcleo, en su mismo corazón, y como tal son y así se consideran.

(Guadalajara, septiembre de 1996)

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