martes, 9 de marzo de 2010

MEDINACELI: CASTILLA BAJO UN ARCO DE TRIUNFO



La vieja Ocilis de los árabes se airea al soplo de todos los vientos en el breve altiplano que todavía en tierras de Soria dibu­ja, a no mucha distancia del Va­lle del Jalón, la Sierra Minis­tra. El Jalón y el Henares son ríos con diferente destino que, uno al sureste y otro al noroes­te, vienen a nacer a cuatro pasos de Medina­celi.
La Medina-Ocilis de los cris­tianos se quedó sin gente en el último tercio del pasado siglo por­que a sus habitantes les dio por bajarse a vivir al barrio de la Estación, y con ellos las insti­tu­ciones y los funcionarios loca­les. Las tierras bajas y más pro­duc­tivas de la vega, la proximi­dad a la carretera nacional y al llano de las salinas, pudieron como lugar de asentamiento con más de veinte siglos de historia, lo que ha supuesto dejar el anti­guo burgo alzado sobre su peana a título de exposición, de museo, de reliquia del pasado y de resi­dencia temporal para artistas, soñadores y otros derivados de la especie humana asidos de raíz a las más nobles inclinaciones del espíritu.
He conocido Medinaceli en ho­ras intempestivas de un verano caluroso por los altos páramos castellanos. Había visto a dis­tan­cia la silueta imprecisa del arco romano en ocasiones prece­dentes, pero nunca tuve la opor­tunidad de subir hasta su misma piedra. Por fin llegó el momento y he aquí que uno cuenta en su haber de caminante con una nueva experiencia, con un nuevo elemen­to de apoyatura sobre el que ha­cer descansar su pasión por esta Castilla de nuestros antepasados.
Había leído cosas acerca de la histórica villa de Medinace­li. La consideraba una vieja ciudadela cargada de recuerdos, pero un poco dejada de la mano de Dios y más todavía de la mano de los hombres; un burguillo medieval de casonas destartaladas y palace­tes y conventos que apenas si podían sostener el peso de las cubiertas sobre la piedra tambaleante de sus muros; de mansiones señoriales selladas por encima de los dinteles de sus puertas con escudos de nobleza que han sabido burlar tan guapamente el peso de los siglos y el zarpa­zo impío y prolongado de la des­consideración. Ahora he visto que no es así, que la gente con buen sentido se volcó en favor del pueblo con obras de restaura­ción hasta conseguir de él una nueva imagen, quizá demasiado nueva con la verdad de su pasado y con lo que Medinaceli repre­senta como solar de las más antiguas civili­zaciones.
Del arco romano de Marcelo, similar en estilo a los de Septi­mio Severo y Constantino en la ciudad de Roma, y único en la Península con triple arcada, se llega hasta las murallas de po­niente atravesando el pueblo. En el maltrecho lienzo de muralla se abre una portona medieval que los vecinos de la villa conocen por la Puerta Árabe. Agujero de en­trada y de salida para nobles y campesinos, para clérigos y gue­rreros, por donde hoy nadie tran­sita y acabará por comerse el yerbazal.
En el centro mismo de Medinaceli se encuentra la Plaza Mayor, flanqueada por el añoso palacio de los duques y por el edificio sobre arcos y soportales de la vieja alhóndiga. En esta plaza se corrió hasta hace poco el "toro jubilo, o jubillo" con dos bolas de estopa y de pez en­cendidas en su cornamenta, coin­cidiendo con las fiestas otoñales de los Cuerpos Santos, que no eran otros que los de San Arca­dio, Pascasio, Eutiquiano, Probo y Paulino, martirizados en tiempo del bárbaro Genserico y que al decir de las gentes se guardaban allí, tal vez en la colegiata de Santa María cuya torre cuadrangu­lar sobresale por encima de los soportales, de los arcos y de los tejados que rodean a la plaza.
Un hombre anciano me cuenta, navegando en un mar de confusio­nes, que en aquellos campos murió el moro Almanzor, cosa que ya nos refiere la Historia, pero que no se sabe si está enterrado en el patio de la antigua alcazaba -ahora cementerio de la villa- o en el Cuarto Cerrillo fuera de las murallas; vaya usted a saber. Quien lo escucha, tampoco se en­cuentra en condi­ciones de opinar si en un sitio o en el otro, o tal vez, quizá lo más probable, en ninguno de los dos.
Aún quedan varios detalles más, registrados con fatal cali­grafía, en el cuaderno de notas que llevé a Medinaceli. Pienso que el escaso interés de los mismos, aconse­jan prescindir de ellos.
Cantalojas, verano de 2008

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