«Blancas alquerías, casi ocultas tras el verde bullón de un bosquecillo; las altas chimeneas de las máquinas de riego, amarillentas, como cirios con la punta chamuscada; Alcira, con sus casas apiñadas en la isla y desbordándose en la orilla opuesta, toda ella de un color mate de hueso, acribillada de ventanitas, como roída por una viruela de negros agujeros. Más allá Carcagente, la ciudad rival, envuelta en el cinturón de sus frondosos huertos» (Blasco Ibáñez. "Entre Naranjos")
He de confesarte, amigo lector, que me hubiera gustado contemplar el augusto panorama de la Ribera el mismo día y a la misma hora que lo contempló desde la Montanyeta del Salvador don Vicente Blasco Ibáñez. Muchas veces, tiempo después, se me perdió la vista desde la misma atalaya sobre el inmenso tapiz de los naranjales, y ahora, hace sólo unos días, he vuelto a pasar por allí. El campo es el mismo, la luz mediterránea es la misma, el esmeralda opaco de las huertas también es igual, y los amigos son los mismos: Alfonso, Ricardo, Inocencio, Bernardo...; la ciudad no, Alcira ha cambiado mucho desde que la dejé, después de haber vivido en ella una buena parte de mi segunda juventud. El insigne novelista, pintor de aquellas tierras, la conoció cuando todavía era una isla rodeada por el Júcar. Yo la conocí bastantes años después, cuando los hombres y las máquinas habían echado el río por otra parte y sobre lo que fue su cauce ya estaba construida la avenida principal de la ciudad moderna.
Es muy remoto el origen de la ciudad de Alcira; podría contarse entre los núcleos de población más antiguas de la Península de entre los que perviven. Los iberos la llamaron Sucro, y varios siglos después, tras haber sido destruida por los vándalos y vuelta a levantar por los árabes hacia el año 717, éstos la llamaron Al-Getzira Xucar (Isla del Júcar), de donde procede su nombre actual de Alcira o Alzira.
El rey Jaime I, que sentía verdadera debilidad por ella, le concedió escudo con leyenda y la tuvo, entre las otras ciudades del reino, por "la perla más fina de su corona", honroso apelativo que los alcireños de hoy siguen teniendo a gala. Sus Santos Patronos -los llaman así- son tres moros conversos, hijos de Almanzor y de Zaida, señores de Carlet, de nombre Aben Amete, Zaida y Zoraida, que el 20 de agosto del año 1180 su propio hermano mandó matar en tierras de Alcira a causa de su conversión a la fe cristiana. La ciudad los tomó como patronos y benefactores en el siglo XVI con los nombres de Bernardo, María y Gracia. Sus imágenes en piedra presiden desde 1717 las horas de la ciudad en sus casilicios, antes en el puente sobre el río, ahora en el centro mismo de la lujosa avenida que lleva su nombre, sin necesidad de haberlos cambiado de sitio.
Origen, patria y lonja de la naranja, es Alcira desde tiempo inmemorial. De su inmensa vega de naranjales y alquerías salieron, y siguen saliendo, hacia las distintas regiones de España, y aun al extranjero, las mejores naranjas de toda la ribera mediterránea, donde, sabido es, tiene sus más fuertes competidores.
De entre sus muchos monumentos conviene destacar las murallas árabes, largos lienzos todavía en pie que apenas significan una pequeña parte a título de muestra de lo que fue la Isla en tiempos de la dominación musulmana. El ruinoso monasterio jerónimo de Santa María de la Murta, situado en un valle espléndido entre las sierras del Cavall Bernat y la de Les Agulles; las iglesias de San Juan Bautista y de Santa Catalina; el palacio de Casasús y el edificio modernista del antiguo Círculo Alcireño, son entre algunos otros los detalles arquitectónicos que más sorprenden al visitante; aparte, claro está, de los modernos edificios, de seis o de diez plantas, que entornan a todo lo largo las avenidas de Luis Suñer y de los Santos Patronos, con la luminosa Plaza del Reyno como punto de intersección entre ambas.
La Semana Santa de Alcira es seguramente la principal y la más vistosa de toda la Comunidad Valenciana. En el año 1988 fue declarada de Interés Turístico Nacional, como corresponde a la gran atracción de público que acapara durante esos días, y al valor artístico de los veinticinco pasos que lucen por sus calles los casi 7000 cofrades agrupados en dieciocho hermandades distintas, entre los que es costumbre arrojar caramelos y peladillas al público observador que llena las aceras.
Como en las de los Salcillos en la ciudad de Murcia, las procesiones de la Semana Santa de Alcira se distinguen del resto de los desfiles españoles que por aquellos días recorren las calles de tantas ciudades castellanas y andaluzas. Quizá sea menos recogida que las de Zamora, Cuenca o Valladolid, y menos pomposa que las de Málaga y Sevilla; pero más auténtica, más acorde con la primera Semana Santa, la de Jerusalén al otro lado del Mediterráneo, que pintó por sus calles y senderos rodeados de palmerales, de naranjos y chumberas, el cuadro más real de la Pasión de Cristo que jamás se haya pintado.
Pero si la Semana Santa es para aquella ciudad levantina su Semana Mayor, su fiesta grande es la semana de fallas. Segunda ciudad del mundo en importancia fallera, si contamos el número de monumentos de cartón que se plantan en sus calles y avenidas durante aquellas fechas, sesenta y ocho entre mayores e infantiles, que nada tienen que envidiar en tamaño, en valores artísticos y en mordiente de crítica, a las cuatrocientas que se plantan en la capital de Valencia. Todo ello sin contar los muchos actos de carácter artístico y cultural que las comisiones falleras llevan consigo a lo largo del año: desfiles, exposiciones de pintura, conciertos de música, edición de libros...
Si deseas, amigo lector, contemplar con tus propios ojos la belleza sublime de la mujer española, fuera de todo mito, de todo acatamiento folclórico-cañí al que tan dados somos, puedes pasarte por allí durante estos días, todavía tienes tiempo de hacerlo. Alcira, la más delicada de las perlas que adornaron la corona del rey Conquistador, anda en estos momentos envuelta en estruendo de pólvora, en colores y oropel de cintas y peinetas, en música a son del inmortal pasodoble de Serrano, "El Fallero". Dentro de unos días, con la noche bien cerrada sobre toda la ciudad y toda la Ribera, al filo de las doce, arderá en llamas entre sollozos de juventud y lágrimas veladas de algunos ojos bonitos.
He de confesarte, amigo lector, que me hubiera gustado contemplar el augusto panorama de la Ribera el mismo día y a la misma hora que lo contempló desde la Montanyeta del Salvador don Vicente Blasco Ibáñez. Muchas veces, tiempo después, se me perdió la vista desde la misma atalaya sobre el inmenso tapiz de los naranjales, y ahora, hace sólo unos días, he vuelto a pasar por allí. El campo es el mismo, la luz mediterránea es la misma, el esmeralda opaco de las huertas también es igual, y los amigos son los mismos: Alfonso, Ricardo, Inocencio, Bernardo...; la ciudad no, Alcira ha cambiado mucho desde que la dejé, después de haber vivido en ella una buena parte de mi segunda juventud. El insigne novelista, pintor de aquellas tierras, la conoció cuando todavía era una isla rodeada por el Júcar. Yo la conocí bastantes años después, cuando los hombres y las máquinas habían echado el río por otra parte y sobre lo que fue su cauce ya estaba construida la avenida principal de la ciudad moderna.
Es muy remoto el origen de la ciudad de Alcira; podría contarse entre los núcleos de población más antiguas de la Península de entre los que perviven. Los iberos la llamaron Sucro, y varios siglos después, tras haber sido destruida por los vándalos y vuelta a levantar por los árabes hacia el año 717, éstos la llamaron Al-Getzira Xucar (Isla del Júcar), de donde procede su nombre actual de Alcira o Alzira.
El rey Jaime I, que sentía verdadera debilidad por ella, le concedió escudo con leyenda y la tuvo, entre las otras ciudades del reino, por "la perla más fina de su corona", honroso apelativo que los alcireños de hoy siguen teniendo a gala. Sus Santos Patronos -los llaman así- son tres moros conversos, hijos de Almanzor y de Zaida, señores de Carlet, de nombre Aben Amete, Zaida y Zoraida, que el 20 de agosto del año 1180 su propio hermano mandó matar en tierras de Alcira a causa de su conversión a la fe cristiana. La ciudad los tomó como patronos y benefactores en el siglo XVI con los nombres de Bernardo, María y Gracia. Sus imágenes en piedra presiden desde 1717 las horas de la ciudad en sus casilicios, antes en el puente sobre el río, ahora en el centro mismo de la lujosa avenida que lleva su nombre, sin necesidad de haberlos cambiado de sitio.
Origen, patria y lonja de la naranja, es Alcira desde tiempo inmemorial. De su inmensa vega de naranjales y alquerías salieron, y siguen saliendo, hacia las distintas regiones de España, y aun al extranjero, las mejores naranjas de toda la ribera mediterránea, donde, sabido es, tiene sus más fuertes competidores.
De entre sus muchos monumentos conviene destacar las murallas árabes, largos lienzos todavía en pie que apenas significan una pequeña parte a título de muestra de lo que fue la Isla en tiempos de la dominación musulmana. El ruinoso monasterio jerónimo de Santa María de la Murta, situado en un valle espléndido entre las sierras del Cavall Bernat y la de Les Agulles; las iglesias de San Juan Bautista y de Santa Catalina; el palacio de Casasús y el edificio modernista del antiguo Círculo Alcireño, son entre algunos otros los detalles arquitectónicos que más sorprenden al visitante; aparte, claro está, de los modernos edificios, de seis o de diez plantas, que entornan a todo lo largo las avenidas de Luis Suñer y de los Santos Patronos, con la luminosa Plaza del Reyno como punto de intersección entre ambas.
La Semana Santa de Alcira es seguramente la principal y la más vistosa de toda la Comunidad Valenciana. En el año 1988 fue declarada de Interés Turístico Nacional, como corresponde a la gran atracción de público que acapara durante esos días, y al valor artístico de los veinticinco pasos que lucen por sus calles los casi 7000 cofrades agrupados en dieciocho hermandades distintas, entre los que es costumbre arrojar caramelos y peladillas al público observador que llena las aceras.
Como en las de los Salcillos en la ciudad de Murcia, las procesiones de la Semana Santa de Alcira se distinguen del resto de los desfiles españoles que por aquellos días recorren las calles de tantas ciudades castellanas y andaluzas. Quizá sea menos recogida que las de Zamora, Cuenca o Valladolid, y menos pomposa que las de Málaga y Sevilla; pero más auténtica, más acorde con la primera Semana Santa, la de Jerusalén al otro lado del Mediterráneo, que pintó por sus calles y senderos rodeados de palmerales, de naranjos y chumberas, el cuadro más real de la Pasión de Cristo que jamás se haya pintado.
Pero si la Semana Santa es para aquella ciudad levantina su Semana Mayor, su fiesta grande es la semana de fallas. Segunda ciudad del mundo en importancia fallera, si contamos el número de monumentos de cartón que se plantan en sus calles y avenidas durante aquellas fechas, sesenta y ocho entre mayores e infantiles, que nada tienen que envidiar en tamaño, en valores artísticos y en mordiente de crítica, a las cuatrocientas que se plantan en la capital de Valencia. Todo ello sin contar los muchos actos de carácter artístico y cultural que las comisiones falleras llevan consigo a lo largo del año: desfiles, exposiciones de pintura, conciertos de música, edición de libros...
Si deseas, amigo lector, contemplar con tus propios ojos la belleza sublime de la mujer española, fuera de todo mito, de todo acatamiento folclórico-cañí al que tan dados somos, puedes pasarte por allí durante estos días, todavía tienes tiempo de hacerlo. Alcira, la más delicada de las perlas que adornaron la corona del rey Conquistador, anda en estos momentos envuelta en estruendo de pólvora, en colores y oropel de cintas y peinetas, en música a son del inmortal pasodoble de Serrano, "El Fallero". Dentro de unos días, con la noche bien cerrada sobre toda la ciudad y toda la Ribera, al filo de las doce, arderá en llamas entre sollozos de juventud y lágrimas veladas de algunos ojos bonitos.
He enlazado este articulo en la web de fallacaminou.net
ResponderEliminarla Falleras de la foto son Maria Vila y Blanca Carrascosa en la presentación del la falla de 1998