martes, 27 de diciembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XX) L E R M A (Burgos)

        
         El haber sido durante veinte años (de 1598 a 1618) la capital del Estado más poderoso de la Tierra, adorna a esta bellísima villa burgalesa de una importancia histórica que rara vez se le suele dar. A esa misma situación con la que la Historia quiso marcarla a partir del siglo XVII, se debe añadir el poso que dejó sobre ella para la posteridad la tal circunstancia, y que ha llegado hasta nosotros en una docena de monumentos que la España turística de los últimos cincuenta años ha dado en descubrir y en dedicarle el interés y la importancia que merece.
         Fue don Francisco de Rojas y Sandoval, más conocido en los primeros tiempos de la llamada decadencia española como el Duque de Lerma, su verdadero impulsor; digamos que algo así como el creador y padre de la villa moderna, de esta villa situada sobre una colina que domina el valle del Arlanza, y de la que todavía no he conseguido sacudir del paño de mis re­cuerdos la gratísima impresión que me produjo. Diría que el español medio, abierto más o menos al arte y a la historia de nuestro país, es deudor de un detalle de reconocimiento y desagravio con la villa de Lerma. La gente suele (solemos) hacer un giro a sus mismos pies, y dejarla a un lado como hito en el camino, cuando viaja por la ancha Castilla hacia aque­llos otros motivos de atracción que la comarca esconde por allí, algo más adelante. A Silos y a Covarrubias me refiero; sobre cuyo interés pensando en el visitante resulta innecesa­rio insistir.
                   Lerma -chapiteles, pináculos, espadañas al aire de sus conventos e iglesias- se está dando a conocer con todos los méritos del mundo. Durante los meses de verano, sobre todo, es un deambular constante de turistas -españoles en su inmensa mayoría- los que andan por allí recorriendo sus calles, los que se sorprenden a diario ante aquel rosario de monumentos, de nombres famosos de personajes que pasaron por allí y que cualquier rincón nos mueve a recordar; de gentes que vienen y van, que compran baratijas de recuerdo en sus establecimien­tos, que almuerzan en la media docena de restaurantes abiertos al público durante los últimos años a la vista del despertar masivo de gentes interesadas por entrar, con los ojos y con el corazón, en aquellos lugares, casi míticos, que a poco les suena como un rescoldo de los viejos textos de bachiller, a punto de apagarse en los pliegues de la memoria.


         Lerma -chapiteles, pináculos, espadañas al aire de sus conventos e iglesias- se está dando a conocer con todos los méritos del mundo. Durante los meses de verano, sobre todo, es un deambular constante de turistas -españoles en su inmensa mayoría- los que andan por allí recorriendo sus calles, los que se sorprenden a diario ante aquel rosario de monumentos, de nombres famosos de personajes que pasaron por allí y que cualquier rincón nos mueve a recordar; de gentes que vienen y van, que compran baratijas de recuerdo en sus establecimien­tos, que almuerzan en la media docena de restaurantes abiertos al público durante los últimos años a la vista del despertar masivo de gentes interesadas por entrar, con los ojos y con el corazón, en aquellos lugares, casi míticos, que a poco les suena como un rescoldo de los viejos textos de bachiller, a punto de apagarse en los pliegues de la memoria.
         Hemos llegado a Lerma a media mañana. La parte nueva de la villa, que coincide con ambos arcenes de la carretera que nos introduce, está dedicada de manera casi exclusiva al servicio del turista. Es allí donde se han ido instalando, uno a continuación de otro, los restaurantes, con sus toldos y veladores sobre la acera. Arriba destaca el solemne torreón, al gusto herreriano, de la colegial de San Pedro, el más llamativo a primera vista de los legados que el Duque dejó como recuerdo a la villa que fue cabecera de su casa y terri­torios.
         Se sube hacia la ciudad vieja bajo un arco inmenso, situado entre dos cubos de torreón cilíndricos que fueron puerta de acceso a la primitiva villa medieval y luego sirvie­ron de cárcel. Al instante el barrio antiguo, anterior al Lerma ducal del siglo XVII, donde quedan, entre otras, la calle de José Zorrilla, en la que tuvo casa propia el célebre poeta romántico autor del Tenorio y que todavía se conserva. Cuenta la villa -no podía ser menos- con su buen nombre y tratamiento distinguido en la literatura española del Siglo de Oro, el siglo del Duque. La escogió Lope de Vega como escena­rio para una de sus obras más recordadas: "La burgalesa de Lerma", en la que reconoce a la villa de su tiempo con el apelativo de La Galana.
         Pero sigamos calles arriba. La Plaza de Santa Clara, en la que se encuentra el convento de religiosas franciscanas Clarisas, es casi toda ella un cuidado jardín que tiene en mitad, no como en otras partes el monumento a su memoria, sino la tumba de don Jerónimo Merino Cob, el “Cura Merino”, famoso guerrillero de la Guerra de la Independencia contra la france­sada, cuyos restos mortales se guardan allí protegidos por rejas, desde la primavera del año 1968. Al fondo de esa misma plaza, los arcos del pasadizo volandero que sirve de mirador (espectacular visión) sobre la ancha vega del Arlanza.



         No lejos de la Plaza Mayor, cuadrada, extensa, soportala­da en una de sus cuatro caras, con el palacio ducal como motivo de fondo. La Plaza Mayor, como había de ser la Plaza Ducal de todo un estado, se trazó y se construyó a gusto del Duque. El palacio anda por estas fechas en obras de restaura­ción. Quieren devolverle toda la prestancia y la elegancia primitiva que le dio don Francisco de Rojas Carvajal cuando fue valido del rey Felipe III. Domina la fachada del palacio la plaza entera. La superficie total del edificio supera los tres mil metros cuadrados, y de lo que pudo ser su interior nos dan idea las doscientas diez ventanas y los treinta y cinco balcones exteriores que tuvo. Los escudos de armas de Sandoval y Rojas figuran en lugar preferente sobre la portona principal del edificio; también en tantos muros nobles de iglesias y conventos repartidos por todo el casco antiguo de la villa. Fue erigido el palacio entre los años 1601 y 1617 por Francisco de Mora, sobre el solar de un castillo en rui­nas.

         Es mucho más, y todo ello digno de ser visto, lo que ofrece al visitante la villa de Lerma. Por supuesto damos que esta especie de crónica viajera no pretende ser una guía de turismo, ni siquiera una invitación interesada a nuestros lectores para que tomen su vehículo y se pasen por allí; no. Creo, más bien, que estas tierras nuestras -y en ellas se incluye de manera muy especial todo el centro de España- fueron médula de nuestra historia común, y hoy, querámoslo o no, las vemos un poco echadas al olvido por parte de todos; más en lo que se refiere al medio rural por toda Castilla. Y la tenemos ahí, galana y magnífica, como la propia Lerma, como Pastrana, como Medinaceli, o Chinchón, o Campo de Criptana, o Arévalo, o Belmonte, cuentas de ese rosario interminable de pueblos y villas castellanas en las que (la frase suena a pensamiento del noventa y ocho) uno siente latir, vivo pero cansado, el corazón de España.

jueves, 8 de diciembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XIX): LOECHES (Madrid)


       
  No está Loeches tan lejos de nosotros como para que, al menos para mí, haya sido hasta hoy una villa desconocida. Había pasado muchas veces por sus orillas, cruzando desde Alcalá de Henares a la Nacional III por Arganda, pero jamás saqué un minuto de tiempo para conocerla, para andar por ella.
         Loeches es pueblo de paso por su situación, asentado en un terreno árido y de poca fortuna. Después de haber estado en él, pienso además que es un pueblo adormilado, escondido un poco en el refugio de su propia identidad como el buen paño, pero que, también como el buen paño, corre el riesgo de su deterioro por inacción, por falta de ese oxígeno vitalizador que necesitan las cosas, y que deben tomar, claro está, con la debida cautela y en dosis justas.
         La villa de Loeches es un lugar de contrastes: calles planas y cuestudas; viviendas cómodas de moderna estampa y recias casonas encaladas de primeros del siglo XX; viejitas silenciosas sentadas a la sombra de los portales y niños que gritan al sol y corren en bicicleta; pueblo y ciudad; el hoy y el ayer sobre un mismo tapete; balcones floreados de colorines y paredones roídos sosteniendo algún escudo de piedra; terraza de bar y chapitel de monasterio.
         Acabamos de estrenar el otoño y en Loeches aún hace calor. El hombre del quiosco, bajito él y de escueto parlamento, me ha dicho que no tiene postales para vender, que vaya al estanco.
         -¿Y dónde es el estanco?
         -Allí.

         El allí del hombre del estanco está justo al otro lado de la plaza. La señora del estanco es más expresiva, más servicial, más amable. Se nota que la señora del estanco está acostumbrada a tratar con el público y a que le pregunten qué es lo más interesante que tiene el pueblo.
         -El convento. Lo más interesante que hay en Loeches es el convento. Mucha gente viene a verlo aposta desde muy lejos. No siempre se puede ver, porque las monjas son de clausura y la mujer que lo enseña no tiene un horario fijo. A veces hay que avisarle para que suba.
         -¿Queda cerca de aquí?
         -Sí; aquí no hay nada lejos. Pueden ir en coche; y a pie subiendo por aquellas calles de enfrente. Enseguida se ve la torre.
         Efectivamente, desde la plaza de Loeches, se llega en seguida al convento de Dominicas, cuyo majestuoso chapitel plomizo se alcanza a ver muy pronto, apenas subir las primeras calles. Luego es el sentido común el que te va acercando hasta el sorprendente edificio barroco, copia exacta o reproducción, por lo menos en la fachada, del convento de la Encarnación de Madrid, obra maestra, como tantas más que aún testifican su calidad de magnífico arquitecto, de Juan Gómez de Mora y de su discípulo Alonso Carbonell.
         Este bello monumento que tengo frente a mí, y al que procuraré entrar si me fuera posible, lo fundó don Gaspar de Guzmán y Pimentel, valido de Felipe IV, y su esposa doña Inés de Zúñiga, condeduques de Olivares, duques de San Lucar la Mayor, de Medina de las Torres y marqueses de Eliche. Lo mandó edificar para su propio enterramiento y para el de los suyos, y quiso que fuera regentado por Dominicas por ser don Gaspar descendiente de  Santo Domingo.
         Un largo corredor acolumnado nos lleva hasta la estancia sombría y silenciosa en la que se encuentra el torno de las religiosas. A través del torno, las madres sirven postales, recuerdos y cajitas de golosinas o repostería conventual en cuyo arte son maestras.
         -Fotografías no se pueden hacer en el panteón. Los señores duques lo tienen prohibido.
         Los fundadores colmaron el convento y el palacio anexo de pinturas extraordinarias de Rubens, de Tiziano, de Tintoretto y no sé de cuántas maravillas más que ahora son historia. Se las llevaron los franceses cuando la Guerra e la Independencia con un enorme cargamento de candelabros de plata, de orfebrería y de ornamentos sagrados. Los lienzos de Rubens han sido sustituidos por frescos, bellísimos también, de Fernando Calderón, sobre los motivos religiosos que representaban aquellos robados y de cuyo paradero nadie sabe nada.

         La casa de Olivares pasó a ser panteón de la casa de Alba tras el matrimonio de don Francisco Álvarez de Toledo, décimo duque, con doña Catalina de Haro y Guzmán, duquesa de Olivares. El nuevo panteón ocupa parte del antiguo palacio; lo mandó construir en memoria de sus padres el decimoséptimo duque, don Jacobo Fitz-Stuart y Falcó, y asistió a la primera misa la Emperatriz Eugenia de Montijo. Se trata de una sala poligonal, simétrica, de gran capacidad, con friso, cúpula, y ventanales con vistosas vidrieras de color azul. Allí está enterrado el Condedu­que de Olivares y su esposa doña Inés de Zúñiga, en un enterra­miento discreto y vertical. El panteón guarda cierta semejanza con el de los Reyes de El Escorial y con el maltrecho de los Mendoza en el antiguo convento de San Francisco de Guadalajara. Pero conviene anotar que el mausoleo principal, el más vistoso e importante de todo el panteón es el de doña Francisca de Montijo, esposa del decimoquinto duque de Alba, con bellísima estatua yacente sobre el túmulo, para la que posó su propia hermana, nada menos que la Emperatriz Eugenia. Es obra, según me contaron, del escultor inglés Juan Bautista Clésinger, a la sazón yerno de la escritora George Sand, la amante y compañera en su retiro balear del músico Federico Chopín.
         El convento de las M.M..Dominicas de Loeches está desprovisto de su antiguo tesoro, de las muchas y valiosas riquezas con las que lo dotaron sus fundadores. Dijo de él Marañón que su verdadero tesoro todavía prevalece y que jamás le podrá ser arrebatado, el tesoro de su Historia. Sí, el recuerdo desvaído del pasado entre aquellos magníficos salones que se encargan de cuidar unas cuantas religiosas apartadas del mundo; a la espera de servir de urna sepulcral a los miembros de la noble familia de los de Alba, donde la tierra caliza de aquellos campos desangelados les aguarda como sala de espera a la eternidad.
         Merece la pena darse un paseo hasta Loeches. Un pueblo activo de nuestros contornos en el que, como de lo antedicho puede deducirse, siempre hay algo que ver.        


lunes, 21 de noviembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XVIII): CAÑETE (Cuenca)


         Cuando se está a punto de entrar en Cañete, siguiendo de cerca las aguas del río, el paisaje se torna de una provocadora agresividad. Las peñas de arenisca van surgiendo a uno y otro lado del hocino, montadas en formas caprichosas que los siglos y los vientos, en efectiva labor conjunta con la de las aguas, se encargaron de modelar de forma admirable. A este paisaje, en donde los pinos mimbrean sus copas sobre los vértices de las rocas, le llaman los serrano la Boca de la Hoz. Muy pronto la histórica, la singular villa de Cañete.
         La villa de Cañete cuenta con el común beneplácito de la comarca para ser considerada como la capitalidad de la Baja Serranía de Cuenca, allá por los primeros angostos y vegas del Cabriel.
         La visita al pueblo natal del condestable de Castilla don Alvaro de Luna, produce en quien hasta él se acerca por primera vez, cuando menos una impresión de curiosidad y extrañeza. Resulta muy difícil imaginarse, sin antes haberla visto, una ciudadela medieval en plena serranía, rodeada casi toda ella de enormes lienzos de muralla, con los restos de una antiquísima fortaleza roquera guardándola de los vientos de poniente y de los postreros soles del atardecer. Como saludo al visitante, se dejan ver cuando se llega una serie de casas suspendidas de la roca, a manera de anfiteatro en torno a una sombría depresión que los campesinos suelen sembrar de hortalizas cada primavera. Atrás, con la cumbre a pico como peana del cerro que lleva su nombre, un monumento al Sagrado Corazón mirando al pueblo.

         Dice la Historia que Cañete fue anterior en el tiempo a las invasiones bárbaras, y que los visigodos la consiguieron dominar en tiempos de Witerico, a principios del siglo séptimo. Es posible que ya por entonces se diera comienzo a las obras de su castillo, que habrían de acabar definitivamente dos siglos más tarde. En el otoño de 1177, el rey Alfonso VIII, en acción guerrera casi simultánea a la reconquista de la ciudad de Cuenca, la recuperó del poder de los moros y la incorporó a la corona de Castilla.

         En Cañete nació, todo parece indicar que en el año 1390, hijo del Copero Mayor del rey Enrique III y de una humilde mujer de la villa de no muy honesta condición a la que la Historia reconoce por "La Cañeta", el gran maestre de la Orden de Santiago y condestable de Castilla don Alvaro de Luna, cerebro, voluntad, y poder, en la corte de Juan II; hombre capaz y ambicioso, enemigo de por vida de los Infantes de Aragón, a quien el rey, al que había servido con lealtad y ensombrecido tantas veces, mandó degollar en la Plaza Mayor de Valladolid a principios del verano de 1453. Queda como recuerdo en su pueblo natal una casona antigua, con arco de dovelas en el pórtico junto a la iglesia, a la que la gente tiene por costumbre reconocer, sin demasiado rigor, el Palacio de don Alvaro de Luna.
         Fue su primer marqués don Diego Hurtado de Mendoza, título de nobleza que recibió para sí y para sus descendientes por gracia de los Reyes Católicos.
         Como es fácil suponer, una vez conocida su antigüedad y algunas de las principales notas características de su pasado, Cañete es pueblo de calles estrechas y evocadoras; de casonas antiguas acordes con el modo de vivir durante los siglos de su mayor esplendor. Las galerías serranas de elemental carpintería, los artísticos balcones de fina forja, se adornan cuando el buen tiempo de flores y parrales, lo que presta un encanto peculiar al pueblo viejo. Algunas de sus viviendas lucen todavía el tosco maderamen del entramado, del adobe o del mortero de cal, lo que se torna en rincones pintorescos cuando varias de ellas se reúnen en juego sin igual con el ambiente agreste y grave del entorno.
         El pueblo nuevo, el de los bares y las hosterías, las tiendas de comestibles y ultramarinos, las panaderías y las entidades bancarias, es la nota que advierte al visitante que Cañete no ha perdido, pese a su antigüedad manifiesta, el tren en marcha de los tiempos modernos. Su censo actual sobrepasa en poco el millar de almas.
         En la porticada Plaza Mayor, de a principios del siglo XV, la Villa del Condestable justifica su condición capitalina sin que para ello le hayan de faltar motivos. Las columnatas de la castilla popular de tiempo de los Austrias, sostienen por encima de sus añosos fustes las maderas sobre las que descansan las viviendas que enmarcan, a modo de mirador, toda la plaza. Sigue siendo, como lo fue en pasados siglos, el centro vital y el corazón de Cañete. Una fuente posterior en hechura que el resto de la plaza, vierte de continuo sobre el pilón, agraciando su imagen y llenando el silencio de sus noches de rumores ininte­rrumpidos. Como nota arquitectónica de mayor interés, además del conjunto general de la plaza, habría que señalar la portada renacentista de la iglesia de San Julián, obra por su aspecto de a principios del siglo XVII.
    
  
  Si hubiera tiempo suficiente para verlo todo -y al llegar a Cañete es un elemento preciso con el que se debe contar-, conviene darse un paseo por las calles que se entrecruzan por la periferia de la plaza, siguiendo, más o menos, la misma dirección que marcan las murallas. Son murallas, con raíz musulmana, pero vueltas a levantar en el siglo XII y a restaurar en el XIX cuando las Guerras Carlistas, en las que se pueden observar fragmentos derruidos, otros en aceptable estado de conservación, y otros, en fin, remozados en época reciente quizás sin demasiada fortuna. Parece ser que fueron varias las puertas que sirvieron de entrada a los distintos barrios, de las que todavía existen en impecable estampa la de San Bartolomé; la de las Eras, con pluralidad de arcadas morunas, y la de la Virgen, románica del siglo XII, junto a la ermita patronal de Nuestra Señora de la Zarza.
         Consta que la ermita de Nuestra Señora de la Zarza fue convertida en parroquia el año 1772. En ella se guarda y se venera la imagen de la celestial patrona de Cañete: una talla antiquísima de origen impreciso -aseguran que del siglo octavo-, con cofradía propia fundada posiblemente en los años álgidos de la Baja Edad Media. Las fiestas en su honor se celebran con gran pompa el 8 de septiembre de cada año. Es casi seguro, aunque el autor no la menciona, que en esta vieja ermita de Nuestra Señora de la Zarza tuvo lugar el hecho portentoso que relata Alfonso X el Sabio en una de sus famosas "Cantigas", aquella en la que una imagen puesta sobre el altar cambiaba de sitio de la noche a la mañana, tantas veces como el cura del lugar intentaba dejarla en el sitio que él consideraba oportuno.

         Cañete, vieja villa castellana de renombre, con reflejo en otra importante ciudad de Sudamérica próxima a los Andes, es toda un portento. 

viernes, 11 de noviembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XVII): TORRELAGUNA (Madrid)


            Había pasado junto al pueblo en varias ocasiones, pero nunca estuve dentro de él. Tuve de siempre a esta nobilísima ciudadela del Valle de Jarama bajo su justa consideración, pero jamás había estado en sus calles. He ido, al fin, a Torrelaguna de manera exclusiva y no de paso, como el pueblo merece y en fechas todavía recientes. La distancia es corta desde Guadalajara. En media hora se puede llegar por carretera buena. El viaje en cualquier caso se verá recompensado, merece la pena.
            Conocía algunos detalles históricos, y artísticos también del pueblo natal de Cisneros, aunque no muchos, pero sí los suficientes como para tener una base en la que apoyar lo que allí me aportase la experiencia, y, ciertamente, me ha servido.
            La tarde despedía un fortísimo olor a mies apenas había cruzado El Casar, entre las dos provincias. Abajo el calor del asfalto y el de las rastrojeras; arriba, nubarrones oscuros que a nadie extrañaría acabasen en tormenta cerrada al caer el día. Los picachos afilados en diente de sierra que se vislumbran adelante nos ponen en aviso de que estamos llegando a Torrelagu­na. La urbanización de Caraquiz, por su parte, nos recuerda que hemos entrado en las tierras llanas de don Juan de Vargas que aró Isidro Labrador, el santo Patrón de Madrid, vecino que fue de estos lares y cuya presencia tampoco debe pasar desapercibida cuando se viene a Torrelaguna. Luego el puente sobre el Jarama, el río con reminiscencias literarias que baja desde las sierras del norte jugueteando entre las dos provincias. A mano izquierda dejamos la carretera que sigue hasta Guadalix, para tomar la dirección en horquilla que nos colocará en cuestión de minutos dentro del casco urbano. Como referencia, la solitaria espadaña del antiguo convento Franciscano de la Madre de Dios, y más a la derecha la torre y chapitel renacentistas de la parroquial de Santa María Magdalena.
            Torrelaguna es una ciudad antigua. Su fundación tal vez haya que buscarla en la Hispania de los emperadores; durante la dominación árabe estuvo amurallada; pero en los siglos XVI y XVII gozó de un esplendor que todavía se adivina, tal vez bajo la influencia y protección del Cardenal Cisneros, y que bien demuestran las múltiples casonas nobiliarias, los escudos heráldicos a centenares, y los múltiples enterramientos importan­tes que se conservan en la iglesia y que en seguida veremos. Se hundió más tarde, cuando la guerra de la Independencia, y ahí queda, como brillante reliquia del pasado para gozo de quienes quisieren dedicarle dos o tres horas de su tiempo, que es lo que yo hice.
            La primeras impresión que produce Torrelaguna cuando uno entra en él, es la de encontrarse en el fondo de un valle feraz y próspero, de un valle colmado de vida y de vegetación. Conseguí sitio de aparcamiento inmediatamente, junto al primer cruce importante de calles, ya en la zona céntrica. Me acerqué a un jardinillo donde se divisaba de cerca el busto en bronce de algún personaje importante. El caserón contiguo es a manera de palacete al que en el pueblo dicen "La Casa Grande"; tiene un letrero sobre la añosa portada renacentista, en donde aún se puede leer: "Memento Homo"; ahora se emplea como casa-cuartel de la Guardia Civil: «A Cisneros, Cardenal y Regente de las Españas, en su villa natal de Torrelaguna. La Diputación Provincial de Madrid. 14-10-1960», dice bajo el busto que en su propio pueblo han dedicado al que a ellos gusta llamar "El Gran Cardenal".

           Pasaría después bajo el arco de San Bartolomé, y al momento, sólo cruzando un callejón que no tiene nombre, estaría en la Plaza Mayor. Me llevó, sin necesidad de ver el pináculo, el sonido de las campanas de la torre que estaban tocando a muerto. En la Plaza Mayor se concentran los monumentos más importan­tes que tiene la villa. En la Plaza Mayor está el Ayuntamiento con una gran inscripción sobre el muro que recuerda al Cardenal Cisneros, y en frente la Cruz de Piedra, instalada en 1802 sobre una grada, con cerca de cuatro metros de altura, que señala el lugar exacto donde estuvo la casa en que nació el ilustre Franciscano en 1436; y allí viene a caer el convento de Francis­canas Descalzas y la soberbia fachada y torreón de la iglesia parroquial de la Magdalena..
          La iglesia de Torrelaguna fue reconstruida por Cisneros sobre otra románica ya existente en el siglo XV. Se adorna, en cuantos espacios medianamente tiene ocasión, con el escudo ajedrezado del Cardenal. Tiene en su interior tres naves, y es muy interesante el juego de nervaduras que recorre la bóveda de la nave central. El retablo mayor es una pieza de enorme mérito, con dorados refulgentes que preside una imagen de la Magdalena, obra, según dicen, de Luis Salvador Carmona, el glorioso imaginero del XVII que dio forma al Cristo del Perdón de la iglesia de Atienza. Sorprende la cantidad de enterramientos que cubren, creo que un su totalidad, el piso de la iglesia, y, desde luego, la calidad artística y el misterio de algunos más que cunden por las capillas laterales, con imágenes orantes de buena talla, que representan a personajes ilustres que allí vivieron en la época de mayor efervescencia para la ciudad, es decir, la primera mitad del siglo XVII, como la de San Felipe, donde quedan las figuras en piedra de D.Felipe Bravo y de doña Petronila Pastrana, su mujer, esculpidas en 1626.
            Es mucho lo que hay que decir acerca de aquella maravilla arquitectónica que ennoblece a Torrelaguna; pero es justo salir a la calle para palpar el ambiente de la pequeña ciudadela en una tarde cualquiera de verano.
            La calle de las tiendas parte desde la misma Plaza Mayor. Es una calle peatonal, y en ella están la mayor parte de los establecimientos de Torrelaguna, que no son pocos: es la calle del Cardenal Cisneros. Entré primero a comprar unas postales en un estanco, y luego una especialidad de la casa en la pastelería que hay poco más adelante en la misma acera. A la especie de bollos que adquirí les llaman soplillos, seguro que por la cantidad de aire que llevan dentro. Noto enseguida que, tanto el señor del estanco como la chica de la pastelería, son personas amables.

            - Hermoso pueblo tienen.
            - No está mal. Es muy bonito. Aquí, la historia y los monumentos pesan mucho.
            - Cinco mil habitantes, más o menos.
            - En verano es posible que sí. En invierno nos quedamos en la mitad, escasamente.
            - Viene gente de Guadalajara.
    - No; y no será porque hay mala comunicación, que tanto por Uceda como por El Casar se viene enseguida.
            Se podría estar horas y horas recorriendo Torrelaguna; y horas y horas también contando el sinfín de impresiones que allí se recogen, pero que por falta de tiempo, y sobre todo de espacio, se deberán quedar sin decir.
            Otra calle principal, la Cava, lleva hasta el convento de Carmelitas y hasta el arco de Burgos. El arco de Burgos guarda una cierta semejanza con los de Sigüenza de la Travesaña, en el barrio del Castillo. Sobre el potente dovelaje del arco de Burgos aparece, romántica y solitaria, una imagen que desde su hornacina acrecienta el silencio según va entrando la tarde.
            Volví a casa. Lo hice por el mismo camino por el que llegué. También se puede volver por Uceda. Tanto por una parte como por la otra se atraviesan muy pronto las corrientes serranas del Jarama, cuando todavía es y huele a río. La tormenta acabó por manifestarse en un discreto festival de truenos y de luces en el firmamento. Luego la lluvia; un turbión leve que apenas sirvió para refrescar el ambiente hostil de la tarde y para cargar el aire de un olor a ozono característico.
                                                             


miércoles, 26 de octubre de 2016

ANDAR POR CASTILLA XVI: NOVIERCAS (Soria)


TRAS LOS PASOS DE G.A. BÉCQUER
         Noviercas es nombre de un pueblo, sí. Es el nombre de un pueblo de Castilla. Noviercas se sale de nuestros límites provinciales; pero, si he ser sincero, hace mucho tiempo que tenía verdaderos deseos de llegarme hasta él, tan sólo por conocer completa la pista vital de un poeta al que admiro desde mi juventud, o tal vez desde antes. Un pueblecito de dos­cientas personas a lo sumo, situado entre las villas de Gómara y Ágreda en la provin­cia de Soria, donde vivió durante largas tempora­das Gustavo Adolfo Bécquer, el poeta del amor y del dolor, que pasó su vida malamente escribiendo versos inolvida­bles, y prosas con un algo divino entre sus líneas, por cualquiera de los lugares hacia los que el destino le quiso llevar: por Sevilla donde nació en 1836, por Madrid donde comenzó a darse a conocer entre infinitas estre­checes y sacrifi­cios, por Toledo, por Veruela y Tras­moz, y desde luego por Noviercas, el pequeño pueblecito al que llegué hace sólo unos días. Cono­cía todos los lugares becquerianos antes dichos, a excep­ción de No­viercas, lugar en el que el poeta sevillano debió de pasar muchas de las horas más amar­gas de su vida. Allí vivía su mujer, Casta Esteban, hija del médico rural de este pueblo, allí nacieron probable­mente los tres hijos fruto del matrimonio: Gustavín, Jorge y Emilín, (según les llama en sus cartas de familia), y allí pasaron temporadas largas cada verano al amparo económico del padre de ella, cuando los avatares torcidos de la vida -y en la de los poetas suelen ser cosa harto frecuente- afloraban en el ambiente fami­liar durante años y años. Mi estancia en este pueblecito de agricultores, en una mañana clara de otoño, supone ver cumplida una vieja ilusión, que días más tarde todavía cele­bro con cierto sabor agridulce -no sé decirlo de otra manera- en los pliegues del alma.

         En la obra literaria de Bécquer nunca, que yo sepa, se hace una sola referencia al pueblo de Noviercas. Sí que lo hizo alguna vez en las cartas a su mujer intere­sándo­se por ella y por los niños, cuando por razones de traba­jo o de salud tuvo que vivir apartado de su familia. Tal vez por eso en el pueblo se le considere tan poco, o al menos así me lo pareció a mí. Ni una calle, ni una plaza, ni siquiera el olvidado rincón donde, envuelta en las sombras de su memoria, de la ruina y el abandono, todavía se mantiene en pie la que fue su casa. Existe una pequeña exposición con recuerdos del poeta junto al ayuntamiento, que no pude ver por llegar fuera de hora; pero pienso que la atención oficial hacia su persona ha sido escasa, casi nula, durante el siglo y pico que ya se cuenta desde su fallecimiento. La gente, en cambio, es encantadora; te explica todo lo que ellos han oído contar relacionado con el poeta, y si les preguntas dónde vivió, te acompañan hasta el rincón en el que se encuentra la casa, en un entrante de la calle del Moral, y que no me explico cuáles han debido ser las razo­nes para que no lleve su nombre, si es que a las autoridades les parece una consideración excesiva rotular, no una calle, sino la plaza del pueblo, como "Plaza del poeta Gustavo Adolfo Bécquer" ¡Cuántos pueblos y ciudades lo hubieran hecho! Pero los caste­llanos somos a veces como nos pintó Machado, y a menudo salen a flor de piel en nuestro personal comportamiento  esas "cosas" que tanto desdicen del viejo señorío de esta tierra.
         Me hubiera gustado conocer cómo era aquel pueblo en el siglo en el que vivió el poeta. El soberbio torreón árabe que se alza como enseña de poderío en uno de los ángulos de la plaza, nos viene a decir que Noviercas gozó de cierta importancia mil años atrás y en las primeras centurias que le siguieron hasta su reconquista. La iglesia parroquial, dedicada a los santos niños Justo y Pastor, es un monumento digno de aquella importancia pretéri­ta, de la que destacaríamos su interesante portada plateresca, de piedra magníficamente trabajada y con una tonalidad velada­mente ferruginosa, como la piedra del torreón árabe, su vecino y competidor en altura, cuatro o cinco siglos más antiguo, pero con unos materiales extraídos quizá de la misma cantera. En esta iglesia, cerrada durante toda la mañana,  recibie­ron las aguas del bautismo dos, el mayor y el menor, de los tres hijos de Gustavo Adolfo y de Casta Esteban cuando las relaciones familiares todavía no habían llegado a malograrse; pues es sabido que el matrimonio se rompió definitivamente en 1868, dos años antes de la muerte de Bécquer en Madrid, víspe­ras de Navidad, herido de tuberculosis y al parecer en el más triste de los abandonos. Fue vox populi en toda la comarca que el hecho de su separación, entre algunas razones más, de puro carácter, se debió a las extrañas relaciones de Casta, su mujer, con el Rubio, un valentón de Noviercas de nombre Hila­rión, del que se cuentan acciones tremendas, y que a las gentes del pueblo les dio por decir que el último de los hijos de Casta tenía su misma cara.


         Hay un acontecimiento en el saber popular de este pueblo soriano que esclarece algo aquellas sospechas. Tras la muerte de Bécquer, en diciembre de 1870, su viuda contrajo segundas nupcias con un desconocido, con un recaudador de contribuciones algunos años mayor que ella. Cuentan que una noche de carnaval, cuando el matrimonio volvía a casa después de un baile de máscaras, se cruzó delante de ellos un enmascarado oculto entre andrajos y con una soberbia cornamenta sobre la cabeza, del pecho le colgaba un cartel que decía "Gustavo Adolfo". Sonó un disparo y en ese momento se desplomaba al suelo en las sombras de la noche el cuerpo muerto del segundo marido de Casta. Quienes oyeron el disparo comenzaron a murmurar que el asesino había sido el Rubio. Creo que jamás se supo nada de aquella muerte ni nadie acusó a nadie de tan cobarde crimen, seguramente por miedo ante las reacciones violentas del culpable.
         Uno, que lejos de su ambiente geográfico habitual piensa en estas cosas dando un paseo por las calles en la mañana soleada de Noviercas, toma café en un bar cercano a la carre­tera, donde con la efigie del poeta colocada al lado del televisor, unos cuantos hombres entrados en edad juegan a las cartas animadamente.
         El pueblo se encuentra situado sobre un alto. El respaldo de la iglesia sirve de mirador sobre la vega del arroyo Araviana, inmensa, que en lejanos tiempos dicen que dio pasto suficiente para mantener una cabaña de veinte mil ovejas, hoy tierras de labor a modo de caldera limitada en la media distancia que, al menos para mí, es el mayor de los parques eólicos que existen en España, donde cientos de hélices giran sopladas por el viento, todas en la misma dirección, al mismo ritmo, para producir energía, que no poesía. Intento imaginar lo que en este momento pensaría acerca del paisaje aquel que tuve delante de los ojos el poeta sevillano, el más grande de nuestros líricos del siglo XIX, situado precisamente allí, sobre la tierra plagada de hierbas secas que yo pisé y que tantas veces él debió de pisar en los lentos atardeceres de aquel campo abierto a tie­rras de Aragón y de Castilla. No comprendí nada.
         Sobre los cielos de Noviercas, cada madrugada y cada ocaso viaja suave, como a vuelo de golondrina, el espíritu doliente del poeta que hizo suspirar a media España cuando en nuestra tierra la poesía ocupaba el honroso lugar que le pertenece, hoy injusta e injustificadamente olvidado.
 
                  "Quién, en fin, al otro día,
                   cuando el sol vuelva a brillar,
                   de que pasé por el mundo,
                   quién se acordará."

NOTA: La última foto la tomé en la "Casa de Bécquer" hace unos 15 años. Creo haber oído después que el Ayuntamiento de Noviercas la quería derruir. Pienso y deseo que no lo haya hecho.

martes, 4 de octubre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XV): ROA DE DUERO (Burgos)



            A nadie debe extrañar que Roa, la Rauda de los celtíbe­ros, fuese conocida por gentes nómadas desde la más remota antigüedad. El altiplano que ocupa la villa, embalconada de cara al río Duero al cabo de una vertiente que aun en automó­vil cuesta trabajo subir, fue de gran servicio para la autodefensa de tantas tribus primitivas que de continuo se veían amenazadas por otros pueblos o por huestes viajeras que con frecuen­cia atravesaban la Meseta por aquellos fecundos valles, cuyas tierras planas, ahora sembradas de cereal, de viñedo o de forraje, han sido centro de codicias durante siglos y siglos desde la Edad del Hierro, tiempo aquel del que todavía quedan restos como para que los arqueólogos intenten ajustar cabos en el sensible cañamazo sobre el que se ha de tejer el cómo y el porqué de nuestras raíces como pueblo de Occidente, que más tarde, muchos siglos después, daría lugar a esta raza caste­llana nuestra, con sangre de infinitas etnias, y con una cultura que fue tomando cuerpo en la coctelera de la historia a partir de Túbal, el hijo de Jafet y nieto de Noe, a quien tantos historiadores han señalado como el primer hombre, que escapado de la Biblia, pisó en nuestro suelo no mucho después del Diluvio Universal.
            Dicen los eruditos que fueron los vacceos el primero de los pueblos de la antigüedad que asentó por los para­jes de la vega media del Duero, que tomarían aquel poyal como atalaya ventajosa para la guerra cuerpo a cuerpo, y, desde luego, como enclave insutituíble para el ataque cuando la artillería, ya desde su etapa más rudimentaria, comenzó a contar como el recurso de mayor utilidad en los enfrentamientos bélicos de la Edad Moderna, pongamos media docena de siglos atrás en el cómputo del tiempo a partir de hoy. En el ahora apacible Paseo del Espolón, en la villa de Roa de Duero, mirando a la vega, hay una enorme bombarda de a principios del XV que nos lleva a refrescar la memoria.

            Roa, más conocida hoy como sede del Consejo Regulador de la Denominación de Origen de los buenos vinos de la Ribera del Duero, es ante todo historia. Muy cerca de allí, en Castrillo de Duero, nació en 1775 Juan Martín Díez, El Empecinado, y allí lo vieron matar sus paisanos en la "ominio­sa década", después de haberlo torturado cruelmente como si de una fiera salvaje se tratara, metido en una jaula de hierro. Allí fue a morir en 1517, marcado por la edad, y agotado por el cansan­cio y por la res­ponsabilidad del mando como regente, el carde­nal Jiménez de Cisneros, cuando viajaba a lomos de una mula hacia los puertos de mar del norte de España, donde pensaba recibir en buena hora y descargar el peso de la regencia sobre Carlos I, el rey adolescente con la cabeza llena de pajaritos por entonces, luego poderoso emperador y hábil monarca de las Españas, al que no llegó a conocer siquiera. Allí murió un hijo de Fernando III el Santo, que según se ha escri­to no fue un ejemplo de virtud, precisamente. Y allí se lucen, sobre las fachadas de los más destacados edificios, los escudos nobilia­rios de tantas familias con apellidos de noble resonancia en toda la comarca burgalesa: los Velasco, de la Cueva, Zúñiga Avellaneda, conde de Miranda del Castañar, ante cuyos nombres entran ganas de descubrirse, cuánto más ante sus emblemas. Cosas de la gloria efímera, que el soplo de la vida se acaba por llevar, dejando señal de permanente en los epita­fios de sus tumbas y en los escudos murales -auténticas mara­villas, por cierto, algunos de ellos- como los que allí pueden verse, reflejando el sol de la mañana, en la fachada principal de la excolegiata de Santa María, y que corresponden a los apellidos de la Cueva y Velasco, sostenidos por dos salvajes que pisan cabezas de esclavos.

            Es difícil no recordar a quienes han estado en Roa la fachada de su iglesia de Santa María, obra de transición, de extraordi­naria belleza, donde los mejores detalles ornamentales y arquitectóni­cos del Renacimiento tardío castellano quedan patentes. En el interior conservan capillas, historiadas y ricas en verjas del XVI, como la de los Burgos y la de los señores condes de Siruela, sin pasar por alto la imaginería de la misma época, excepcional­mente representada por una Trinidad de autor anónimo y por un altorrelieve policromo del XV, obra magnífica de Diego de Siloé.


            Era día de mercado y la Plaza Mayor se encontraba plagada de tenderetes y de expositores de productos a la venta, de gentes de la comarca y del propio Roa que habían acudido al coso a comprar a eso de la media mañana para no quedar mal con la diosa costumbre. En otro de los laterales de la plaza, haciendo ángulo con la fachada principal de la iglesia de Santa María, queda el edificio del ayuntamiento, donde un guardia municipal y dos señoritas empleadas atienden con prontitud al público de manera amable, dato a destacar por no ser en otros lugares demasiado frecuente. Y luego a ver el pueblo; un pueblo al que también se le reconoce como experto por tradición en el cultivo de su vega, como destilador de alcoholes y como productor o fabricante benemérito de pastas para sopa.
            Entre la fronda de un jardinillo anexo a la plaza de toros, allí donde los raudenses llaman la Cava, está el monu­mento en bronce con el que el pueblo recuerda a perpetuidad al más conocido de sus personajes históricos, El Empecinado. Aparece de cuerpo entero, y tiene sujeta con cadenas entre las piernas la silue­ta recortada del mapa de España, por cuya libertad contra la atadura del emperador francés Napoleón, peleó en guerrillas tantas veces y dio su vida en 1825, odiado, azotado y escupido, como perro rabioso.
            Casi al otro extremo de la localidad, bien cruzando por la Plaza Mayor o por la calle comercial de Santo Domingo, en el ya dicho Paseo del Espolón -muy semejante en estructura a los paseos marítimos de las ciudades costeras del Mediterrá­neo, pero dando vistas, no al mar, sino al río Duero, que baja escoltado por frondosas alamedas, y a la vega fertilísima que llega hasta la ciudad de Aranda, todo en línea recta-, queda un tanto disimulada bajo las plataneras la efigie de Cisneros, un busto de bronce sobre alto pedestal que en 1995 le dedica­ron los Amigos de la Historia de Roa, y que uno piensa que no es para menos. Allá, lejos, rayando el horizonte, se deja ver sobre la colina gris la silueta de un castillo famoso: el de Peñafiel por tierras de Valladolid, que abre en los ánimos hoy cansados del caminante el deseo de perderse algún día por allí, quizás no demasiado tarde.
            Los productos propios del lugar: el queso de oveja, los asados de cabrito y de cordero tan famosos, no sólo allí sino en toda la comarca, los exquisitos vinos de la Vega del Duero, el blanco pan de sus trigales, son materia de especialización gastronómica, a los que uno tan sólo se atreve a calificar de excelentes.


lunes, 19 de septiembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA XIV: PEÑAFIEL (Valladolid)

                                                               

            Peñafiel es pueblo de sonoras reminiscencias en la histo­ria de España. Peñafiel es centro de una comarca extensa de campos de trigal, de viñedos y de hortalizas a la que da nombre. Peñafiel, en fin, a la sombra de su célebre castillo sobre la estirada colina de rocas que lo sostiene, muestra al visitante la nobleza de su origen y el encanto infinito de sus piedras labradas, a la vera de uno de los ríos que más saben de dichas y desdichas del alma castellana: el Duratón, que precisamente aquí, a las puertas de esta antigua ciudad de palacios y conventos, entrega al padre Duero las aguas que a lo largo de leguas y leguas por la ancha Castilla, fue reco­giendo desde los altos de Somosierra en que fue fuente.
            Por uno de los puentes que cruzan sobre el río, entro en Peñafiel de buena mañana. La torre puntera del castillo se pierde al contraluz, arrojando sombras geométricas sobre las últimas casas. La Plaza de España es en este viaje a Peñafiel el primer destino. La Plaza de España tiene al mediodía una iglesia de porte renacentista que en la actualidad emplean como Museo Comarcal de Arte Sacro; levanta un soberbio torreón y está dedicada a Santa María. Al frente, en la misma plaza, las tiendas bajo soportal que al instante nos ponen en camino hacia la Plaza del Coso.

            Después del castillo, la Plaza del Coso es por su origi­nalidad lo más significativo de Peñafiel. En la Plaza del Coso se vienen capeando toros desde la Edad Media; espectáculo tradicional que el público contempla desde los cientos de balcones adornados con arabescos que, según alguien me expli­có, fueron colocados según su actual estructura a mediados del siglo XVIII sobre su primitiva planta medieval. En la Plaza del Coso tiene lugar otro de los acontecimientos más colo­ris­tas, multitu­dinarios y emotivos, que el pueblo celebra cada año como remate a su Semana Santa desde tiempo inmemorial. Se trata de la Bajada del Angel en la mañana del domingo de Resurrección, y consiste en el descendimiento por medios mecánicos de un muchacho disfrazado de ángel que anuncia a la Virgen, colocada sobre las andas entre la multitud, la resu­rrección de Cristo. La visión plástica de la Plaza del Coso, rodeada de balconajes de madera en sus cuatro caras con el castillo al fondo, traslada al espectador a tiempos remotos, a la España de los Austrias o antes aún, en aquel ideal esce­nario testigo de añosos acontecimientos escritos en legajos polvorientos o sobre la misma piedra, soporte tantas veces de pequeñas páginas con las que se hilvana el gran tapiz de la historia de los pueblos:"Santiago Fernández. Ha fallecido el día 15 de agosto a los 21 años de edad. Fue cojido por un toro. Año de 1896.R.I.P.", se lee sobre la plancha de piedra en un lateral de la Plaza del Coso.
            En la villa de Peñafiel no es posible echar en olvido al autor de "El Libro de Patronio". El Infante don Juan Manuel, miem­bro importante de la realeza castellana allá por la primera mitad del siglo XIV, iniciador de la narrativa en nuestra propia lengua, fue su gran Señor, y así la tomó como lugar preferida de todos sus estados y centro de sus correrías literarias, cinegéti­cas, políticas, por la ancha Castilla de Cifuentes, de Garcimu­ñoz, de Galve, de Pozancos, donde puso punto final al "Libro de los Estados". Reyes y magnates toma­ron como asiento a Peñafiel durante largas temporadas, y allí nació, sírvanos de ejemplo, el desdichado don Carlos, príncipe de Viana. 
            En la Plaza del Coso se encuentra la Oficina Municipal de Turismo que atiende con prontitud una amable señorita. Allí se recibe información acerca de lo mucho que puede verse en Peñafiel cuando se viaja a ciegas. En la oficina de turismo ofrecen material suficiente en concepto de guía y una tarjeta horario para realizar visitas, sin peligro a topar con las puertas cerradas de los museos o monumentos de interés como ocurre tan a menudo.


            El Castillo se abre al público en horario de verano, previo pago de una modesta aportación (120 ó 75 pesetas por persona, según sean mayores o menores de edad) durante tres horas por la mañana y cuatro por la tarde. La visita al casti­llo de Peñafiel resulta instructiva y curiosa al mismo tiempo. Las proporciones de la fortaleza son desmesuradas. Se trata de un edificio alargado extraordinariamente, cuya planta va dibujando el altiplano roquero que le sirve de peana. Sus dimensiones son 210 metros de largo por 20 de ancho, con torre del homenaje colocada en mitad que alcanza una altura de 34 metros. En ambos lados de la torre quedan los patios que sirvieron de albergue a las caballerizas y guarniciones por sur, mientras que el aljibe y los almacenes ocupan el ala norte. El castillo se levantó por primera vez sobre el longo roquedal en el siglo X, se volvió a recons­truir a finales del XI, lo restauró de nuevo el infante Don Juan Manuel a princi­pios del XIV, y un siglo más tarde se le día la estructura definitiva durante el reinado de Juan II. En el año 1917 fue declarado Monumento Nacional.
            El nuevo Peñafiel, no obstante, es por todo lo demás una ciudad moderna, bien arbolada y pulcra, repleta de tiendas y de servicios. Una ciudad de calles estrechas donde la gente es amable y complaciente.
            La iglesia y convento de San Pablo, a cuatro pasos de la Plaza del Coso, y el convento de Clarisas al otro lado del río, son monumentos a destacar con todo lo ya dicho. La facha­da plateresca de la iglesia de San Pablo es toda una filigra­na, sobre la que se disparan sin querer las cámaras de los turistas.
            - ¿Ha estado usted por aquí alguna vez cuando el Corro de los Toros?
            - No señor ¿Eso qué es?
            - Pues las fiestas, las corridas, las capeas, y todo el jolgorio que tiene lugar en la plaza y en sus alrededores para la fiesta de Nuestra Señora y de San Roque, a mediados de agosto.
            Como en todos los pueblos y villas importantes de la Vega del Duero: de Burgos, de Segovia, de Valladolid, a estas alturas, las capeas, las corridas de toros, las verbenas y las multitudi­narias comparsas cantando por las calles, tuvieron y siguen teniendo en Peñafiel una importancia suprema. Los exquisitos vinos de la uva verdeja, de la albilla y la tinta del toro que por allí se dan, juegan su papel en esas ocasio­nes, nadie lo duda. Parte de un todo en el que se vienen conju­gando, creo que de manera magistral, el peso de la tradi­ción con la vaporosidad festiva de los nuevos tiempos, el espíritu veladamente socarrón del castellano viejo, con el ímpetu de la juventud olvidadiza y marchosa de finales de siglo. 


miércoles, 7 de septiembre de 2016

ANDAR POR CASTILLA (XIII) EL TOBOSO (Toledo)


“Señor, respondió Sancho, en cada tierra su uso; quizá se usa aquí, en el Toboso, edificar en callejuelas los palacios y edificios grandes,; y así suplico a vuesa merced me deje buscar por estas calles o callejuelas que se me ofrecen, pudiera ser que en algún rincón topase con ese alcázar, que le vea yo comido de perros, que así nos trae corridos y asenderados.”                                                  (De “El Quijote”)


         Es muy poco lo que se sabe del aspecto urbanístico del Toboso en el siglo XVI, tiempo casi mítico en el que lo conoció Cervantes, si bien es fácil imaginarlo como el que debió corresponder a una ciudadela castellana habitada por honestos labradores y por impenitentes hidalgos, valiéndose de los datos que se desprenden de “El Quijote” y del conocimiento sociológico de la época, condicionado por el lugar de su emplazamiento y por las características climatológicas de la Mancha. No ocurre así con la noticia documental de esta villa referente ahora a una centena de años atrás; pues sabido es que el maestro Azorín dedica un par de capítulos de su obra «La ruta de don Quijote» a contarlo con meticulosidad, con la palabra justa, milimétrica, de su prosa. Nos habla el maestro alicantino de un pueblo dañado en su entraña por el desinterés, decrépito y ruinoso, sin movimiento apenas en su condición de estrella de la Mancha. Muy lejos queda hoy, por fortuna, de aquella visión lóbrega que nos dejó Azorín. El Toboso es un pueblo limpio, aseado mimosamente, que ha vuelto a levantar, con el empeño por delante de sus pobladores, la enseña de sus pasados señoríos, de sus años de hidalguía, que como en ningún otro lugar o circunstancia, se advierte sin el menor esfuerzo al andar por sus calles.
         Acabo de recorrer –con menos tiempo del que fuera preciso para conocerlas a fondo- muchas de las calles y algunas de las plazas más representativas del Toboso. El pueblo, sobre el mantel sin final de los campos manchegos, más de doce kilómetros de calles en las que uno descubre a cada paso el remoto encantamiento de lo que pudo ser en un tiempo para nosotros tan lejano.
         A El Toboso, como a casi toda Castilla, lo han ido haciendo los hombres, el paisaje y la literatura. Para cualquier autor resulta comprometido escribir acerca de las tierras manchegas, y sobre todo acerca de este retazo de llanura sin fin sobre el que hemos dado en pisar después de un largo viaje. Los ojos del cuerpo apenas advierten el impacto fortísimo, casi cegador, de los albos encalados, muchos de ellos centenarios, sobre los muros de cualquier rincón o de cualquier callejuela; los del alma se empañan de místicos pudores, pensando a cada paso que sobre el mismo empedrado, y con la mirada sobre idénticos horizontes, posó sus plantas el padre y señor de nuestro idioma patrio, ídolo inamovible a perpetuidad de escritores y de gentes de la Mancha.
         Estoy en el centro de la Plaza Mayor bajo un sol de justicia. Las piedras labradas de la iglesia de San Antonio Abad se alinean delante de nosotros, dando lugar a un espectáculo de sillería deslumbrador. Las sombras de los aleros bajan sobre el pavimento de la plaza. En ángulo con la iglesia alinea sus formas y sus ventanales el remozado edificio del ayuntamiento. Discretamente alejados de nuestra vista quedan, frente a frente sobre sus peanas de granito pulido, las siluetas en hierro forjado de don Alonso Quijano y de Aldonza Lorenzo, la sin par Dulcinea, ante cuya figura de labradora se ve a don Alonso postrado de rodillas. La Plaza Mayor se abre a partir de aquí en cuatro, en seis bocacalles distintas, una en cada dirección. Sobre algunas de las esquinas se ven escritas con oscuros caracteres metálicos asidos a la pared, escogidas frase del Quijote.

         Por la calle que rotulan como de Ana Zarco, se baja en un instante hasta la Casa de Dulcinea, una vieja mansión reconstruida que ahora dedican a guardería y a exposición de recuerdos, enseres, aperos e instrumental de labranza, muy al uso de la Mancha campesina de los cuatro últimos siglos. No lejos, se encuentra casi por sorpresa al recoleto paraíso que llaman Plaza de Don Federico, con el busto como fondo, pensativo el semblante, del insigne académico don Federico García Sanchiz, tan ligado en su vida, y más aún en su muerte, al pueblo del Toboso. “España fue su Dulcinea”, se lee escrito con letras de molde sobre la piedra, al lado de su estatua de bronce. En un ala de esta romántica plazuela queda el convento de Clarisas, uno de los dos -el otro será el de Trinitarias- que compiten a la hora de manifestar, con la línea severa de sus fechas, el fervor de siglos y la religiosidad de la gente de esta villa.
         Las calles del Toboso, en cualquier dirección y a cualquier hora del día, ofrecen al visitante la imagen que por aquellos lugares esperaba y deseaba encontrar. Riqueza y variedad en rejería que contrasta con el blanco luminoso de las paredes; portadas a mitad de camino que lucen sobre la piedra labrada de sus dinteles, siempre visibles, la fecha de su construcción allá por los años centrales del siglo XVI, con el sello acreditativo de un blasón de piedra a la sombra del alero; arcos a cuyo través se deja ver la maravilla de una calle recta, luminosa, infinita. Como fondo a estas largas rúas nos se vislumbran en la lejanía las aspas de los molinos manchegos, sencillamente porque jamás se contó en sus alrededores con el altillo oportuno en donde colocarlos.
    

  
   Andando a través de ellas, uno se da cuenta de que las calles del Toboso se 
enmarcan con viviendas de altura comedida, con casonas y palacetes uniformes de una o de dos plantas solamente. Este, como casi todos los pueblos de la Mancha, prefiere crecer en superficie, que para eso la tienen llana y abundante a todo lo largo y ancho, y no en altura. Tan sólo el campanario de la iglesia rompe la norma. Las calles del Toboso se llaman de Dulcinea, de Ramón y Cajal, de Miguel de Cervantes, calle del Arco, calle de los Bancos…En la calle de los Bancos está la sociedad Dulcinea Humanitaria, un casino antiguo con una sala espaciosa, elegante, evocadora, donde los lugareños de más edad emplean sus hora de ocio jugándose la consumición al truque, al dominó, al tute por parejas, o hablando por hablar de las gracias y desgracias de los viñedos.
         En el Parque Municipal tiene la villa su refrigerio. A falta de otro sitio mejor en donde colocarlo, el pueblo plantó de manera testimonial su propio molino de viento en un ángulo del parque. Con la fuente surtidor que lo engalana y los bien cuidados arbustos del jardín a la sombra de la arboleda, el Parque Municipal es todo un lujo que enriquece no poco el ambiente, monótono de por sí, de los pueblos manchegos.

         A distancia, no sólo en el espacio sino también en el tiempo, uno echa en falta sus horas del Toboso. Por fortuna me ha sido posible contemplar con los ojos y con el corazón, una puesta de sol en tarde calinosa desde el solitario ventanal del Centro Cervantino –aquella especie de museo en donde se guarda la más larga colección de “Quijotes” que yo conozco. Con los tejados de las casas desparramados en graciosa anarquía por debajo de nosotros, casi al alcance de la mano; con la luz cárdena del crepúsculo apagando la tarde allá por los horizontes sin fin; con el pueblo en místico recogimiento, a punto de recibir la noche…, uno comprendió e hizo suya la locura de don Quijote, y en algún momento deseó tirarse a la aventura por los cielos manchegos como defensor de entuertos a lomo de un Rocinante etéreo, rondador, inquieto y sentimental, volando entre dos luces por la inmensa plataforma de los campos del Toboso.