El rápido pasar de los años y el lento transcurrir de los siglos, ponen delante de los ojos del hombre unos ciertos matices, referentes incluso a su propia vida, que tal vez jamás hubiese podido sospechar. Serían en este caso los rollos y picotas, que en tantas ocasiones hemos mirado y admirado en las plazas de nuestros pueblos, los que nos hablan de insubordinación ante el rigor de las leyes por parte de las gentes de esta tierra. Digo de esta tierra por destacarla sobre otras de nuestro propio país, más o menos cercanas, por cuanto se refiere a la conservación de esos monumentos tan característicos del lugar, que con relativo interés -no sé si respeto- las últimas quince o veinte generaciones han venido guardando como un símbolo, y ahí están, erguidas, hieráticas, mostrando al mundo después de tanto tiempo el misterio de su significado tan oscuro y tan contradictorio. Guadalajara en general, y muy en particular toda la Alcarria, es tierra de rollos y picotas, de picotas y rollos, que tal nos da, y que si bien en teoría tuvieron en su origen distinta finalidad, al cabo se emplearon para lo mismo: para poner en orden de manera cruel los habituales desórdenes de otro tiempo. Signo de jurisdicción, enseña de villazgo, y cuando fue preciso instrumento de tortura y de muerte, con la agravante de la vergüenza pública para general escarmiento.
Fue el 26 de mayo de 1813 cuando las Cortes generales reunidas en Cádiz, promulgaron un decreto en el que se daba orden a los distintos consistorios del país que “quitasen y demoliesen todos los signos de vasallaje que hubiese en sus entradas, casas capitulares y cualquier otro sitio” con referencia especial a los rollos, horcas y picotas, que solían estar instalados, muchos de ellos desde la Edad Media, en la entrada de los pueblos, en la plaza pública, o bien visible sobre la cima de un cerro cercano. El decreto de las Cortes de Cádiz debió de surgir un efecto escaso, casi nulo, ya que algunos años después, en enero de 1837, las nuevas Cortes volvieron a insistir sobre el mismo asunto con otro decreto, anunciando que la fuerza de la ley recaería “con toda fuerza y vigor” sobre quienes la incumplieren; pero es el caso que las picotas siguieron ahí, engalanando plazas y ejidos, dando a los pueblos y villas que las poseen cierto aire de distinción sobre aquellos que no las tienen. No hay duda de que varios rollos y picotas serían destruidos dando cumplimiento a la ley, pero aun así debieron ser muy pocos, y de los lugares que optaron por borrarlos de su paisaje, todavía quedó como referencia el nombre del lugar en donde estuvieron, mucho más difícil de evitar, el tan repetido Cerro de la Horca, general topónimo en los pueblos de Castilla.
La picota, que por lo que he podido saber tomó su nombre por la semejanza que pudiese haber entre el aspecto de los ajusticiados en ella con el haz de perdices que los cazadores solían llevar colgadas de la cintura y asidas por el pico, no se empleó en todos los casos como instrumento de muerte, pues las más de las veces se utilizó como estrado de afrenta o de tortura, según la gravedad de la falta cometida por el reo, y así en gran parte de los países de Europa. Dentro de nuestro derecho histórico, como pena para aquellas conductas afines al comportamiento habitual del pícaro, del estafador en la venta de productos del campo, de las prostitutas y de quienes fueran sorprendidos en adulterio, figuraban soluciones la mar de pintorescas, como bien nos ilustra acerca del particular el siguiente párrafo extraído del famoso Código de las Siete Partidas promulgado por el rey Sabio, y que dice así: “La setena manera de pena es, quando condenan a alguno que sea açotado o ferido paladinamente, por yerro que fizo; o lo ponen por desonrra del en la picota e le desnudan faciendole estar al sol, untandole de miel, para que lo coman las moscas alguna hora del dia” Sistema harto frecuente -y en la Alcarria tal vez todavía más por aquello de la miel- cuando el rígido entender del legislador se consideraba no merecedor de la horca.
A partir del siglo XVI los rollos y picotas comenzaron a tomar paulatinamente oficios menos duros de los que habían tenido hasta entonces, tales como el que el acusado permaneciera en pie sobre las gradas durante una hora o dos en día de mercado, cosa que a los pillastres de profesión no les solía importar gran cosa, pero sin empleo alguno de la tortura física a la vista de todos. Pasado el tiempo, y a la vista de que su misión como instrumento de castigo hubiese desaparecido, algunas de ellas fueron derribadas y hechas desaparecer, otras se conservaron como enseña permanente de jurisdicción o de villazgo, y las más se mantuvieron en pie por razones de estética, pues hemos de tener en cuenta que no pocos de estos monumentos eran, y siguen siendo, verdaderas obras de arte.
Los municipios españoles con categoría de villazgo alzaron su rollo correspondiente en mitad de la plaza, que tantas veces después ha servido como documento identificativo cuando no como estampa inconfundible con la que el lugar recorrió no sólo España, sino también los ambientes culturales de ultramar como enseña monumental heredada de su pasado. La Ilustración Española y Americana, revista eminentemente gráfica de la España romántica, se encargó de mostrar a todos los países de habla hispana lo más selecto de nuestros monumentos de tortura. En otras ocasiones fue la literatura la encargada de extender su conocimiento por el mundo. Las picotas de Fuentenovilla en Guadalajara, la de Ocaña que grabó Valeriano Bécquer para un trabajo de su hermano Gustavo Adolfo, la de Villalón de Campos en Valladolid, y aquella de Écija, la más famosa de toda Andalucía, a la que Vélez de Guevara tildó de “gentil árbol berroqueño, que suele llevar hombres como otros fruta” y que fue derribada y destruida brutalmente en los movimientos callejeros de 1868, cuentan entre las más importantes que han servido de adorno y de enseña de identidad a los pueblos de España con más noble raíz.
Guadalajara conserva picotas excelentes, con la de Fuentenovilla ya mencionada a la cabeza de todas, y en una cantidad bastante considerable. Somos afortunados en este tipo de monumentos extendidos por tantos de nuestros pueblos, no sólo por los que todavía las mantienen en pie, sino por los que las hicieron desaparecer debido a cualquiera de las razones ya dichas o por lamentable abandono. Hay villas que cuentan con dos de ellas (Galve de Sorbe), o que han sido repuestas de nueva factura (Hontova); pero todas ellas: Lupiana, El Pozo de Guadalajara, Moratilla de los Meleros, Valdeavellano, Balconete, Budia, y hasta un ciento de ellas más, siguen dando testimonio en la céntrica plaza o junto a un camino en el arrabal, de que aquel, sea cual fuere, es un pueblo al que cuando menos se le ha de rendir el especial tratamiento de señor, porque antes lo tuvo.
(En la imagen, la picota de Fuentenovilla)
(Guadalajara, 2003)
Fue el 26 de mayo de 1813 cuando las Cortes generales reunidas en Cádiz, promulgaron un decreto en el que se daba orden a los distintos consistorios del país que “quitasen y demoliesen todos los signos de vasallaje que hubiese en sus entradas, casas capitulares y cualquier otro sitio” con referencia especial a los rollos, horcas y picotas, que solían estar instalados, muchos de ellos desde la Edad Media, en la entrada de los pueblos, en la plaza pública, o bien visible sobre la cima de un cerro cercano. El decreto de las Cortes de Cádiz debió de surgir un efecto escaso, casi nulo, ya que algunos años después, en enero de 1837, las nuevas Cortes volvieron a insistir sobre el mismo asunto con otro decreto, anunciando que la fuerza de la ley recaería “con toda fuerza y vigor” sobre quienes la incumplieren; pero es el caso que las picotas siguieron ahí, engalanando plazas y ejidos, dando a los pueblos y villas que las poseen cierto aire de distinción sobre aquellos que no las tienen. No hay duda de que varios rollos y picotas serían destruidos dando cumplimiento a la ley, pero aun así debieron ser muy pocos, y de los lugares que optaron por borrarlos de su paisaje, todavía quedó como referencia el nombre del lugar en donde estuvieron, mucho más difícil de evitar, el tan repetido Cerro de la Horca, general topónimo en los pueblos de Castilla.
La picota, que por lo que he podido saber tomó su nombre por la semejanza que pudiese haber entre el aspecto de los ajusticiados en ella con el haz de perdices que los cazadores solían llevar colgadas de la cintura y asidas por el pico, no se empleó en todos los casos como instrumento de muerte, pues las más de las veces se utilizó como estrado de afrenta o de tortura, según la gravedad de la falta cometida por el reo, y así en gran parte de los países de Europa. Dentro de nuestro derecho histórico, como pena para aquellas conductas afines al comportamiento habitual del pícaro, del estafador en la venta de productos del campo, de las prostitutas y de quienes fueran sorprendidos en adulterio, figuraban soluciones la mar de pintorescas, como bien nos ilustra acerca del particular el siguiente párrafo extraído del famoso Código de las Siete Partidas promulgado por el rey Sabio, y que dice así: “La setena manera de pena es, quando condenan a alguno que sea açotado o ferido paladinamente, por yerro que fizo; o lo ponen por desonrra del en la picota e le desnudan faciendole estar al sol, untandole de miel, para que lo coman las moscas alguna hora del dia” Sistema harto frecuente -y en la Alcarria tal vez todavía más por aquello de la miel- cuando el rígido entender del legislador se consideraba no merecedor de la horca.
A partir del siglo XVI los rollos y picotas comenzaron a tomar paulatinamente oficios menos duros de los que habían tenido hasta entonces, tales como el que el acusado permaneciera en pie sobre las gradas durante una hora o dos en día de mercado, cosa que a los pillastres de profesión no les solía importar gran cosa, pero sin empleo alguno de la tortura física a la vista de todos. Pasado el tiempo, y a la vista de que su misión como instrumento de castigo hubiese desaparecido, algunas de ellas fueron derribadas y hechas desaparecer, otras se conservaron como enseña permanente de jurisdicción o de villazgo, y las más se mantuvieron en pie por razones de estética, pues hemos de tener en cuenta que no pocos de estos monumentos eran, y siguen siendo, verdaderas obras de arte.
Los municipios españoles con categoría de villazgo alzaron su rollo correspondiente en mitad de la plaza, que tantas veces después ha servido como documento identificativo cuando no como estampa inconfundible con la que el lugar recorrió no sólo España, sino también los ambientes culturales de ultramar como enseña monumental heredada de su pasado. La Ilustración Española y Americana, revista eminentemente gráfica de la España romántica, se encargó de mostrar a todos los países de habla hispana lo más selecto de nuestros monumentos de tortura. En otras ocasiones fue la literatura la encargada de extender su conocimiento por el mundo. Las picotas de Fuentenovilla en Guadalajara, la de Ocaña que grabó Valeriano Bécquer para un trabajo de su hermano Gustavo Adolfo, la de Villalón de Campos en Valladolid, y aquella de Écija, la más famosa de toda Andalucía, a la que Vélez de Guevara tildó de “gentil árbol berroqueño, que suele llevar hombres como otros fruta” y que fue derribada y destruida brutalmente en los movimientos callejeros de 1868, cuentan entre las más importantes que han servido de adorno y de enseña de identidad a los pueblos de España con más noble raíz.
Guadalajara conserva picotas excelentes, con la de Fuentenovilla ya mencionada a la cabeza de todas, y en una cantidad bastante considerable. Somos afortunados en este tipo de monumentos extendidos por tantos de nuestros pueblos, no sólo por los que todavía las mantienen en pie, sino por los que las hicieron desaparecer debido a cualquiera de las razones ya dichas o por lamentable abandono. Hay villas que cuentan con dos de ellas (Galve de Sorbe), o que han sido repuestas de nueva factura (Hontova); pero todas ellas: Lupiana, El Pozo de Guadalajara, Moratilla de los Meleros, Valdeavellano, Balconete, Budia, y hasta un ciento de ellas más, siguen dando testimonio en la céntrica plaza o junto a un camino en el arrabal, de que aquel, sea cual fuere, es un pueblo al que cuando menos se le ha de rendir el especial tratamiento de señor, porque antes lo tuvo.
(En la imagen, la picota de Fuentenovilla)
(Guadalajara, 2003)
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