martes, 2 de febrero de 2010

POR LA SOLANA DE LAS BELLAS FUENTES


El arroyo Vadillo baja desde las vegas de Alboreca y, después de roer casi en los muros del pueblo las casas de Pozancos y de Ures, se une al Salado para emprender juntos el viaje hacia el Henares. Cuando uno sube desde el empalme de Palazuelos a estos pueblecitos de la solana, lo hace en dirección contraria a las aguas del arroyo.
Anduve por aquí hace escasas fechas, un mes, o dos a lo sumo; prometí volver y lo hago en la primera ocasión que me ha sido posible. A pesar de lo adelantado del otoño, y de que las temperaturas por estas latitudes suele mostrarse con excesivo rigor cuando llega diciembre, la mañana es hermosa: el sol cae sobre los campos con la oblicuidad del invierno, pero limpio y claro como el celofán. En los abrigos junto a las encinas pica sobre la piel el sol de la mañana.
 
A Ures se entra sin avisar. Ures se adormece entre los cerros pedregosos a la sombra de las nogueras. El correr de la fuente de Ures invita a soñar en la tremenda soledad del pueblo. Ures en vasco significa agua. El nombre se lo pusieron al pueblo no sé si los pastores o unos frailes vascongados que anduvieron por aquí allá por el siglo XII. Aún queda su recuerdo en la pobre ornamentación de la pequeña iglesia románica cuya única puerta sale a la plaza; la otra puerta de la iglesia daba al primitivo cementerio, ahora en el humedal, cubierto de hierbas y de zarzas, que se cegó en época de la que nadie recuerda.
Casualmente, y bien que parece extraño, la puerta de la iglesia está abierta. Voy a pasar. Es reducida por dentro. En los ocho bancos que se reparten ordenados, cuatro a cada lado de la pequeña nave, se han de acomodar los asistentes durante las grandes solemnidades. Hay un sacerdote de mediana edad celebrando misa. Se llama Juan Martín y es hijo del pueblo. Está solo, no le acompaña feligrés alguno. El retablo tras el altar es pequeño, pobre, lo preside una imagen de San Martín de Tours, patrón del pueblo, revestido con los ornamentos episcopales, y no sobre un caballo repartiendo su capa con un mendigo, como es la imagen habitual que estamos acostumbrados a ver. Desde el interior de la iglesia se siente el zurar de las palomas por encima de la cubierta. Fuera, los detalles románicos se advierten desgastados por la lija del tiempo. Espero a don Juan Martín a la salida. Durante la media hora que pasé en Ures no vi ni una sola alma aparte del cura.
-No, claro; es que no hay gente. En este momento cuatro o cinco personas mayores. No hace mucho tiempo, estuvo el pueblo durante tres meses completamente solo.
El cerro del Picozo y el cerro de la Cruz protegen al pueblo de los fríos que soplan desde arriba. Al saliente, recorta sus riscos plomizos el cerro del Mediodía.
-Se le llama así porque antiguamente, cuando aquello de tener reloj era un artículo de lujo entre la gente, los vecinos se solían regir por la sombra de las peñas. Cuando la sombra desaparecía de aquella superficie vertical de los riscos, era justo la hora del medio día.
En amena conversación con el sacerdote supe de los orígenes del pueblo, de los frailes que lo fundaron según la tradición, del convento de monjas que hubo en extramuros, de la vaquería y del convento. Anoto el encanto de la fuente pública al pie de los árboles; una fuente de agua fresquísima y con sabor a agua; una fuente generosa y de correr rumoroso y abundante. Junto al chorro hay unos azulejos con inscripción en los que se dice: "Agua del valle Bayo". Se refiere al lugar de su procedencia en los altos, con el recuerdo de Bayo, el apellido de la persona que en su día cedió las aguas de su finca para abastecimiento del pueblo; pues en tiempos precedentes, lejanos ya, parece ser que los malos entendidos con los vecinos de Pozancos eran perpetuos, precisa­mente por eso, por el origen del agua que las gentes de Ures necesitaban consumir.
 
Subo después hasta Pozancos. Un par de kilómetros a lo sumo separan a un pueblo del otro. Aunque tan sólo cuenta con un censo estable de treinta o de cuarenta personas durante los meses de invierno, Pozancos es como una pequeña ciudad al lado de Ures. Cruzo el pueblo de parte a parte. A la entrada hay estacionado sobre el rellano un coche con matrícula de Andorra. Durante los fines de semana soleados del otoño es un gozo estar por aquí, y las gentes acuden al reclamo de la segura bonanza de los pueblos y de los campos. Las calles de Pozancos tienen los nombres en las esquinas escritos sobre artísticos azulejos. La posesión del alfar distingue al pueblo. La calle Mayor es estrecha, y acaba en una luminosa plazoleta en la que concurren todos los elementos de interés que hay en Pozancos: la fachada principal del palacete de los señores; la artística fuente pública bajo un castaño corpulento; el lavadero y la portada románica de la iglesia parroquial de la Natividad. La fuente chorrea por los dos caños del monolito central sobre el pilón de piedra labrada; a cada lado tiene otros pilotes similares, más pequeños y con sendos grifos por los que no corre el agua. Consta que se instaló la fuente en el año 1923.
Hay dos o tres mujeres faenando en el lavadero. Las mujeres haciendo la colada en el lavadero es por este tiempo nuestro una imagen extraña.
-Pues sí que parece raro; pero se lava muy bien -dice una.
-El agua demasiado fría en este tiempo.
-Un poquito.
Las lavanderas me han dicho que en la casona palacete de los señores vive gente. Se ve que está restaurada. Los aleros son de una elegancia y de una solidez para mí comparable tan sólo a los que se lucen en la plaza de Atienza. A pesar de todo, del fin de semana y de lo agradable del día, la puerta está cerrada, sin que se deje entrever que haya alguien en su interior. Como cerrada está también a cal y canto la puerta de la iglesia, con su arcada románica apoyada sobre capiteles y columnillas alineadas y maltrechas por el paso del tiempo.
En las proximidades de la iglesia, del lavadero, de la fuente de la plaza y del palacete de los señores, están los huertos. Las matas secas sobre los surcos dan a entender que hubo buena cosecha de verduras en el verano. Una pareja de buitres planean majestuosos planean por el cielo limpio de Pozancos, y por encima, muy por encima del campanario y del rebrote de chopo que nació en la espadaña por entre las juntas de las piedras. Los buitres levantaron vuelo en las peñas del cerro que hay situado al norte, por donde está el repetidor de la televisión. Pozancos, como Ures, es pueblo rodeado de montañas rocosas, donde, de vez en cuando, asientan las rapaces majestuosas y elegantes, parte integradora como las fuentes y como las viejas estructuras de sus iglesias medievales, del encanto singular que jamás faltó a estos pueblecitos olvidados.

Guadalajara, 1996
(En la fotografía, la pequeña iglesia de Ures)

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